La vida
de la primera cristiandad
Obtenida la
libertad, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus estructuras territoriales,
con vista a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. La
expansión del Cristianismo en el mundo antiguo se acomodó a las estructuras y
modos de vida propios de la sociedad romana. La Roma clásica promovió la
difusión de la vida urbana: municipios y colonias surgieron en gran número por
todas las provincias de un Imperio para el cual urbanización era sinónimo de
romanización. El Cristianismo nació en este contexto histórico y las ciudades
fueron sede de las primeras comunidades, que constituyeron en ellas iglesias
locales. Pero esas iglesias no fueron núcleos perdidos y aislados: la comunión
y la comunicación entre ellas era real y todas tenían un vivo sentido de
hallarse integradas en una misma Iglesia universal, la única Iglesia fundada
por Jesucristo.
Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos
vivieron, permanecieron bajo su autoridad, dirigidas por presbíteros que
ordenaban su vida litúrgica y disciplinar. El obispo era el jefe de la iglesia,
pastor de los fieles y, en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseía la plenitud
del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.
El bautismo, sacramento de incorporación a la Iglesia, constituía entonces el
coronamiento de un dilatado proceso de iniciación cristiana. La vida litúrgica
se centraba en la celebración litúrgica del domingo.