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MÁS SOBRE LA DIGNIDAD HUMANA

 

Tomás Melendo
Catedrático de Metafísica
Málaga

 

El título del presente trabajo quiere poner de manifiesto la dificultad que presenta para mí el volver a hablar sobre la dignidad personal. No tanto porque el tema me resulte desconocido, sino por todo lo contrario: porque ya son muchas, quizás excesivas, las veces que me he referido al mismo asunto. Y porque tengo en cartera un nuevo libro, de más envergadura, sobre la dignidad humana como fundamento de la bioética, y no me gustaría pisarme ahora el terreno de esa futura publicación.

Por eso, voy a limitarme a exponer dos extremos de esta cuestión tan fundamental. En primer término, unas ideas generales sobre cómo pienso que, en el momento presente y en el ámbito de las reflexiones bioéticas, debe plantearse en su conjunto el problema de la dignidad humana. Después, algunas anotaciones muy concretas sobre las manifestaciones fenomenológicas y sobre las exigencias bioético-médicas de esa nobleza.

 

1. Una visión de conjunto en torno a la dignidad humana

 

a) La simple descripción

Tal como he expuesto otras veces, el camino completo de fundamentación de la bioética a través de la dignidad humana tiene un comienzo muy claro, que es cuasi gramatical y, en cualquier caso, fenomenológico, y consiste en el esclarecimiento de lo que se quiere decir con ese vocablo. Y presenta un final, que hunde sus raíces, necesariamente, en los dominios de la filosofía más estricta, de la metafísica: en los del ser del hombre. Entre uno y otro término pueden situarse, como veremos, algunas adquisiciones de la ciencia.

En relación al primer punto, lo pertinente es explicitar los elementos que componen la dignidad humana. Decir, antes que nada, que la dignidad es algo relacionado con la bondad, con la plenitud, con la perfección. Que señala una cualidad positiva. Y añadir de inmediato que esa positividad la apunta de forma eminente. La dignidad es un peculiar y muy empinado tipo de bondad.

Determinando todavía más el simple significado del término, habría que apelar a tres caracteres distintivos de lo digno. A saber: 1) la elevación o encumbramiento, 2) la interioridad o intimidad, 3) la autonomía o independencia. La dignidad es la valía correspondiente a lo elevado, íntimo y autónomo.

Señalados estos tres rasgos, y todavía en el ámbito descriptivo, es necesario poner de relieve que no se trata de elementos independientes, sino estrechamente relacionados. Es decir, que lo digno no es manifestativo de una bondad elevada y además íntima y además autárquica, sino que se trata de una positividad encumbrada por ser interna e independiente, íntima por ser alta y bastarse a sí misma, autárquica por descollar y poseer un «dentro». Resumiendo: es digno lo que, por gozar de una intimidad, de un «dentro», se alza sobre el resto de las bondades meramente relativas o dependientes y se afirma en sí mismo de forma absoluta o soberana.

Con esto, hemos introducido un nuevo factor, que es el señalado por la palabra «absoluto». Sin afán de demostrar nada, manteniéndonos sólo en el ámbito del esclarecimiento de los vocablos, habría que decir que la dignidad es el valor, la valía, de lo absoluto: de lo que en su ámbito se afirma por sí mismo, y no por su relación a otra realidad o conjunto de realidades.

La ya clásica distinción castellana entre «alguien» y «algo» podría muy bien ser referida a esta puntualización. Habría que decir entonces que lo digno es siempre un «alguien» en el sentido de que no forma parte de una serie de elementos, ni siquiera para ocupar un lugar preeminente entre ellos: que es lo que sucedería con todo lo que merece el calificativo de «algo». Por el contrario, el «alguien» está por encima, está fuera, del conjunto de las cosas —por eso decimos que es «persona»—, y es lo que en fin de cuentas les otorga su valor a todas y cada una. Los «algo» no valen por sí, sino por el nexo que se establece entre ellos y las restantes cosas —su especie, el conjunto del cosmos—, y, todavía más radicalmente, por su subordinación a «alguien», que posee el valor en sí mismo.

De ahí que en el repaso de la vida cotidiana, el elemento que más resalta entre lo que se nos suele presentar como digno o majestuoso, es una especie de «descansar en sí», de «afirmación en el propio ser», de «inmunidad» respecto a todo lo que lo circunda. La dignidad, la majestad o realeza son propias de quien sólo depende de sí mismo, de quien se asienta en sí, sin necesitar perentoriamente del entorno y sin sentirse amenazado por él. Hablando todavía en sentido figurado, suelo poner como ejemplos de majestad el águila o el león, mientras no destruyen su grandeza entregándose a la carnicería voraz: porque, en estas últimas circunstancias, ostentan demasiado a las claras su subordinación absoluta, para la propia supervivencia, respecto a los animales de que se alimentan.

Ya en el ámbito humano, y siguiendo en la misma línea ejemplificadora, pero ahora hablando en sentido propio, rebosa dignidad la persona sobria, templada, con señorío, que sabe estar por encima del bienestar producido por la comida, la bebida, las posesiones: por esas realidades materiales a las que, sin embargo, el individuo intemperante se somete sin reservas, haciendo dejación de su realeza.

Y expresa de forma todavía más clara y contundente la dignidad característica de las personas el hombre con elevación de juicio moral, poseedor de una conciencia recta, a la vez intimísima o autónoma y sumamente encumbrada, cuasi divina. Pues, según sostiene Carlos Llano, la norma ética "es, a la par, lo más heterónomo y trascendente, porque proviene de Dios; y lo más autónomo y profundamente interior porque proviene, simultáneamente, de mi propia naturaleza, que es inalienablemente mía. Es lo más heterónomo, porque Dios es absolutamente diverso de mí; pero es igualmente lo más autónomo, porque Dios es «lo más íntimo a cada uno y lo que se encuentra en el estrato más profundo de todos nosotros» (S. Th. I, q. 8, a. 1). Como dice densamente San Agustín, es intimius intimo meo, más íntimo que mi propia intimidad. Dios es otro sólo en el sentido de que es más yo mismo que yo mismo. Como dice Genuyt, a la vista de esta profunda consideración metafísica, «quedan superadas las categorías del mismo y del otro»".

 

b) El camino hacia el fundamento

 

Pero, con estas últimas afirmaciones, hemos corrido en exceso. Volvamos, pues, a un paso más mesurado, señalando algunos de los factores que permiten establecer la dignidad humana: algunos de los síntomas o manifestaciones de esa sublime eminencia.

Y aquí cabe una consideración preliminar. El hombre es, no sólo desde el punto de vista biológico, una unidad, un organismo: una realidad en la que cada uno de los elementos se encuentra relacionado con todos y cada uno de los restantes. No cabe, por tanto, una consideración analítica de la persona, que aislara alguno de sus componentes, para hacer residir en él la excelencia del sujeto humano. O, mejor, a una mirada atenta, la referencia a cualquiera de esos vectores se multiplica de inmediato, transformándose en llamada para otra muchedumbre de ellos.

Por ejemplo, es relativamente común hacer residir la superioridad del hombre sobre los animales en el hecho de tener manos, y no garra, o pezuña, o casco, o zanca, o cualquier otro tipo de extremidad deputada para una tarea única y específica. Y es correcto. Pero resulta más que obvio que la presencia de las manos —de ese instrumento de instrumentos que, por su índole in-específica, manifiesta de forma incontrovertible la capacidad de universalizar (la inteligencia)— se encuentra relacionada con el bipedismo erecto propio de nuestra especie, con la mayor proporción de nuestro cerebro, con el hecho de tener un rostro animado, expresivo de nuestros estados interiores, con la posibilidad de comunicación de la intimidad¼ y, en última instancia, con la presencia recóndita del espíritu. Por eso, cada uno de estos rasgos ha de ser puesto en conexión con los restantes para ilustrar de manera adecuada la sublimidad de la persona humana.

Existen, con todo, algunas características que, por relacionarse de forma directa con el núcleo constitutivo de la índole personal, nos enderezan con mayor eficacia hacia la raíz no sólo de la superioridad, sino de la incomparable distinción del hombre respecto a las realidades infrapersonales. Estos caracteres vienen a identificarse con las operaciones del hombre irreductibles a la materia: la intelección, el amor, el obrar libre.

El desarrollo impresionante de la cultura humana, el despliegue científico y técnico, el arte, la capacidad de simbolismos, el lenguaje, la posibilidad de aprehender realidades universales, la de captar la relación entre medios y fines, la de resolver problemas¼ La experiencia innegable de las opciones voluntarias, el entero despliegue de la facultad de amar, fruto de la libertad humana rectamente ejercida, con el anejo desarrollo de las virtudes y los repetidos actos de heroísmo, de dedicación, de entrega¼ Y, a su modo y por contraste, la capacidad de error y de degradación moral, con el conjunto de aberraciones a que por desgracia ha dado lugar¼ Todo ello muestra la diferencia cualitativa, irreductible, que eleva al hombre por encima de los animales más evolucionados, y señalan, al ojo atento, la presencia indudable del espíritu. De un grado superior de ser, podríamos decir, inexplicable con la sola apelación a la materia.

Desde este punto de vista, que aquí me limito a aludir sin pretensiones de «demostrarlo», la clave de la excelencia humana es la presencia vitalizadora del espíritu: presencia que la ciencia no puede descubrir, aunque a menudo la entrevé, pero que aparece clara a la mirada filosófica carente de prejuicios.

Por eso es sólo en la cooperación entre filosofía y ciencias donde se puede advertir en toda su vigencia la irrefrenable dignidad de la persona. ¿Por qué? Porque el fundamento inmediato de la dignidad del hombre bascula en torno a lo que en él hay de espíritu; y esto sólo puede captarlo la mirada filosófica, metafísica. Pero esa grandeza alcanza hasta las dimensiones más menudas de su persona, también a las que son perceptibles para el científico en cuanto científico.

Dicho en otros términos. Es el espíritu el que hace del todo una realidad elevada, autárquica, íntima. El espíritu es al auténtico dentro, la intimidad; en él «se apoya» la persona íntegra. Y ese espíritu, vuelvo a reiterarlo, es dominio de la percepción del filósofo¼ o del científico, pero no en cuanto científico, sino como persona (dotada, por tanto, de una metafísica espontánea). Pero también los componentes corpóreos participan de la dignidad humana, que se torna entonces perceptible para el científico como tal.

En definitiva, cualquier hombre exhibe una peculiar nobleza ontológica por cuanto su ser «descansa en» el alma espiritual, a la que en sentido estricto pertenece y a cuya «altura» se coloca; y el alma humana, lo digo por última vez, no es científicamente experimentable. Pero desde ella, el hombre encumbra hasta su mismo rango entitativo a todas y cada una de las dimensiones corporales de su sujeto; y ahí el científico ya tiene algo que decir. Porque, en realidad, como fruto de la unión intimísima entre alma y cuerpo, todos los integrantes materiales del hombre —también los de la sexualidad, fuente de nueva vida, y los restantes relacionados de manera más específica con la bioética— se encuentran elevados y se emplazan a años luz por encima de los que descubrimos en los meros animales o en las plantas; sin abandonar su condición biológica resultan, en la acepción más cabal del vocablo, personales: merecedores no sólo de respeto, sino de veneración y reverencia.

Todo, en el ser del hombre, participa de su índole de persona.

El cuerpo humano es, simultáneamente, material y personal. Sometido a las mismas leyes físicas y biológicas que los mamíferos superiores, se ve a la par capacitado para contribuir al despliegue de actividades que trascienden por completo la normatividad de la materia. Y es el (ser del) alma, en fin de cuentas, quien le concede toda su realidad. En el instante preciso de la animación, y ya para el entero curso de la existencia terrestre, un principio de vida que por distintos indicios sabemos espiritual asume la materia del cuerpo humano y la ensalza hasta su propio rango particular —el del espíritu—, sin por ello eliminar los caracteres distintivos del organismo corpóreo. Igual que una pequeña empresa, sin dejar de ser ella misma, resulta potenciada por la multinacional que la engloba; igual que la materia asimilada por un ser vivo pasa ya a formar parte y participa de las propiedades del animal o la planta que la hace propia¼ , el cuerpo humano, y cuanto en él se encuentra y despliega, sin dejar de ser animal, adquiere las prerrogativas superiores del principio espiritual que lo anima y, con él, rebasa los caracteres de los reductivamente corpóreo. Es cuerpo de una persona. Es él mismo personal. Forma parte del ser de la persona.

Y esto, el científico no puede demostrarlo; pero en cuanto persona, en la medida en que trasciende con su inteligencia los límites reductivos de su propio método experimental, puede, por lo menos, intuirlo. Además, en cuanto científico puede poner de manifiesto multitud de elementos no directamente perceptibles por el filósofo y pertinentes, como veremos en seguida, para la determinación de lo humano. De ahí esa fecunda colaboración entre filosofía y ciencia a la que antes aludía.

Permítaseme mostrarla de manera sumaria. Entre las notas que antes apuntábamos como manifestativas de la peculiar excelencia del hombre destaca la libertad, a la que han apelado a lo largo de la historia multitud de tratadistas como signo inequívoco de la dignidad personal.

Ahora bien, al referirnos a la libertad podemos movernos en tres niveles distintos. a) Por una parte, apelar a un conjunto de operaciones, a lo que se llama el obrar libre: decisión, elección, acciones que encuentran en mí la única razón de su ser en el ámbito que les es propio. b) En segundo término, aludir a la facultad o facultades gracias a las cuales el hombre puede actuar libremente: esas facultades son en esencia dos, el entendimiento y la voluntad; como muestra la filosofía, residen propiamente en el alma espiritual, aunque se encuentren condicionadas por elementos neurofisiológicos, de modo que, aun existiendo semejantes potencias, su uso pudiera quedar impedido por alguna lesión cerebral, pongo por caso. c) Por fin, al hablar de libertad podemos estar refiriéndonos al fundamento intrínseco último de las operaciones y de las mismas facultades: al sujeto libre o, más todavía, al acto intimísimo radical por el que ese sujeto es libre¼ y es. Es ahí donde, fontalmente, reside la nobleza del hombre.

La cuestión de los tres planos presenta una importancia excepcional para calibrar el alcance de nuestro asunto. Como he mostrado otras veces, el hombre es digno en virtud de su acto de ser personal. Ese acto normalmente se manifiesta a través de las operaciones propiamente espirituales, entre ellas, las de la libertad, a las que propiamente atiende el filósofo. Pero puede inferirse también de la presencia de esa otra multitud de síntomas a los que antes nos referíamos, y que en muchos casos resultan claros sólo al científico. En última instancia, por poner dos ejemplos muy netos, la dignidad de la persona puede inducirse de la existencia de un cuerpo naturalmente vivo con caracteres fisiológicos humanos, asequible todo ello al científico, o de la continuidad biológica —que también la ciencia asegura— entre el estado inicial de un sujeto, el embrión, y esa misma realidad cuando ya es capaz de desplegar operaciones humanas maduras.

En estos dos casos, y en los muchísimos otros que una ejemplificación mesurada pudiera traer a colación, y, en definitiva, en todos, la dignidad humana queda asegurada por la presencia de ese núcleo constitutivo, el ser personal, que condensa en sí toda la perfección de la persona. Pero que exista semejante ser es algo que el filósofo, en determinadas circunstancias, no puede asegurar por sí sólo, sino que únicamente alcanzará a advertir con el auxilio de la ciencia.

De tal suerte, ésta viene a desempeñar un papel nada irrelevante en el aserto que sigue y con el que concluimos este conjunto de disquisiciones: siempre que, por los medios que fuere, se pueda confirmar la existencia de un acto de ser espiritual o libre, por más que algunas de sus manifestaciones resulten veladas, estamos en presencia de una realidad personal, digna, merecedora de todo el respeto que corresponde a lo absoluto. Como afirma José Luis del Barco, "Ningún hombre está privado de dignidad. Toda existencia humana sobre la tierra —aplaudida o denostada, triunfante o derrotada, feliz o desgraciada, generosa o ruin— representa la irrupción en la historia de una novedad radical, la presencia de una excelencia de ser superior a la de cualquier otro ente observable".

 

2. La dignidad «desnuda»

 

Sobre esto me he pronunciado en otras ocasiones. Ahora me gustaría insinuar, de acuerdo con lo que anunciaba, una prerrogativa muy concreta y en extremo desatendida, particularmente relevante, sin embargo, para muchas de las situaciones a las que atiende la bioética. Y es que la dignidad adquiere un particular relieve cuando se fundamenta exclusivamente en ese acto de ser personal, espiritual, y resultan como anuladas, ocultas, o incluso inexistentes, las restantes manifestaciones de la grandeza humana. Es decir, en el caso de los que, tomando este vocablo en un sentido bastante específico, cabría calificar como los débiles.

Tal vez estas otras palabras, ahora de Rafael Tomás Caldera, y especialmente significativas para la esfera de la medicina, puedan introducir la cuestión: "La dignidad inalienable del hombre —escribe el filósofo venezolano— se muestra sobre todo cuando no hay en el hombre nada más que su humanidad. Cuando ya no le queda juventud, belleza, poder, inteligencia, riqueza o cualquiera otra de esas características por las cuales una persona puede dispensarnos un favor, sernos agradable, ser un motivo de atracción. Cuando a una persona no le queda nada, sino su condición de persona en el sufrimiento, en ese momento se pone de relieve con mayor elocuencia su dignidad inalienable. Por ello, la llamada a manifestar amor a la persona en ese momento es una pieza esencial de la cultura moral, del cultivo del corazón humano, y piedra de toque de la civilización".

A esto es a lo que, en el título del presente epígrafe, he llamado dignidad «desnuda». A la que compete al hombre, a la persona, por su mera condición de hombre, sin aditamentos, sin añadidos. Existe un texto de Søren Kierkegaard especialmente significativo respecto a este extremo. Su contexto no puede ser más curioso: el comentario a las palabras del Evangelio donde se nos anima a imitar a los lirios del campo y a las aves del cielo. En ese clima, expone el padre del existencialismo: "Supongamos que el lirio pudiese hablar, ¿no tendría que decirle al afligido: ‘¿Cómo es posible que te admires tanto de mí? ¿Acaso ser hombre no será tan glorioso? ¿No valdrán en este caso las palabras de que ni toda la gloria de Salomón es nada en comparación con ser hombre —lo que todo hombre es—, de suerte que Salomón para ser lo más glorioso que él es y estar convencido de ello tendría que desvestirse de toda su gloria y sólo ser hombre? ¿Lo que es válido acerca de un pobrecito como yo, no lo será respecto de ser hombre, que es indudablemente el milagro de la creación?’ [¼ ] Entre los lirios el afligido es sólo hombre y está contento con ser hombre. Puesto que absolutamente en el mismo sentido que el lirio es lirio, él es hombre a pesar de todas sus preocupaciones en cuanto hombre, y absolutamente en el mismo sentido en que el lirio, sin trabajar y sin hilar, es más hermoso que la gloria de Salomón, absolutamente en el mismo sentido es también el hombre, sin trabajar, sin hilar, sin ningún mérito propio, por el solo hecho de ser hombre, más glorioso que la gloria de Salomón".

Idea que queda refrendada con este otro pasaje, situado en el mismo contexto que el anterior: "¿Qué aprende, pues, el afligido de los lirios? Aprende a contentarse con ser un hombre y a no preocuparse de las diferencias entre hombre y hombre; aprende a hablar tan brevemente, tan solemnemente, tan elevadamente de eso de ser hombre, como el Evangelio lo hace con toda brevedad acerca de los lirios. Y ésta es sin duda también la costumbre humana precisamente en las grandes ocasiones. Pensemos en Salomón. Si está revestido de la púrpura real, si está sentado majestuosamente en su trono rodeado de toda su gloria: es obvio que también se hable tan solemnemente que el que tiene la palabra diga: ‘Su Majestad’; mas cuando se tiene que hablar con una solemnidad suprema, con el lenguaje eterno de la seriedad, entonces hay que decir: ¡Hombre! Y cabalmente lo mismo solemos decirle nosotros al más insignificante cuando, como Lázaro, yace casi desconocido en la pobreza y en la miseria: ¡Hombre! Y en el momento más decisivo de la vida de un hombre, cuando se le ofrece la elección de la diferencia, le decimos: ¡Hombre! Y en el momento decisivo de la muerte, cuando todas las diferencias quedan eliminadas, decimos: ¡Hombre! Y no es que con ello hablemos de una manera empequeñecedora, al revés, afirmamos lo supremo; puesto que ser un hombre no es inferior a las diferencias, sino algo superior a las mismas; pues esta —esencialmente igual— gloria de todos los hombres no es por cierto la triste igualdad de la muerte, como tampoco lo es la esencial igualdad entre todos los lirios, ya que ésta cabalmente lo es en la hermosura".

La dignidad, decíamos antes, es propia de lo absoluto. Y lo absoluto es, por definición, incomparable. Por eso el hombre «desnudo» no es más o menos digno que ningún otro, y ni siquiera «tan» digno como otro. Es digno de manera absoluta, sin confrontación. En cuanto quisiéramos comparar dignidades, pondríamos en juego esa grandeza. Valgan, metafóricamente, estas nuevas palabras de Kierkegaard, tremendamente sugeridoras: "Contempla una vez al pájaro solitario que está quieto, sumamente elevado en las nubes, en calma total, pleno de gallardía, sin hacer ni un solo movimiento, sin que siquiera se ayude con un aleteo. Y si pasadas unas horas vuelves quizá otra vez al mismo sitio para gestionar tus negocios, contémplalo de nuevo, sigue inmutable en el aire, descansa gallardo sobre las alas extendidas, sin moverlas, mientras domina la tierra con la mirada. Ciertamente que para el ojo inexperto es difícil medir las distancias en el aire y en el mar, pero es probable que el pájaro no se haya movido medio metro de su sitio. Allí está fijo sin tener en qué apoyar las patas, pues está en el aire, elevado con calma total. ¿Diré que está como un soberano? O ¿habrá existido algún soberano con tanta calma? No teme nada, no ve ningún peligro, ningún abismo por debajo de sí, sus ojos jamás sintieron vértigo en esa grandeza, ni nunca se oscureció su mirada; ¡ah!, y ningún hombre, ni siquiera quien en la pequeñez es envidioso de la grandeza, tiene una mirada tan clara, tan perforadora. Mas ¿qué es lo que le mantiene tan tranquilo en la elevación? La elevación misma. Ya que en la elevación no hay de suyo ningún peligro, ni ningún abismo debajo de ella. Solamente cuando existe otra elevación menor debajo de aquélla y así sucesivamente, en una palabra, cuando hay alguien debajo de uno, entonces también el abismo está en acecho. Mas el pájaro no tiene a nadie inferior, por eso mismo está en la elevación sin tener el abismo acechando debajo, y también por eso está sin preocupación, la preocupación que viene del abismo y con el abismo".

Mucho deberíamos aprender los hombres de hoy de estas reflexiones en apariencia tan inocentes. No se afirma la propia valía en el sometimiento de los otros. No se afirma en la eficacia. No en la superioridad. Fijémonos en estas nuevas sencillas consideraciones: "El pájaro está encumbrado sin ser más alto que nadie, por eso está sin la preocupación de la grandeza. De este modo es maestro, en esto radica la secuencia de su enseñanza. Sólo se puede estar sin preocupación si se está encumbrado de esa manera. Alguien quizá diga: ‘estar encumbrado de esa manera es no estar encumbrado en absoluto, eso de hablar de la elevación del pájaro no es más que un juego de palabras’. Este tal daría a entender con ello que es un díscolo para aprender, un niño mal educado que no es capaz de estar tranquilamente sentado durante la hora de clase, sino que perturba la enseñanza. Ciertamente que le será imposible aprender nada del pájaro a quien no quiera tomarse la pena de comprenderlo, sino que en vez de cambiar sus ideas conforme a la enseñanza del pájaro, pretenderá llevarlo a la escuela e imponerle sus propias ideas, descartándolo consiguientemente como maestro. Pero habrá que afirmar, para honor del pájaro, que ésa es la única manera de la cual no se puede aprender nada de él. Mas quien esté deseoso de instruirse, aprenderá, en lo que concierne al encumbramiento, que la única manera de estar de verdad sin preocupación consiste en ser encumbrado sin ser superior a nadie".

Pero si la grandeza sólo se consigue cuando no se establecen comparaciones, resalta con especial fulgor la dignidad de los débiles. En efecto, según comenta Gonzalo Herranz, "una de las ideas más fecundas y positivas, tanto para el progreso de la sociedad como para la educación de cada ser humano, consiste en comprender que los débiles son importantes. De esa idea nació precisamente la Medicina. [¼ ] Ser débil era, en la tradición médica cristiana, título suficiente para hacerse acreedor al respeto y a la protección".

Los «débiles». Nos venimos refiriendo a ellos. Dentro de esta categoría —y desde el enfoque particular que corresponde a nuestro tema— podemos incluir a todos aquellos seres humanos que, de una manera u otra, encuentran «amenazada» la manifestación o la consistencia de su dignidad interna configuradora. Por ejemplo, en la línea apuntada por Herranz, los embriones, sobre todo en los primeros momentos de su desarrollo. O las personas aquejadas por una dolencia grave, especialmente cuando pueden incluirse en la categoría de los enfermos terminales. O, ampliando ya la perspectiva, los ancianos. O los niños. O los marginados¼ Para una mirada penetrante, y por expresarlo de algún modo, todos estos sujetos resultarían depositarios de un «complemento» de dignidad, imprescindible para paliar las asechanzas que se ciernen sobre ellos. Y, ante cualquiera de esos individuos, como se nos acaba de decir, un ser humano responsable reaccionará incrementando la reverencia y las atenciones que la sublimidad personal —ahora en peligro— reclama.

Todo ello daría pie a innumerables reflexiones. Por el momento quisiera detenerme sólo en la consideración que antes nos ocupaba. Que a un conocimiento agudo —provisto de amorosa perspicacia—, la dignidad de los «débiles» se presenta inconmensurablemente engrandecida y, sobre todo, radicada en el auténtico hontanar de que dimana. Fijemos nuestra atención, para advertirlo, en el caso de los deficientes y de los enfermos mentales, ampliando nuestra perspectiva hasta los dominios metafísicos estrictos, asequibles a una inteligencia que funciona con las velas desplegadas.

Un subnormal, un subnormal profundo, puede ser objeto de desprecio, de irrisión, de burla, de compasión¼ o de exquisita aprobación admirativa, necesariamente acompañada del amor y del afecto. ¿Por qué esta última posibilidad? Porque ante unos ojos que saben apreciarlos, los infradotados manifiestan, con mayor claridad que los sujetos normales, los auténticos títulos de la insondable dignidad del ser humano. El disminuido psíquico parece estar diciendo, de manera similar a los lirios y a los pájaros comentados por Kierkegaard : ‘no radica mi excelencia ni en la eficacia laboral, que acaso nunca tenga, ni en la belleza corpórea, que no poseo, ni en la inteligencia o la capacidad resolutiva¼ ; deriva de mi ser —¡yo también soy hombre, persona!— y de mis consiguientes disposiciones amorosas’. A lo que acaso pudiera añadir: ‘para conquistar el fin radical al que he sido llamado —la unión de amistad con Dios por toda la eternidad, fundamento cardinal e inconcuso de mi nobleza constitutiva—, me basta y me sobra con lo que soy. Mi verdad terminal de plenitud en el Absoluto es tan cierta como la vuestra; pero a vosotros puede ocultárosla todo el acompañamiento de brillantez, de inteligencia, de eficacia, de hermosura y galanuras del cuerpo, a los que con tanto empeño os aferráis. ¡Ésa es mi ventaja!’.

Algo muy similar cabría decir respecto a algunos trastornos mentales. También en estos casos lo radicalmente configurador de la dignidad humana —el ser espiritual, según venimos intuyendo— permanece incólume y es capaz de irradiar, para quien sabe apreciarlos, los signos más puros de esa nobleza. A los efectos, recuerda Viktor Frankl: "es precisamente lo espiritual lo que no puede enfermar, sino, al contrario, lo que pone al enfermo en condiciones de entendérselas con el hecho de la enfermedad orgánica de un modo a veces bien precario, ciertamente, pero no por ello menos personal.

"Permítanme ustedes —continúa— que explique más en concreto mi pensamiento, acudiendo a un ejemplo, también concreto. En cierta ocasión fue enviado a mi consulta un enfermo, un hombre de unos sesenta años, en un estado depresivo agudo, según una dementia praecocissima. Oye voces, padece, por tanto, alucinación acústica, es autístico, y en todo el día no hace otra cosa que rasgar papeles, y de este modo lleva una vida sin sentido ni razón de ser, al parecer. Si hubiéramos de atenernos a la clasificación de las funciones vitales, que discurrió Alfred Adler, tendríamos que decir que nuestro enfermo —este «idiota», como es llamado— no cumple uno solo de los quehaceres de la vida: no se entrega a un sólo trabajo, está aislado completamente de la sociedad, y la vida sexual —nada digamos de amor ni de matrimonio— le está vedada. Y, sin embargo, ¡qué elegancia, única, impresionante, irradia este hombre, del núcleo central de su humanidad, núcleo que no ha sido afectado por la psicosis! ¡Ante nosotros está un gran señor! Hablando con él, irrumpe a veces en accesos de cólera rabiosa, pero en el último momento siempre es capaz de dominarse. Entonces aprovecho yo la ocasión para preguntarle, como si no viniera a cuento: – ‘¿Por amor de quién acaba usted por dominarse?’, y él me responde: ‘Por amor de Dios¼ ’. Y aquí se me ocurre pensar en las palabras de Kierkegaard: «Aun cuando la demencia me pusiera ante los ojos la máscara del bufón, aún podría yo salvar mi alma: si mi amor de Dios triunfa en mí»".

Pienso que huelgan los comentarios. Los títulos reales de la más honda dignidad personal —ser, espíritu, amor, según he manifestado en otras ocasiones— han sido puestos de manifiesto. Y quien haya presenciado, pongo por caso, la película Despertares, tal vez se encuentre más capacitado para entender lo que Viktor Frankl, el padre de la logoterapia, afirma que experimentaba en presencia de este enfermo.

 

(Publicado en Cuadernos de Bioética, 32, 4º 1997, pp. 1480-1489)