LIBRO
SEGUNDO
Presentación de Rafael Hitlodeo de la mejor forma de comunidad Política.
Por
Tomás Moro, ciudadano y sheriff de Londres
La isla de los utopianos tiene en su parte central, que es la más ancha, una extensión de doscientas millas. Esta anchura se mantiene casi a lo largo de toda ella, y se va estrechando poco a poco hacia sus extremos. Estos se cierran formando un arco de quinientas millas, dando a toda la isla el aspecto de luna creciente. El mar se adentra por entre los cuernos de ésta, separados por unas once millas, hasta formar una inmensa bahía, rodeada por todas partes de colinas que le ponen al resguardo de los vientos. Diríase un inmenso y tranquilo lago, nunca alterado por la tempestad. Casi todo su litoral es como un solo y ancho puerto accesible a los navíos en todas las direcciones.
La
entrada a la bahía es peligrosa, tanto por los bajíos como por los arrecifes.
Una gran roca, emerge en el centro de la bocana, que por su visibilidad
no la hace peligrosa. Sobre ella se levanta una fortaleza defendida por una
guarnición. Los otros arrecifes
son peligrosos, pues se ocultan bajos las aguas.
Sólo los utopianos conocen los pasos navegables.
Por eso ningún extranjero se atreve a entrar en la ensenada sin un práctico
utopiano. Para los mismos
habitantes de la isla, la entrada sería peligrosa, si su entrada no fuera
dirigida desde la costa con señales. El simple desplazamiento de estas señales bastaría para
echar a pique una flota enemiga, por
numerosa que fuera.
Tampoco
son raros los puertos en la costa exterior de la isla. Pero, cualquier desembarco está tan impedido por defensas
tanto naturales como artificiales, que un puñado de combatientes podría
rechazar fácilmente a un numeroso ejército.
Se dice, y así lo demuestra la configuración del terreno, que en otro tiempo aquella tierra no estaba completamente rodeada por el mar. Fue Utopo quien se apoderó de la isla y le dio su nombre, pues anteriormente se llamaba Abraxa. Llevó a este pueblo tan inculto y salvaje a ese grado de civilización y cultura que le pone por encima de casi todos los demás pueblos. Conseguida la victoria, hizo cortar un istmo de quince millas que unía la isla al continente. Con ello logró que el mar rodease totalmente la tierra.
Para
la realización de esta obra gigantesca no sólo echó mano de los habitantes de
la isla -se lo hubieran tomado como una humillación- sino de todos sus
soldados. La tarea, compartida
entre tantos brazos, fue rematada con inusitada celeridad. Tanta que los pueblos vecinos -que en principio se habían reído
de la vanidad del empeño- quedaron admirados y aterrorizados por el éxito.
La
isla cuenta con cincuenta y cuatro grandes y magníficas ciudades. Todas ellas tienen la misma lengua, idénticas costumbres,
instituciones y leyes. Todas están
construidas sobre un mismo plano, y todas tienen un mismo aspecto, salvo las
particularidades del terreno. La
distancia que separa a las ciudades vecinas es de veinticuatro millas. Ninguna,
sin embargo, está tan lejana que no se pueda llegar a ella desde otra ciudad en
un día de camino.
Cada
año se reúnen en Amaurota tres ciudadanos de cada ciudad, ancianos y
experimentados, para tratar los problemas de la isla.
Esta ciudad, asentada, por así decirlo, en el ombligo del país, es la más
accesible a los delegados de todas las regiones. Por eso mismo se la considera como la primera y principal.
Cada
ciudad tiene asignados terrenos cultivables en una superficie no menor a doce
millas por cada uno de los lados; si la distancia entre ciudades es mayor,
entonces la superficie puede aumentarse. Ninguna
ciudad tiene ansias de extender sus territorios. Los habitantes se consideran más agricultores que
propietarios.
En
medio de los campos hay casas muy cómodas y perfectamente equipadas de aperos
de labranza. Son habitadas por ciudadanos que vienen en turnos a residir en
ellas. Cada familia rural consta de
cuarenta miembros, hombres y mujeres, a los que hay que añadir dos siervos de
la gleba. Están presididas por un
padre y una madre de familia, graves y maduros.
Al frente de cada grupo de treinta familias está un filarco.
Todos
los años veinte agricultores de cada familia vuelven a la ciudad, después de
haber residido dos arios en el campo. Son
remplazados por otros veinte individuos. Estos
son instruidos juntamente con los que llevan todavía un año, y que, como es lógico,
tienen una mayor experiencia en las faenas del campo.
A su vez, serán los instructores del próximo año.
Con ello se evita que se junten en el mismo turno ignorantes y novicios,
ya que la falta de experiencia perjudicaría a la producción.
La renovación del personal agrícola es algo perfectamente reglamentado.
Con ello se evita que nadie tenga que soportar durante mucho tiempo y de
mala gana, un género de vida duro y penoso.
No obstante, son muchos los ciudadanos que piden pasar en el campo varios
años, sin duda porque encuentran placer en las faenas del campo.
Los campesinos cultivan la tierra, crían ganado, labran la madera, y la transportan a la ciudad unas veces por tierra y otras por mar. Han inventado un sistema sumamente ingenioso para producir pollos en cantidad. No dejan que las gallinas incuben los huevos. Someten a estos a una especie de calor constante que los vitaliza y empolla. Una vez roto el cascarón. Los pollitos siguen al hombre y le reconocen como a su madre. Crían muy pocos caballos, y éstos muy fogosos, con la única finalidad de ejercitar a la juventud en la equitación.
Toda
la labor de labranza y transporte recae sobre los bueyes. Según los utopianos, el buey no tiene la fogosidad del
caballo, pero le vence en paciencia y en fuerza.
Está sujeto a menos enfermedades, no necesita tanta dedicación, y gasta
menos. Finalmente, cuando se halla
agotado por el trabajo, todavía se te puede destinar para carne.
Los
cereales sólo los emplean para hacer pan.
Beben vino de uva, de manzana o de pera; y agua, unas veces sola, y otras
hervida con miel o regaliz que nunca les falta.
Saben de una manera exacta y precisa la cantidad de víveres necesaria
para cada ciudad y su, territorio. No
obstante, siembran grano y crían ganado en cantidad muy superior al consumo. El
excedente se reparte si es necesario entre los países vecinos.
Todos
los objetos necesarios y que no se pueden encontrar en el campo, como muebles,
utensilios de cocina, etcétera, los piden a la ciudad.
Los consiguen de los funcionarios públicos, sin papeleo y sin nada a
cambio. Todos los meses, en efecto,
acuden a la ciudad el día de fiesta.
Cuando
está próxima la cosecha, los filarcos hacen saber a los funcionarios públicos
el número de ciudadanos que quieren se les envíe.
Los recolectores llegan en masa el día convenido.
De este modo, la cosecha se termina en un sólo día de buen tiempo.
Las ciudades y en particular Amaurota
Quien
conoce una ciudad, las conoce todas. ¡Tan parecidas son entre sí! (en cuanto
la naturaleza de su emplazamiento lo permite).
Describiré una de ellas, no importa cuál, pero ¿cuál más a propósito
que Amaurota? Ninguna más digna
que ella. Así se lo reconocen las
demás por ser sede del Senado. Es
también la que mejor conozco, por haber vivido en ella cinco años seguidos.
Amaurota está situada en la suave pendiente de una colina. Su forma es casi un cuadrado. Su anchura, en efecto, comienza casi al borde de la cumbre de la colina, se extiende dos mil pasos hasta el río Anhidro, y se alarga a medida que sigue el curso del río.
El
Anhidro nace de un -pequeño manantial, ochenta millas más arriba de Amaurota.
Su caudal se alimenta de otros pequeños ríos, sobre todo de dos un poco
más medianos. Cuando llega a la
ciudad, su anchura es de quinientos pies. Pronto
vuelve a ensancharse y después de un curso de sesenta millas, desemboca en el
mar.
El
curso del río queda singularmente alterado en el espacio comprendido entre la
ciudad y el mar, incluso al unas millas más arriba, merced al flujo y reflujo
de las olas por espacio de seis horas. Cuando
hay pleamar, las aguas cubren completamente el lecho del río Anhidro en una
longitud de unas treinta millas, empujando las aguas del río hacia su
nacimiento. En todo este espacio y
un poco más arriba, el agua salada se mezcla con la del río.
Desde este punto, sin embargo, las aguas van endulzándose
progresivamente, y el caudal que atraviesa la ciudad es limpio y puro.
El agua desciende limpia y cristalina hasta la desembocadura.
La
ciudad está unida a la otra orilla del río por un puente de espléndidos
arcos, con pilares de piedra, no de madera.
Este puente situado en la parte más alejada del mar, permite a los navíos
atravesar totalmente y sin riesgo toda la zona de la ciudad bañada por el río.
Tiene,
además otro río, no más caudaloso que el Anhidro, pero muy tranquilo y
agradable. Nace, en efecto, en la
pendiente de la colina sobre la que está edificada la ciudad, discurre a través
de la misma, y corta la ciudad en su mismo centro antes de mezclar sus aguas a
las del Anhidro. Los amaurotanos
han canalizado y fortalecido el manantial y la parte superior del río que nace
cerca de la ciudad acosándolo a las murallas.
De esta manera, en caso de ataque, impiden al ejército enemigo cortar,
desviar o envenenar las aguas. El agua es conducida desde el río hacia la parte
baja de la ciudad por diferentes canales de barro cocido.
Donde este método no es viable, disponen de grandes cisternas para
recoger el agua de la lluvia, que surte los mismos efectos.
Una
alta y ancha muralla, guarnecida de torres y de fortalezas frecuentes, hace de
la ciudad una plaza fuerte. En sus
tres lados hay un foso sin agua, ancho y profundo, pero impracticable a causa de
la maraña de espinos. En el cuarto
lado, el río mismo hace de foso.
El
trazado de calles y plazas responde al tráfico y a la protección contra el
viento. Los edificios son elegantes
y limpios, en forma de terraza, y están situados frente a frente a lo largo de
toda la calle. Las fachadas de las
casas están separadas por una calzada de veinte pies de ancho. En su parte trasera hay un amplio huerto o jardín tan ancho
como la misma calzada, y rodeado por la parte trasera de las demás manzanas.
Cada casa tiene una puerta principal que da a la calle, y otra trasera
que da al jardín. Ambas puertas
son de doble hoja, que se abren con un leve empujón y se cierran automáticamente
detrás de uno. Todos pueden entrar
y salir en ellas. Nada se considera
de propiedad privada. Las mismas
casas se cambian cada diez años, después de echarlas a suertes.
Aman
apasionadamente estos jardines; en ellos cultivan viñas, hortalizas, hierba y
flores. Los cultivan con esmero, tanto que nunca he visto nada semejante en
belleza y fertilidad. Los amaurotanos gustan de la jardinería no sólo porque
les entretiene, sino por los concursos de belleza organizados entre las diversas
manzanas. Difícilmente, -en
efecto, se podría destacar un aspecto de la ciudad más pensado para el deleite
y el provecho de la comunidad. Cosa
que me hace pensar que la jardinería debió ser de especial interés del
fundador.
Se
dice, en efecto, que fue el mismo Utopo el que trazó el plano de la ciudad
desde el principio.
Dejó,
sin embargo, a sus sucesores el cuidado de completar el embellecimiento y ornato
de la ciudad. Pues, se daba cuenta
de que la vida de un hombre no es suficiente para ello.
Según
sus archivos históricos, que cubren un período de 176 años desde la
conquista, y que fueron escritos con escrupulosa religiosidad, las casas
originales eran simples chozas o tugurios.
Estaban hechas sin un plan definido y con toda clase de maderas; las
paredes revocadas de barro, y los techos en forma de cono cubiertos con cañas.
Hoy, en cambio, no se ven casas sino de tres pisos.
Los muros exteriores están revestidos de piedra, de argamasa o ladrillos
cocidos; las paredes interiores revestidas de yeso.
Los techos son planos, en forma de terraza, recubiertos de hormigón,
poco costoso y no inflamable, y más resistente a las inclemencias del tiempo
que el plomo. Las ventanas están
provistas de vidrio -su uso es allí frecuentísimo- para impedir que entre el
viento. A veces se remplaza el
vidrio por una tela muy tenue o de ámbar gris impregnada de aceite. Este procedimiento ofrece una doble ventaja: deja pasar mejor
la luz, e impide -que el viento pase.
Los
magistrados
Todos los años, cada grupo de treinta familias elige su juez, llamado Sifogrante en la primitiva lengua del país, y Filarca en la moderna. Cada diez sifograntes y sus correspondientes trescientas familias, están presididos por un protofilarca, antiguamente llamado Traniboro. Finalmente, los doscientos sifograntes, después de haber jurado que elegirán a quien juzguen más apto, eligen en voto secreto y proclaman príncipe a uno de los cuatro ciudadanos nominados por el pueblo. La razón de esto es que la ciudad está dividida en cuatro distritos, cada uno de los cuales presenta su candidato al senado. El principado es vitalicio, a menos que el príncipe sea sospechoso de aspirar a la tiranía. Por su parte los traniboros se someten todos los años a la reelección, si bien no se les cambia sin graves razones. Los demás magistrados son renovados todos los años.
Cada
tres días, incluso con más frecuencia, si así lo piden las circunstancias,
los traniboros, presididos por el príncipe, se reúnen en consejo. Deliberan sobre los asuntos públicos y dirimen con rapidez
los varios conflictos q que pudieran surgir entre los particulares.
Invitan siempre a las deliberaciones del senado a dos sifograntes, que
son distintos cada sesión.
La
ley establece que las mociones o problemas de interés general sean discutidos
en el senado tres días antes de ser ratificados o decretados.
Por otra parte, se considera como un crimen capital, tomar decisiones
sobre los intereses de interés público fuera del Senado o al margen de las
asambleas locales. Tal reglamentación
se dirige a impedir que tanto el Príncipe como los traniboros conspiren contra
el pueblo, le opriman por la tiranía cambiándose así la forma de gobierno.
Por esta misma razón, todas las decisiones importantes son llevadas a las
asambleas de los Sifograntes. Estos
las exponen a las familias de las que son representantes, no sin discutirlas con
ellas antes de devolver las conclusiones al senado.
En
ocasiones el asunto se presenta al consejo de toda la isla.
Por otra parte, uno de los usos del senado es no discutir asunto alguno
el día mismo que se presenta por primera vez. Prefieren posponerlo para la sesión
próxima. De este modo se evita el que alguien exprese lo que primero le viene a
los labios. Y sobre todo, que
comience a dar razones que justifiquen su manera de pensar, sin tratar de
decidir lo mejor para la comunidad y sacrificando el bien público a su reputación.
Tanto más, por absurdo que pueda parecer, que le avergüenza admitir que
su primera idea fue precipitada, y que debió reflexionar antes de hablar.
Las
artes y los oficios
Hay
una actividad común a todos, hombres y mujeres, de la que nadie queda exento:
la agricultura. Forma parte de la educación del niño desde su infancia.
Todos aprenden sus primeras nociones en la escuela.
Y también en las salidas que hacen a los campos cercanos a la ciudad.
Aquí son entrenados, no sólo observando los trabajos que se realizan, sino
trabajando ellos mismos, lo que les proporciona un buen ejercicio físico.
Además
de la agricultura, que, como acabo de decir, es una actividad común a todos,
cada uno es iniciado en un oficio o profesión como algo personal.
Los oficios más comunes son el tratamiento de la lana, la manipulación
del lino, la albañilería, los trabajos de herrería y carpintería.
Aparte estos oficios, no hay otros que merezca la pena mencionar, ya que
los practican pocos.
Los
vestidos tienen la misma forma para todos los habitantes de la isla.
Están cortados sobre un mismo patrón, que no cambia nunca.
Las únicas diferencias son las que distinguen al hombre de la mujer, al
célibe del casado. El corte no
deja de ser elegante y facilita los movimientos del cuerpo, al mismo tiempo que
inmuniza contra el frío y contra el calor.
Cada familia confecciona sus propios vestidos.
Todos,
hombres y mujeres, sin excepción, han de aprender uno de los oficios arriba señalados.
Las mujeres, sin embargo, por su constitución más débil, se dedican a
trabajos menos duros, ya que trabajan casi exclusivamente la lana y el lino. A los hombres, en cambio, se les confía actividades más
penosas.
En
general, casi todos los niños son educados en la profesión de sus padres.
Es algo que llevan en la misma sangre.
Pero si alguien se siente atraído hacia otro oficio, es encomendado a
otra familia. En tal caso, tanto su
padre como el magistrado se cuidan de que sea puesto al servicio de un jefe de
familia serio y honesto. Del mismo modo, si alguien especializado en un oficio, quiere
aprender otro, se le permite hacerlo en idénticas condiciones.
Una vez conseguidos los dos, puede ejercer el que más le agrade, a
condición, sin embargo, de que la ciudad no necesite más de uno de ellos.
La
principal, por no decir única, misión de los sifograntes, es velar para que
nadie se entregue a la ociosidad y a la pereza.
Han de procurar que todos se apliquen de una forma asidua a su trabajo.
Pero sin, por ello, fatigarse sin resuello, como una bestia de carga
desde que amanece hasta que anochece. Esta
vida embrutecedora para el espíritu y para el cuerpo, es peor que la tortura y
la esclavitud; y sin embargo esta es la condición de los trabajadores en todas
partes, ¡excepto entre los utopianos!
Estos
dividen en veinticuatro horas iguales el día, incluyendo también la noche.
De ellas solamente dedican al trabajo seis horas, distribuidas así:
Tres horas, antes del mediodía, y a continuación almuerzan.
Terminado el almuerzo dedican dos horas al descanso o siesta.
A continuación trabajan otras tres horas, para terminar con la cena.
Como quiera que la primera hora se cuenta a partir de mediodía, son las ocho
cuando van a la cama. Al sueño se
reservan otras ocho horas.
El
tiempo que les queda entre el trabajo, la comida y el descanso se deja al libre
arbitrio de cada uno. Se busca que
cada uno, lejos de perder el tiempo en la molicie y ociosidad, se distraiga, en
un hobby, al margen de sus ocupaciones habituales.
La
mayor parte consagra estas horas de tiempo libre al estudio. Antes de salir el sol se organizan todos los días cursos públicos.
Sólo están obligados a asistir a ellos los que han sido elegidos
personalmente para estudiar. Pero
hay que reconocer que un gran número, tanto de hombres como de mujeres de todas
condiciones, se agolpan en el lugar de los cursos para escuchar sus lecciones,
unos a unas, otros a otras según sus preferencias.
Por otra parte, si alguno prefiere dedicar este tiempo libre a los
trabajos de su oficio, nadie se lo impide.
Sabido es que hay un buen número de personas a las que no atrae la alta
especulación y lejos de criticarles por ello, se les felicita por el servicio
que prestan a la comunidad.
Después
de cenar pasan una hora de recreo, durante el verano en el jardín, y en las
salas de los comedores públicos durante el invierno.
Allí se entregan a la música o se entretienen charlando.
Los juegos de azar, como los dados, cartas, tan impropios y nefastos ni
siquiera los conocen. No obstante, sí practican dos juegos que se parecen bastante
al ajedrez: uno es un combate de números, en el que unos números atrapan a
otros. En el segundo, virtudes y
vicios entablan una cerrada batalla. Este
último juego muestra a las claras la anarquía de los vicios entre sí, y su
perfecto acuerdo cuando se trata de luchar contra las virtudes.
Hace ver, además, cuáles son los vicios opuestos a determinadas
virtudes, qué armas despliegan los vicios cuando atacan por el flanco, qué
tropas lanzan a la lucha abierta, y qué posición defensiva permite a las
virtudes contener a los ejércitos del vicio, y con qué artimañas burlan sus
ataques. Finalmente, hacen ver cuáles
son los medios que permiten a uno y otro campo asegurar la victoria.
Pero,
en este momento, quiero salir al encuentro de un posible engaño.
Quizás se diga: ¿Son suficientes seis horas de trabajo para
proporcionar a la población los alimentos de primera necesidad?
Ese tiempo no sólo es suficiente sino que sobra para producir no sólo
los bienes necesarios, sino también los superfluos.
Lo comprenderás enseguida conmigo, si observas atentamente el gran número
de gente ociosa que hay en otras naciones.
En primer lugar, casi todas las mujeres -que es la mitad de la población-
y la mayor parte de los hombres, cuando las mujeres trabajan, roncan a sus
anchas durante todo el día.
Has de añadir esa turba ociosa de curas y de los llamados «religiosos». Poned además todos los ricos, sobre todo los terratenientes a los que vulgarmente llaman «señores» y «nobles». Incluid en este número a la servidumbre, esa chusma de bergantes con librea. Y finalmente, ese ejército de mendigos, robustos y sanos, que esconden su pereza tras una enfermedad fingida. Te darás cuenta entonces que hay muchas menos personas de las que piensas, que con su trabajo producen todos los bienes que consumen los mortales.
Ten
en cuenta también el pequeño número de los que se dedican a oficios
necesarios. Y es natural que así
sea: en un mundo en que todo lo medimos por el dinero, se ejercen muchas
actividades completamente vanas y superfluas, al servicio exclusivo del lujo y
del despilfarro. Pero supongamos
que la masa de trabajadores actuales se repartiera entre los pocos oficios que
producen los igualmente poco numerosos bienes necesarios para una vida sana y cómoda.
¿Qué pasaría, entonces? Pues que
habría tal abundancia de bienes que los precios bajarían hasta tal punto que
los mismos obreros no podrían sustentar su vida.
Supongamos ahora que todos esos que se dedican a las artes improductivas
y que esa turba de vagos que languidece en la ociosidad y en la pereza -y que
dicho sea de paso, uno de ellos consume más del fruto del trabajo de otros que
dos obreros que trabajan- se ponen a trabajar en actividades útiles. ¿Qué
sucedería? Comprenderíamos fácilmente
que para producir lo que exigen la necesidad, la comodidad e incluso el placer
-un placer verdadero y natural, se entiende- habría tiempo suficiente, e
incluso sobraría.
Pues
esto es lo que los hechos demuestran en Utopía.
Allí, en toda la ciudad y sus alrededores difícilmente podremos
encontrar quinientas personas en edad y en condiciones de trabajar -hombres y
mujeres- exentas del trabajo. Entre
ellas se cuentan los sifograntes. Y
sin embargo, estos magistrados, aunque exentos oficialmente de trabajos
manuales, siguen trabajando como los demás ciudadanos, a fin de estimular con
su ejemplo a los demás.
De
este mismo privilegio de exención gozan los destinados al estudio de las
ciencias y de las letras. El
pueblo, asesorado por la recomendación de los sacerdotes y por los votos
secretos de los sifograntes les otorga vacación perpetua.
Si alguno de los elegidos defrauda las esperanzas del pueblo, es devuelto
a la clase trabajadora. Pero,
sucede con frecuencia, que si un obrero en sus horas libres llega a adquirir por
su constancia y diligencia un dominio notable de las letras, se le libera del
trabajo mecánico y se le admite en la clase intelectual.
De
esta clase intelectual se eligen los embajadores, los sacerdotes, los traniboros.
Y finalmente, al príncipe mismo, a quien en su lengua primitiva llaman
Barzanes, y hoy día «Ademos». El
resto de la población, siempre activa y dedicada a actividades útiles produce
en pocas horas de trabajo los bienes que necesita y de los que ya he hablado.
Añadamos
a lo dicho otro factor económico: la dedicación a los oficios esenciales les
permite realizar el trabajo con menos esfuerzo que los demás pueblos.
La edificación o restauración de los edificios, por ejemplo, que tanto
trabajo y tantos obreros cuesta, se debe a que el inmueble que el padre levantó,
un heredero negligente lo deja caer poco a poco.
Lógicamente, un edificio que se podría mantener con poco dinero, habrá
de ser restaurado por el sucesor con grandes costos.
Sucede incluso, y con frecuencia, que una casa levantada con fuertes
desembolsos por una determinada persona, viene a manos de un hijo caprichoso.
Este la abandona, no la repara y la deja caer, para construir luego otra
más lujosa en otro lugar.
En
Utopía, por el contrario, donde todo está tan previsto, y la comunidad tan
organizada, no se destinan nuevas áreas a edificar casas.
No se contentan con reparar las ya existentes, sino que se pone remedio a
las que amenazan ruina. Esto hace
que con poco trabajo los edificios duren muchísimo. Tampoco los obreros de este gremio tienen gran cosa que
hacer. La mayor parte del tiempo la
pasan en sus casas preparando el material y tallando y ajustando las piedras,
por si surgiera alguna obra levantarla cuanto antes.
Fíjate
ahora en la poca mano de obra que los utopianos necesitan para vestirse.
Primeramente, el vestido de trabajo es de cuero o de piel, y puede durar
hasta siete años. Para vestir en sociedad cubren estos vestidos más toscos con
una clámide o manto. Su color es
el natural de la tela, y es el mismo para toda la isla.
De esta suerte emplean menos cantidad de paño que en otras partes y, lógicamente,
es más barato. En cuanto al lino,
exige todavía menos trabajo, por lo que su uso es más frecuente.
Del lino sólo se aprecia la blancura radiante de la tela, y la limpieza
en la lana, sin hacer caso alguno de la finura del hilo.
De ordinario, pues, cada uno se contenta con un solo vestido y le dura
generalmente dos años. En otras
partes, sin embargo, cada uno necesita cuatro o cinco vestidos de lana de
diferentes colores y otras tantas camisas de seda, y a los más delicados no les
basta con diez. Los utopianos no
encuentran razón alguna para desear más.
No estarían mejor defendidos contra el frío, ni, por otra parte, irían
un poco más elegantemente vestidos.
En
conclusión: Todos en Utopía trabajan en actividades útiles, que requieren
poco trabajo. No debe extrañar,
pues, que ante la abundancia de todas las cosas necesarias, se envía de tiempo
en tiempo a gran número de trabajadores a reparar las vías públicas que
pudieran estar deterioradas. Con
frecuencia, incluso, si la necesidad de estos trabajos de reparación no se hace
sentir, se anuncia oficialmente la disminución de las horas de trabajo. No se debe pensar que los magistrados impongan a los
ciudadanos contra su voluntad horas extras de trabajo.
Las instituciones de esta república no buscan más que un fin esencial: rescatar el mayor tiempo posible en la medida que las necesidades públicas y la liberación del propio cuerpo lo permiten, a fin de que todos los ciudadanos tengan garantizados su libertad anterior y el cultivo de su espíritu. En esto consiste, en efecto, según ellos, la verdadera felicidad.
Las relaciones públicas entre los utopianos
¿No
os parece llegado el momento de explicar las formas de la vida social, las
relaciones mutuas de los ciudadanos, así como las reglas de distribución de
los bienes en Utopía?
La
ciudad está compuesta de familias, y éstas, en general, están unidas por los
lazos del parentesco. Cuando la
mujer ha alcanzado la edad núbil, es entregada al marido, y va a vivir a su
casa. Los hijos y nietos varones
permanecen en la familia, sometidos todos al más anciano de sus progenitores.
En caso de senilidad con merma de las facultades mentales, le sucede el
que le sigue en edad.
Cada
ciudad consta de seis mil familias, sin contar las del distrito rural.
Pero, para mantener el equilibrio de la misma e impedir que baje la
población o suba desmesuradamente, se cuida de que ninguna familia tenga menos
de diez y más de dieciséis adultos. Por
el contrario no es fácil determinar previamente el número de los impúberes.
Este equilibrio se mantiene, traspasando a las familias menos numerosas
el excedente de las demasiado prolíficas.
Si, a pesar de todo, el conjunto de habitaciones de una ciudad sobrepasa
el número previsto, el excedente se destina a otras ciudades menos pobladas.
En el caso, finalmente, de que toda la isla llegara a superpoblarse, se funda una colonia con ciudadanos reclutados de cualquier ciudad. Se aposentan en el continente más cercano, en zonas en que la población indígena posee más tierras de las que puede cultivar. La colonia se rige según las leyes utopianas, no sin antes proponer a los indígenas la posibilidad de convivir con ellos. Así, asociados con los que aceptan, quedan fácilmente integrados por unas mismas instituciones y costumbres en beneficio de ambos. Los colonos, en efecto, gracias a sus instituciones, logran transformar una tierra que parecía miserable y maldita en abundosa para todos.
Si,
por el contrario, encuentran gentes que se niegan a vivir bajo sus leyes, los
utopianos los arrojan fuera de la zona que han ocupado.
Hacen la guerra a los que oponen resistencia.
Consideran como causa justísima de guerra el que un pueblo, dueño de un
suelo, que no necesita y que deja improductivo y abandonado, niegue su uso y su
posesión a los que por exigencias de la naturaleza deben alimentarse de él.
Si
sucediera -como ya sucedió dos veces- que, a consecuencia de una peste, quedara
diezmada la población de una ciudad hasta el punto de no poder restablecerla
sin disminuir el número establecido de habitantes de otras ciudades, entonces
los utopianos dejarían la colonia para repoblar dicha ciudad.
Prefieren dejar morir las colonias, antes que ver desaparecer una sola de
las ciudades de la Isla.
Volvamos ya a la convivencia de los ciudadanos. El más anciano, como dije, presídela familia. Las mujeres sirven a los maridos, los hijos a los padres, y, en general, los menores a los mayores.
La
ciudad está dividida en cuatro distritos iguales.
En el centro de cada distrito hay mercado público donde se encuentra de
todo. A él afluyen los diferentes
productos del trabajo de cada familia. Estos
productos se dejan primero en depósitos, y son clasificados después en
almacenes especiales según los géneros.
Cada
padre de familia va a buscar al mercado cuanto necesita para él y los suyos.
Lleva lo que necesita sin que se le pida a cambio dinero o prenda alguna.
¿Por qué habrá de negarse algo a alguien?
Hay abundancia de todo, y no hay el más mínimo temor a que alguien se
lleve por encima de sus necesidades. ¿Pues por qué pensar que alguien habrá
de pedir lo superfluo, sabiendo que no le ha de faltar nada?
Lo que hace ávidos y rapaces a los animales es el miedo a las
privaciones. Pero en el hombre existe otra causa de avaricia: el orgullo.
Este se vanagloria de superar a los demás por el boato de una riqueza
superflua. Un vicio que las
instituciones de los utopianos han desterrado.
Junto
a los mercados que ya he mencionado están los de comestibles.
A ellos afluyen legumbres, frutas, pan, pescados, aves y carnes.
Estos mercados están situados fuera de la ciudad en lugares apropiados
-se mantienen limpios de las inmundicias y desechos por medio de agua corriente.
De aquí se lleva al mercado la carne limpia y despiezada por los criados
o siervos. Los utopianos no
consienten que sus ciudadanos se acostumbren a descuartizar a los animales.
Semejante práctica, según ellos, apaga poco a poco la clemencia, el
sentimiento más humano de nuestra naturaleza.
Por lo mismo, no dejan entrar en las ciudades las inmundicias y
desperdicios de cualquier género por cuya putrefacción el aire corrompido
pudiera sembrar alguna enfermedad.
Cada
manzana tiene salas muy capaces, dispuestas a igual distancia, y cada una con su
nombre propio. Aquí viven los
sifograntes; y a ellas están adscritas para la comida las treinta familias que
viven: quince a un lado y quince al otro del edificio.
Los encargados de abastecer los comedores se reúnen a la hora convenida
en el mercado y piden la cantidad de comida correspondiente al número de sus
comensales.
Pero
la primera preocupación y cuidados son para los enfermos que son atendidos en
los hospitales públicos. Hay, en
efecto, en los alrededores de la ciudad, un poco apartados de las murallas,
cuatro hospitales, tan amplios que se dirían otras tantos pequeñas ciudades.
En ellos, por grande que sea el número de enfermos, nunca hay
aglomeraciones, ni incomodidad en el alojamiento.
Y por otra parte, sus grandes dimensiones permiten separar a los enfermos
contagiosos, cuya enfermedad se propaga generalmente por contacto de hombre a
hombre. Estos hospitales están
perfectamente concebidos, y abundantemente -dotados de todo el instrumental y
medicamentos para el restablecimiento de la salud.
Los enfermos son atendidos con los más exquisitos y asiduos cuidados
merced a la presencia constante de los mejores médicos.
A
nadie se le obliga a ir al hospital contra su voluntad.
No hay enfermo, sin embargo, en toda la ciudad, que no prefiera ser
internado en el hospital a permanecer en su casa.
Una
vez que el administrador de los enfermos ha recibido los alimentos prescritos
por el médico, lo que hay de mejor en el mercado se distribuye equitativamente
por los comedores, según el número de comensales.
Consideración especial merecen el príncipe, el pontífice, los
traniboros, además de los embajadores y todos los extranjeros -cuando los hay,
que son pocas veces-. Pero cuando
están, se les asignan apartamentos especiales, provistos de todo lo necesario.
A
la hora establecida, toda la sifograntía se reúne al sonido de la trompeta
para comer y cenar. Se exceptúan
los que guardan cama, sea en los hospitales, sea en casa.
A nadie, sin embargo, se le prohíbe llevar comida del mercado a casa, a
pesar de tenerla preparada en los comedores.
Saben que nadie hará esto por capricho.
Pues si bien cada uno es libre de comer en su casa, nadie se recreará en
hacerlo. Porque es de tontos
molestarse en preparar una mala comida, cuando tienen una mejor en el comedor
cercano.
Los
trabajos de cocina más sucios y molestos se encomiendan a los criados.
En cambio, a cargo de las mujeres esta la cocción y aderezo de las
comidas, y, en una palabra, toda la preparación de la mesa.
Este trabajo lo hacen las mujeres por turno, según las familias.
Se
preparan tres o más mesas, según los comensales.
Los hombres se sientan del lado de la pared, y las mujeres enfrente.
De esta manera, si les sobreviene una súbita indisposición, cosa
frecuente en las embarazadas, pueden apartarse sin molestar y retirarse a la
sala de las nodrizas.
Las
nodrizas, en efecto, permanecen con sus lactantes en un comedor particular.
Se ha habilitado de tal manera, que nunca falten en él el fuego, el agua
limpia, ni las cunas. De este modo las madres pueden acostar a los niños, o si lo
prefieren, calentarse al fuego, quitarles las fajas, o jugar con ellos para
entretenerlos. Cada madre amamanta
a su hijo, caso de no impedirlo la muerte o la enfermedad. En estos casos, las mujeres de los sifograntes se apresuran a
encontrar otra nodriza, Y no les es difícil encontrarla.
Las mujeres que pueden prestan sus servicios con mayor presteza que en
cualquier otro menester. Todos en efecto alaban este acto de misericordia.
Y el niño reconoce a la nodriza como a su verdadera madre.
En
la sala de las nodrizas o lactantes se encuentran los niños que todavía no han
cumplido cinco años. Los demás
impúberes, es decir, los niños de ambos sexos que no han alcanzado la edad núbil,
sirven a la mesa. 0 si por la edad no tienen todavía fuerzas para hacerlo,
permanecen de pie y en el mayor silencio, junto a los comensales. Unos y otros comen de lo que les dan las personas sentadas,
ya que no tienen otra hora para comer.
En
el centro de la mesa principal, se sienta el Sifogrante con su mujer.
Es el lugar de más honor ya que desde esta mesa, colocada
transversalmente al fondo del comedor, se contempla toda la asamblea junto al
Sifogrante y su esposa toman asiento dos personas de las de mayor edad.
En cada mesa, en efecto, se sientan de cuatro en cuatro.
Si el templo se encuentra en una «Sifograntia», el sacerdote y su mujer
se sientan junto al sifogrante y presiden.
A
ambos lados del comedor se sientan los jóvenes, alternando con los de más
edad. Esta colocación acerca a los
iguales, y mezcla a las diferentes edades.
Nada, en efecto, de cuanto se hace o se dice en la mesa escapa a los
vecinos de derecha o izquierda. Y a
esto precisamente, según ellos, obedece esta norma, a saber: que la gravedad de
los ancianos y el respeto que inspiran refrenan las palabras o la petulancia que
una libertad excesiva podría inspirar a los jóvenes.
Se
comienza a servir los platos por la cabecera de la mesa, pasando después hasta
los últimos comensales. Primero se
sirven las mejores porciones a los ancianos -cuyos puestos están señalados- y
después a los demás comensales por igual.
Por su parte, los ancianos comparten de buen grado con sus vecinos de
mesa las porciones, que aunque quisieran no llegarían para todos los de la
casa. Se rinde así a la vejez un
honor que le es debido, honor que redunda en beneficio de todos.
Tanto
la comida como la cena comienzan por la lectura de alguna lección moral.
Pero ha de ser breve para que no aburra.
De ella se sirven los ancianos para hacer sus exhortaciones, que no son
tristes ni insulsas. Se cuidan
mucho de no soltar rollos que acaparen toda la comida, y escuchan con gusto a
los jóvenes. Incluso los provocan
adrede, a fin de contrastar en la libertad que da la mesa la índole y el
talento de cada uno.
El
almuerzo es corto; la cena un poco más
larga. Se debe a que después
del almuerzo viene el trabajo, mientras que a la cena siguen el sueño y el
reposo nocturno. Y los utopianos
creen que el sueño es mejor que el trabajo para una buena digestión.
No hay cena sin música; y en ella se sirve siempre un postre de dulces
variados. Se queman ungüentos y se
esparcen perfumes. Nada se perdona
para que reine la alegría entre los comensales.
Hacen de grado suyo aquel principio de que «ningún placer está
prohibido con tal que no engendre mal alguno».
Así viven los utopianos en las ciudades.
En
el campo, donde los labradores viven dispersos, hacen su comida en casa.
A ninguna familia le falta nada para comer. ¿No son acaso ellos los que
proveen de todo a la ciudad?
Los viajes de los utopianos
Si
uno desea visitar a los amigos que viven en otra ciudad o simplemente quiere
hacer un viaje, lo consigue fácilmente del Sifogrante o Traniboto, a no ser que
lo impida alguna razón práctica.
El
viaje se organiza enviando a un grupo de turistas con un salvoconducto expedido
por el príncipe. En este
salvoconducto se autoriza el viaje y se fija la fecha de vuelta. Se les proporciona un coche y un criado público para que
cuide y conduzca a los bueyes. En
general, a no ser que haya mujeres en el grupo, los viajeros devuelven el coche,
por considerarlo una carga. Durante
el viaje -aunque no llevan bagaje alguno- no les falta de nada, ya que en
cualquier parte están en casa. Si
se detienen más de un día en un lugar, ejercen allí su propio oficio, siendo
atendidos amistosamente por los de su mismo oficio.
Si alguien por su cuenta viaja fuera de su propio territorio, sin el
salvoconducto del príncipe, se le devuelve como fugitivo y se le castiga
severamente. Si reincide, queda
reducido a la condición de esclavo.
Si
alguno siente el deseo de pasear por los campos de su ciudad, nadie se lo
impide, con tal que tenga el permiso del padre o el consentimiento de la mujer.
Pero en cualquier aldea donde llegue, no se le da alimento alguno, a
menos que trabaje antes del mediodía o antes de la cena lo que allí estuviese
estipulado. Cumplida esta norma
puede caminar por todo el territorio de su ciudad.
Pues no será menos útil a la ciudad que si estuviera en ella.
Os
podéis dar cuenta, por todo esto, de que no hay nunca permiso para estar
ocioso. No hay tampoco pretexto
alguno para la vagancia. No hay
tabernas, ni cervecerías, ni lupanares, ni ocasiones de corrupción, casas de
citas, ni conciliábulos. Todos,
expuestos a las miradas de todos, se entregan al trabajo cotidiano o a un
honesto esparcimiento".
De
las costumbres de un pueblo como éste se sigue necesariamente la abundancia de
todos los bienes. Si a esto se añade
que la riqueza está equitativamente distribuida, no es de extrañar que no haya
ni un solo pobre ni mendigo.
Como
dije más arriba, todos los años cada ciudad envía tres ciudadanos al Senado
amaurótico. Su primera sesión está
dedicada al estudio de los artículos excedentes, así como a los lugares donde
hay abundancia de los mismos. Se
estudian asimismo los lugares donde el rendimiento ha sido más escaso supliendo
el déficit de unos por la abundancia de otros. Esta compensación es gratuita.
La ciudad que da no recibe nada a cambio de los favorecidos. A su vez, las
ciudades que dieron de lo suyo sin exigir nada, reciben de otra, a la que no
entregaron, lo que necesitan. De este modo, toda la isla es como una y misma
familia.
Una
vez cubiertas las propias necesidades -y piensan que no están cubiertas hasta
no disponer de provisiones para dos años y así afrontar la eventualidad del año
siguiente-, exportan a otros países gran cantidad de excedentes: trigo, miel,
lana, lino, madera, tintes de cochinilla y de púrpura, pieles, cera, sebo,
cuero e incluso animales. Dan la séptima
parte de sus productos a los pobres del país importador y el resto lo venden a
precio módico. Este comercio les
permite importar aquellos artículos de que carecen -no les falta de nada si no
es el hierro- y también gran cantidad de oro y de plata.
Esta vieja práctica les ha permitido acumular una cantidad fabulosa de
estos metales preciosos. Por eso
les es indiferente hoy vender al contado o a plazos.
Ordinariamente aceptan pagarés, pero no se fían de avales particulares.
Estos pagarés deben estar formalizados y garantizados por la palabra y
el sello de la ciudad que los acepta.
El
día del vencimiento, la ciudad garante exige el reembolso de los deudores
particulares. El dinero se deposita
en el erario público, y se usufructúa hasta tanto sea reclamado por los
acreedores utopianos.
Éstos
raras veces reclaman el pago de toda la deuda.
Creerían cometer una injusticia reclamando a un tercero algo que
necesita y que a ellos les es inútil. Hay
casos, sin embargo, en que retiran toda la cantidad de dinero que se les debe.
Sucede, por ejemplo, cuando han de prestar una parte de este dinero a
otro país, o también cuando tienen, que hacer la guerra.
Esta es la razón por la que guardan en casa todo el tesoro que poseen,
para que les sirva como de talismán en los peligros inminentes o imprevistos. Pero, sobre todo, lo destinan a movilizar y pagar espléndidamente
a mercenarios extranjeros, pues prefieren exponer a la muerte a éstos que a sus
conciudadanos. Ofrecen a los
mercenarios sueldos fabulosos, conscientes de que con grandes sumas de dinero se
puede comprar a los mismos enemigos, y llevarles tanto a traicionar como a
volverse unos contra otros.
Tales
son los fines por los que los utopianos guardan este inmenso tesoro. Pero lo
conservan, no como un tesoro, sino de una manera que me avergüenza relatar. ¿Puedo
creer que daréis crédito a mi discurso? Temo que no, pues os confieso
francamente que de no haber visto yo la cosa, tampoco creerla a quien me lo
contare. ¿No es acaso algo natural? Cuanto
más opuestas a nosotros son las costumbres extranjeras, menos dispuestos
estamos a creerlas. Con todo, el
hombre prudente, que juzga sin prejuicio las cosas, sabe que los utopianos
piensan y hacen lo contrario de los demás pueblos. ¿Se sorprendería, acaso,
de que empleen el oro y la plata para usos distintos a los nuestros?
En efecto, al no servirse ellos de la moneda, no la conservan más que
para una eventualidad que bien no pudiera ocurrir nunca.
Mientras
tanto, retienen el oro y la plata de los que se hace el dinero.
Pero nadie les da más valor que el que les da su misma naturaleza. ¿Quién
no ve lo muy inferiores que son al hierro tan necesario al hombre, como el agua
y el fuego? En efecto, ni el oro ni
la plata tienen valor alguno, ni la privación de su uso o su propiedad
constituye un verdadero inconveniente. Sólo
la locura humana ha sido la que ha dado valor a su rareza.
La madre naturaleza, ha puesto al descubierto lo que hay de mejor: el
aire, el agua y la tierra misma. Pero ha escondido a gran profundidad todo lo
vano e inútil.
Por
lo mismo, los utopianos no encierran sus tesoros en una fortaleza.
El vulgo podría sospechar, como acostumbra maliciosamente, de que el
gobierno y el senado se sirven de estratagemas para engañar al pueblo, y para
enriquecerse. Tampoco se hace con
el oro y la plata vasos ni otros objetos de valor.
En la hipótesis de tener que fundirlos, para pagar a los soldados en
caso de guerra, es claro que los que hubieran puesto su afecto en estas obras de
arte, no se desprenderían de ellas sin gran dolor.
Para
obviar estos inconvenientes, los utopianos han arbitrado una solución en
consonancia con sus instituciones, pero en total desacuerdo con las nuestras.
Entre nosotros, en efecto, el oro se estima desmesuradamente y se le
guarda con todo cuidado. Por eso, su solución resulta increíble para los que no la
han comprobado. Comen y beben en
vajilla de barro o de cristal, realizada en formas elegantes, pero al fin y al
cabo, de materia ínfíma.
Los
vasos de noche y otros utensilios dedicados a usos viles, se hacen de oro y
plata no sólo para los alojamientos públicos sino para las viviendas
particulares. Con estos mismos
metales se forjan las cadenas y los grilletes que sujetan a los esclavos. Finalmente, todos los reos de crímenes llevan en sus orejas
anillos de oro. Sus dedos van
recubiertos de oro, su cuello va ceñido por un collar de oro.
Y su cabeza cubierta con un casquete de oro.
Todo concurre, pues, para que entre ellos el oro y la plata sean
considerados como algo ignominioso. Así,
mientras su pérdida en otros pueblos resulta tan dolorosa como si se tratara de
las propias entrañas, entre los utopianos, caso de desaparecer todos estos
metales, nadie creería haber perdido ni un céntimo.
Recogen también perlas a la orilla del mar, así como diamantes y piedras preciosas en algunas rocas. Pero no se afanan por ir a buscarlas. Cuando la suerte se las depara, las cogen y las pulen para hacer adornos a los niños. Y si éstos en los primeros años se glorían y se enorgullecen de llevar tales adornos, cuando son ya mayores y se dan cuenta de que estas bagatelas no sirven más que a los niños, se desprenden de ellas. Y se desprenden de tales adornos por propia voluntad y por cierto amor propio, sin esperar a que sus padres intervengan. Algo así como sucede con nuestros niños que, cuando crecen, abandonan el chupete, los aros y las muñecas.
La
diferencia de estas instituciones con respecto a las de otros países, hace que
sus sentimientos sean también diferentes a los nuestros. No me di cuenta de ello hasta que asistí a la recepción de
una embajada de los Anemolios. Estos
vinieron a Amaurota cuando yo me encontraba allí. Como venían a tratar asuntos importantes, cada ciudad había
destacado tres delegados para recibirlos. Pero
embajadores de las naciones vecinas que habían llegado con anterioridad a la
isla, y que conocían las costumbres de los utopianos, sabían que entre éstos
los vestidos suntuosos no son objeto de honor ni reverencia.
Sabían también que se despreciaba la seda y que el oro era reputado
como algo' infame. Sabedores de
esto, habían tomado la costumbre de venir vestidos con el atuendo más sencillo
posible. Los anemolianos, por el
contrario, venían de más lejos y apenas si habían tenido relaciones con
ellos. Enterados de que los
habitantes de la isla vestían de manera uniforme y ruda, imaginaron que esta
simplicidad se debía- a la pobreza. Con más vanidad que prudencia determinaron
presentarse con una magnificencia digna de dioses, y herir los ojos de los
miserables utopianos con el esplendor de su vestimenta.
Entraron,
pues, los tres embajadores con un séquito de cien personas. Todos iban vestidos de los más diversos colores, de seda en
su mayor parte. Los mismos legados
-pertenecientes a la nobleza de su país- se cubrían con un manto de oro, con
grandes collares y pendientes de oro. Lucían
en las manos anillos de oro, y del sombrero pendían joyas y guirnaldas que
refulgían con perlas y piedras preciosas.
Iban vestidos, en una palabra, con todo lo que en Utopía constituye el
suplicio de un esclavo, castigo vergonzoso de la infamia, o juguete de niños.
Era
un espectáculo digno de ver a los embajadores pavoneándose al comparar el lujo
de su atuendo con el vestido simple de los utopianos agolpados a lo largo de las
calles del tránsito. Y por otra
parte, no era menos regocijante el observar la decepción que les causaba la
actitud de la población, al no recibir la estima y los honores que se habían
prometido.
Si
exceptuamos un número insignificante de los que, por diversas razones, habían
visitado otros países, todos los utopianos- veían con ojos de lástima este
espectáculo infamante. Saludaban
con respeto a la servidumbre -del cortejo, tomándola por los embajadores.
A estos, sin embargo, los dejaban pasar sin darles muestras de ningún
honor. ¡Tan cargados de cadenas de oro los veían como si fueran esclavos!
Los
mismos niños que ya se habían desprendido de los diamantes y perlas, y que
ahora las contemplaban en el sombrero de los embajadores, se dirigían
asombrados a sus madres:
-«¡Mira,
mamá -les decían codeándolas- a ese tunante que todavía gusta de perlas y de
piedras preciosas como si fuera un niño!» Y la madre, todo seria, le respondía:
-Cállate,
hijo, que me parece uno de los bufones de los embajadores.
Otros
criticaban las cadenas de oro: no servían para nada. Tan finas eran que
cualquier esclavo podría romperlas. Y
por otra parte, tan amplias que podría sacudírselas cuando le viniera en gana,
escapándose libre a donde quisiera.
Al cabo de uno o dos días de estancia, los embajadores se dieron cuenta de que cuanta mayor ostentación hacían del oro menos eran estimados. Pudieron advertir también que el oro y la plata de las cadenas y grilletes de un esclavo fugitivo era superior al de la comitiva de los tres juntos. Sintiéndose humillados, dejaron inmediatamente de pavonearse, despojándose de los atavíos que tan orgullosamente hablan exhibido. Sobre todo, después que un trato más íntimo con los utopianos les hiciera conocer mejor sus costumbres y sus ideas.
Estos
se preguntan, en efecto, si puede haber hombres que queden embelesados ante el
brillo engañoso de una perla diminuta o de una piedra preciosa, cuando tienen
la posibilidad de contemplar una estrella, y hasta el mismo sol.
Se maravillan de que haya alguien tan rematadamente loco que se considere
más noble por la lana más fina que viste. ¡Después de todo, esta lana, por
fino que sea su hilo, la llevó antes una oveja, y nunca dejó por ello de ser
oveja! No les cabe en la cabeza que
el oro, tan inútil por naturaleza, haya adquirido en todos los países del
mundo un valor táctico tan considerable que sea mucho más estimado que el
mismo hombre, y ello a pesar de que su valor haya sido sacado por y para el
mismo hombre. No salen de su
asombro ante el hecho de que un plomo, sin más talento que un tronco, y tan
falto de escrúpulos como zafio, pueda tener bajo su dependencia a multitud de
hombres honrados y buenos sólo por la única razón de que un buen día le
llovieron del cielo un montón de monedas.
Pero, cuidado, que un revés de la fortuna o una interpretación de las
leyes -que no menos que la fortuna pone las cosas patas arriba- puede arrebatar
el dinero a nuestro héroe, para ponerlo en manos del más rufián de sus
criados. Entonces, no hay por qué
admirarse de ver al amo convertido en criado de su criado, como apéndice y
aditamento de su dinero.
Pero
lo que detestan y no acaban de entender es la locura de aquellos individuos que,
no debiendo nada a los ricos, y no estándoles sujetos, les tributan honores
casi divinos. ¡Y sólo por ser ricos! Y
a pesar de que los saben tan avaros y sórdidos que nunca recibirán de ellos,
mientras vivan, la más mínima parte de sus tesoros.
Adquieren
estas ideas en parte por haber sido educados dentro de un sistema social que se
opone directamente a ese tipo de insensatez, y, en parte, por la lectura y los
principios recibidos. Cierto que en
cada ciudad sólo unos pocos son liberados de los trabajos materiales, para
dedicarse al estudio. Son aquellos
que, como he dicho, desde la infancia manifiestan cualidades sobresalientes,
talento poderoso y vocación, por la ciencia.
Pero no por ello se deja de dar una educación liberal a todos los niños.
Por su parte, casi todos los ciudadanos, hombres y mujeres, consagran al
estudio durante toda su vida las horas que, como ya hemos dicho, les quedan
libres.
Aprenden las ciencias en su propia lengua, que es rica, armoniosa y fiel intérprete del pensamiento. Se habla, más o menos adulterada en una vasta extensión de aquella parte del globo.
Anteriormente a nuestra llegada, ninguno de los filósofos, cuyos nombres son célebres en nuestro hemisferio, les era conocido. Sin embargo, consiguieron más o menos los mismos descubrimientos que nuestros clásicos en música, dialéctica, aritmética y geometría. Con todo, a pesar de ser casi iguales en todo a los antiguos, están muy por debajo de los dialécticos modernos. Todavía no han inventado ninguna de esas reglas sutiles de restricción, amplificación y suposición con tanta sutileza elaboradas en la Pequeña Lógica, que aprenden nuestros hijos. Son del todo incapaces de captar las llamadas: «ideas o intenciones segundas». Lo mismo sucede en cuanto al llamado «Hombre en general o universal». Ese coloso, según la jerga de la escuela, ese gigante inmenso, que aquí se nos quiere hacer ver, y tocar, en Utopía nadie lo ha conseguido percibir todavía.
Pero,
en compensación, los utopianos conocen de manera exacta el curso de los astros
y los movimientos de los cuerpos celestes.
Han creado ingenios de tipos diversos que les permiten fijar con
exactitud la trayectoria y la posición respectiva del sol, de la luna y de los
astros visibles por encima de su horizonte.
En
cuanto a las amistades y discordias de los astros errantes», en una palabra,
todo eso que fomenta la patraña llamada «adivinación por los astros», ni
siquiera en sueños se preocupan de ello. La
observación de señales, contrastada con una larga experiencia, les permite
predecir la lluvia, el viento y demás cambios de la naturaleza.
Su opinión sobre la causa de todos estos fenómenos, sobre las marcas,
el flujo y la salinidad del mar, y, en general, sobre el origen y la naturaleza
del cielo y del universo, es en parte idéntica a asía de nuestros filósofos
antiguos y, en parte, diferente. Cuando
nuestros sabios no están de acuerdo, los utopianos proponen explicaciones
nuevas y diferentes, sin que por otra parte estén enteramente de acuerdo entre
sí.
En lo referente a la ética o filosofía de las costumbres inciden en los mismos problemas que nosotros. Se plantean el problema del bien o felicidad del alma, del cuerpo, y de los bienes externos. Les preocupa saber si el término «bien» conviene a estas tres categorías o sólo a las dotes del espíritu.
Discuten
sobre la virtud y el placer. Pero
la principal y primera controversia se centra en saber dónde está la felicidad
del hombre. ¿En una o varias cosas? Sobre
este punto, parecen estar inclinados, más de la cuenta, a aceptar la opinión
de los que defienden el placer como la fuente única y principal de la felicidad
humana. Y lo que es más
desconcertante: invocan su misma religión que es grave y segura, y casi triste
y rígida, en apoyo de tan peregrina opinión.
En
efecto, tienen por principio no discutir jamás sobre la felicidad sin partir de
axiomas religiosos o filosóficos, basados éstos en la razón. Sin estos principios, piensan que la razón, abandonada a sí
misma, es de suyo roma y débil en la búsqueda de la verdadera felicidad.
Estos
son sus principios:
-Que
el alma es inmortal.
-Que
Dios, Por pura bondad, la hizo nacer para la felicidad.
-Que
después de esta vida nuestras virtudes y nuestras buenas acciones serán
recompensadas y premiadas.
-Que el crimen será castigado con suplicios.
Aunque
estos principios están tomados de la religión, piensan los utopianos que la
razón puede llegar a creerlos y a aceptarlos.
Si no se aceptaran -afirman sin vacilar- no habría nadie tan estúpido
que no pensara que el placer se ha de buscar por todos los medios permitidos o
prohibidos. La virtud consistiría,
entonces, en elegir el más placentero y estimulante entre dos placeres.
Y en huir de aquellos placeres que producen un dolor más fuerte que el
gozo que pudieran haber procurado.
La
mayor locura, en efecto, para ellos sería practicar unas virtudes ásperas y
difíciles, renunciar a las dulzuras de la vida, sufrir voluntariamente el
dolor, sin esperar nada después de la muerte como recompensa. ¿Qué fruto
puede existir si después de la muerte, si has vivido sin placer, es decir
miserablemente, no recibes nada a cambio?
Pero
la felicidad, afirman, no está en toda clase de placeres.
Se encuentra solamente en el placer bueno y honesto. Nuestra naturaleza
tiende, irresistiblemente atraída por la virtud hacia él, como al bien
supremo. A esta virtud va vinculada
la única felicidad, según los que opinan lo contrario.
Definen
la virtud como «vivir según la naturaleza».
A esto, en efecto, hemos sido ordenados por Dios.
Por tanto, el hombre que sigue el impulso de la naturaleza, tanto en lo
que busca como en lo que rechaza, obedece a la razón.
-Según esto: Primero y principalmente, la razón inspira a todos los mortales el amor y la adoración a la Majestad divina, a la que debemos nuestra existencia y nuestra capacidad de felicidad.
-Segundo: nos enseña y nos empuja a vivir con la mayor alegría y sin zozobra. Y en virtud de nuestra naturaleza común nos invita a ayudar a los demás a conseguir este mismo fin.
Nadie,
en efecto, por austero e inflexible seguidor de la virtud y aborrecedor del
placer que sea, impone trabajos, vigilias y austeridad, sin imponer al mismo
tiempo la erradicación de la pobreza y de la miseria de los demás.
Nadie deja de aplaudir al hombre que consuela y salva al hombre, en
nombre de la humanidad. Es un gesto
esencialmente humano -y no hay virtud más propiamente humana que ésta-
endulzar las penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza, devolverles la
alegría de vivir. Es decir,
devolverles al placer. ¿Por qué, pues, no habría de impulsar la naturaleza a
cada uno a hacerse el mismo bien que a los demás?
Porque,
una de dos o la vida feliz o placentera es un mal o es un bien.
Si es un mal, no solamente no se puede ayudar a los demás a que la
vivan, sino que además hay que hacerles ver que es una calamidad y un veneno
mortal. Si es un bien, ¿por qué
-si existe el derecho y el deber de procurársela a los demás como un bien-,
por qué, digo, no comenzar por uno mismo?
No hay motivo para ser menos complaciente contigo mismo que con los demás.
¿Puede la naturaleza invitarte a ser bueno con los demás, y a ser cruel y
despiadado contigo mismo? Por tanto, concluyen, la naturaleza misma nos impone una vida
feliz, es decir, placentera, como fin de nuestros actos.
Para ellos, la virtud es vivir según las prescripciones de la
naturaleza.
La naturaleza, siguen pensando, invita a todos los mortales a ayudarse mutuamente en la búsqueda de una vida más feliz. Y lo hace con toda razón, ya que no hay individuo tan por encima del género humano que la naturaleza se sienta en la obligación de cuidar de él solo. La naturaleza abraza a todos en una misma comunión. Lo que te enseña una y otra vez, esa misma naturaleza, es que no has de buscar tu medro personal en detrimento de los demás.
Por esto mismo, piensan que se han de cumplir no sólo los pactos privados entre simples ciudadanos, sino también las leyes públicas que regulan el reparto de los bienes destinados, a hacer la existencia más fácil. Es decir, cuando se trata de los bienes que constituyen la materia misma del placer. En estos casos se han de cumplir tales leyes sea que estén promulgadas justamente por un buen príncipe, sea que hayan sido sancionadas por el mutuo consentimiento del pueblo no oprimido por la tiranía ni embaucado por manipulaciones. Procurar tu propio bien sin violar estas leyes es de prudentes. Trabajar por el bien público, es un deber religioso. Echar por tierra la felicidad de otro para conseguir la propia, es una injusticia. Privarse, en cambio de cualquier cosa para dársela a los demás, es señal de una gran humanidad y nobleza, pues reporta más bien que el que nosotros proporcionamos. Al mismo tiempo, esta buena obra queda recompensada por la reciprocidad de servicios. Y por otra parte, el testimonio de la conciencia, el recuerdo y el reconocimiento de aquellos a quienes hemos hecho bien producen en el alma más placer, que hubiera causado al cuerpo el objeto de que nos privamos. Finalmente, Dios compensa con una alegría inefable y eterna la privación voluntaria de un placer efímero y pasajero. De ello está fácilmente convencida un alma dispuesta a aceptarlo. En consecuencia, bien pensado y examinado todo, siguen pensando que todas nuestras acciones, incluidas todas nuestras virtudes, están abocadas al placer como a su fin y felicidad.
Llaman placer a todo movimiento y estado del cuerpo o del alma, en los que el hombre experimenta un deleite natural. No sin razón añaden «Apetencia o inclinación natural». Porque no sólo los sentidos, sino también la razón nos arrastran hacia las cosas naturalmente deleitables. Tales son, por ejemplo, aquellos bienes que podemos conseguir sin causar injusticia, sin perder un deleite mayor o sin que provoquen un exceso de fatiga. Existen, por otra parte, cosas a las que los humanos han dado en atribuir frívolamente placeres al margen de la misma naturaleza. ¡Cómo si los humanos pudieran cambiar tan fácilmente las cosas como las palabras! Con ello, lejos de contribuir a la felicidad, hacen de ellas otros tantos obstáculos a la verdadera felicidad. Tales ilusiones del espíritu le embargan de tal manera que ya no le dan lugar a los auténticos y verdaderos deleites. Hay, en efecto, una multitud de cosas a las que la naturaleza no ha vinculado ningún placer, e incluso ha impregnado de amargura. No obstante, los hombres, presas de una seducción perversa, causada por las peores pasiones, las consideran no sólo como los placeres supremos, sino que además constituyen las primeras razones para vivir.
En
esta especie de placer adulterino, sitúan los utopianos la vanidad de aquellos
de quienes ya hablé y que se figuran valer tanto más cuanto mejor visten.
Su vanidad es doblemente ridícula.
No son menos fatuos cuando piensan que es mejor su toga que cuando se
figuran lo son ellos mismos. ¿Cuál es la ventaja -si del vestido se trata- de
una lana más fina sobre una más basta? Pero
estos insensatos se engallan y se imaginan que la tela da a su persona un
prestigio no despreciable, como si se distinguieran de los demás por la
excelencia de su naturaleza y no por su engaño.
Llegan hasta exigir, en atención a la elegancia del vestido, honores que
no se atreverían a esperar con un atuendo menos costoso y se indignan cuando se
pasa ante ellos con indiferencia.
¿No
es acaso también signo de imbecilidad el estar preocupado por honores vanos y
baladíes? ¿Qué placer natural y
verdadero puede ofrecer la testa descubierta de otro hombre o inclinado de
rodillas? ¿Te cura acaso los dolores de tus rodillas? ¿O te quita el dolor de
cabeza?
Dentro
de este marco de placeres equivocados, hay que situar a los que se entregan
dulcemente a sus manías de nobleza. Se
felicitan de que la suerte les haya hecho nacer de una larga línea de
antepasados considerada como rica. Pues
no otra cosa es la nobleza al presente: una nobleza rica, sobre todo en
latifundios. Y no se consideran un
pelo menos nobles, porque sus mayores no les dejaron nada, o porque ellos hayan
dilapidado su herencia.
Con
el mismo aire de nobleza consideran a todos aquellos que, como dije, se dejan
fascinar por las gemas y perlas preciosas.
Si llegan a conseguir una de esas particularmente bella y rara, altamente
cotizada en su país y en su tiempo, se creen unos dioses. ¡Porque la misma
piedra no conserva siempre y en todas partes el mismo valor! No las compran si no están desnudas y desprovistas de oro.
Y no se contentan con esto. El
vendedor tiene que certificar bajo juramento y caución que se trata de una gema
y piedra verdaderas. Tan
preocupados están porque sus ojos les hagan ver una piedra auténtica donde hay
una falsa. Y yo pregunto: ¿Qué placer puede haber en mirar una piedra
natural más que a una artificial, si el ojo no puede captar su diferencia?
Para ti, lo mismo que para un ciego, ambas habrán de tener el mismo
valor.
¿Y
qué decir de esos avaros que acumulan riquezas sobre riquezas, no para
utilizarlas, sino para regodearse ante el metal amontonado? ¿Experimentan el
verdadero placer o más bien son presa de una quimera? ¿Qué pensar de los que
son víctima del defecto contrario, escondiendo el oro del que no se servirán
nunca y que quizás ya no volverán a ver?
No ven su dinero, y el temor de perderlo hace que lo pierdan
definitivamente. Enterrar el oro ¿no
es acaso sustraerlo a uno mismo y quizás también a los demás?
Saltas de alegría, porque has escondido tu tesoro, y has conseguido lo
que querías. Pero supongamos que
un ladrón se apodera de este tesoro confiado a la tierra. Supongamos también
que tú mueres diez años después, sin saber que te lo han robado.
Ahora pregunto: Durante este decenio que sobreviviste al dinero robado:
¿te importó algo que el dinero estuviera robado o conservado?
En ambos casos, te reportó el mismo beneficio.
A estos placeres estúpidos añaden no sólo el de jugadores de dados -cuya estupidez sólo conocen de oídas pues nunca lo han practicado- sino también el de la caza y la cetrería. ¿Qué placer proporciona -dicen- el arrojar los dados sobre un tablero? Suponiendo que se encontrara un placer en ello, el hecho de repetirlo muchas veces, ¿no engendra acaso hastío y cansancio? ¿Es posible oír algo más desagradable que el ladrido y aullido de los perros? ¿Es más regocijante ver a un perro correr tras una liebre que correr tras otro perro? Y no obstante, en ambos casos el secreto es la carrera, si es la carrera la que causa el placer. Pero hay que pensar que se trata de otra cosa. Si lo que te cautiva es la perspectiva de una matanza, la expectativa de una carnicería, ¿no crees que deberías moverte a compasión al ver al cervatillo despedazado por un perro? ¿Cómo no horrorizarse viendo devorar al débil por el más fuerte, al fugitivo y medroso por el feroz, al inocente, en fin, por el cruel? Por eso, los utopianos han dejado este ejercicio de la caza a los carniceros, como no propio de hombres libres. Ya dijimos antes que el oficio de carnicero lo confiaban a los esclavos. Consideran, en efecto, la caza como el arte más vil de matar los animales. Las otras faenas de este menester son más honrosas porque reportan una utilidad, ya que no se mata a los animales más que por necesidad. El cazador, en cambio, mata y despedaza al animalillo por puro placer. Piensan, finalmente, que esta pasión por un espectáculo de muerte, aunque sea la muerte de una bestia, nace de un impulso cruel. 0 lleva a la crueldad salvaje a fuerza de repetirlo.
Todas
estas cosas, y otras semejantes -su lista seria interminable- que el vulgo
considera como placer, quedan rotundamente descartadas por los utopianos.
Por su misma naturaleza no tienen nada de agradable.
Nada en común tienen con el verdadero placer.
El hecho de que deleiten a los sentidos cosa propia del placer- no empece
para que se mantengan firmes en esta opinión.
La verdadera causa de ello no es la naturaleza de
la cosa, sino su perversa costumbre.
Así sucede que toman lo amargo como dulce.
Sucede lo mismo que con las mujeres encintas, cuyo gusto estragado
prefiere la pez y el sebo a la dulzura de la miel. El juicio de quien está corrompido por la enfermedad o la
costumbre no puede cambiar ni la naturaleza del placer ni la de las cosas.
Distinguen
diversas clases de laceres, dentro de los que consideran como verdaderos.
Unos se refieren al cuerpo, otros al espíritu.
Al
espíritu vinculan el entendimiento y el gozo que engendra la contemplación de
la verdad. A esto sigue el dulce
recuerdo de una vida honesta y la firme esperanza del bien futuro.
Dividen
los placeres del cuerpo en dos categorías: La primera comprende aquellos
placeres que inundan los sentidos de gozo.
Se deben unas veces a la recuperación de las fuerzas exhaustas por el
agotamiento del calor interno. Tal
es el efecto de la comida y la bebida. Otras
veces se debe a la eliminación de todo aquello que sobrecarga al cuerpo.
Sentimos tales placeres cuando desecamos, cuando engendramos un hijo, o
cuando calmamos el picor de una parte del cuerpo rascándonos o frotándonos.
A veces surge un placer de forma espontánea, sin que haya sido deseado,
y sin que nos libre de algo que nos molesta.
Tal es ese placer, que por una fuerza secreta, pero evidente, excita
nuestros sentidos, los arrastra y los cautiva.
Pienso, por ejemplo, en el placer de la música.
Hay
una segunda categoría de placeres, consistente, a su juicio, en el estado de
tranquilidad y de equilibrio del cuerpo. Se
trata de una salud exenta de mal alguno. En
efecto, cuando el hombre está libre de dolores, experimenta una verdadera y
deleitosa sensación de bienestar. Y
ello sin que le afecte placer alguno venido del exterior.
Porque, si bien es cierto que la salud golpea e impresiona menos al
sentido que el apetito acuciante de comer y beber, sin embargo, hemos de
reconocer que muchos la consideran el placer supremo.
Gran parte de los utopianos confiesan que es la base y el fundamento de
los demás placeres. Sólo ella
hace plácida y deseable la existencia. Y
sin ella, no hay placer alguno. La
ausencia total de dolor en quien no goza de buena salud, no la consideran
placer, sino embotamiento.
Hace
ya tiempo que rechazaron la teoría de los que opinaban que no se había de
considerar a una buena y sólida salud como un placer.
El tema fue ampliamente discutido entre ellos. Y entre las razones que daban, estaba la de que el placer no
se manifiesta sin afección externa. Pero
hoy los utopianos, casi sin excepción, están de acuerdo en proclamar que la
salud es el placer fundamental. Y
lo razonan de este modo: Si la enfermedad causa dolor -enemigo implacable del
placer- la enfermedad es igualmente enemiga de la salud. ¿Por qué, pues, no
puede haber placer en la posesión tranquila de la salud?
Y no vale decir que la enfermedad es un sufrimiento o que el sufrimiento
es algo inherente a la enfermedad. Para
ellos, estos dos puntos de vista son lo mismo.
Sea que se considere a la salud como el placer mismo, sea que se la
considere como su causa necesaria -lo mismo que el fuego origina el calor- en
ambos casos, cuando hay una salud de hierro, el placer no puede estar ausente. Cuando comemos, ¿no es la salud restablecida la que arremete
contra el hambre con la ayuda de los alimentos? ¿No es cierto que, a medida que
se restablece la salud, la vuelta al vigor acostumbrado hace renacer el placer
que sentimos apoderarse de nosotros? ¿Por qué la salud que tanto se alegra
ahora en el combate, no habría de alegrarse también, una vez conseguida la
victoria? Si lo que buscaba en la
contienda era su primer vigor, ¿cómo es posible que recaiga nuevamente en el
embotamiento sin conocer y apetecer su propio bien?
Decir,
por ejemplo, que la salud no produce una sensación especial, lo juzgan
totalmente falso. ¿Quién, dicen, en estado de vigilia, no percibe que está
sano, sino aquel que no lo está? 0 ¿quién afirma que la salud no es
placentera sino el que está sumergido en un profundo letargo y embotamiento? Ahora bien, ¿no es la delectación lo mismo que el placer
con distinto nombre?
En
resumen: aceptan en primer término los placeres del espíritu, que son
considerados por ellos como los primeros y principales.
Son fruto, en su mayor parte, de la práctica de las virtudes y del
testimonio de una buena conciencia.
La
salud se lleva la palma entre los placeres del cuerpo.
Porque si hay que desear los placeres de la comida y de la bebida y otros
semejantes se ha de hacer sólo en función de la salud.
Tales placeres no son deleitables por sí mismos, sino solamente en
cuanto se oponen a los ataques insidiosos de la enfermedad.
Es propio del sabio prevenir el mal más que emplear remedios para
curarlo. Evitar el dolor más que
acudir a los calmantes. Por lo
mismo, prefiere privarse de esas clases de placer cuya privación necesitaría
el empleo de medios curativos. Si
alguien, por tanto, estima que esta clase de placeres proporciona placer, deberá
reconocer que el colmo de la felicidad debería consistir en una existencia de
hambre, sed, prurito, que le obligaran a comer, beber, rascarse o frotarse
constantemente. ¿Quién no deja de ver que este tipo de vida sería no sólo
torpe sino despreciable? De todos
modos, estos placeres son los menos importantes y los menos auténticos, pues
nunca aparecen sin el acompañamiento de los dolores opuestos.
Al placer de comer va siempre unida el hambre, pero no en igual proporción.
Pues, en efecto, la sensación de hambre es más violenta y más
duradera: nace antes del placer y no muere sino con él.
Piensan, por tanto, que no hay que sobreestimar estos placeres
corporales, sino en cuanto son necesarios.
Se entregan, no obstante, a ellos, agradeciendo a la madre naturaleza que
permite a sus hijos realizar con agrado unas funciones indispensables a la vida.
Nuestra vida sería insoportable si tuviéramos que combatir, a fuerza de
drogas y fármacos el hambre y la sed de cada día, lo mismo que las
enfermedades que nos asaltan de tiempo en tiempo.
Admiran
y cultivan la belleza, el vigor y la agilidad del cuerpo, como auténticos y
bellos dones de la naturaleza. Admiten
también los placeres del oído, de la vista y del olfato.
Tales placeres los ha creado la naturaleza exclusivamente para el hombre,
como el aderezo y el encanto de la vida. Ningún
otro animal, en efecto, se detiene a contemplar la belleza y el orden del
universo. No se conmueve ante el
embrujo de los olores, sí no es para discernir la comida.
Ninguno tampoco distingue los intervalos, ni aprecia la disonancia ni la
armonía de los sonidos.
Pero,
en todo placer mantienen esta pauta: un deleite menor no debe ser obstáculo a
uno superior. Un placer no debe
originar nunca un dolor. Porque
piensan que el dolor es secuela inevitable de todo placer no honesto.
Pero nunca piensan en despreciar la belleza del cuerpo, debilitar su
vigor, cambiar su agilidad en inercia, extenuar el cuerpo con ayunos, arruinar
la salud, desdeñar los demás dones de la naturaleza, a no ser que se haga en
beneficio de otras personas o de la sociedad, con la esperanza de recibir un
placer mayor de Dios como recompensa. Pues
creen totalmente absurdo mortificarse por mortificarse, sin provecho de nadie, o
para prepararse a soportar pruebas que quizás no llegarán nunca. Entienden que tal conducta es la señal de un espíritu cruel
consigo mismo, la más negra ingratitud hacia la naturaleza, como si renunciando
a todos sus beneficios no se dignasen ser sus deudores.
Esta
es la teoría utopiana sobre la virtud y el placer.
Piensan que la razón humana no puede concebir nada más verdadero a no
ser que una revelación venida del cielo inspire -al hombre algo más santo. ¿Tienen
o no razón? No pienso discutirlo,
porque ni el tiempo lo permite ni lo creo necesario.
Me propuse presentaros sus instituciones, no defenderlas.
De todos modos, estoy firmemente persuadido de que, cualquiera que sea el
valor de estos principios, no hay pueblo que los supere, ni república más
feliz.
Poseen
un cuerpo ágil y vigoroso. Sin ser
esbeltos, dan muestras de un vigor superior a su estatura.
El suelo de la isla no es igualmente fértil a lo largo de toda ella.
Tampoco el aire es del todo puro y saludable.
La templanza en la comida es su defensa frente a las malas condiciones
cismáticas. Por otra parte,
cultivan la tierra con tal esmero, que en ninguna parte del mundo se puede ver
ganado más lucido ni cosechas más abundantes.
En ninguna otra parte la vida humana es más prolongada, ni las
enfermedades menos frecuentes. Es
de admirar igualmente la perfección con que ejecutan los trabajos normales del
campo. ¡Cómo mejoran la tierra, naturalmente ingrata, a fuerza de técnica y
trabajo! Y cómo arrancan la raíz,
a fuerza de brazos, todo un bosque para replantarlo en otro lugar.
En esta operación no valoran la fecundidad de la tierra sino el
transporte. Tratan, en efecto, de que los bosques estén situados cerca del mar,
de los ríos e incluso de las ciudades, pues por tierra es menos difícil
acarrear las cosechas que la madera.
Es
un pueblo afable, alegre, lleno de ingenio, amante del ocio. Sabe, con todo, soportar los trabajos corporales, cuando es
preciso. Comedido en todo, es
infatigable en las cosas del espíritu.
Cuando
les informamos de los escritos y del pensamiento griego, no salimos de nuestro
asombro al pedirnos que les ayudáramos a interpretarlos y profundizarlos.
No fue así con la literatura latina, por la que no mostraron, al
parecer, mucho interés a excepción de los historiadores y los poetas.
Comenzamos, pues, a comentarles estos escritos movidos, al principio, más
por el deseo de no defraudarlos, que por el fruto que esperábamos sacar de
ello. A medida que íbamos
avanzando pudimos comprobar un interés y aplicación tales que nos hicieron
prever que nuestro trabajo no sería inútil.
Quedamos maravillados de su facilidad para reproducir la forma de las
letras, de la transparencia de su pronunciación, de la prontitud de la memoria,
así como de la fidelidad de sus traducciones.
Podría considerarse como un verdadero prodigio, si la mayor parte de los
que se consagraron a estos estudios, además de su propio interés, no hubiesen
sido mandados por un decreto del senado. Era
una élite de intelectuales, espíritus selectos, maduros.
Por eso, en menos de tres años, la lengua no tuvo secretos para ellos.
Hubieran leído sin dificultad a los buenos autores, de no impedirlo las
erratas del texto.
Sospecho
que esta facilidad por la literatura griega se debe a cierta afinidad con ellos.
Me inclino a pensar que este pueblo procede de los griegos.
Su lengua, en efecto, aunque en el conjunto está muy cerca del persa,
conserva no pocos vestigios del griego en los nombres de las ciudades y de los
cargos públicos.
Les
di cierto número de obras que llevaba conmigo.
Cuando emprendí mi cuarto viaje tomé conmigo, en vez de mercancías, un
buen lote de libros, decidido como estaba a no volver nunca a Europa, antes que
hacerlo pronto. Eran la mayor parte de las obras de Platón, muchas de Aristóteles
y el tratado de las plantas de Teofrasto. Este último, lo siento de verdad, mutilado en varios
pasajes. Durante la travesía lo
dejé descuidado en la nave. Un
mono divertido y juguetón cayó sobre él, rasgando varias páginas de aquí y
de allá. De los dramáticos sólo
tienen a Lascaris, pues me olvidé de llevar conmigo a Teodoro; ningún
diccionario, excepto el Esiquio y el Dioscórides.
Plutarco es su autor favorito. Les encanta Luciano, dejándose seducir por sus gracias e ingenio. De los poetas tienen a Aristófanes, Homero, Eurípides, y finalmente a Sófocles, en la edición hecha por Aldo, en pequeños caracteres. Entre los historiadores cuentan a Tucídides, Herodoto, sin olvidar a Herodiano. En lo que respecta a la medicina, mi colega Tricio Apinato había llevado consigo algunas de las obras de Hipócrates y la Microtecné de Galeno. Estos dos autores gozan de la mayor estima entre ellos. Pues, aunque no hay país que necesite menos la medicina que Utopía, en ninguna parte, sin embargo, se tiene en mayor aprecio. Su conocimiento lo sitúan entre las partes más útiles y más bellas de la filosofía. Con la ayuda de la filosofía, en efecto, no sólo penetran los secretos de la naturaleza y creen percibir un deleite inefable, sino que, además, se granjean el favor de su Autor y Artífice supremo
Piensan
los utopianos que Dios, al igual que los demás artesanos, ha expuesto la máquina
visible de este mundo ante los ojos del hombre para que la contemple.
Es el único ser capaz de admiración.
Por eso, ama más al observador curioso y atento y al admirador de su
obra, que al que desprecia, estúpido e impasible como animal bruto, espectáculo
tan admirable y tan grande.
No
ha de extrañar, por tanto, que el talante de los utopianos tan favorecido por
el estudio de las ciencias, les haga aptos para los inventos de aquellas artes
que hacen más agradable la vida. Nos
deben, sin embargo, estos dos inventos: la imprenta y la fabricación del papel.
Aunque, si somos sinceros, no se deben exclusivamente a nosotros, ya que el mérito
es en buena parte de ellos. Al
mostrarles los caracteres impresos de Aldo, y al hablarles de la materia
empleada para fabricar el papel y del procedimiento para imprimir -ninguno de
nosotros era especialista en estas dos técnicas, limitándonos, por tanto, a
indicar más que a explicar-, enseguida captaron dónde estaba el secreto.
Anteriormente sólo escribían en pieles, cortezas y hojas de papiro.
Enseguida se pusieron a fabricar papel y a imprimir letras. Al principio no consiguieron resultados demasiado buenos.
Pronto, sin embargo, tras repetidos ensayos, lograron perfeccionar ambas
técnicas. Lograron tal perfección que, de haber tenido a mano todos los
manuscritos griegos, no hubieran faltado libros.
Hasta el presente sólo tienen los que he mencionado, pero los han
multiplicado, ya impresos, por miles de ejemplares.
Quien
llega a visitar la isla es bien recibido, si va acompañado de un don o talento
especial. 0 si los largos viajes le han hecho conocedor consumado de tierras y
de hombres. Por eso fuimos tan bien
recibidos nosotros. Les encanta
escuchar lo que pasa en el mundo.
Por lo demás, el comercio no arrastra mucha gente a la isla. ¿Qué podrían traer a Utopía sino hierro? ¿Acaso oro y plata, que tendrían que volver a sacar con ellos? Todo bien pensado, creen que es mejor asegurar la exportación que confiarla a otros. Con ello consiguen dos objetivos: informarse de las costumbres de las naciones vecinas, y no olvidar el contacto y la experiencia del mar.
Los
esclavos
No
consideran esclavos a los prisioneros de guerra, a no ser que ellos mismos la
hayan declarado. Tampoco a los hijos de los esclavos. Ni a aquellos que, viviendo en la esclavitud en un país
extranjero, pudieran comprar.
Son
esclavos los ciudadanos de Utopía convictos de un gran crimen. Y más frecuentemente, los ciudadanos extranjeros convictos
de crimen y condenados a muerte. Esta
categoría de esclavos es muy frecuente. Los
traen en gran número, a veces adquiridos a un precio vil, y más
frecuentemente, por nada. Están
sometidos a trabajos forzados y llevan cadenas. Tratan a sus conciudadanos con más rigor que a los
extranjeros. Los consideran como
casos tanto más lamentables y más dignos de castigo, cuanto que recibieron una
educación moral más esmerada, no habiendo sido capaces de resistir al crimen.
Existe
otra categoría de esclavos: la de los trabajadores pobres de países vecinos,
que vienen a ofrecer voluntariamente sus servicios. Se les trata con toda humanidad; sólo que se les hace
trabajar un poco más debido a su mayor hábito de trabajo.
Por lo demás, tienen la misma consideración de ciudadanos.
Si alguien quiere marchar -cosa que sucede raras veces- no se le retiene
contra su voluntad, ni le despiden con las manos vacías.
Ya dije que se esmeran en la atención a los enfermos. No escatiman nada que pueda contribuir a su curación, trátese de medicinas o de alimentos. Consuelan a los enfermos incurables, visitándolos con frecuencia, charlando con ellos, prestándoles, en fin, toda clase de cuidados. Pero cuando a estos males incurables se añaden sufrimientos atroces, entonces los magistrados y los sacerdotes se presentan al paciente para exhortarle. Tratan de hacerle ver que está ya privado de los bienes y funciones vitales; que está sobreviviendo a su propia muerte; que es una carga para sí mismo y para los- demás. Es inútil, por tanto, obstinarse en dejarse devorar por más tiempo por el mal y la infección que le corroen. Y puesto que la vida es un puro tormento, no debe dudar en aceptar la muerte. Armado de esperanza, debe abandonar esta vida cruel como se huye de una prisión o del suplicio. Que no dude, en fin, liberarse a sí mismo, o permitir que le liberen otros. Será una muestra de sabiduría seguir estos consejos, ya que la muerte no le apartará de las dulzuras de la vida, sino del suplicio. Siguiendo los consejos de los sacerdotes, como intérpretes de la divinidad, incluso realizan una obra piadosa y santa.
Los
que se dejan convencer ponen fin a sus días, dejando de comer. 0 se les da un
soporífero, muriendo sin darse cuenta de ello.
Pero no eliminan a nadie contra su voluntad, ni por ello le privan de los
cuidados que le venían dispensando. Este
tipo de eutanasia se considera como una muerte honorable.
Pero
el que se quita la vida, por motivos no aprobados por los sacerdotes y el
senado, no es juzgado digno de ser inhumado o incinerado.
Se le arroja ignominiosamente a una ciénaga.
La
mujer no se casa antes de los dieciocho años.
El varón no antes de los veintidós.
Tanto el hombre como la mujer convictos de haberse entregado antes del
matrimonio a amores furtivos, son severamente amonestados y castigados.
Y a ambos se les prohíbe formalmente el matrimonio, a menos que el príncipe
les perdone la falta. Incurren en
gran infamia el padre y la madre de familia en cuya casa se comete el delito,
por haber descuidado su obligación de velar por sus hijos.
Castigan tan severamente este desliz previendo lo que sucedería si se
tolera impunemente un concubinato efímero y pasajero.
Nadie estaría dispuesto a dejarse prender por los lazos del amor
conyugal, en el que hay que compartir la vida entera con una sola persona,
soportando además los inconvenientes que esto trae consigo.
Por
lo demás, los utopianos toman en serio la elección del cónyuge, si bien, a
nosotros nos pareció su rito ridículo y absurdo.
Una dama honorable y honesta muestra al pretendiente a su prometida
completamente desnuda, sea virgen o viuda.
A su vez, un varón probo, exhibe ante la novia al joven desnudo.
Quedamos sorprendidos ante esta costumbre, sin poder contener la risa. La rechazamos como ridícula y descabellada. Ellos, sin inmutarse, hicieron ver su admiración ante la colosal tontería de los demás países. Tomáis infinitas precauciones -nos respondieron- a la hora de comprar un potrillo, asunto en verdad de poca monta. Os negáis a comprarlo, aunque está casi en pelo, si antes no se le quita la silla y todos sus arreos, por miedo a que bajo todo esto haya alguna matadura. Y cuando se trata de elegir una mujer, elección que va a hacer las delicias o el asco para toda la vida, obráis con negligencia. Dejáis el cuerpo cubierto con sus vestidos. Y juzgáis a la mujer entera por una parte de su persona, tan grande como la palma de la mano. En efecto, sólo su cara está descubierta y la lleváis con vosotros no sin riesgo de encontrar un defecto oculto hasta entonces, que os impide congeniar con ella.
No todos, en efecto, son tan discretos que valoren únicamente las cualidades morales. En el mismo matrimonio de las personas discretas, la belleza física añade a las cualidades morales un encanto no despreciable. En realidad, detrás del ropaje exterior puede ocultarse una deformidad tan repugnante que aleje para siempre la inclinación del marido hacia su mujer, cuando ya no le es lícito separarse de ella en cuanto al cuerpo. Caso de que esta deformidad aparezca después de contraído el matrimonio que cada cual cargue con su suerte. Pero las leyes deben impedir, que, antes del matrimonio, nadie caiga en estas trampas.
Este problema fue estudiado cuidadosamente por los utopianos, ya que sólo ellos entre todas aquellas regiones se contentan con una sola mujer. Entre ellos, el vínculo conyugal apenas se rompe más que por la muerte, salvo en casos de adulterio o de costumbres absolutamente insoportables. En estos dos casos, el senado da permiso a la parte ofendida para volverse a casar. El otro es condenado a vivir en la infamia y en el celibato a perpetuidad.
Por lo demás, no está permitido bajo ningún pretexto repudiar contra su voluntad a una mujer honesta, sólo porque se ha ajado su belleza. Es, a su juicio, una crueldad monstruosa abandonar a la esposa cuando más lo necesita. Y es también quitar a la vejez toda esperanza y toda la confianza en la fe jurada. ¿No es acaso la vejez causa de la enfermedad o incluso una enfermedad?
Sucede a veces que el talante de los esposos es totalmente incompatible. En tales casos, separados de común acuerdo, contraen nuevo matrimonio, si ambos encuentran con quien vivir más a gusto. Pero, no sin la autorización de los miembros del senado, los cuales no conceden el divorcio sin que el caso haya sido examinado antes por ellos mismos y sus mujeres. No es, con todo, cosa fácil. Saben, en efecto, que la esperanza de contraer nuevas nupcias es el remedio menos útil para afianzar el amor entre los esposos.
El adulterio es castigado con la más dura esclavitud. Si ninguno de los cómplices era soltero, los esposos ofendidos, pueden, si quieren, repudiar al cónyuge adúltero y contraer matrimonio entre sí. 0, si prefieren, con otra persona de su elección. En cualquier caso, si alguno de los ofendidos sigue queriendo al que tan mal le correspondió, nadie le impide seguir fiel a su matrimonio, con tal de seguir la suerte del culpable condenado a trabajos forzados. El arrepentimiento del uno y la entrega del otro llegan a veces a mover el corazón del príncipe que da a los dos la libertad. El reincidente en el adulterio es castigado con la muerte.
Las penas de los demás crímenes no están fijadas de una manera taxativa por la ley. El senado determina las penas conforme a la mayor o menor gravedad de los crímenes.
Los maridos castigan a las mujeres; los padres a los hijos, a menos que la gravedad del delito exija un escarmiento público. Pero casi todos los delitos son castigados con la esclavitud. Están convencidos de que esta no es menos terrible que la pena capital. Y es más ventajosa al Estado que hacer desaparecer inmediatamente a los malhechores. Porque un hombre que trabaja, es más útil que un cadáver. Por otra parte, el ejemplo de su castigo inspira durante mucho tiempo en los demás un temor saludable. Sólo cuando tales esclavos se rebelan y son recalcitrantes, se les mata como a bestias salvajes e indómitas que ni la prisión ni las cadenas pueden ya sujetar. A los que aguantan, sin embargo, no se les hace perder la esperanza. Si tras haber sido doblegados por larga condena, dan pruebas de arrepentimiento, que demuestre que detestan más el pecado que la pena, se les suaviza la esclavitud o se les libera, unas veces por gracia del príncipe y otras por sufragio del pueblo.
Toda
solicitación al estupro está sujeta a las mismas penas que el estupro mismo.
En todo crimen consideran como realizado la misma tentativa del hecho.
Los obstáculos que impiden la ejecución de un mal deseo, no justifican
a quien lo ha concebido, ya que, de haber podido, hubiera cometido el mal.
Los bufones hacen las delicias de los utopianos. Consideran una bajeza humillarlos, pero no impiden regocijarse con sus gracias y sus tonterías. En interés de los mismos bufones piensan que no han de ser entregados a la custodia de esos hombres tristes y severos a quienes no hacen reír ni las palabras ni los gestos más cómicos. Temen que personas tan serias no los traten con consideración, ni se ocupen de un pobre loco, que no le servirá de nada, ni siquiera para hacerle reír, único don que le ha concedido la naturaleza.
Es
igualmente vergonzoso insultar a los deformes y mutilados. Quien se mofa de estos desgraciados está reputado como un
degenerado moral, ya que reprocha en ellos como vicio, los defectos corporales
que no estuvo en su mano evitar.
Descuidar
la belleza natural es considerado como dejadez y pereza. Se considera igualmente como afectación condenable el
recurrir a los aceites y maquillaje. La misma experiencia demuestra hasta qué
punto ninguna belleza de la mujer le recomienda tanto al marido como su entrega
y limpieza de costumbres. Son
muchos los que se dejan seducir por su hermosura, pero no hay nadie a quien no
rinda su virtud y dedicación.
Los
utopianos no se contentan con alejar el crimen por medio de leyes penales.
Estimulan a la virtud con honores y recompensas.
A esto se debe, sin duda, la, erección de estatuas de hombres célebres
y beneméritos de la patria en las plazas públicas.
Así se perpetúa la memoria de sus gestos, y la gloria de los
antepasados es un constante acicate e incitación para sus descendientes.
Quien
acude a la intriga y al soborno para conseguir una magistratura, pierde toda
esperanza de obtenerla para el resto de su vida.
La
convivencia social es amable. Ningún
magistrado, por ejemplo, es insolente o terrible.
Se les llama padres y demuestran serlo.
Reciben muestras de deferencia y honor de una forma espontánea y libre.
Nadie es obligado a rendir tales honores si no quiere.
Ni el mismo príncipe se distingue de la masa por el vestido o la diadema
sino por un manojo de espigas que lleva consigo.
De la misma manera, el distintivo del pontífice es un cirio que le
precede.
Tienen muy pocas leyes, pero, para un pueblo tan bien organizado, son
suficientes muy pocas. Lo que
censuran precisamente en los demás pueblos es que no les basta la infinita
cantidad de volúmenes de leyes y de intérpretes.
Consideran inicuo obligar a hombres por leyes tan numerosas para que
puedan leerlas o tan oscuras para que puedan entenderlas.
En
consecuencia, quedan excluidos todos los abogados en Utopía, esos picapleitos
de profesión, que llevan con habilidad las causas e interpretan sutilmente las
leyes. Piensan, en efecto, que cada
uno debe llevar su causa al juez y que ha de exponerle lo que contaría a su
abogado. De esta manera, habrá
menos complicaciones y aparecerá la verdad más claramente, ya que el que la
expone no ha aprendido de su abogado el arte de camuflarla. Mientras tanto, el
juez sopesará competentemente el asunto y dará la razón al pueblo sencillo
frente a las calumnias de los pendencieros.
Tales prácticas serían difíciles' de observar en otros países, dado
el cúmulo inverosímil de leyes tan complicadas.
Por lo demás, todos allí son expertos en leyes, pues, como dije más
arriba, las leyes son escasas, y además, cuanto más sencilla y llana es su
interpretación, más justa se la considera.
Piensan, en efecto, que la finalidad de la promulgación de una ley es
que todos conozcan su deber. Ahora
bien, ¿no serán pocos los que conozcan su deber, si la interpretación de la
ley es demasiado sutil? Raras son,
en efecto, las personas que pueden captar su sentido. Por el contrario, si el sentido es el más llano y el más
común, ¿no estará clara la ley para todos?
De no ser así, ¿qué importa a la masa, la clase más numerosa y más necesitada de dirección, que haya leyes o no? ¿Qué le importa, si una vez promulgadas, las leyes son tan embrolladas que para llegar a su verdadero sentido hace falta un talento superior y una larga discusión? El juicio del vulgo no penetra en tales honduras. Ni basta para ello una vida ocupada en ganar el pan de cada día.
Precisamente, la admiración de estas cualidades hace que algunos países vecinos, libres y soberanos, les pidan magistrados para uno o para cinco años. (Es de saber, que muchos de estos pueblos fueron liberados de la tiranía hace ya mucho tiempo por los utopianos.) Cuando termina su mandato los devuelven cubiertos de honores y de gloria, y se llevan a su patria otros nuevos. Y hay que reconocer que los pueblos que así obran, cuidan de manera extraordinaria del bienestar de su Estado. ¿No depende acaso su salvación o su ruina de la honestidad de los magistrados? ¿Pueden hacer tales pueblos algo mejor que elegir a unos hombres que no se venderían por dinero alguno? El dinero sería inútil a hombres que deben volver a su patria en breve plazo. ¿Puede doblegar también a estos hombres la aversión o la inclinación hacia alguien siendo como son desconocidos de los ciudadanos?
Cuando estos dos males, la parcialidad y la avaricia, se apoderan de los tribunales, desintegran al instante toda justicia, el nervio más fuerte de todo Estado. Los pueblos que solicitan de los utopianos hombres de gobierno son tenidos como «pueblos asociados». A aquellos a quienes favorecieron con su ayuda los llaman amigos.
No firman con ninguna nación los pactos que otras naciones conciertan entre así, rompen o renuevan. ¿Para qué?, dicen. ¿Es que la naturaleza no ha unido lo suficiente al hombre con el hombre? Si alguien desprecia la naturaleza, ¿crees que le podrán contener las palabras? Lo que les ha llevado a esta conclusión ha sido el observar en estas tierras lejanas la poca buena fe con que los príncipes se disponen a observar los pactos y tratados.
Vemos, en efecto, que en Europa, sobre todo en las partes en que reina la fe y la religión de Cristo, la majestad de los tratados es tenida como santa e inviolable. Este respeto a la palabra dada se debe, en parte, a la justicia y bondad de los príncipes. Y en parte también a miedo y reverencia a los Sumos Pontífices. Estos son los primeros en no prometer nada que no hayan de cumplir escrupulosamente. Y por eso mismo ordenan a los demás que cumplan a toda costa lo que han prometido. Y obligan a obedecer a, los renuentes con censuras y severidad pastoral. Estiman con toda razón que nada hay tan vergonzoso como la falta de fidelidad en los pactos por parte de aquellos que, con título muy particular, llevan el nombre de fieles.
Y
¿qué sucede en aquel nuevo mundo casi tan separado del nuestro por la vida y
las costumbres de sus habitantes como por el círculo del ecuador? Allí no hay confianza alguna en los pactos.
Cuanto más pomposas y santas son las ceremonias con que se cierran más
pronto se rompen. No es difícil esquivar la terminología empleada en ellos.
Están redactados con tal sagacidad, que por apretados que estén los
lazos de los compromisos siempre hay manera de escapar de alguno de ellos y de
eludir de un mismo golpe las obligaciones del tratado y de la palabra dada.
Si en los contratos particulares se descubrieran astucias, fraudes y
manejos deshonestos de este jaez, esos mismos que se glorían de aconsejar tales
artimañas a los príncipes fruncirían el ceño y los calificarían de crimen
sacrílego merecedor de la horca.
Según
esto, ¿no os parece que la justicia es como una virtud plebeya y de a pie que
se sienta bajo el trono real? ¿O es que hay dos justicias? Una pedestre y a ras del suelo, a medida del pueblo, sin que
jamás pueda transgredir los límites que se le han impuesto, encadenada como
está por toda suerte de restricciones. Y
otra, la justicia de los príncipes, mucho más excelsa y liberal que la del
pueblo, para la que todo es lícito, si no es lo que no agrada.
Como
ya dije, estas costumbres de los príncipes de aquellas naciones y su notoria
mala fe para respetar los tratados, explican, a mi juicio, el que los utopianos
no quieran formalizar pactos. Quizás
cambiaban de parecer si vivieran aquí.
Lamentan
que se haya generalizado la costumbre de ratificar un tratado con un juramento
religioso, aunque les parezca que así se cumplen mejor. ¡Como si dos pueblos
separados tan sólo por una colina o un riachuelo no estuvieran unidos por lazos
sociales basados en la misma naturaleza! Tal
costumbre hace creer a los hombres que han nacido para ser adversarios o
enemigos, y que deben luchar por eliminarse, si no media un pacto.
Hay más: La firma de los pactos no favorece la amistad.
Queda en pie la facultad del saqueo.
Nada hay, en efecto, en los contratos que lo impida, dada la imprevisión
con que fueron redactados.
Nadie,
según ellos, ha de considerarse como enemigo, si no ha hecho mal alguno.
La comunidad de naturaleza hace las veces de tratado.
Y los hombres están más firme y fuertemente unidos por la benevolencia
que por los tratados, por el corazón que, por las palabras.
El
arte de la guerra
Abominan
la guerra con todo corazón. La
consideran bestial, aunque ninguna bestia recurre a ella con tanta frecuencia
como el hombre. Contrariamente a lo
que sucede en la mayor parte de las naciones, creen que nada hay menos glorioso
que la gloria conquistada en la guerra.
Ello
no impide que, en días señalados, tanto hombres como mujeres, se ejerciten en
el adiestramiento la guerra, con el fin de estar preparados para la lucha si
fuere necesario. Pero no van a la
guerra sin graves motivos, tales como: defender sus fronteras, expulsar de los
territorios amigos a los invasores, liberar del yugo y esclavitud de un dictador
a algún pueblo oprimido por la tiranía, En este último caso siempre lo hacen
por razones humanitarias.
Si
prestan ayuda a los pueblos amigos, no siempre lo hacen para que puedan repeler
una agresión, sino también para vengar y reparar una injuria.
No llegan a una declaración de guerra, si previamente no han sido
consultados, sí no examinan a fondo la justicia de la causa, y si, tras exigir
reparaciones, se les han denegado. Y,
finalmente, si no llevan la iniciativa y la dirección de la misma.
A esta decisión llegan cuantas veces los enemigos arramblan con un
cuantioso botín. Y más
enfurecidos todavía, cuando sus agentes, a causa de leyes injustas o por una
interpretación pérfida de las justas, han sido objeto de vejaciones y de
falsas acusaciones en el extranjero.
No
otro fue el origen de la guerra, que poco antes de llegar nosotros, mantuvieron
los utopianos contra los Alaopolitas en favor de los Nefelogetas.
Se trataba de una injuria -así al menos les pareció a ellos-, injuria
con visos de legalidad a los mercaderes de los Nefelogetas en territorio de los
Alaopolitas. Fuera injuria, fuera
derecho, lo cierto es que fue vengada con una guerra atroz.
Al odio y a la fuerza de las dos partes contendientes, se juntaron las
pasiones y los refuerzos de los países vecinos.
Fueron arrasados pueblos muy florecientes, otros duramente castigados. Y no cesaron los males hasta que los Alaopolitas fueron
totalmente derrotados y reducidos a servidumbre. De este modo, fueron sometidos a los Nefelogetas -los
utopianos no hacían su propia guerra-, pueblo que, cuando los Alaopolitas
nadaban en la prosperidad, no se podía comparar con ellos.
Los
utopianos castigan con el mismo rigor las injurias a sus amigos, incluso cuando
se trata de dinero. No así cuando
entran en juego sus propios intereses. Si
por medio de maniobras fraudulentas son despojados de sus bienes -sin que, por
otra parte, se infiera violencia a las personas-, su venganza se reduce a una
interrupción de las relaciones comerciales, hasta conseguir la reparación, con
la nación culpable. Y no es que
los intereses de sus conciudadanos les preocupen menos que los de sus asociados,
más bien sufren con peor ánimo el que les roben a los otros que a ellos
mismos. Al fin y al cabo, si la pérdida
afecta a sus conciudadanos, se trata de bienes públicos, que hay abundancia en
la isla, o si se quiere excedentes, únicos autorizados para la exportación.
Nadie, por tanto, siente la merma. En
cambio, los comerciantes de los pueblos amigos pierden su fortuna y sufren un
gran perjuicio. Piensan lógicamente
que seria demasiado cruel vengar con la muerte de muchos hombres un daño que no
puede afectar ni a la vida ni al bienestar de sus conciudadanos.
Por
lo demás, si un ciudadano de Utopía es maltratado o muerto injustamente, sea
por decisión pública o por iniciativa particular, envían una misión diplomática
a verificar los hechos. Exigen que
les sean entregados los culpables, y, caso de no ser entregados, se niegan a
cualquier pacto, declarando inmediatamente la guerra.
Castigan con la muerte o con la esclavitud a los culpables que les fueron
entregados.
Lamentan
y se avergüenzan de una victoria ganada con sangre, ya que juzgan absurdo
comprar una mercancía, por valiosa que sea, a precio tan excesivo.
Para ellos, el mayor timbre de gloria es vencer al enemigo con habilidad
y engaño. Celebran este triunfo
con festejos públicos, erigiendo un trofeo como si se tratara de un acto
heroico. Sólo se glorían de haber
obrado viril y esforzadamente cuando han vencido por la sola fuerza del ingenio,
cosa ésta que hace el hombre y no el animal.
Con las fuerzas del cuerpo, dicen, combaten los osos, los leones, los
jabalíes, los lobos, los perros y demás bestias; la mayor parte de ellas nos
superan en fuerza y fiereza, pero todas son superadas por el ingenio y la razón.
Una
sola cosa tienen en vista con la guerra: conseguirlo que les hubiera impedido
declararla, si sus reclamaciones hubieran sido atendidas.
Cuando esto no ha sido posible, su venganza se cierne implacable sobre
aquellos que consideran culpables. Así
el terror los apartará de cometer semejantes desmanes en el futuro.
Tales son los fines que persiguen y que tratan de conseguir con rapidez.
De todos modos, en ellos la preocupación de evitar el peligro está por encima de la gloria o de la fama. En consecuencia, apenas declarada la guerra, hacen fijar secreta, simultánea y debidamente autenticados con su sello oficial, multitud de bandos en los lugares más visibles del territorio enemigo. En estos se prometen sustanciosas recompensas a quien quitare la vida al príncipe enemigo. Asimismo otras recompensas menores, pero -estimulantes, para las cabezas de ciertas personas cuyos nombres están escritos en estos mismos bandos. De este modo, los utopianos se desentienden de aquellos a quienes junto con el príncipe consideran los artífices de las decisiones hostiles contra ellos.
La
cantidad prometida al criminal a sueldo se dobla para quien entregue vivo a
alguno de los proscritos. Estos
mismos son invitados a traicionar a los de su propio bando, ofreciéndoles
recompensas similares y, además, la seguridad de la impunidad. Estas medidas tienen un efecto inmediato: hacer que los jefes
enemigos comiencen a sospechar de todos. Desde
este momento han perdido la confianza en los demás y ellos mismos han dejado de
inspirarla. Todos viven bajo el terror, y la amenaza de los peligros no es menos
real. Los hechos demuestran a este
respecto que muchos jefes e incluso el mismo príncipe fueron traicionados por
aquellos en quienes mayor confianza habían depositado. ¡Tanta fuerza tiene el
dinero para llevar al crimen! Los
utopianos lo saben bien, y por eso no lo escatiman. Pero conscientes de la
importancia del riesgo a que exponen, compensan la magnitud del peligro con la
suntuosidad de los beneficios. Por
eso prometen a los traidores -y lo cumplen escrupulosamente- no sólo una
inmensa cantidad de oro, sino también pingües fincas, ubicadas en zonas segurísimas
pertenecientes a sus amigos.
Esta
costumbre de apostar y poner precio a la cabeza del enemigo es considerada por
otros como un crimen y fechoría, propios de espíritus degenerados.
Los utopianos, por el contrario, la consideran fruto de una sabiduría
superior, pues permite liquidar las guerras más grandes sin combate.
La consideran como una obra de humanidad y de misericordia, ya que con
-la muerte de unos pocos culpables, rescatan numerosas vidas de inocentes tanto
de los suyos como de los enemigos, que habían de caer en la lucha. Pues se compadecen casi tanto de los simples soldados como de
sus propios conciudadanos. Saben
que el soldado no hace por sí mismo la guerra, sino que ha sido arrastrado a
ella por la vesania furiosa del príncipe.
Si
por este camino las cosas van bien, siembran y fomentan la división y la
discordia, haciendo abrigar al hermano del príncipe o a cualquier otro
personaje importante la esperanza del trono.
Cuando las facciones internas parecen languidecer, entonces incitan a las
naciones vecinas del país enemigo y le empujan a la lucha, pretextando
cualquiera de esos viejos títulos, que tienen siempre a mano los reyes.
Con la promesa de ayuda para la guerra, les envían montones de dinero.
Pero no comprometen el envío de conciudadanos, ya que se quieren tanto y
se tienen tan alta estima que no cambiarían a nadie de los suyos por el príncipe
enemigo. Por el contrario, dan a
manos llenas el oro y la plata que acumulan para este único fin.
Nadie, en efecto, tendría que dejar su tren de vida aunque gastaran todo
el oro. Aparte de que, además de
la riqueza interna del país, poseen como creo haber dicho ya, un tesoro
inagotable constituido por las sumas de dinero que les adeudan muchas naciones
extranjeras. Con él reclutan para
la guerra a mercenarios de todas partes, y sobre todo, de los zapoletas.
Los
zapoletas son un pueblo situado a unas quinientas millas al este de Utopía.
Un pueblo bárbaro, feroz y salvaje que prefiere las selvas y las rocas
donde se ha criado. Es gente dura que aguanta pacientemente el calor, el frío y
el trabajo. Esta raza endurecida
desconoce el refinamiento de la vida y no presta atención alguna a la
agricultura, al confort de la vivienda ni del buen vestir.
Sólo se cuidan de la crianza del ganado, y gran parte vive de la caza y
de la rapiña.
Nacidos
sólo para la guerra, están siempre al acecho de la misma. Si se les presenta la ocasión de hacerla, no la dejan
escapar. Dejan en desbandada sus
montañas y venden sus servicios a vi¡ precio al primero que recluta soldados.
No han conocido más que un arte de vivir: dar muerte. Pero se baten
encarnecidamente y con una fidelidad insobornable al servicio de los que les
pagan. Nunca, sin embargo, se
ajustan por un período determinado. Aceptan
el contrato bajo la condición de pasarse al día siguiente al enemigo si éste
los ofrece un sueldo mayor, sin perjuicio de volver a enrolarse pasado mañana
si son invitados a ello con un ligero aumento de sueldo.
Rara es la guerra en la que no se encuentre una buena parte de ellos en
los dos ejércitos contendientes.
Sucede
a diario que hombres unidos por lazos de sangre y que, mientras estaban en el
mismo bando eran amigos íntimos, alistados después en ejércitos contrarios se
combaten encarnizadamente. Olvidan
familia, y amistad y se matan mutuamente sin más motivo para esta carnicería
que la despreciable suma de dinero que les llevó a enrolarse en ejércitos
contrarios. Tan exacta cuenta
llevan de esta suma que bastaría añadir un céntimo a la soldada para pasar al
campo contrario. Esta pasión ha
degenerado en avaricia, tan desenfrenada como inútil.
Lo que los zapoletas ganan con la sangre lo gastan en libertinaje y en un
despilfarro de la peor estofa.
Este
pueblo lucha a favor de los utopianos contra cualquier enemigo, pues sabe que
nadie le paga mejor. Por su parte,
los utopianos que se sirven de los buenos para sus fines, llaman a estos
individuos de la peor ralea cuando se trata de explotarlos.
Cuando necesitan a los zapoletas, les atraen con bellas promesas para
colocarlos después en los puestos más peligrosos. La mayor parte de ellos caen muertos, y naturalmente, no
vuelven ya a reclamar lo que se les había prometido.
A los supervivientes se les da religiosamente el sueldo convenido a fin
de incitarlos más a nuevas audacias. A
los utopianos no les importa nada el que perezca un gran número de estos
mercenarios. Están convencidos de
que el género humano se lo habrá de agradecer, si con ello limpian al universo
de esta hez de pueblo tan lóbrego y sanguinario.
Además
de los zapoletas, los utopianos se sirven en tiempo de guerra de los soldados de
aquellos estados en cuya defensa hacen la guerra. En tercer lugar, se sirven de las tropas auxiliares de las
demás naciones amigas. Y sólo en
último lugar destacan a sus propios ciudadanos, de entre los que eligen un
hombre valeroso poniéndolo al frente de todo el ejército.
A las órdenes de éste colocan dos lugartenientes, sin mando alguno,
mientras está sano y salvo. Si el
general muere o cae prisionero, le sucede inmediatamente el primero de sus
lugartenientes, como por derecho propio. A
su vez, es reemplazado por el segundo, si las circunstancias lo exigen.
Así se evita que la muerte del jefe -los lances de la guerra son
sorprendentes- lleve a la derrota de todo el ejército.
El
reclutamiento de los soldados en cada ciudad es libre y voluntario.
Nadie es obligado a enrolarse contra su voluntad, a luchar en el
extranjero. Y la razón es que un
soldado forzoso no sólo no se comportará con valentía, sino que transmitirá
a sus camaradas su propia cobardía. No obstante, si la guerra tiene lugar en el interior de la
patria, lanzan a la lucha a este tipo de hombres miedosos, con tal que sean
robustos. Se les mezcla en las
naves con otros más esforzados o se les distribuye aquí y allá en las
murallas de donde no puedan escaparse.
De
este modo, el respeto humano ante los suyos, la posibilidad de caer en manos del
enemigo y la imposibilidad de huir, terminan por sofocar el miedo.
Y, con frecuencia, una situación tan peligrosa hace renacer el valor.
Nadie, es cierto, es arrastrado a una guerra exterior en contra de su
voluntad. Pero a las mujeres que
quieran acompañar a sus maridos en la milicia no sólo no se lo prohíben, sino
que las estimulan y alaban.
Durante
el combate se coloca a las mujeres junto a sus maridos. Estos, a su vez, van rodeados de sus hijos, parientes y
consanguíneos. Con ello se
pretende que se ayuden mutuamente aquellos a quienes la naturaleza empuja a
socorrerse. Nada tan importante
para una persona casada como volver a casa sin su pareja; ni para un hijo como
entrar en casa habiendo perdido a sus progenitores.
En tales condiciones, si se lucha cuerpo a cuerpo, o si el enemigo ofrece
una resistencia prolongada, la lucha es atroz y acaba en el exterminio.
Reconozcamos que si se sirven de todos los medios para no exponerse personalmente a la lucha, tratan al mismo tiempo de poner fin a la guerra utilizando los servicios de un ejército de mercenarios. Pero cuando es inevitable llegar a las manos, su intrepidez y valor no es menos que su prudencia hasta poder evitarlo. No despliegan, en efecto, todo su ardor en el primer choque. Su resistencia se va afirmando a medida que pasa el tiempo y la lucha se intensifica. Se obstinan tanto en el empeño que prefieren morir a retroceder. Lo que les inspira ese valor sublime y no dejarse vencer es la certeza de tener asegurada la vida en su patria sin experimentar inquietud alguna por el porvenir de su familia cosa que siempre quebranta la moral de los más valientes.
Lo que aumenta también su intrepidez es su perfecto dominio de las técnicas militares. Y, por fin, la excelente educación que reciben en las escuelas y en las instituciones de la república desde la infancia. Desde niños aprendieron a no despreciar la vida, prodigándola temerariamente. Y también a no amarla tan desordenadamente que les lleve a agarrarse a ella avara y torpemente, cuando el honor invita a dejarla. En lo más fuerte de la refriega, un grupo de jóvenes escogidos, conjurados y llevados de un sentimiento patriótico, tienen como único objetivo al general enemigo. Unas veces lo atacan al descubierto, otras le tienden emboscadas. De cerca o de lejos, su único objetivo es eliminarle. En su ataque adoptan una alineación en forma de cuna alargada e ininterrumpida, cuyos elementos fatigados son remplazados por otros de refresco. En estas condiciones, es raro que el general, de no buscar la salvación en la huida, no caiga muerto o prisionero en manos de sus enemigos.
Si consiguen la victoria no se ensañan en la matanza de los vencidos. Prefieren capturar a los huidos antes que matarlos. Tampoco se lanzan en su persecución sin dejar alineado bajo sus banderas un cuerpo de reserva. Hasta tal punto observan este principio que, si la vanguardia hubiese sido aplastada y no hubiesen conseguido la victoria más que con la retaguardia, preferirían dejar escapar a todos los enemigos antes que correr detrás de ellos con unidades en desorden. Saben por experiencia que muchas veces, habiendo sido abatido el grueso de su ejército y puesto en fuga, sus enemigos ebrios por la victoria se lanzaron ciegamente en persecución de los vencidos que huían por todas partes. Entonces, un pequeño número de utopianos apostados como retén a la espera de una ocasión favorable, atacaron de improviso a los enemigos dispersos y desordenados, demasiado confiados en la supuesta seguridad de sus guardias. Este pequeño retén cambió la suerte del combate y arrebató a los vencedores una victoria que ya daban como cierta y segura. De vencidos habían pasado a vencedores.
No
es fácil afirmar si los utopianos son más astutos en tramar emboscadas que
cautos en sortearlas. Se diría que
están preparando una fuga cuando no hay nada más lejos de su intención.
Inversamente, cuando se deciden a huir, se diría que piensan lo
contrario. Si la superioridad numérica
del enemigo o la conformación del terreno es para ellos una amenaza, levantan
el campamento por la noche en una maniobra silenciosa o valiéndose de cualquier
otra estratagema. A veces también
se retiran a pleno día, palmo a palmo y en tal orden que resulta no menos
peligroso atacarlos cuando retroceden que cuando avanzan.
Ponen
el mayor cuidado en la fortificación de sus campamentos por medio de amplios y
profundos fosos lanzando la tierra excavada hacia el interior. Para este trabajo no emplean la mano de obra de los esclavos,
sino de los mismos soldados. Todo
el ejército -a excepción de los centinelas que armados montan la guardia ante
el foso, preparados para cualquier eventualidad- participa en esta operación.
El refuerzo conjuntado de tantos trabajadores permite acabar con rapidez
poderosas fortificaciones que cubren extensiones inmensas de terreno.
Sus
armas defensivas son fuertes, capaces de resistir los golpes y tan adaptadas a
los movimientos o a los gestos que permiten incluso nadar con ellas.
La natación con armas es, en efecto, uno de los primeros ejercicios de
la instrucción militar. Para el combate a distancia emplean las flechas que lanzan
con gran fuerza y precisión tanto los soldados de a pie como los de caballería.
Para cerca, e lugar de espadas echan mano de hachas mortales por su filo
y por su peso, sea que hieran de lado o de punta. Son muy ingeniosos para
inventar máquinas de guerra y que, una vez fabricadas, esconden cuidadosamente,
Si las mostraran antes del momento oportuno, los ingenios serían a su juicio un
juguete ridículo más que un instrumento eficaz.
Lo que más se mira en su fabricación es la comodidad del transporte y
su facilidad de manejo en todas las direcciones.
Los
utopianos observan tan religiosamente las treguas estipuladas con el enemigo que
no las violan ni en caso de provocación. No
atrasan la tierra conquistada, ni queman las mieses. Cuidan incluso de que no sean holladas por soldados ni
caballos, pues piensan que crecen para su propio provecho. No molestan a ningún desarmado a no ser que sea espía.
Protegen las ciudades que se rinden y no saquean las tomadas por asalto.
Pero en este último caso pasan por las armas a quien puso resistencia a
la rendición, sometiendo a esclavitud a los demás defensores. A la masa no combatiente la dejan en paz. Si
llegan a enterarse de que uno o varios aconsejaron la capitulación, les
conceden una parte de los condenados. La
otra parte se destina a las tropas auxiliares. Ellos no toman nada del botín.
Una
vez terminada la guerra, no son los pueblos amigos por los que lucharon los que
cargan con los gastos, sino los vencidos. Con
este criterio, exigen de éstos, primero el dinero que, como ya es sabido,
destinan a futuras guerras. En
segundo lugar, exigen la cesión de vastos territorios que puedan producirles a
perpetuidad pingües bienes.
En
la actualidad disponen de esta clase de tierras en muchas naciones.
Surgidas poco a poco y por distintas causas, han ido creciendo hasta
producir más de setecientos mil ducados al año.
El Estado atiende estas propiedades por medio de ciudadanos investidos
con el título de cuestores. Estos
llevan una vida suntuosa y son considerados como grandes magnates.
No obstante esto, todavía queda mucho para ingresar en las arcas públicas.
Con frecuencia también, los utopianos prestan el producto de la renta al
país donde se encuentran cuando éste lo necesita.
Raras veces reclaman el reembolso total de lo prestado.
Una parte de estos territorios es entregada a los que, instigados por
ellos, se exponen a los peligros de que ya os hablé.
Cuando
un príncipe toma las armas contra Utopía y se dispone a invadir una de las
tierras de sus dominios, los utopianos reúnen inmediatamente un formidable ejército
y le hacen frente fuera de sus fronteras. Sólo
hacen la guerra en su propio suelo en casos extremos.
Y no hay razón que les obligue a admitir refuerzos extranjeros en su
isla.
Religiones
de los utopianos
Las
religiones son diferentes tanto en la isla como en sus ciudades. En unos sitios adoran el sol, en otros a la luna, en otros a
alguna de las estrellas errantes, como a un dios.
Algunos grupos tienen como dios e incluso como el Dios supremo, a alguno
de los antepasados, señalado por su poder o por sus virtudes.
Pero la mayor parte de los utopianos y, por cierto, la más sana, no
admite nada de esto. Creen en una
especie de numen desconocido, eterno, inmenso e inexplicable, muy por encima de
la comprensión humana y difuminado por todo lo creado, no tanto como una masa
sino más bien como una fuerza. Lo
llaman padre. Consideran que es el origen, fuerza, providencia y fin de
todas las cosas. Sólo a él le
tributan honores de Dios.
El
resto de los utopianos, aunque tengan creencias diferentes, conviene con estos
en que piensan que entre todos los dioses hay uno que es como él, primero y
supremo. Él es el creador del
mundo y su providencia. En su
lengua nativa todos le llaman Mitra, si bien luego cada uno interpreta a su
manera y según los lugares este nombre y concepto.
Dejando que cada uno tenga su opinión a este respecto, todos están de
acuerdo en que ese ser que ellos miran como superior es el mismo que el unánime
sentir de los hombres tiene como creador y rector del mundo.
Me parece que los utopianos están en camino de ir dejando todas estas
supersticiones para centrarse en un credo único que les parece el más racional
y que supera los diferentes credos. Ya
habrían dado ese paso. Pero
cualquier acontecimiento adverso que les suceda mientras estén tratado de mudar
de religión, lo interpretarían no como un suceso casual, sino como un aviso y
castigo de la divinidad. Lo
interpretarían como venganza del malvado propósito de cambiar de religión.
Cuando
les hablamos del nombre de Cristo, de su doctrina, mandamientos y milagros, no
os podéis imaginar las buenas disposiciones y talante con que acogieron esta
revelación. La misma admiración
tuvieron para la admirable fortaleza de tantos mártires, cuya sangre derramado
había arrastrado a lo largo y a lo ancho del mundo a tanta gente a abrazar su
misma fe. Quizás haya que
atribuirlo a inspiración secreta de Dios, o quizás a que la encontraron muy afín
a una creencia que consideran importante entre los suyos. De todos modos, lo que a mi juicio contribuyó a crear tales
disposiciones, fue el relato de la vida común, tan grata a Cristo.
Y el saber que este género de vida estuvo siempre en vigor en las más
auténticas comunidades cristianas. Cualquiera que sea la causa, lo cierto es
que muchos de ellos abrazaron nuestra religión y fueron purificados por el agua
del bautismo. Por desgracia, de los
cuatro que éramos -la muerte nos había reducido -a este número- ninguno era
sacerdote. No pudieron, por tanto,
recibir los sacramentos que entre nosotros sólo los sacerdotes confieren, a
pesar de estar iniciados en los demás misterios.
Tienen, no obstante, un conocimiento claro de los demás sacramentos.
Y desean tan fervientemente recibirlos que, en medio de nosotros,
suscitaron el problema de si cualquier ciudadano elegido por ellos podría tener
el carácter sacerdotal sin recibir el mandato de un obispo cristiano.
Cuando yo salí, todavía no habían elegido a ninguno, pero parecían
resueltos a hacerlo.
Hay
más todavía. Los que no
pertenecen a la religión cristiana no emplean intimidación alguna, ni hostigan
a quien creen convencido de ella. Durante
mi estancia en la isla, sin embargo, pude ver cómo era severamente castigado
uno de los fieles de nuestro grupo. Este
hombre recientemente bautizado, hablaba públicamente de Cristo con mayor pasión
que prudencia, a pesar de nuestros consejos en contra. En su apasionada prédica llegó no sólo a anteponer
nuestros misterios a los demás sino a condenarlos a todos. Vociferaba contra sus misterios, calificándolos de profanos.
Y a sus seguidores los tachaba de impíos, sacrílegos, dignos del fuego
eterno. Después de haber
sermoneado durante largo tiempo fue prendido, acusado y sentenciado como reo no
de desprecio de la religión, sino de promover tumulto en el pueblo.
Una vez condenado fue castigado con el exilio.
En
efecto, las instituciones utopianas más antiguas contemplan que ninguna persona
se vea perjudicada por su religión. Ya
desde el principio, Utopo se había dado cuenta de que antes de su llegada los
indígenas estaban en perpetua guerra a causa de las religiones.
Observó también que esta situación del país le había facilitado
enormemente su conquista, ya que las sectas disidentes, en vez de estar unidas,
combatían aislada y separadamente. Conseguida
la victoria, y dueño ya de la isla, decretó que cada uno era libre de
practicar la religión que le pluguiera. No
proscribió, sin embargo, ese proselitismo que propaga la fe de una manera
razonada, suave y humilde. Que no
trata de destruir brutalmente a los demás si sus razones no convencen.
Y que, en fin, no emplea ni la violencia ni la injuria. Quien se sobrepasa en estos puntos es castigado con el
destierro o con la esclavitud.
Todo
esto lo dispuso Utopo por imperativo de la paz.
Esta quedara totalmente destruida con discusiones continuas y los
implacables odios que originan. Pero
pensó además que esta medida redundaba en beneficio de la misma religión.
No se atrevió a dogmatizar a la ligera sobre asuntos tan serios.
No estaba seguro de que Dios no quería un culto vario y múltiple al
inspirar a unos uno y a otros otro.
Pensó
que era insolente y grosero exigir por la fuerza o por amenazas que lo que uno
cree que es verdadero lo tengan que admitir los otros.
Y ello aun a sabiendas de que una sola es la verdadera y las otras son
falsas. Pensó sabiamente que, si
se procede con moderación y prudencia, la fuerza de la verdad emerge y se
impone por sí misma. Si, por el contrario, se acude a la guerra y a la
violencia, resulta que los más atrevidos suelen ser siempre los peores.
De esa manera la religión por santa y buena que sea quedará ahogada
entre las supersticiones más burdas como el trigo entre las espinas y abrojos.
Optó por una Vía de moderación: dejó que cada uno creyera aquello que
te pareciera mejor.
Se
opuso con el mayor rigor a que nadie abdicase de su dignidad humana hasta el
punto de creer que el alma desaparece con el cuerpo y que el mundo va a la
deriva sin la providencia de Dios. Creen,
en consecuencia, los utopianos que están marcados unos premios para los buenos
y fijados unos suplicios para los malos. A
quienes tengan en esto ideas contrarias ni siquiera los consideran hombres.
Piensan que han traspasado el límite de su humanidad llegando a ser como
unos pobres animalillos. No los
cuentan tampoco como ciudadanos. Piensan
que si no fuera por el miedo destruirían todas sus instituciones.
No
se puede dudar de que un hombre así no respetaría las leyes del Estado o
trataría de eludirlas por la violencia con tal de satisfacer sus intereses.
No tiene ningún resorte más allá de la ley ni nada tiene que esperar más
allá de la muerte. A quienes tienen esas ideas no les conceden ningún cargo, ni
les tributan honor alguno ni les ponen al frente de cargos públicos.
Se les mira, más bien como gente inepta y de baja condición.
No les castigan. Están
convencidos que nadie puede hacerles pensar de otra manera.
Atemorizarlos sería inducirles a la hipocresía.
Nada odian más los utopianos que la mentira tan cercana siempre del engaño.
No les prohíben defender sus opiniones.
No lo pueden hacer ante el vulgo. Delante
de los sacerdotes -y varones sensatos no sólo lo pueden hacer, sino que les
animan a que lo hagan. Son
conscientes de que tales locuras se desvanecerán ante la razón.
Hay
otros ciudadanos y, por cierto, bastante numerosos, a quienes no les prohíben
exponer sus teorías, pues piensan que tienen su razón.
No son malos sino que llevados más bien de su bondad piensan que los
animales tienen también un alma inmortal.
No es como la nuestra ni se le puede comparar en dignidad ni está
predestinada a vida de eterna dicha.
Están
completamente convencidos de la inmensa felicidad futura de los hombres.
Por lo mismo, aunque les duele la enfermedad de todos, no lloran la
muerte de nadie a no ser la de aquellos que ven se van contra su voluntad y poseídos
de angustia. Lo tienen esto como
muy mala señal. Piensan que el
alma aturdida y consciente de sus culpas, tiene como un presagio de los
tormentos que le esperan y por eso tienen miedo a morir.
Son de opinión que no puede agradarle mucho a Dios la llegada de quienes
tienen miedo de ir a su encuentro, sino que se llegan temblando y como a la
fuerza. Quien ve una muerte así se
llena de espanto.
A
los que así mueren los conducen tristes y en silencio.
Piden a Dios con los brazos en alto que tenga piedad de sus debilidades y
de esta forma les dan tierra. Por
el contrario nadie llora la muerte de los que fallecieron con ánimo alegre y
con santa esperanza. Acompañan sus
cuerpos con cánticos y encomendando sus almas al Señor con gran fervor,
incineran los cuerpos con mayor reverencia que dolor.
En el lugar de la hoguera levantan una columna en la que escriben los méritos
y gracias del difunto. De vuelta a
sus casas recuerdan y cuentan los hechos y cualidades del difunto poniendo
especial interés en su alegre tránsito de la vida.
El
recuerdo de la dignidad de los difuntos lo juzgan de saludable acicate para los
vivos y grato culto para quienes murieron.
Piensan que los difuntos oyen cuanto de ellos se dice, aunque sean
invisibles por la imperfección de nuestro ser.
No sería justo que las almas de los bienaventurados no tuvieran la
libertad de ir donde creyeran conveniente.
No poder ver a aquellos a quiénes en vida estuvieron unidos con lazos de
estrecho amor sería propio de espíritus desgraciados. Para los hombres justos, piensan que sus alegrías, como el
resto de sus actividades, no sólo no disminuyen sino que aumentan después de
la muerte. Piensan que los muertos
andan mezclados con los vivos y que son testigos de cuanto éstos dicen y hacen.
Con esta fe se lanzan arriesgados a sus empresas como si les diera ánimo
la presencia de tan nobles testigos y la presencia de sus mayores les prohíbe
realizar aun en secreto cualquier obra deshonesta.
Se ríen y tienen en menosprecio los agüeros, y demás artes de adivinación o superstición que tanta estima tienen entre otros. Tienen, en gran aprecio, por el contrario, los milagros, obras independientes de las fuerzas naturales. Están convencidos que son obra y testimonio de la presencia divina. Saben que son relativamente frecuentes en sus tierras, según la tradición; y, en ocasiones graves y señaladas, los solicitan con rogativas públicas y así los obtienen.
Consideran que es como un culto grato al Señor la contemplación y goce de la naturaleza. Hay muchos que, arrastrados por su sentimiento religioso, descuidan otros estudios, no se preocupan de otros negocios y hasta se privan de las distracciones y juegos. Están convencidos de que si practican buenas obras y ayudan a sus prójimos tienen asegurada su eterna felicidad después de la muerte. De esta manera unos se dedican a cuidar de los enfermos, otros cuidan las calles, éstos limpian los fosos, aquellos reparan los puentes o acumulan arena, arreglan el césped, llevan en carretas de dos bueyes maderas, frutos y otras mercancías. Todo ello, lo hacen no sólo para utilidad pública sino también en provecho de los particulares, actuando en todo ello más como empleados que como servidores. Muchas tareas que asustarían a cualquiera por su dureza y el esfuerzo exigido, ellos las realizan con alegría y satisfacción. De esta manera proporcionan a los demás un descanso mientras ellos se entregan a un trabajo continuo. No se lo echan en cara, sin embargo, pues ni buscan censurar a los demás ni alabarse a sí mismos. Cuanto más duro y abnegado es su trabajo, más grande es el aprecio en que les tienen.
De estos existen dos clases en Utopía. Una es la de los célibes. Se abstienen de toda relación amorosa e incluso de todo consumo de carnes. Los hay que ni prueban la carne de los animales y se abstienen de todos los placeres del mundo como peligrosos. Sólo les interesa la vida futura, a la que aspiran entre privaciones y ayunos con rostro alegre, pues esperan llegar pronto a su destino. La otra, animosa como ésta, prefiere sin embargo, el matrimonio y sus placeres. Lo tienen como cosa natural y así dan hijos a la patria. No se privan de ningún placer siempre que no les sea nocivo para el trabajo. Comen carnes de cuadrúpedos en el convencimiento que devorándola son más fuertes en sus trabajos. Los utopianos piensan que estos son más prudentes y a los otros los tienen por más perfectos. Si alguno de los célibes que no se casan y siguen con honestidad una vida austera quisiera defender su punto de vista como el mejor con razonamientos humanos, seria ridiculizado por los otros. Pero como abrazan ese género de vida por motivos religiosos, todos les respetan y reverencian. Es un principio sagrado para ellos no invocar nunca a la ligera un motivo religioso. Los llaman en su lengua Butrescos que traducido a nuestro romance equivale a religiosos.
Sus
sacerdotes resplandecen por su santidad. Son
muy pocos. No puede haber en cada
ciudad más de trece, uno por cada templo.
Cuando hay guerra van siete con los soldados y, en tal caso, eligen en
las ciudades otros tantos sustitutos. Pero
terminada la guerra los sobrevivientes se reintegran a sus puestos y los que les
sustituyen aguardan turno de sucesión hasta que aquellos mueran.
Entre tanto, acompañan al pontífice.
Uno
de ellos preside a los demás. Todos
los sacerdotes son elegidos por el pueblo lo mismo que los otros magistrados.
Unos y otros por voto universal y secreto para evitar rencillas.
Presiden los actos de culto, se preocupan del estudio de la religión y
son como los censores de las costumbres públicas.
Es gran afrenta para cualquier ciudadano el que un sacerdote le llame la
atención y reprenda por su vida y costumbres.
Por lo demás, oficio de los sacerdotes es exhortar y aconsejar a los
delincuentes. Pero el castigarlos e
imponerles castigos incumbe a los magistrados y al príncipe.
Pero pueden excluirlos del culto una vez que los declaran seriamente
malvados. No hay nada que les
espante más. Quedan infamados y
heridos por el sagrado miedo religioso. Tampoco quedan indemnes en cuanto a su cuerpo, ya que si no
hacen penitencia inmediatamente los sacerdotes, el Senado les impone el castigo
correspondiente a su delito religioso.
Tienen
los sacerdotes encomendada la educación de la niñez y la juventud.
Más que su instrucción les interesa su educación.
Ponen suma atención en inculcar en las tiernas y dóciles mentes de los
niños buenos instintos primarios, y deseos de integrarse en la república. Insinuados en sus mentes infantiles les durarán por toda la
vida. Así construirán la
salvaguardia del Estado cuya ruina se origina la mayoría de las veces de
opiniones absurdas.
Las
mujeres de los sacerdotes son las mujeres más selectas del pueblo.
Hay también sacerdotes mujeres, si bien no son muchas y sólo viudas o
de edad avanzada. No hay para los
utopianos quien merezca honor mayor que los sacerdotes.
Si por casualidad, alguno de entre ellos comete algún delito nunca será
llamado a juicio. Todo lo dejan a la autoridad de Dios y a su conciencia.
Piensan que nadie tiene opción de juzgar a quien se consagra a Dios como
ofrenda, por grandes que hayan sido sus crímenes.
Esta
norma es fácil de observar. Los
sacerdotes son siempre pocos, bien seleccionados y tenidos en gran honra
precisamente por su valía. Es muy
rato que caigan en vicios y perversiones. Si
ello acontece alguna vez, lo que no se puede excluir, dada la humana fragilidad,
el hecho no es demasiado grave ya que de una parte no son numerosos y de otra no
llegan a ejercer autoridad propiamente dicha.
El hecho de que sean pocos obedece a la convicción de que si tan gran
honor se extiende a muchos degenera una gran institución. Por otra parte no resulta fácil encontrar sujetos honorables
para un cargo que no se puede desempeñar con cualidades y virtudes mediocres.
Es grande el aprecio en que los tienen los de la nación y también los extranjeros. La razón de esto es clara. En efecto, cuando se declara una batalla, los sacerdotes Se alejan suficientemente del lugar, se postran de rodillas y revestidos de sus ornamentos sagrados elevan sus brazos al cielo. Lo primero que suplican es que se llegue a una paz, no que los suyos triunfen. Pero siempre interceden para que una u otra solución se obtenga sin derramamiento de sangre. Si la victoria ha favorecido a los suyos corren al campo de batalla a fin de que no se sacrifique a los vencidos. Verlos o tocarlos es suficiente para librarles de la muerte y si alguno puede tocar sus flotantes vestiduras tiene asegurada la posesión de sus cosas contra cualquier acción de guerra. Ya se puede comprender la veneración y el respeto sincero que unos y otros les profesan. Muchas veces han salvado a los enemigos de las manos de los suyos y no menos a los suyos de las manos enemigas. Se sabe que en una ocasión en situación desesperada y con la suerte en contra los soldados utopianos huían a la desbandada. Los enemigos se disponían al saqueo y a la muerte. Intervinieron los sacerdotes y su acción conjuró el desastre. Separaron a los contendientes y lograron pactar una paz honorable. Nunca han tropezado con gente tan feroz, cruel o bárbara que no haya considerado como sagrado e inviolable el cuerpo sacerdotal de los utopianos.
En
Utopía son festivos los días primero y último del mes y del año. Los meses se rigen por el movimiento de a luna, los años por
el movimiento del sol. A los días
primeros los llaman «cinemernos», a los últimos «trapemernos» que es lo
mismo que decir «primeras (primifestos) fiestas» y «últimas (finifestos)
fiestas».
Hay
en el país pocos templos, pero todos magníficos tanto por su lujo como por su
grandiosidad, dado que tienen que ser capaces para albergar a un pueblo tan
numeroso. Y todos ellos son de una
dulce penumbra que no es debida a impericia de los constructores sino a un propósito
de los sacerdotes. Piensan estos
que una luz intensa disiparía los pensamientos, mientras que una tamizada y
discreta penumbra concentra el espíritu y centra la meditación.
No es la misma religión profesada por todos, pero las varias creencias y
ritos están orientados a un mismo fin por caminos diferentes, es decir, a la
adoración de la majestad divina. Por
esta razón nada se ve ni se oye en los templos que pueda ser contrario a
cualquiera de estas tendencias. Si
alguna secta tiene un rito sagrado que sea privativo suyo, lo realiza dentro del
ámbito particular. Los ritos
comunes están ordenados de forma tal que nunca contradicen los cultos privados.
No se ve en los templos ninguna representación de la divinidad.
Cada uno se lo imagina como crea conveniente desde su credo.
No tienen tampoco nombre alguno para invocar a Dios.
Usan el nombre de Mitra para nombrar de alguna forma el ser supremo, sea
cual sea su naturaleza. Tienen unas
oraciones que todos pueden rezar sin contradecir sus propias creencias. En los días
finifestos se reúnen en el templo por la tarde, y lo hacen en ayunas para darle
gracias a Dios por el feliz remate del mes o del año que acaba.
Al día siguiente (que es primifesto) se reúnen por la mañana en el
mismo templo para pedir juntos que sea igualmente feliz y dichoso el mes o año
que comienza.
En los finifestos, antes de ir al templo, en sus casas las mujeres se echan a los pies de sus maridos y los hijos a los pies de sus padres; y piden perdón, bien porque hicieron lo que no debían, bien porque no cumplieron lo que eran obligados a hacer. De esta manera si alguna nubecilla de discordia familiar se iba formando, se desvanece de forma que pueden intervenir en los divinos oficios con ánimo sereno y limpio. Intervenir con ánimo torcido se tiene por sacrilegio. Por lo mismo, si son conscientes de odio o rencor contra alguien, no intervienen en los sacrificios sin antes reconciliarse, temerosos de la justicia divina y poseídos de un santo temor. Una vez en el templo los hombres se sitúan en la parte derecha y las mujeres separadas en la parte izquierda. Lo hacen de manera que los varones se sitúan todos delante del padre, y la madre se sienta cerrando el grupo de las mujeres. Cuidan que desde fuera y con cuidado puedan ejercer su autoridad y disciplina los que la ejercen ya en casa. Por ello procuran que los jóvenes se mezclen con los de más edad, no sea que mezclándose unos con otros los jóvenes gasten en travesuras el tiempo que se debe emplear en fomentar el temor de Dios, el mayor y quizás único acicate de las virtudes.
En
sus sacrificios no inmolan ningún animal.
Piensan que la clemencia divina no se satisface con sangres ni con
muertes. Si dio vida a sus
criaturas fue para que gozaran de ella. Queman
incienso y otros perfumes. Los
fieles llevan muchas velas. Saben
de sobra que nada de esto interesa a la naturaleza divina lo mismo que las
oraciones que puedan dirigir. Pero
con tan inocente culto, con estos perfumes y luces, así como con las otras
ceremonias, no sabría decir de qué manera los hombres parece que se animan y
con corazón más alegre se entregan al culto de Dios.
Todo
el pueblo acude al templo con vestidos blancos.
Los sacerdotes llevan vestiduras de variados colores, ricos por su
hechura y forma más que por su materia. Las
telas no están tejidas en oro ni sembradas de piedras preciosas, sino tejidas
con plumas de ave con tanta arte y habilidad que ningún paño por rico que
fuese podría competir con ellas. En
la elaboración, distribución y forma de estar colocadas en la vestimenta de
los sacerdotes, estas plumas y alas dicen que se encierran unos secretos
misteriosos. Su significación es
aclarada con gran diligencia por quienes hacen los sacrificios a fin de recordar
a los fieles los beneficios recibidos de Dios.
Por su, parte deben corresponderle con tributos y obligaciones a que
deben ser fieles. Tan pronto como el sacerdote así revestido sale de la sacristía,
todo el pueblo cae de hinojos en silencio tan profundo que la contemplación de
la ceremonia inspira un cierto temor, como si la divinidad se hiciera presente.
Permanecen postrados en tierra durante algún tiempo y se levantan a una
señal del sacerdote. Cantan luego
las glorias del Señor acompañándose con instrumentos que para nosotros son en
su mayoría desconocidos. La mayor
parte de dichos instrumentos aventajan a los nuestros en suavidad hasta el punto
de que no se pueden ni comparar. Hay
una cosa en que nos aventajan con toda seguridad.
Su música instrumental y vocal acomoda totalmente los sonidos a los
sentimientos de manera que reflejan de forma totalmente natural lo que quieren
expresar. Si quieren dar una
sensación de súplica, de intercesión, de duda, de tristeza, de ansiedad, de
ira, la melodía lo expresa con tal fuerza que conmueve profundamente a los
fieles, los enfervoriza y los emociona.
Para terminar el sacerdote y los fieles recitan unas oraciones rituales concebidas de tal manera que, recitadas en común o en particular, tengan pleno y real sentido. En ellas reconocen a Dios como Creador, como ordenador y autor de todo bien. Le dan gracias por todos los beneficios de él recibidos. De manera especial le agradecen vivir en república tan feliz y profesar una religión que, a su entender, es la verdadera. En este asunto si hay otra mejor, piensan, o si están equivocados o Dios prefiere ritos diferentes, suplican que se lo dé a conocer, pues están dispuestos a seguir el camino que les indique. Pero, si su gobierno es bueno y su religión verdadera, no es mucho pedir que les consientan ser firmes en sus opiniones y que se esfuercen por atraer a los otros a la misma fe y costumbres, si es que, en su inescrutable voluntad, Dios no se complace en la diversidad de creencias. Piden a Dios que les conceda una buena muerte. Pero no se atreven a pedirle que sea pronto o tarde. Sin quererle ofender le dicen que prefieren llegar a él tras una penosa muerte a estar lejos de su presencia disfrutando de una feliz existencia.
Terminada
así la oración, se arrodillan y luego se levantan y van a comer.
El resto del día lo pasan en juegos y ejercicios militares.
*
* *
* *
Os
he descrito con la mayor sinceridad el modo de ser de su República a la que
considero no sólo la mejor, sino la única digna de llevar tal nombre.
Porque en otros sitios los que hablan de la República lo que buscan es
su interés personal. Pero en Utopía, como no hay intereses particulares, se toma
como interés propio el patrimonio público; con lo cual el provecho es para
todos.
En
otras repúblicas todo el mundo sabe que si uno no se preocupa de sí se moriría
de hambre, aunque el Estado sea floreciente.
Eso le lleva a pensar y obrar de forma que se interese por sus cosas y
descuide las cosas del Estado, es decir, de los otros ciudadanos.
En Utopía, como todo es de todos, nunca faltará nada a nadie mientras
todos estén preocupados de que los graneros del Estado estén llenos.
Todo se distribuye con equidad, no hay pobres ni mendigos y aunque nadie
posee nada todos sin embargo son ricos. ¿Puede haber alegría mayor ni mayor
riqueza que vivir felices sin preocupaciones ni cuidados?
Nadie tiene que angustiarse por su sustento, ni aguantar las
lamentaciones y cuitas de la mujer, ni afligirse por la pobreza del hijo o la
dote de la hija. Afrontan con
optimismo y miran felices el porvenir seguro de su mujer, de sus hijos, nietos,
bisnietos, tataranietos y de la más dilatada descendencia.
Ventajas que alcanzan por igual a quienes antes trabajaron y ahora están
en el retito y la impotencia como a los que trabajan actualmente.
Bien
quisiera que alguien midiera este sentido de justicia con el que rige en otras
partes. Yo tengo que confesar que
apenas he encontrado un leve rastro de justicia y equidad en ninguna de ellas.
¿Qué justicia es la que autoriza que un noble cualquiera, un orfebre, un
usurero o cualquier otro que no hacen nada o hacen cosas contrarias al Estado,
puedan llevar una vida regalada sin mover un dedo o en negocios sucios y sin
responsabilidad? Entre tanto el
criado, el cochero, el artesano, el labriego andan metidos en trabajos que no
aguantarían ni los animales por lo duros y al mismo tiempo tan necesarios que
sin ellos la República se vendría abajo antes de un año.
Apenas les llega para alimentarse malamente y llevan vida peor que la de
las mismas bestias. Estas, al menos no soportan trabajo tan continuo; aunque les
den peor comida la soportan más fácilmente y además no tienen las
preocupaciones del futuro. A todos
estos los mata el trabajo presente, tan estéril como infructuoso, y les
desazona el pensamiento de su pobre ancianidad.
Si no les llega para mal vivir, ¿cómo pueden ahorrar para su
ancianidad?
¿No es injusta una sociedad que se vuelca con los llamados nobles, los manipuladores y los traficantes de cosas inútiles, aduladores y perezosos? Por el contrario deja en el olvido a los labradores, los carboneros, los braceros, - caballerizos y obreros sin cuyo trabajo no puede subsistir la república ni obtenerse bien alguno. ¿No es injusto abusar de su trabajo cuando están en pleno vigor y cuando el peso de los años, las privaciones y la enfermedad cae sobre ellos, condenarles a una muerte miserable sin tener en cuenta sus muchos desvelos y trabajos? ¿Qué podemos pensar de esos ricos que diariamente expolian al pobre? En realidad lo hacen al amparo, no de sus propias maquinaciones, sino amparándose en las mismas leyes. De esta manera, si antes parecía una injusticia no recompensar debidamente a quienes lealmente lo habían servido, estos tales se han ingeniado para sancionar legalmente esta injusticia con lo que la república viene a ser más aborrecida.
Cuando
contemplo el espectáculo de tantas repúblicas florecientes hoy en día, las
veo -que Dios me perdone-, como una gran cuadrilla de gentes ricas y
aprovechadas que, a la sombra y en nombre de la república, trafican en su
propio provecho. Su objetivo es
inventar todos los procedimientos imaginables para seguir en posesión de lo que
por malas artes consiguieron. Después
podrán dedicarse a sacar nueva tajada del trabajo y esfuerzo de los obreros a
quienes desprecian y explotan sin riesgo alguno.
Cuando los ricos consiguen que todas estas trampas sean puestas en práctica
en nombre de todos, es decir, en nombre suyo y de los pobres, pasan a ser leyes
respetables.
Pero estos hombres despreciables que con su rapiña insaciable se apoderan de unos bienes que hubieran sido suficientes para hacer felices a la comunidad, están bien lejos de conseguir la felicidad que reina en la república utopiana. Allí la costumbre ha eliminado la avaricia y el dinero, y con ellos cantidad de preocupaciones y el origen de multitud de crímenes. Pues todos sabemos que el engaño, el robo, el hurto, las riñas, las reyertas, las palabras groseras, los insultos, los motines, los asesinatos, las traiciones, los envenenamientos son cosas que se pueden castigar con escarmientos, pero que no se pueden evitar. Por el contrario las elimina de raíz la desaparición del dinero que elimina al mismo tiempo el miedo, la inquietud, la preocupación y el sobresalto. La misma pobreza que parece que se basa en la falta de dinero, desaparece desde el momento en que aquel pierde su dominio
Quiero
poner esto en claro con un ejemplo que vamos a examinar. Pensemos en un año malo y de poca cosecha en el cual han
perecido de hambre miles de hombres. Estoy
seguro que, si al cabo de esta catástrofe se abren los graneros de los ricos,
se encuentra en ellos tanta cantidad de grano que si se hubiera repartido entre
todas las víctimas de la peste y el hambre no se habría enterado nadie de los
rigores de la tierra ni del cielo. Nada
más sencillo que alimentar a la humanidad.
Pero el bendito dinero, inventado para lograr más fácilmente el camino
del bienestar, es el cerrojo más duro que cierra la puerta del mismo.
Pienso
que los ricos se dan cuenta de esto. Saben
que no hay nada mejor que tener lo que se necesita. Sin abundar en superficialidades, es multiplicar disgustos
vivir asfixiados por tantas riquezas.
Creo
además que o bien por interés personal o por seguir la voz de Cristo, todo el
mundo hubiera seguido hace tiempo las leyes de esta república utopiana.
Cristo, dada su sabiduría, no pudo ignorar lo que más nos convenía,
ni, dada su bondad, aconsejarnos lo más conveniente.
Pero se opone tenazmente nuestra soberbia, bestia maligna y madre de todos nuestros males. Su felicidad se mide no por el propio bienestar, sino por las desgracias de los otros. Dejaría incluso de ser diosa si desaparecieran los hombres sobre los que puede ejercer su dominio exultante. Su felicidad comprada con la desgracia de los otros se satisface mostrando unas riquezas que pisan y atormentan 11 pobreza ajena. Esta serpiente infernal se enrosca en los pechos de los hombres y les impide seguir el buen camino. Como una rémora los entretiene y los disuade. Está tan enraizada en los hombres que no es fácil extirparla.
Mucho me alegra que esta forma de gobierno que yo quisiera que la tuvieran todos, la hayan conseguido al menos los utopianos. Basados en las instituciones que he descrito han fundado una república que se desarrolla no sólo prósperamente sino que, en cuanto se puede conjeturar humanamente, creo que ha de durar para siempre. Han sido eliminadas en ella las raíces de la ambición y las disensiones. No hay por lo mismo peligro de disturbios internos, que en más de una ocasión han echado por tierra las ciudades más ricas y sólidas. Lograda esta armonía interior y gracias a sus magníficas organizaciones la envidia de los reyes vecinos no ha sido capaz de derribar esta república ni aun siquiera conmoverla, caso que inútilmente intentaron ya algunas veces en tiempos antiguos.
Al terminar de hablar Rafael, me vinieron a la mente no pocas reflexiones sobre cosas que me parecían absurdas en sus leyes e instituciones. Por ejemplo, su modo de entender la guerra, sus creencias y religión y otros muchos ritos. Pero, sobre todo, lo que está en la base de todo ello, es decir, su vida y gastos comunes sin intervención alguna del dinero. Con ello se destruye la raíz de la nobleza, la magnificencia y el lujo, y la grandeza, cosas que en el común sentir constituyen el decoro y el esplendor de un Estado. Me di cuenta, sin embargo, que estaba bastante cansado de tanto hablar. No sabia, por otra parte, si aguantarla que opinásemos en contra de sus teorías, máxime que a lo largo de su relato ya se había manifestado contra quienes piensan no ser suficientemente discretos si no critican las invenciones ajenas. Así pues, le cogí de la mano y tras alabar su exposición y las costumbres de los utopianos le introduje en la casa para cenar. Le dije que tendríamos tiempo de discurrir con más profundidad sobre estos temas y discutir más Profusamente. ¡Ojalá que algún día pueda realizarlo!
Entre tanto tengo que confesar que no puedo asentir a todo cuanto me expuso este docto varón, entendido en estas materias y buen conocedor de los hombres. También diré que existen en la república de los utopianos muchas cosas que quisiera ver impuestas en nuestras ciudades. Pero que no espero lo sean.
FIN
DE LA CHARLA DE SOBREMESA HABIDA
CON
RAFAEL HITLOIDEO
SOBRE
LAS LEYES E INSTITUCIONES DE
LA
ISLA DE UTOPÍA
HASTA
AHORA SÓLO CONOCIDA POR UNOS POCOS.
FUE
CONTADA POR EL MUY CELEBRE Y ERUDITÍSIMO
MAESTRO
TOMAS MORO,
CIUDADANO
Y SHERIFF DE LONDRES.
FIN