La Iglesia
y los Imperios de Oriente y Occidente
La división
del Imperio en dos «partes»: Oriente y Occidente, consumada a finales del
siglo IV y que terminaría por provocar la cristalización de dos Imperios, tuvo
honda repercusión en la vida de la Iglesia. La «parte» occidental que coincidía
aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas tenía como única
sede apostólica la de Roma, y por ello el Pontífice romano fue también
Patriarca de Occidente. En la «parte» oriental, de cultura griega, siria y
copta, sobresalieron varias grandes sedes de fundación apostólica: Alejandría,
Antioquía y Jerusalén, que fueron cabezas de los Patriarcados. El concilio I
de Constantinopla elevó la sede de esta ciudad al rango patriarcal y atribuyó
a sus obispos la primacía de honor dentro de la Iglesia después del obispo de
Roma.
Bajo el Imperio romano-cristiano pudieron reunirse grandes asambleas eclesiásticas,
manifestación genuina de la catolicidad de la Iglesia, que reciben el nombre de
concilios «ecuménicos» o universales. Ocho concilios ecuménicos tuvieron
lugar entre los siglos IV y IX. Particular importancia se reconoció siempre a
los cuatro primeros: los de Nicea I (325), Constantinopla I (381), Efeso (431) y
Calcedonia (451). Todos estos concilios se celebraron en el Oriente cristiano.
Los legados pontificios tenían un papel muy importante en estos concilios. Los
textos conciliares requerían la aprobación del Papa.
La libertad de la Iglesia y la conversión del mundo antiguo trajo consigo,
finalmente, la entrada en escena de un nuevo factor de notable importancia para
los tiempos futuros: el emperador cristiano, al cual correspondía la misión de
defensor de la Iglesia y promotor del orden cristiano en la sociedad. Los
emperadores cristianos prestaron indudables servicios a la Iglesia, pero sus
injerencias en la vida eclesiástica produjeron también numerosos abusos.
El tránsito de un régimen de comunidades cristianas a la sociedad cristiana
constituye otro de los aspectos de la gran transformación religiosa
experimentada a lo largo del siglo IV. Antes, los discípulos de Cristo formaban
pequeñas comunidades, en medio de una sociedad pagana. Ahora, en el transcurso
de un par de generaciones, en el mundo mediterráneo, lugar principal del
Imperio romano, se operó la cristianización de la sociedad. El cristianismo
actuó de levadura en la masa de la sociedad.
La incorporación a la Iglesia desde la primera infancia fue a partir de este
momento lo normal. Se generalizó el bautismo de niños, a lo largo de todo el año,
sin esperar a las grandes solemnidades litúrgicas.
La libertad de la Iglesia hizo más fácil la propagación del cristianismo por
campos y aldeas. Una intensa acción pastoral se desarrolló en los medios
rurales, de la que fueron protagonistas grandes obispos misioneros, como San
Martín de Tours (371-397). En la catequesis destinada a estas poblaciones de
pobre nivel cultural se siguieron unas directrices que, en siglos posteriores,
fueron también válidas para la conversión de las naciones bárbaras. La
Iglesia tuvo buen cuidado en no limitarse a destruir los ídolos y procuró que
no se crearan vacíos religiosos en aquellas gentes sencillas. Por ello se
esforzó en cristianizar sus hábitos sociales más arraigados y sus
tradicionales fiestas religiosas, integrando ambos en la disciplina sacramental
o en el ciclo litúrgico anual. Muchos templos cristianos se erigieron también
sobre el solar de antiguos santuarios paganos.
El período romano-cristiano revistió extraordinaria importancia desde el punto
de vista doctrinal. Liberada la Iglesia, llegó el momento histórico de
formular con precisión la doctrina ortodoxa acerca de algunas cuestiones
fundamentales de la fe cristiana.
La formulación del dogma trinitario fue la gran empresa teológica del siglo
IV, y la ortodoxia católica tuvo al arrianismo (el nombre viene del presbítero
Arrio, promotor de estas doctrinas) como adversario. La unidad absoluta de Dios
proclamada por Arrio llevaba a considerar al Jesucristo sólo como la más noble
de las criaturas, no Hijo natural, sino adoptivo de Dios, al que de modo
impropio era lícito llamar también Dios. Las consecuencias del arrianismo para
la fe cristiana eran gravísimas y afectaban al dogma de la Redención, que habría
carecido de eficacia si el Verbo encarnado Jesucristo no fuera verdadero Dios.
La Iglesia de Alejandría advirtió la trascendencia del problema y, tras
intentar disuadir a Arrio de su error, procedió a condenarle en un sínodo de
obispos de Egipto (318).
Pero el arrianismo se había convertido ya en un problema de dimensión
universal que requirió la convocatoria del primer concilio ecuménico de la
historia cristiana. El concilio I de Nicea (325) definió la divinidad del
Jesucristo. El «Símbolo» niceno (la oración del credo) proclamaba que el
Hijo, Jesucristo, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado» es «consustancial» al Padre.
La teología trinitaria fue completada en el concilio I de Constantinopla con la
definición de la divinidad del Espíritu Santo. De este modo, antes de
finalizar el siglo IV, la doctrina católica de la Santísima Trinidad quedó
fijada en su conjunto en el «Símbolo niceno?constantinopolitano» (el Credo
actual).
La segunda cuestión fundamental era: Cristo es «perfecto Dios y perfecto
hombre»; pero ¿cómo se conjugaron en El la divinidad y la humanidad? Frente a
esa pregunta, las dos grandes escuelas teológicas de Oriente adoptaron
posiciones contrapuestas.
La escuela de Alejandría hizo hincapié en la perfecta divinidad de Jesucristo:
la naturaleza divina penetraría de tal modo a la humanidad como el fuego al
hierro candente que se daría una unión interna, una «mezcla» de naturalezas.
La escuela de Antioquía insistía, por el contrario, en la perfecta humanidad
de Cristo.
La unión de las dos naturalezas en El sería tan sólo externa o moral: por
ello, más que de «encarnación» habría que hablar de que la segunda persona
de la Trinidad «habitaría» en el hombre Jesús como en una túnica o en una
tienda.
La cuestión cristológica se planteó abiertamente cuando el obispo Nestorio de
Constantinopla, de la escuela antioquena, predicó públicamente contra la
Maternidad divina de María, a la que negó el título de Madre de Dios, atribuyéndole
tan sólo el de Madre de Cristo. Se produjeron tumultos populares y el patriarca
de Alejandría, San Cirilo, denunció a Roma la doctrina nestoriana. El papa
Celestino I pidió a Nestorio una retractación, que éste rehusó. En el
concilio de Efeso (431), se compuso una profesión de fe en la que se formulaba
la doctrina de la unión de las dos naturalezas en Cristo y se llamaba a María
con el título de Madre de Dios.
La cuestión cristológica llegó a su término cuando el concilio III de
Constantinopla (680-681) sobre la base de las cartas enviadas por el papa Agatón,
completó el Símbolo de Calcedonia, con una expresa profesión de fe en las dos
energías y dos voluntades en Cristo.
La única cuestión teológica de relieve planteada en Occidente fue la de la
gracia, centrada en el tema de las relaciones entre gracia divina y libertad
humana, y en consecuencia sobre la parte que corresponde a Dios y al hombre en
la salvación eterna de la persona. El Pelagianismo que toma su nombre del monje
bretón Pelagio tendía a minimizar el papel de la gracia y exaltaba con radical
optimismo la capacidad para el bien de la naturaleza humana, una naturaleza no
dañada por el pecado original, que habría sido pecado personal de Adán, no
transmitido a su descendencia. El gran adversario del Pelagianismo fue San Agustín,
que prestó una decisiva contribución a la formulación de la doctrina católica
de la gracia, sin la cual el hombre no puede salvarse.