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FE Y HEGEMONIA INTERCULTURAL

 

Tras haber celebrado en 1992 el V Centenario de la llegada de los españoles a América y de la trasmisión de la Fe al indígena es oportuno analizar: ¿en qué medida nuestra fe y sus derivaciones constituye sólo el cliché cultural o racial propio del ‘colono’ europeo? O ¿corresponde auténticamente a la Palabra y manifestación del Dios vivo y libre, que continúa revelándose en forma personal y encarnada y asume la idiosincrasia de ‘sus hijos’ de esta tierra?.

Es un hecho que la hegemonía de aquellos ha continuado prevaleciendo casi hasta ahora en muchos de nuestros institutos religiosos. Por demás ellos en su intimidad han establecido y se han trasmitido unos criterios acerca del autóctono y de como tratarlo: “aquí la gente es de esta manera o la otra”, “ellos te pondrán en tales o cuales situaciones”, “necesitamos actuar frente a ellos de esta o la otra manera”. Por tales vías han venido constituyendo un grupo de poder que fijó e impone un cliché cultural o racial acerca del nativo.

Precisamos abordar con realismo y objetividad el tema de “la Fe, el poder y las Culturas”. Es lo que intenta hacer el presente estudio, a objeto de obtener mayor realismo y objetividad en nuestra adhesión a la fe, que compartimos y profesamos en común, y en ocasiones bajo las directrices de hombres de idiosincrasia y culturas muy diferentes a las nuestras.

 

hegemonía de poder y fe

 

El predominio o la superioridad de poder no puede ser identificado con el hecho de personificar la verdad, la justicia y la equidad divinas. No siempre los que pugnan por o son seleccionados para mandar o presidir son los más veraces, leales y ecuánimes. Pero hay ocasiones en que todos suponen que el ascendiente social y la disposición de poder son manifestación de la rectitud y honestidad personal, el reconocimiento conque Dios y la sociedad coronan a los perfectos. Consideran equívocamente ‘los mejores’ a quienes los rigen y a lo menos dudosos a los postergados; imaginando una lucidez y buena fe que no siempre existen en las capitulaciones u opciones que los mantiene al frente del grupo.

El poder de Dios está muy por encima y no ha perdido de su mano las diversas fuerzas sociales entre las que vivimos; pero el mismo Hijo divino ha calificado de “príncipe de este mundo” (Jn 12, 31) al demonio, por haber entregado él a la libertad y disposición del común de los hombres todo lo pertinente a este siglo, hasta tolerar que levanten, hagan prevalecer y permitan regir al poder de sus contrarios: el mal y la aberración.  “Si Uds. fueran del mundo la gente del mundo los amaría como ama a los suyos” (Jn 15,19)

Todos debemos aceptar que somos seres imperfectos y limitados, más bien inclinados naturalmente al mal, y que ni este mundo ni la Iglesia se han transformado ya con la encarnación de Jesucristo en la sociedad de los perfectos o en el Reino pleno de Dios. El poder del mal sigue siendo una realidad y una limitación para todos, incluso para quienes se encuentran en los niveles mas descollantes.  Tanto en la Iglesia como en el mundo la disposición de poder y el “esplendor de poder” dependen más bien de la realidad limitada del grupo, que de un título o una herencia debida por ser el mejor siervo de Dios o el más apreciado a sus ojos.

El poder del Logos divino venido en carne, como el de “cuantos lo recibieron, que son los que prestan adhesión a su persona, consiste en haber sido hecho capaces de ser hijos de Dios beneficiándonos su plenitud con un amor que responde a su amor” (Jn 1.12.16). El poder de Dios, a diferencia del poder de este mundo, no consiste en el ascendiente social y el liderazgo colectivo, ni en una suerte de aval, refugio o inmunidad frente a presiones o agresiones de otros hombres. En este sentido es, que Jesús dijo a sus discípulos: “no sea su alegría que hasta los espíritus se les sometan, sino más bien que sus nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20).  La plenitud de Dios se manifiesta dando poder a los suyos para amarle en medio del mundo, frecuentemente en contra del poder adverso del mismo, como muchas veces constatamos ha ocurrido en los santos.

El poder de prevalecer socialmente está hoy por hoy en manos del libre juego de las voluntades, criterios o intereses de las gentes (mayorías o minorías fuertes) de los diversos grupos, bajo la permisión del poder soberano de Dios. El no impone ni coacciona la libertad de opción de las personas y fuerzas sociales, como tampoco entra en complicidad en las victorias bullangueras de la necedad, la disolución o del subyugamiento. La veneración cristiana por la autoridad o por el poder vigente no admite se llegue a endiosarle eximiéndole del cotejo realista y crítico de cara al reinado de Dios.

El poder de Dios se hace efectivo primordialmente en el individuo que procura con Fe adherirse a su persona, aún cuando permaneciere sojuzgado bajo un poder terrenal perverso. Mas, un día él todo lo ordenará imponiéndose sin restricción junto con los suyos, y destronando toda fuerza perjudicial y hostil. Ambiguo es pues el inmediato señorío y ascendiente de un hombre, como el de cualquier conglomerado; y absoluto sólo el reinado del poder y sabiduría de Dios en todos como en cada uno.

Es posible “ganar todo el mundo y perder el alma” (Mt 16,26), o por el contrario: “estar aplastado, y tener la dicha de heredar la tierra” (Mt 5,5). El ámbito de pleno predominio del poder propio de Dios es el más allá y no se puede identificar por ahora el predominio o la disposición de poder con el ser la personificación de la verdad, justicia y equidad que a Aquel pertenecen. Ninguna autoridad tiene derecho a presentarse personalmente como la verdad, la rectitud y la paz, aunque su deber y función es ineludiblemente constituirse en efectivo y responsable promotor de ellas, a honor y gloria del poder y señorío de Dios.

Es curioso observar que la Fe cristiana, iniciada bajo el signo de la informalidad clandestinidad y del subyugamiento bajo el poder hebreo y del imperio romano, llegaba cual fundadora, investida de plenos poderes y de predominio, al desembarcar los conquistadores en América: un nuevo continente de una cultura totalmente ajena a la del resto del mundo.

 

Fe y cu1turas

 

                Es normal la interacción entre la Fe y las culturas en que ésta se anuncia, hasta el punto de decirse que: “lo que no es asumido no es redimido” (S. Ireneo), en otras palabras, si la Fe no atiende a conjugarse e informar efectivamente la cultura nativa, ésta permanece sin la posibilidad de entrar en contacto con el poder redentor de Cristo. La evangelización, decía Pablo VI, no puede hacerse “de manera decorativa, como barniz superficial, sino en profundidad, hasta las mismas raíces de la respectiva cultura y hasta transformar los criterios de Juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida” (Ev. Nunt. 19).

La Fe llegó normalmente a cada grupo humano de la mano de hombres venidos de fuera, de extranjeros que se debían a otra cultura y que, unos más otros menos, se reportaban en todo su ser y desempeño a una realidad ajena a la de los autóctonos. Ellos además venían a introducir en el grupo la actitud diferente del inmigrante, el espíritu de aventurero, de conquistador y de colono. Y es curioso observar al respecto, que la primera evangelización de Hispanoamérica haya cerrado el paso a la venida de órdenes contemplativas, dejando muy unilateralmente al nuevo pueblo creyente bajo la férula del activismo proselitista y fundador de los “misioneros” y mucho menos en un proceso cultural en que la Fe y la identidad peculiar o cultura autóctona, laboran prolijamente un equitativo reconocimiento mutuo y una noble amalgama.  Proceso más propio por cierto de contemplativos y pensadores. Es de recordar el influjo ejercido en este sentido desde la península por la escuela jurídica de Salamanca (Francisco de Vitoria).

 

hegemonía  y misión

 

En un contexto de Iglesia universal que acentuaba un fuerte poder central o cupular, los misioneros fueron y en alguna medida o lugares continúan hasta hoy, fuertemente concientes de ser los fundadores dinámicos de Iglesias, hombres de iniciativa y de decisiones autónomas, que se impusieron a los nativos como “enviados” de parte de una Iglesia madre con decisión unilateral. A diferencia de ello, ahora, en el contexto de la Iglesia particular (porción de Iglesia que no sólo pertenece a esta, sino que ‘es’ iglesia de Cristo), los misioneros han de ser más bien colaboradores, hombres de diálogo, de la escucha y, en cierta medida de la obediencia y de la disponibilidad; que cual hermanos menores lleguen a desasirse y replegarse a segunda fila volviendo a su clima propio y a aprovechar la ocasión de vivir mejor su identidad en la disponibilidad y minoridad y a presentarse no ya como superiores, ni tampoco inferiores, sino como hermanos, que no se imponen, sino se ofrecen, que tienen la actitud más bien de un “invitado”, por parte de una Iglesia particular que los necesita y mientras persista esa necesidad. De hecho su cometido debió siempre ser, crear las premisas para una Iglesia autónoma, capaz de gobernarse por sí misma y desarrollarse de un modo autóctono. En el nuevo contexto les corresponde muy particularmente evitar constituirse al interior de la misma en un grupo de presión o en sector en contra (Cf. 3CPO 18   Mattli 78).

En un contexto socio económico y político de naciones coloniales o ex-colonias, los misioneros venidos de la metrópoli o de otros países homólogos, han gozado de la voz y la autoridad del ‘hombre blanco’. El pueblo resignado a la hegemonía europea y a la actitud de misioneros que cultivaron el europeismo, vio en ellos los personemos de la religión mundial, única que merecía plenamente este nombre.  A diferencia de ello hoy, en el nuevo contexto de estados autónomos, concientes de su propia cultura y de la variedad de religiones en el mundo, que han hecho una labor seria por racionalizar el logro de su desarrollo y su particular destino, y que no quieren seguir siendo el país postrado de rodillas a los pies del mundo, los misioneros han de ser más bien ahora hermanos que comparten sinceramente la común búsqueda de dicho destino en Dios para la nueva patria, y no rectores de la situación ni observadores foráneos, que piensan y hablan de modo negativo, que critican con alarde la falta de progreso, el manejo administrativo y la personalidad de los personemos públicos. Mucho menos han de acoger y hacerse eco livianamente de informaciones nada objetivas, manipuladas interesadamente en provecho de facciones tendenciosas.

En el contexto de la época de cristiandad los misioneros afirmaron su personalidad cual representantes de un esquema piramidal de sociedad, que absolutizaba la función tutelar del catolicismo en Europa y particularmente en España, y conllevaba lógicamente la exaltación de su perfil misionero. Tal calidad constituía muchas veces sólo un sedante para la consecución de las mismas pretensiones hegemónicas del europeo y del español en sus antiguas colonias. Pero ahora, en un nuevo contexto de sociedad pluralista y secularizada, que relativiza muchas de sus anteriores concepciones, que cultiva un juicio crítico, inteligente y realista frente a las diversas culturas y religiones, que sobre todo aprecia los valores humanos de objetividad, espíritu científico y de iniciativa, el comportamiento autónomo y la honradez personal; en estas nuevas circunstancias, el clérigo extranjero ha de abandonar los mitos que le reportaron sus anteriores privilegios y status para entrar en el camino del diálogo, “por el cual dos hombres de diferente fe se encuentran, se abren, se aprecian, se admiran y se enriquecen mutuamente” (3CPO  28).

Más aún, ante la constatación de la existencia en los mismos países cristianos de individuos y grupos compactos de no practicantes, de no creyentes, se debe juzgar que en todos los países de los seis continentes se dan “situaciones de misión”. Ya no son dos los continentes misioneros y cuatro los de misión, si no que en todas partes hay quienes "todavía no creen en Cristo" o que “ya no pertenecen a la Iglesia”. Así ser misionero se ha convertido ahora en una función universal y referida a todos los países, ciudades y regiones de los mismos (Cf. 3CPO 31).

   

fe y colisión de culturas

 

La Fe no se da en ninguna parte en estado puro sino más bien informando una cultura específica, la que puede ser en mayor o menor grado depurada y enaltecida por aquella, según la realización particular de cada persona. Sólo el místico y el santo presentarán un claro predominio del “sustrato de Fe” sobre su cultura patrimonial, y según quién sea el predicador o misionero representará también de manera más o menos relevante su propio postulado cultural o el postulado de la Fe. En la medida que él olvida su misión y rinde tributo a su propia cultura frente a la de los nativos, arriesga lógicamente ocasionar colisiones zahirientes y vilipendiadoras de aquellos, sobre todo cuando su actividad conlleva ostentación de poder.

               La aparición de conflictos sociales y culturales cada vez que se encuentran pueblos con distintas tradiciones y con propósitos contrapuestos sobre un mismo territorio, hasta escalar en ocasiones el nivel de la guerra, es un hecho que se repite a través de toda la historia del hombre, y que no brotó del cristianismo. Es comprensible así que la interacción de culturas ocasionada inicialmente a causa de la Fe haya acarreado tanto, beneficios, como descabelladas aberraciones. Cuánto más, si la posesión de poder es condición casi normal para los misioneros, allí dónde se instalan.

En las colonias la Iglesia nació dependiente, y después de cerca de dos siglos de "ex-colonias" el poder de los enviados de la metrópoli continúa siendo determinante en algunos núcleos y congregaciones, ralentando el desarrollo de las peculiaridades de la nueva comunidad, que aparece en consecuencia más como Iglesia reflejo que como Iglesia fuente.

El sentir cultural que inspiró al conquistador corresponde al de una nación afanosa por expulsar de su territorio al infiel invasor: los árabes; y por lo mismo fuertemente marcada de un talante religioso militar.  Se vivía entonces en la metrópoli colonial para “señorear” la tierra y para luchar contra el “infiel”. El énfasis estaba puesto en lo caballeresco, se exaltaba la Fe y el carácter bélico con la persuasión de deber doblegar al infiel cual obstáculo al señorío del fiel en su terruño. Se relegaba a segundo plano el interés por el trabajo exitoso, la producción, la actividad económica y la técnica.

El encuentro del indígena suscitó en él la impresión que elocuentemente trasmitió Colón al rey pidiéndole su reducción a la esclavitud: “que gente tan humilde, ingenua y buena, ¡qué buenos siervos (esclavos) serían!”. Lo que no impidió por cierto que luego, al probar su natural libertario, legitimase su despótica represión acusándole de sacrificios humanos, sodomía y canibalismo. Con todo lo que su causa representa de encomiable cruzada civilizadora y evangelizadora, no entregó más alternativa política al nativo que la sumisión al señorío del rey y de sus corifeos aquí. Ciertamente que América ha sido para ojos codiciosos un vertedero de oro, posibilidad de señorío, perspectiva de fama y en una palabra una "ínsula baratería". Difícilmente vendría alguno sin tener siquiera en mente el deseo de riquezas, posición social, poder, tierras y mano de obra a su disposición.

El extranjero de talante expansionista poseía la certeza de su mejor derecho al poder sobre estas regiones del mundo, e incluso el título del monopolio y del control misionero, que los reyes de Castilla y de León habían obtenido del pontífice - español como ellos - Papa Borgia, dentro del más típico resabio medieval. El indígena entre tanto era sorprendido del todo imprevisto por tamaño advenimiento.  Su cultura y organización social centralizadas en el núcleo de la familia, en la sacralidad de la tierra madre con sus pródigas dádivas y natural sustento, como en la emoción vital ante el hálito divino en la cima de las montañas o en la inmensidad de las aguas, marcaba mas bien su carácter con el signo del espontáneo vivir y del afanoso ser libre.

La cultura del nativo sufre sin duda agresión al ser sometido autoritariamente al criterio del colonizador, ya sea por el poder físico o por el legal. Cuando además éste le impone inapelablemente sus parámetros, valores, costumbres, filosofía de la vida, leyes o simplemente su antojo; en propiedad hay que hablar ya de subyugamiento cultural, político o religioso. Encuentro e interacción y no brutal colisión de culturas existe sólo cuando media una actitud franca, benévola, de recíproca colaboración, de rectitud, equidad y lealtad por ambas partes. La ignominia y la degradación bajo un poder impúdico, por más que cubierto de religiosidad, nunca tendrá algo que ver con progreso de la cultura o expansión de la Fe.

 

fraternidad intercultural

 

Fraternidad intercultural no es básicamente equilibrio ni compensación de poder dentro de un grupo de procedencia cultural diversa, sino más bien el resultado positivo de actitudes recíprocas de mutuo respeto, equidad, lealtad, benevolencia y magnanimidad. El fenómeno colonizador presenta una relación de poder inevitablemente cargada en contra de la población nativa. Bien sabemos los obstáculos existentes para una relación fraterna cuando media una diferencia excesiva de fuerzas, bien por la inclinación de los poderosos a absorber a la otra parte, o por la dificultad de ésta para alternar con aquellos en igualdad de condiciones y con posibilidades satisfactorias de crecimiento. El encuentro de las culturas europea e indígena se supone sería presidida y regulada por las luces de la Fe, de la verdad superior que aquella venía a aportar a ésta. Ni aún así, la Fe el cristianismo, puede ser identificado con el modo de ser o la cultura del recién llegado, por más poder, cohesión y predominio que ostentase. “El cristianismo es crisis, crítica de todas las culturas y religiones en Cristo, y no es en sí ni una cultura ni una civilización ni una religión" (Ftdd. Ctna. 84 Ratzinger).

Una auténtica relación intercultural a la luz de la Fe, que en propiedad merezca ser calificada de fraterna, habrá de ser “búsqueda común de la verdad y del respectivo crecimiento en Cristo”. El poder o el predominio establecido del europeo y del misionero respecto a la comunidad nativa, con sus consiguientes y no raras imposiciones y presiones culturales, acatadas por lo común resignadamente por esta última, distancian las relaciones y hace muy difícil la búsqueda común, mientras la llaneza y minoridad es en sí un puente ya tendido entre ambos.

La gracia de Dios, la vida cotidiana y el sacrificio de una vida de Fe en el ámbito de la propia comunidad nacional independiente y soberana, dependiendo de extranjeros, orienta sin embargo naturalmente al cristiano autóctono a hacer de su Fe, precisamente “crisis, crítica de la cultura, civilización y religiosidad" de aquellos, como de las formas del cristianismo nativo, más afín a la propia idiosincrasia, genio e identidad. Tal crítica ayudará a superar la hegemonía de poder que entraba si no impide el desarrollo cultural y de Fe peculiares, y ha de abrir cause y enriquecer una auténtica fraternidad de búsqueda en Cristo, llana a todas las culturas.

 

hacia la franqueza y respeto intercultural

 

En un medio cada vez más abierto, que valoriza la inteligencia y la personalidad, se impone progresivamente exigencias de equidad, sinceridad y dignidad en las relaciones. Signo de ello es el establecimiento a todos los niveles institucionales de la Iglesia como del orden civil, de "comisiones de Justicia y Paz". Dios ha dado ciertamente a cada hombre de cualquier país la posibilidad de establecerse y compartir la vida y cultura de una colectividad lejana y diversa a la propia, pero no el derecho a quedar allí eximido de los principios de razón natural o de sentido común que sujetan a los demás; en condiciones de una competencia desleal con los nativos. No es justo que por tales medios y merced al poder que su grupo posee, bien cohesionado por la soledad y necesidad en que se encuentra, favorezca y condescienda en actitud racista a los de su origen, mientras somete a todo rigor y coarte a los otros.

Sucede en ocasiones que el misionero extranjero se impone a sus cofrades nativos por encima de los valores y forma de vida fundacionales del propio instituto religioso, con su talante de "iniciador" y de “señor” de los antiguos colonos y aventureros.  Más afanado en fundar e instalar que en vivir sencillamente el Evangelio, de pronto considera al nativo en su vocación lisa y llana a constituir la base estable de “vida religiosa” inculturada, un obstáculo para que él se pueda explayar plenamente. No es raro escucharle hacer pública relativización de los motivos u objetivos fundacionales del propio instituto, como es en la familia franciscana la pobreza evangélica de N. S. Jesucristo. Esta, con facilidad puede entenderse como óptima vía de inserción en el medio, sin embargo, él de pronto la sustituye por valores de los que se puede presentar como mejor exponente, haciendo deliberada abstracción y descrédito de lo que carece.

No se interesa lo suficiente en bajar a la minoridad y pobreza frente a la población (inserción-inculturación), manteniéndose a cierta distancia de ella, desde funciones de prelacía o administración. Y tranquiliza su conciencia en cuanto a sensibilidad por los pobres, mediante una sostenida crítica social negativa y una retórica liberacionista.

El ministro general de los capuchinos decía hace poco: “dónde hay una fuerte dimensión misionera y presencia de hermana que provienen de otros continentes como misioneros, el problema ‘pobrezas administración' se hace evidente”. Entiende ser dato peculiar del talante de quién llega de fuera a ejecutar una tarea. Para este lo más importante.

Como portador desde el exterior del instituto religioso al país, el misionero expresa no pocas veces la conciencia de ser de los que lo trajeron, sustentan y representan. Se siente fundador y curador del mismo en el nuevo territorio, como si poseyese por estirpe la norma y la sabiduría de cuanto a este atañe; y el derecho de tutelar la mantención de los nativos en el orden y ‘modus vivendi’ del mismo. Dicho rol sin duda no le pertenece, máxime siglo y medio después de la fundación y además, por religiosos de un tercer país ya sin presencia en el lugar.

Frecuentemente el pueblo recoge del misionero extranjero más la autoridad que irradia y la personalidad que impone - que posiblemente necesite -, que su función religiosa, en ocasiones un tanto enigmática. Un talante activista e institucional suele ocasionar cierto vacío afectivo, soledad y añoranza insatisfecha; la que parece cobrar a los religiosos nativos demandándoles un ambiente funcional a sí, refugio de nostalgias y frustradas ambiciones o del calor humano e inserción regateado al pueblo. La práctica de cerrar la fraternidad religiosa a una simbiosis con la pobreza,  carencias y vida de la gente, ligada al reclamo de cierta fraternidad ad intra - tipo ghetto - que muchas veces tampoco se ha merecido, evoca espontáneamente aquello de "cobrar sentimientos cochinos". Así convierte el concepto de fraternidad en el “summum bonum", pero restringiéndolo al ámbito interno “que él controla”.

En lugar de fortalecer y alentar a todos los miembros, de la comunidad a crecer inteligentemente en veracidad y respeto en lo que respecta a sus diversas culturas, suele imponer sus esquemas mentales, sus consuetudinarias expresiones de cara a Dios y a los seres humanos, su sentir, entender y las aspiraciones de vida connaturales a su idiosincrasia. Que por lo mismo le son fáciles de manejar y liderar. Así muchas veces restringe u ocluye las infinitas perspectivas, capacidades y libertad que Dios otorga a cada cultura y a cada hombre para buscarlo y encontrarlo inteligentemente, como objeto supremo y Verdad siempre más profunda e inasible, que realiza en plenitud la índole natural de cada uno.

La preeminencia y poder de grupo de misioneros extranjeros más el paradigma religioso en que está envuelta su actuación, llevan al nativo a sentir la exigencia de todo el espacio mental para aquel, como la mentalidad imperante, y de todo el espacio psicológico, como el modelo de personalidad y de actitudes apropiadas. Esto ocurre en el ámbito interno del instituto religioso, pero se proyecta también fuera, hacia todo el círculo de relaciones e influencias de este, tanto eclesiásticas como civiles.

Son éstos, problemas de veracidad y de respeto intercultural por resolver. Pero aún más, el status del misionero extranjero se sostiene por la imposición cual norma obligatoria, de su particular simbiosis de cultura y de Fe; controlando en alguna medida el sentido de Dios y de la espiritualidad, el concepto de lo sagrado y lo debido y eventualmente anatematizando y descalificando a sus críticos, y exigiendo la sujeción y perseverancia o la salida de los consagrados nativos.

Así se llega a casos en que hay una utilización y manipulación indebida de la fuerza religiosa, a costa de la Verdad y de la dignidad de las personas. Fuerza que se abroga para subyugar a otros a sí o a la propia facción, en forma de amedrentamiento divino, en actitud que bien se puede asimilar a la del "brujo de la tribu”. Una forma de ello es la exigencia sacral y autoritaria de compunción, unida al testarudo reclamo de la verdad y rectitud cual patrimonio infalible de sus funciones, mientras incrimina inapelablemente al otro. Igual cosa se repite al inducir con desenfado al nativo a actitudes de minoridad, sumisión, pacifismo y pobreza, para resultar perpetuándose invariablemente él o los suyos en el primer plano. Ello evoca por cierto el sentir de Colón: “qué gente tan humilde, ingenua y buena, ¡qué buenos siervos serían!”.

Es tan difícil aceptar que la imperfección tenga el poder de prevalecer y engalanarse con el esplendor y prestigio de benéfica, que se prefiere pensar en ocasiones que es uno el que está equivocado y rendirse sumisamente a su imposición cual verdadera y lícita. Se exclama entonces: ¡qué superiores son ellos! ¡Qué faltos de condiciones somos nosotros! Los nativos entregan consiguientemente todo el campo (superioratos, oficios eclesiásticos y provinciales) a los advenedizos, sintiéndose cómodos de reiterar la consabida actitud hospitalaria amable y condescendiente del latinoamericano. No hay pujanza ni pistas de perfeccionamiento religioso (carisma), ni de consolidación institucional en la idiosincrasia  nativa.

Se levanta como figura apropiada de religioso, de sacerdote y de superior la del extranjero.  Quienes se extranjerizan o asimilan servil o interesadamente al modelo de aquellos en gustos, costumbres, temas de conversación, modos de pensar y de vivir etc., por más que eludiendo sus raíces e insidiando a sus propios hermanos nativos, son premiados en mil maneras y promovidos a funciones significativas o destacadas como segundos. Quienes mantienen su condición nativa en la libertad de los hijos de Dios y en el discernimiento de los modelos pertinentes a cada cultura, sin amilanarse bajo la facción de los primeros, son tenidos por poco armónicos, desacreditados y marginados. Estos piensan no pocas veces, en sacudirse un yugo indebido y en tener un lugar respetado, desentendiéndose del acoso intra-institucional y dedicándose más a la gente, al pueblo o a su ministerio pastoral; pero para ser prestamente obstruidos en sus perspectivas, afinidad y cercanía al pueblo, mediante violencia oculta en la legalidad y el sistema establecido. El que ejecuta la tarea de cerrar el paso a la competencia, a las voces disidentes que descuellan con una crítica racional de las diversas culturas, con una alternativa libertaria respecto a la anterior dependencia, con una propuesta evangélica más cercana a la cultura autóctona.

 

hegemonía de la fe y culturas

 

No es cosa fácil que la Fe informe plenamente la cultura de un hombre o de un pueblo. Los primeros misioneros que llegaron a establecer contacto más estrecho con los nativos americanos fueron de opinión unánime que “no se había conocido pueblo más apto para el mensaje evangélico que el de los indios”. Pero pronto hubieron de percatarse de “la conspiración que habían hecho entre sí los jefes y sacerdotes indígenas, de recibir a Jesucristo entre sus dioses” (Hist. de las cosas de Nva. España, Bernardino de Sahagún). Por su parte los nativos percibían en forma igualmente negativa la persona como la Fe del español, cuando “sufrían bajo los doctrineros y misioneros y elevaban oraciones al cielo para que los librara de los rigores del cristianismo”. Así lo atestigua entre otros el misionero franciscano Jerónimo de Mendieta, poniendo en labios de aquellos la reflexión: “¿en qué buena ley cabe que siendo nosotros naturales de esta tierra y ellos advenedizos, sin haberles nosotros a ellos ofendido, antes ellos a nosotros, les hayamos de servir por fuerza?" (Hist. Ecles. Indiana).

Demasiado frecuentemente se sostiene una doble valoración, por una parte la vida y cultura y por otra la Fe, que no llega al nivel de hegemonía que le corresponde sobre la primera. Y más fácilmente se intenta imponer como predominante la Fe propia, con todo su ropaje de cultura particular, sobre la vida y cultura distinta del otro, que someterse uno mismo a sus verdades. Sin embargo la Fe puede y ha de ser el proceso trascendente en que se proyecte y crezca sin cesar cada cultura, a la vez que el fermento o motor de desarrollo integral de ésta cuanto de la persona y sociedad. La Fe es fuente y meta de la cultura y acrisola y une entre sí las diversas culturas. He aquí el papel muy particular que cabe especialmente a los contemplativos y a los pensadores: ir de la cultura a la Fe, elevando la primera a sus niveles superiores en la Verdad; y venir de la Fe a las culturas trayéndoles sus luces y pautas de conjunción en la Verdad común al ser del hombre y de la vida.

El papel del misionero ya no aparece así como gestión de dirigente desde un status de predominio, sino simple y sencillamente, tal vez desde el último lugar, como testimonio y anuncio de la hegemonía de la Fe en Jesucristo Dios venido en carne, en las culturas que no cuentan con él. Y éstas, bien sabemos hoy, pueden haber echado raíces en la propia comunidad religiosa, en un barrio, un núcleo laboral, una escuela o un grupo social de la propia ciudad o país; cuanto de otro súper-desarrollado o tercer mundista. En uno u otro caso comprendemos que al evangelizador corresponde procurar las condiciones de libertad, aliento, respeto y premio al evangelizando, para que logre obtener la hegemonía de la Fe en de su propia cultura. Además este requiere oportunidades de permanente crecimiento hacia la Verdad integral. Por último, también corresponde al evangelizador, informar y desalentar respecto a las perjudiciales consecuencias de cualquier claudicación de la Fe cuanto de aquello que constituye verdadera y legítima cultura peculiar.

 

fray Oscar Castillo, Los Angeles 09,92.