La era de los totalitarismos


La Primera Guerra Mundial estalló el 28 de julio de 1914. A las tres semanas fallecía el papa San Pío X. El nuevo papa, Benedicto XV (3-IX-1914/22-I-1922) apenas pudo hacer otra cosa durante aquellos años que esforzarse inútilmente en intentar la paz entre los bandos beligerantes. El final de la lucha llegó en noviembre de 1918, gracias a la victoria de los aliados sobre los imperios centrales. La Santa Sede fue rigurosamente excluida de la mesa donde se negoció el Tratado de Versalles. Un siglo antes, cuando la anterior ordenación de Europa tras las guerras napoleónicas, la Santa Sede había estado aún presente en el Congreso de Viena. El Tratado de Versalles no logró una paz definitiva y sembró muchos desacuerdos llamados a rebrotar en el futuro.

El suceso de mayor trascendencia, destinado a condicionar decisivamente la historia del mundo en el siglo XX, había sido la Revolución rusa de 1917. Terminados con la victoria bolchevique los años de guerra civil, la URSS irrumpía en el escenario mundial como el primer estado marxista de la historia, oficialmente ateo, doctrinalmente anticristiano y fundado en una concepción materialista del hombre y de la vida.

El período de «entreguerras» coincidió prácticamente con el pontificado de Pío XI. Fue un tiempo de la historia cristiana con unas notas bien definidas que imprimen carácter a la época. Y fue también, desde distintos puntos de vista, un período de manifiesto florecimiento del Cristianismo y de la Iglesia. El prestigio de la Santa Sede en el mundo creció de modo extraordinario y su personalidad internacional se vio robustecida por la firma de numerosos concordatos, varios de ellos con los nuevos países nacidos de la última guerra. A poco de terminar ésta, las relaciones de la Santa Sede con Francia volvieron a la normalidad. Pero el mayor acontecimiento en el campo de las relaciones de la Sede Apostólica con los Estados fue la firma de los «Pactos Lateranenses», que pusieron fin a la «cuestión romana». Los «Pactos», suscritos el 11 de febrero de 1929, dieron vida al Estado de la Ciudad del Vaticano, mínimo espacio territorial indispensable para garantizar la independencia de la Santa Sede.

El florecimiento cristiano tuvo otras manifestaciones que afectaban a aspectos más íntimos de la vida eclesial. La expansión misionera en Asia y Africa hizo grandes progresos, se multiplicaron las conversiones y se dieron pasos decisivos para la consolidación de las nuevas cristiandades. Una fecha señalada en la historia de las Misiones fue el 28 de octubre de 1926, en que Pío XI consagró solemnemente, en la basílica de San Pedro de Roma, a seis nuevos obispos chinos.

Esta época de indudable florecimiento cristiano tuvo como contrapunto la oleada de sangrientas persecuciones que se abatió sobre las iglesias de distintos países. En Rusia, la implantación del comunismo produjo un sinfín de violencias antirreligiosas. Pero la persecución alcanzó también a otros países y llegó a extremos de dureza nunca alcanzados por el anticlericalismo del siglo XIX. La persecución de México, y la desencadenada en España durante la guerra civil de 1936-1939, tuvieron dimensiones inéditas en el mundo moderno.

En la tercera década del siglo se hizo cada vez más tangible la amenaza de los totalitarismos ateos o paganos. Dos documentos magisteriales del papa Pío XI fijaron con claridad la actitud de la Iglesia católica frente a las grandes ideologías totalitarias del momento. En abril de 1937, con pocos días de diferencia, aparecieron dos célebres encíclicas: Mit Brennender Sorge, contra el Nacional-Socialismo alemán y su doctrina racista, y la Divini Redemptoris, que condenó el marxismo ateo, ideología oficial de la Rusia comunista. Estos dos totalitarismos llevaron al mundo a la Segunda Guerra Mundial.