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Santo
Tomás Moro
político y mártir
Por Andrés Vázquez de Prada
Una
tarde de verano, hace ya de esto algunos años, fui a visitar la casa donde vivió
Moro -Sir Thomas More- en Chelsea, junto al Támesis.
De aquellos edificios y de aquel amplio jardín nada queda. Sobre parte del
solar construyeron un convento, cuya iglesia fue destruida en uno de los
bombardeos de la segunda guerra mundial, y hoy está levantada de nuevo.
En la paz dormida que guardan los locutorios conventuales me enseñaron un trozo
de la camisa de áspero pelo que el Canciller de Inglaterra usaba como cilicio.
Luego me mostraron un patizuelo y una pequeña huerta. Al fondo, junto al paredón
posterior de la iglesia, un moral mantenía, ligeramente inclinado, el peso
multisecular de los años: con ramas escasas, con claros en el follaje, con
arrugas y grietas en el tronco.
Es tradición que Moro plantó aquel árbol con sus propias manos y que a su
vera solía sentarse, gastando bromas a los políticos y humanistas, conversando
con los amigos de la casa, socorriendo a los pobres de la vecindad, mientras a
su alrededor circulaba la familia y jugueteaban los nietos.
No era tiempo de moras, pero las monjas me aseguraron que el árbol las producía
muy sabrosas. Corté un brote del tronco retallecido y salí a pasearme por la
orilla del río, que está a unos pasos de la casa.
Era una tarde de domingo. En la quietud del crepúsculo rumiaba yo recuerdos de
historia. Río abajo quedaban la City y la Torre de Londres, invisibles en la
revuelta del cauce. Por encima del horizonte se apretujaban nubes cárdenas,
retintas de sangre. Pasó corriente arriba una gabarra, removiendo un agua
turbia de carbonilla y grasa. Revolaban graciosamente unas gaviotas por la
ribera de Battersea. A la derecha, el cielo, jaspeado de transparencias y
esplendores, tenía nimbos diáfanos de gloria y baño de luces doradas. Del
otro lado sangraban arreboles: allá, por la parte de la Torre, de donde salió
el ex Canciller hacia el martirio, en Tower Hill, porque junto al río le
mataron al Caballero.
He recorrido los lugares que frecuentó Moro: la City, la antigua judería,
Westminster, las Inns. He navegado por la corriente del Támesis, que tantas
veces cruzó en bote. Visité los sitios en donde transcurrió su niñez, su
juventud y su vida madura: Chelsea, Lambeth, Abingdon, Oxford... He leído todas
sus obras. Me detuve a meditar en su casa, en la vieja iglesia de Chelsea, en la
Torre donde fue encarcelado... Como él, romero, he ido a Muswell, a Greenwich y
a Nuestra Señora de Willesden. He perseguido sus reliquias. Y decidí escribir
sobre el espíritu gigante -con dimensiones humanas- de aquel hombre.
Un día, camino de San Dunstan de Canterbury, una voz paternal y amiga me animó
a rematar el trabajo. Charlando llegamos a la vieja ciudad de Tomás de Becket,
el otro mártir inglés de las causas civiles y políticas, asesinado en la
catedral.
San Dunstan es una iglesia en manos protestantes. Aquel día, como casi todos,
estaba abierta y vacía. En la nave de la derecha, junto a la cabecera del altar
mayor, se encuentra la tumba secular de los Roper, con uno de los cuales casó
Margarita, la hija mayor de Tomás Moro. Y cuando al degollar a su padre
clavaron la cabeza en una pica, a la entrada del puente de Londres, Margarita
sobornó al encargado de arrojarla al río y se llevó consigo la reliquia amada
y exangüe.
En el suelo del templo había una lápida negra con una inscripción honrosa. Al
lado, una vasija con flores, ni frescas ni marchitas. Debajo, la cabeza del mártir
nos hablaba al corazón: ¿Qué importa que un hombre pierda su cuerpo si gana
su alma?
Qué figura tan amable y tan cercana. En este momento Moro es a los ojos de los
hombres lo que fue en sus días a los ojos de sus contemporáneos: un excelso
humanista, un juez recto y prestigioso, embajador, consejero y Canciller eximio
de Inglaterra; el mejor de los amigos y modelo de padre y esposo. Y es también,
ante nosotros, lo que predicó la posteridad: un mártir, y lo que barruntaron
quienes le conocían: un santo.
Desde 1935, año de la canonización de Tomás Moro -y en los años posteriores
a esa fecha- se han multiplicado los escritos y estudios de su obra y vida. Y se
ha establecido científicamente lo que venía repitiéndose de tiempo atrás:
que Moro es una de las figuras cumbres de la historia de Inglaterra.
Los protestantes han pretendido presentarle como uno de sus grandes reformadores
religiosos, y los socialistas, como precursor del marxismo en su Utopía. Y para
los católicos ha sido siempre la figura prócer de la Reforma en Inglaterra, en
cuanto mártir, apologista, escritor y gobernante. De manera que hoy su estampa
y su recuerdo atraen al cristiano y al ateo, y a la gente de dentro y fuera de
la Commonwealth.
A Tomás Moro se le tributa homenaje en lengua inglesa, francesa, alemana,
italiana y rusa; pero hemos olvidado que se halla muy cerca de las vidas de
Catalina de Aragón, Carlos V y María Tudor, a quienes personalmente conoció,
trató y defendió. Hasta el punto de que Chapuys -el embajador imperial en
Londres- escribía al César diciéndole que el Canciller era el mejor amigo que
sus partidarios tenían en la isla. Con esta amplia humanidad le vio Luis Vives;
así le juzgaron Ribadeneyra, Fernando de Herrera y Quevedo.
No es fácil leer las obras catalogadas y disponibles de Moro, obstáculo que
resulta casi insuperable por lo inaccesible de algunas fuentes. Por eso quisiera
expresar aquí mi gratitud por las atenciones recibidas en el British Museum de
Londres, en la Biblioteca Nacional de Madrid y en el Archivo General de Simancas.
Recorriendo documentos y manuscritos me he parado a entresacar detalles y
pensamientos que, a mi entender, tienen valor inestimable para un biógrafo, y
que los demás investigadores han pasado por alto. Porque lo que yo persigo en
este libro es primordialmente el trazar una semblanza fresca y de nuevo cuño,
no empañada por el curso de los años y valedera como ejemplo para nuestro
propio quehacer humano.
Sin embargo, la biografía de este hombre no cabe hacerla a la ligera, ya que
nos enfrentamos con un espíritu profundo. No es posible tampoco despacharla en
breves páginas porque se trata de una vida intensa en los sucesos y cuajada de
eficacia. Y, como última razón, por el sugestivo ritmo dramático que
encierra, en medio de las luchas políticas y del cisma religioso, bajo el fondo
clásico que le presta el remanso tembloroso del humanismo europeo.
La gente de Londres agavilló estos recuerdos y creó en torno a Moro una
aureola de leyenda que culminaría en tiempos de Isabel I con un drama llevado a
las tablas. Esta obra era producto unido de varios dramaturgos, entre los que
probablemente se contaba Shakespeare, rindiendo así tributo popular al mejor de
los londinenses.
Y como la historia de los grandes hombres es más interesante y directa que las
hipótesis imaginativas o los inventos novelados, fácil es explicarse que,
luego de valorar las fuentes en su justo aprecio, venga apoyando este libro con
largo aparato de notas. He procurado, con todo, dejar al lector un texto terso y
expedito, aunque ampliado con aclaraciones marginales. Así, por diversos
motivos, podrán consultarlas el erudito, el desconfiado y el hambriento de
información. Y el que quiera puede pasarlas de largo.
He escrito con la cabeza, pero no es sorprendente que al correr de las páginas
brote, como un alarido del alma, la voz imperiosa del corazón. Nadie ha podido
contenerse, sobre todo al llegar a ese trágico momento en que las mejores
plumas desde Erasmo y el cardenal Pole hasta nuestros días se estremecieron
rompiendo a entonar el Carmen heroicum in mortem Thomae Mori.
Pero Tomás Moro no ha muerto. Está con nosotros, en medio de nosotros. Como
ejemplo vivo para nuestra conducta de cristianos. Como santo que intercede por
esos conflictos político-religiosos que devoran el mundo. El es -Morus noster-
semilla fecunda de paz y de alegría, como lo fue su paso por la tierra entre su
familia y amigos, en el foro, en la cátedra, en la Corte, en las embajadas, en
el Parlamento y en el gobierno.
Es también el patrono silencioso de Inglaterra, que derramó su sangre en
defensa de la unidad de la Iglesia y del poder espiritual del vicario de Cristo.
Y siendo la sangre de los cristianos semilla germinante, la de Tomás Moro va
lentamente calando y empapando las almas de quienes a él se acercan imantados
por su prestigio, dulzura y fortaleza. Moro será el apóstol silencioso del
retorno a la fe de todo un pueblo.
Generoso con su vida, no dejó de serlo después de su muerte. Y creo yo que el
Señor concedió que su cuerpo, mutilado y no identificado, reposase como el de
un soldado desconocido en el osario de la Torre de Londres. Reliquia no guardada
en urna ni arqueta de plata, sino en la encrucijada de la historia y en medio de
la City, donde santificó sus tareas terrenales.
Quiera Dios que a su vibración se tense y abrase nuestro espíritu, y que
nuestra alma se ensanche a la talla y medida de su persona.
Hampstead, 1961
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(*) En Sir Tomás Moro. Prólogo a la Primera Edición. Ediciones Rialp