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IV.
PERSONA JURIDICA
1. Derecho civil. 2. Derecho canónico.
1. DERECHO CIVIL
por F. CASTRO LUCINI
Concepto. Con los nombres de p. j., abstractas, incorporales, morales,
colectivas o sociales se designan las entidades formadas para la realización de
fines que por su intensidad o duración exceden a las posibilidades de las
personas físicas a las que el Derecho objetivo reconoce capacidad para ser
titular de derechos y obligaciones.
La esencia de las p.j. estriba en su organización, fruto de la iniciativa y
actividad humanas, dirigida a la obtención de unos fines determinados en atención
a lo cual las legislaciones les atribuyen una personalidad jurídica (v.) de la
que dimana su capacidad para ostentar determinados derechos, adecuados a su
naturaleza, y serles exigibles las obligaciones correspondientes.
Clases. 1) P. j. públicas son las que formando parte de la organización del
Estado participan en sus funciones de la autoridad inherente a éste (ius
imperii); sus fines suelen ser de interés general, aunque en virtud de la
invasión por el Estado de actividades antes reservadas a la iniciativa privada
no es raro que asuman fines en los que el interés general no es preponderante o
exclusivo. 2) P. j. privadas son las que no forman parte de la organización
estatal y cuyos fines suelen ser de interés particular, por lo que no
participan de las prerrogativas estatales (p. ej., exención de impuestos)
aunque, en ocasiones, cuando colaboran o suplen la actividad del Estado pueden
serles concedidas en mayor o menor medida. 3) P. j. cuyo elemento básico o
principal es una colectividad de personas agrupadas para obtener un fin, que
puede ser económico (en cuyo caso se llaman sociedades) o de otra índole
(cultural, deportivo, etc.) llamándose asociaciones (v.) si son privadas y
corporaciones (v.) si son públicas; este tipo de p. j. se rige por la propia
voluntad emanada de sus órganos (asamblea general, junta rectora, consejo
directivo), tiene limitada la admisión de los socios y el fin que persiguen con
sus propios medios se determina por la voluntad de los asociados. 4) P.j. cuyo
elemento básico o principal es un patrimonio o conjunto de bienes organizado
para alcanzar un fin que no viene determinado por los posibles beneficiarios,
que son indeterminados, sino por la voluntad de la persona física que la funda
(fundador), llamándose fundaciones (v.) a las privadas e instituciones (v.) a
las públicas. 5) P.j. nacionales y extranjeras, de modo análogo a lo que
ocurre con las personas físicas, según la nacionalidad que ostenten. 6) P. j.
civiles y eclesiásticas, según las leyes por las que se rigen formen parte del
Derecho civil o del Derecho canónico (v. II).
Evolución histórica. El actual concepto de p. j. es fruto de una interesante
progresión histórica impulsada por un movimiento acelerado de potenciación en
favor de las prerrogativas y posible ámbito de actuación, hasta el punto de
llegarse a un movimiento de signo contrario que postula su reducción a los
debidos límites. Su teoría o construcción dogmática es relativamente
moderna. Vislumbrada, pero no desenvuelta por los juristas romanos, se fue
elaborando trabajosamente en el Derecho común merced a la combinación de los
elementos romano, germano y canónico sobre una base en la que se atisba la
doctrina política y antropomórfica de los filósofos griegos. Como del
fermento de estos elementos diversos surgen las modernas concepciones dogmáticas,
para comprender éstas es imprescindible partir de aquéllos.
a) Derecho romano. El Derecho romano antiguo desconoce el mismo término de p.
j., pues los empleados eran corpus y universitas. Mucho menos pudo concebirse un
sujeto de Derecho privado distinto a los individuos: el populus romanus resumía
el posible sujeto de Derecho público, del mismo modo que el pater familias era
el único posible sujeto de Derecho privado. En efecto, el Estado romano no se
despojaba nunca de su soberanía, ni siquiera cuando era instituido heredero (p.ej.,
por Atalo de Pérgamo o Nicomedes de Bitinia) y su patrimonio estaba siempre
fuera del comercio; por otra parte, el Derecho privado se agotaba en los
individuos. Posteriormente, en las épocas que se conocen con los nombres de clásica
y posclásica, se advierte una atenuación de la primitiva rigidez, al
concederse a los municipios conquistados cierta capacidad sobre la base del
patrimonio propio (arcam communem), al diferenciarse el liscum del aerarium
dentro del Estado y al admitirse, con mayor o menor amplitud según los vaivenes
de las luchas político-sociales, la existencia de ciertos entes corporativos (corpora,
collegia, decuriae, sodalitates) de carácter preponderantemente religioso,
funcionarista o gremial. Para evitar que mediante ellos pudieran enmascararse
otras finalidades se exige, sobre todo a partir de César y Augusto, una
autorización especial para su creación (lex collegii). En la época de
Constantino adquieren gran difusión las corporaciones cristianas –antes
ocultas bajo la apariencia de organizaciones funerarias– que adoptan la forma
de fundaciones de carácter piadoso (pia corpora, piae causae). Entre los textos
romanos relativos a las p. j. que se nos han transmitido, el más importante es
uno del jurisconsulto Florentino (Cap. I Civ. Dig. 46.1.22) en el que al tratar
de explicar la situación en que se encuentra la herencia desde la muerte del
causante hasta su aceptación o repudiación por el heredero dice que la
herencia hace el oficio de una persona, es decir, viene a ser como la persona física,
de igual modo, añade, que el municipio, la decuria y la sociedad. Pero está
hoy generalmente admitido que de la expresada equiparación no puede deducirse
la existencia en el Derecho romano de un concepto técnico de persona dentro del
cual tenga cabida, junto al hombre o persona física, la p.j. La concepción
romana sobre las p.j. no sobrepasó nunca un estado embrionario o rudimentario.
b) Derecho intermedio. Comprendemos bajo esta denominación las elaboraciones de
los juristas medievales (glosadores y posglosadores, así llamados porque
comentaban o glosaban marginalmente los textos romanos) y de los canonistas, de
los que es el más célebre, en la materia que nos ocupa, Sinibaldo Fieschi, que
llegó a ser Papa con el nombre de Inocencio IV (v.). Pues bien, teniendo que
resolver el problema de la responsabilidad delictual de la ciudad que se
rebelaba contra su soberano, papa o emperador y, por tanto, la cuestión de si
podía ser objeto de sanciones eclesiásticas (interdicción, excomunión),
Sinibaldo Fieschi, hombre de gran sensibilidad, reaccionando contra la opinión
afirmativa, que era la dominante, entendió que no debía castigarse
indiscriminadamente a los habitantes de la ciudad, incluidos los inocentes, por
servidumbre a un principio, ya que collegium in causa universitates fingatur una
persona, y consigue, ya Papa, que en el Conc. de Lyon (1245) se prohiba la
excomunión de universitates y collegia. De esta manera, para terminar con una
práctica injusta y señalando la diferencia entre la realidad física y anímica
del hombre y la funcional de las corporaciones, se abre una nueva etapa en el
tratamiento de la p. j., bajo la denominación de persona ficta. Puede
afirmarse, sin incurrir en exageraciones, que aquí se encuentra el origen de
toda la elaboración dogmática sobre la p.j.
c) Época moderna. Sobre la base de los antecedentes expuestos, la teoría de
las p. j. experimenta una transformación que se advierte incluso en la misma
terminología. En vez de la expresión persona ficta se empleará la locución
persona moral. El cambio se debe principalmente a Grocio (v.), en su obra De
iure belli ac pacis (1625) y a su epígono el barón de Puffendorf (v.) y es
favorecido tanto por la difusión de la ideología iusnaturalista como por el
relativo olvido en que los civilistas habían dejado la materia, circunstancia
esta última que permite un tratamiento de la p. j. según la nueva orientación
por los autores del Derecho público y de gentes, quienes enumeran como personas
morales las siguientes: universidades, villas, ciudades, provincias, pueblo,
juntas y consejos, gremios, estudios generales, universidades literarias,
municipios, monasterios y casas de expósitos. Como vemos, se amplía
notablemente el concepto y tal ampliación será aceptada por los civilistas,
gracias a los autores que, como Heinecio, trataron a la vez el Derecho de gentes
(público) y el Derecho privado (civil).
En el s. XIX, y merced principalmente al movimiento sistematizador del
pandectismo alemán, se difunde el término persona jurídica. Su estudio se
hace en la llamada «parte general» del Derecho civil, al referirse a los
titulares de los derechos subjetivos. Y aquí surgen dos direcciones
contrapuestas: una amplia, que enumera como personas a todo aquello de que puede
predicarse una titularidad (V. RELACIÓN JURÍDICA), y otra estricta, que
termina por imponerse merced a la autoridad y prestigio científico de Savigny
(v.), quien concreta el campo de las p. j. reduciéndolo a las corporaciones y
fundaciones, siendo recogidas sus ideas por el CC alemán. En cambio, las
legislaciones latinas, singularmente la francesa y la española, se inspiran en
un concepto más amplio, aunque también equilibrado, de las p. j. Según el
art. 35 del CC español, «son personas jurídicas: 1º Las corporaciones,
asociaciones y fundaciones de interés público reconocidas por la ley. Su
personalidad empieza desde el instante mismo en que, con arreglo a derecho,
hubiesen quedado válidamente constituidas. 2º Las asociaciones de interés
particular, sean civiles, mercantiles o industriales, a las que la ley conceda
personalidad propia, independiente de la de cada uno de los asociados». De aquí
resulta que toda sociedad, sea civil o mercantil, goza de personalidad distinta
a la de sus miembros y es p. j. siempre que se haya constituido según la
respectiva legislación, civil o mercantil.
Teorías principales acerca de la esencia de las personas jurídicas. Constatada
la existencia de los entes llamados P.j. queda por explicar su esencia, esto es,
en virtud de qué fenómenos adquieren relieve para el Derecho: ¿Existe un «algo»
anterior a la atribución de la personalidad por el ordenamiento jurídico en
razón precisamente a lo que se verifica tal atribución o, por el contrario, es
la propia legislación de un Estado la que crea ex nihilo esa personalidad que,
en cuanto otorgada por el Derecho, es jurídica? Las diversas teorías sobre el
particular pueden sistematizarse, a efectos expositivos, del siguiente modo:
A. Teorías de la ficción. Su común denominador es negar la realidad
sustancial de las p.j. Según que la negativa tenga una intensidad menor o mayor
tenemos, respectivamente, la teoría de la ficción legal y las teorías que
pueden englobarse bajo el rótulo de la ficción doctrinal.
a) Teoría de la ficción legal. Es la que goza de mayor abolengo histórico,
pues enlaza con la doctrina canonista del s. XIII (Sinibaldo Fieschi) y llegó a
alcanzar gran difusión modernamente, no sólo en el Continente –debido a ser
la mantenida por Savigny– sino también en Inglaterra, donde se admite
generalmente que la corporación es an artificial being. En su prístina
formulación entiende que las p. j. son producto de una ficción de la ley; su
creación es creación de la nada. Y llevado de esta idea no falta quien, como
Federico Bastiat, haya afirmado donosamente que el Estado es la gran ficción
merced a la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de los demás.
Pero si se admitiese que la p. j. es un sujeto capaz de tener un patrimonio cuya
creación es enteramente artificial, se dejarían sin adecuada respuesta
multitud de cuestiones planteadas al atribuir verdaderos derechos a un sujeto
ficticio.
b) Teorías de la ficción doctrinal. Coinciden con la anterior al partir de que
sólo el hombre es persona; pero se diferencian en su mayor radicalismo, al
rechazar la misma idea de ficción negando a las p. j. toda existencia, natural
o legal, y acudiendo a diversos expedientes para explicar la situación jurídica
de los bienes y derechos que se les atribuyen, tales como: a") Teoría de
los derechos sin sujeto. Expuesta tal posibilidad por Windscheid (v.) en un
trabajo sobre la herencia yacente, sostiene que los derechos de la p. j. no
tienen sujeto. b") Teoría del patrimonio de afectación o de fin (Zweckvermögen).
Advertía Brinz (v.) en el prefacio de sus Pandette que en el tratamiento de las
personas faltaba una, la jurídica. Esto debe sorprendernos tan poco como si en
la historia natural, junto a los hombres, no se comprendiesen los espantapájaros.
Y es que junto a las p. naturales no hay una segunda especie de p., sino sólo
una segunda clase de patrimonio; se concibe que el patrimonio pertenezca no sólo
a alguno, sino también a alguna cosa (al pertinere ad aliquem se contrapone el
pertinere ad aliquid). De este modo se distinguen dos clases de patrimonio: los
de personas y los de fin. No hay dos especies de p., sino dos clases de
patrimonios. La quiebra fundamental de esta ingeniosa teoría está en que no
explica los casos de p. j. sin patrimonio. c") Teoría individualista o del
sujeto colectividad. Según Imering (v.), la p. j. es un mero instrumento técnico.
Sólo el hombre puede ser sujeto de derechos. Los sujetos de los derechos
atribuidos a la p. j. son los miembros de la asociación y los beneficiarios de
la fundación. Se le ha objetado que confunde el goce y la pertenencia de los
derechos, que son cuestiones distintas; por otra parte, pueden existir
fundaciones sin destinatarios (p.ej.: lámparas votivas) o a favor de toda la
Humanidad (p. ej.: fundación Nobel).
B. Teorías de la realidad. Coinciden en tratar de justificar la esencia de las
p.j. en un plano realista, conforme a alguno de los siguientes criterios: a)
Biológico. Inspirado en las antiguas concepciones antropomórficas de la
filosofía griega (Platón, según el cual el Estado es como un hombre en
grande) llega, a través de Nicolás de Cusa (v.) y Juan de Salisbury hasta los
modernos sociólogos que, como Bluntschli y Schaffle, establecen todo un sistema
de analogías entre el hombre y la sociedad. Las p.j. vendrían a ser a modo de
organismos vivos, con sus células, cerebro, aparato circulatorio, etc. b)
Psicológico. Según Salkowsky, en las corporaciones la totalidad de los
miembros eventuales es pensada como unidad colectiva. Zitelmann se funda en el
principio de unidad en la pluralidad: la voluntad colectiva de la p.j. se
diferencia profundamente de las voluntades individuales. El sujeto de los
derechos es una voluntad objetivada: las p.j. son voluntades incorporales. c)
Orgánico. Iniciado por Besseler, tiene su máximo exponente en Gierke (v.),
quien empleó toda su vida científica –casi 40 años– en el estudio de este
problema. Se trata, dice, de una verdadera unidad real (realer Gesammtperson),
de un agregado de individuos o asociación (Genossenschalt) que si no es un
organismo físico como el animal o la planta, ni visible a nuestros sentidos es,
en cambio, un ente orgánico moral tan verdadero y sustantivo como los
organismos corpóreos. d) Formalista o de la realidad jurídica. Entiende
Ferrara que la personalidad jurídica es una forma con la que el Derecho reviste
determinados fenómenos; una vestidura orgánica que ciertos grupos de hombres
asumen para participar en el comercio jurídico. Pero esta forma jurídica no es
una pura invención de la ley, ni un mero procedimiento técnico, sino la
traducción jurídica de un fenómeno empírico; el legislador no interviene
brutalmente, ni por motivos de oportunismo, para decidir que lo que, en
principio, es pluralidad vendrá considerado como unidad, sino que se limita a
traducir en términos jurídicos lo que ya tiene existencia en la concepción práctica
social.
J. CASTÁN TOBEÑAS, Derecho civil español, común y foral, I, 2, 9ª ed.
Madrid 1955, 297-354; F. DE CASTRO Y BRAVO, Formación y deformación del
concepto de persona jurídica (notas preliminares para el estudio de la persona
jurídica), en Publicaciones de la Junta de Decanos de los Colegios notariales
de España con motivo del Centenario de la Ley del Notariado, sección 3ª,
Estudios jurídicos varios, I, Madrid 1964, 7-147; F. FERRARA, Teoría de las
personas jurídicas, Madrid 1929.
POR PEDRO LOMBARDÍA
Terminología canónica. El Código de Derecho Canónico (CIC) utiliza la
expresión persona moral para referirse a sujetos de derechos y deberes,
distintos de la persona física o individual; en efecto, según el c. 99, «además
de las personas físicas existen también en la Iglesia las personas morales ...
». Puede afirmarse, por tanto, que en el lenguaje del CIC, persona moral
equivale a lo que en la terminología civilista se suele denominar persona jurídica
(v. I). La expresión, sin embargo, no es exclusiva de la terminología canónica.
Según Federico de Castro, la adopción de esta terminología significaría un
momento de la evolución del concepto «facilitado por dos circunstancias. Una,
la difusión de la ideología iusnaturalista y su recepción por los autores de
Derecho público y de gentes. La otra, el despego de los civilistas hacia el
estudio de universitates y comunidades ... ». Ambas circunstancias son ajenas a
la tradición canónica. Por otra parte, la terminología del CIC no es
constante en este punto. Junto a los can. 99-102, en los que se establecen los
principios generales en la materia, la expresión persona moral aparece también
en los can. 4, 103, 106, 1495 § 2, 1498, 1499, 1500, 1501, 1552 § 2 n. 1, 1557
§ 2 n. 2 y 2235 § 2; sin embargo, encontramos en el CIC otras expresiones que
la doctrina es prácticamente unánime en considerar como sinónimos de persona
moral: persona jurídica (can. 687, 1489 § 1, 1495 § 2), ente jurídico (can.
1409, 1410) y cuerpo moral (can. 2255 § 2). El CIC no ofrece una definición de
persona moral; pero la doctrina ha intentado expresar la noción, tal como puede
deducirse de la normativa del CIC y utilizando para ello términos del propio
cuerpo legal. Así, Onclin describe a las personas morales como «todos los
sujetos capaces de obligaciones y derechos canónicos y, por tanto, hábiles
para poseer y adquirir bienes, instituidos para la obtención de un fin
sobrenatural como tales sujetos de obligaciones y derechos reconocidos o
constituidos por la autoridad eclesiástica».
Función de la persona moral en el ordenamiento canónico. Ante todo es
necesario recordar que el Derecho canónico ha desempeñado históricamente una
función de primer orden en la evolución que ha tenido como resultado la noción
de p.j. de la dogmática jurídica moderna. No es posible detenernos aquí en
las distintas etapas de esta evolución, sobre cuya significación y alcance
distan mucho de ser unánimes las conclusiones de los historiadores del Derecho,
Baste recordar que algunas nociones patrísticas, como la de communio, y otras
de notable raigambre eclesiástica, como corpus morale o universitas, están en
la base del esfuerzo doctrinal de la ciencia jurídica europea, encaminado a
concebir sujetos de derecho, distintos de la p. humana, para la consecución de
fines que trascienden las posibilidades del hombre considerado individualmente.
En esta evolución se atribuye un papel preponderante al canonista medieval
Sinibaldo Fieschi (v. I). En efecto, en varios textos de Sinibaldo está
presente la idea de persona ficta, que habría de tener gran trascendencia en la
evolución del concepto. Ruffini, p. ej., vio en los textos del famoso canonista
medieval un precedente de la teoría de ficción, que preconizó en el siglo
pasado Savigny para explicar la naturaleza de la p. j. La postura de Ruffini
adolece de un cierto anacronismo. Sinibaldo trató de dar soluciones concretas a
determinados problemas relativos a los collegia, las universitates y a
determinadas figuras de Derecho beneficial. No pretendió, en cambio, llevar a
cabo una construcción de corte dogmático, propósito totalmente ajeno a las
preocupaciones de la técnica jurídica de su tiempo. En realidad el gran mérito
de la tradición canónica en este campo es de índole prudencial (aportación
de soluciones a cuestiones de naturaleza práctica), no la elaboración de
construcciones en la línea de la parte general de los civilistas. Este tipo de
disquisiciones, tan del gusto de la ciencia jurídica de finales del siglo
pasado y principios del actual, que en relación con nuestro tema se concretan
en las diversas teorías sobre la naturaleza de la p.j., son sin duda planteabas
también en el campo del Derecho canónico, pero de hecho sólo han interesado a
los canonistas en tiempos muy recientes, más por influjo de una civilística
que había encontrado en los canonistas medievales una importante fuente de
inspiracion , que por el peso de las tradiciones de la Ciencia canónica.
Fieles a la más genuina tradición canónica vamos a prescindir aquí por
completo del problema dogmático-jurídico de la naturaleza de la persona moral,
para plantearnos más bien el tema de las relaciones entre los problemas
sustanciales y las soluciones técnicas en la legislación canónica vigente
sobre personas morales.
El CIC refleja en esta materia la interconexión entre dos preocupaciones de índole
muy diversa. Por una parte, la exigencia, basada en los principios fundamentales
de la constitución de la Iglesia, de que a determinados entes sean reconocidos
en el ámbito jurídico la soberanía, la autonomía o la libertad. En este
sentido, p.ej., el can. 100 § 1 afirma que la Iglesia católica y la Santa Sede
tienen la condición de p. morales «por la misma ordenación divina». El mismo
precepto, sin embargo, establece que las restantes p. morales inferiores
adquieren tal condición jurídica por disposición del Derecho (se refiere
evidentemente al Derecho positivo humano) o por una especial concesión de la
autoridad eclesiástica competente, otorgada por decreto. Si analizamos con
sentido crítico este texto, fácilmente comprendemos que se entrecruzan en él
dos planos muy distintos. Cuando se habla de personalidad moral por derecho
divino es obvio que se está haciendo referencia a la soberanía, independencia
y unidad institucional, que competen a la Iglesia en virtud del designio de
Cristo, o a las consecuencias jurídicas de la función y prerrogativas que
corresponden al Obispo de Roma en virtud de su primado sobre todas las Iglesias
particulares y sobre todos los fieles. Estamos, pues, ante realidades de índole
sustancial, no ante una solución técnico-jurídica –la figura de la p.
moral–, que en manera alguna encuentra su fundamento en las fuentes de la
Revelación, sino que es un resultado histórico de la evolución de la cultura
jurídica. En cambio, cuando se afirma que las restantes entidades eclesiásticas
tienen la condición de p. moral sólo si le es atribuida por la ley canónica o
por un acto administrativo, no cabe duda que el CIC maneja una noción de índole
exclusivamente técnica, que no prejuzga de exigencias radicales de autonomía o
libertad, puesto que éstas, en la medida en que están fundamentadas en la
naturaleza misma de la Iglesia, no podrían supeditarse a las eventuales
decisiones del legislador o de la administración eclesiástica.
El único modo de resolver esta antinomia del CIC es distinguir nítidamente la
personalidad moral de Derecho divino de la de Derecho humano y considerar que sólo
en el segundo de los supuestos se mueve el legislador en el plano estricto de
las soluciones técnicas. Concretándonos, pues, a la p. de Derecho humano, hay
que señalar que el CIC concibe a la personalidad moral como una condición jurídica
que atribuye la autoridad eclesiástica, aunque para ello sea necesaria la
previa existencia de un sustrato personal o patrimonial (p. morales colegiales y
no colegiales; cfr. can. 99, 100 § 2 y 3).
Establecida la anterior afirmación cabe interrogarse acerca del criterio que el
legislador eclesiástico sigue para considerar oportuna la atribución de la
personalidad moral a un determinado ente. Ante todo es imprescindible que el fin
que la entidad persiga se encuadre en el ámbito propio del ordenamiento canónico;
así lo entiende el can. 100 § 1, al precisar que la p. moral ha de instituirse
«para un fin religioso o caritativo». Sobre la base de este presupuesto, si
analizamos el contenido del CIC y la praxis de la Organización eclesiástica
observamos que la personalidad moral se atribuye a entidades muy diversas: órganos
oficiales de gobierno, órdenes y congregaciones religiosas o entidades análogas,
asociaciones de fieles, beneficios (entes complejos de los que las rentas de su
componente patrimonial se destinan a la retribución del titular de un oficio de
la Organización oficial de la Iglesia) y entidades patrimoniales para fines de
culto o caridad (institutos eclesiásticos no colegiales). En realidad, si bien
la condición de p. moral da razón de la capacidad de ser titular de
situaciones activas y pasivas de muy diversa índole (competencias,
responsabilidades en relación con la consecución del fin de la Iglesia,
autonomía para la realización de actividades apostólicas, capacidad procesal,
etc.); sin embargo, ninguna de estas posibilidades de actividad jurídica
requiere la personalidad moral como condición indispensable. Así, p. ej.,
determinadas entidades (órganos) de la Organización oficial eclesiástica no
tienen, según el CIC, personalidad moral o es controvertido en la doctrina si
la tienen o no; por otra parte, las órdenes y congregaciones religiosas, los
institutos seculares y buena parte de los tipos de asociaciones de fieles
previstas por el CIC tienen personalidad moral, pero un tipo de asociaciones de
fieles –las pías uniones aprobadas, pero no erigidas canónicamente–
carecen de ella, sin que se adviertan fundamentales diferencias, en cuanto a su
régimen jurídico y actividad, derivadas del hecho de que se les atribuya o no
la personalidad moral.
En realidad, según el sistema del CIC, el único campo en el que la
personalidad moral juega un papel decisivo es el relativo a los llamados bienes
eclesiásticos. En efecto, según los can. 1495-1498, se consideran bienes
eclesiásticos los que pertenecen a una p. moral erigida canónicamente, de tal
suerte que el conjunto de los bienes de las p. morales constituye lo que la
doctrina denomina patrimonio eclesiástico; es decir, una especie de demanio
–en un sentido análogo al que los administrativistas atribuyen a este término–
constituido por todos aquellos bienes afectados a fines relacionados con la
actividad de la organización eclesiástica, acerca de los cuales la Iglesia se
atribuye, no sólo el dominio, sino también la competencia exclusiva para
dictar normas acerca de su adquisición, administración y enajenación, sobre
la base de la consideración de la soberanía de la Iglesia, como entidad jurídica
unitaria, y de la calificación del Derecho canónico como ordenamiento jurídico
primario. En cambio, cualquier bien, aunque esté destinado a finalidades de índole
religiosa, que no pertenezca a una p. moral canónica, no es considerado como
bien eclesiástico, sino civil; por tanto, incluso desde el punto de vista del
Derecho canónico, su régimen jurídico estaría plenamente sometido a las
normas de los ordenamientos estatales, salvo en determinados aspectos de la
regulación de su uso, si ha sido oficialmente destinado al culto (cosas
sagradas).
La persona moral y el futuro del Derecho canónico. Actualmente se está
procediendo a una profunda reforma de la legislación canónica. Cabría
preguntarse por las modificaciones que podrían introducirse en ella en lo que
se refiere a la concepción, funcionalidad y régimen jurídico de la p. moral.
Aunque aún es muy prematuro aventurar pronósticos al respecto, aludiremos
brevemente al tema, teniendo en cuenta las noticias oficiosas sobre los trabajos
de revisión del CIC y la doctrina reciente más autorizada.
Si se parte de una consideración sustancial de la p. moral, cabría afirmar que
la futura legislación canónica habrá de atribuir a ésta mayor importancia aún
que la que tiene en el Código vigente. Para aludir sólo a dos ejemplos muy
significativos, baste tener en cuenta la importancia que el Conc. Vaticano II da
a las Iglesias particulares (diócesis) y al derecho de asociación de los
fieles (sacerdotes y laicos), para fines de santificación y apostolado. El
primero de los datos aludidos llevaría a considerar, junto a la personalidad de
la Iglesia universal y de la Santa Sede, la de las Iglesias particulares, cuya
existencia y determinadas manifestaciones de su autonomía están fundamentadas
en principios básicos de la constitución divina de la Iglesia. El segundo, en
cambio, llevaría a concebir un tipo de personalidad para las asociaciones de
fieles con un régimen más privatístico que el previsto por el Código; p.ej.,
como la iniciativa privada puede ser el elemento básico en la génesis de
asociaciones de fieles, cabría pensar que la personalidad jurídica de estas
entidades no les sería atribuida por un acto de la autoridad, sino que a ésta
sólo le correspondería reconocer lo que les compete por su naturaleza, como lógica
consecuencia del ejercicio del derecho de asociación; por otra parte, no parece
razonable que el patrimonio de una asociación surgida de la libre iniciativa de
los fieles tenga la consideración de bienes eclesiásticos, tal como los
concibe el CIC de 1917.
En cambio, sí se considera el problema desde un punto de vista técnico, hay
poderosas razones que aconsejan reducir el papel que desempeña la p. moral, al
menos en lo que se refiere a la Organización eclesiástica, En efecto, las técnicas
del moderno Derecho de la organización no aconsejan la personificación de
todos los órganos, sino seguir en este punto criterios muy restrictivos. Por
otra parte, las actuales tendencias postulan una visión menos atomizada del
patrimonio eclesiástico, que facilite una utilización coordinada y racional de
los medios económicos destinados a la consecución de los fines de la Iglesia.
Ello llevaría a una reducción drástica de los numerosos entes morales, de
naturaleza patrimonial, a que dio lugar el viejo sistema beneficial.
A la vista de estos datos pueden deducirse algunas consecuencias relativas al
enfoque que la futura legislación y doctrina canónica debería dar al tema de
las p. morales: 1) Continuar la rica tradición canónica de respeto a laautonomía
y libertad de los entes morales que integranla Iglesia, adaptándola a las
actuales necesidades, para evitar excesos centralistas. 2) Distinguir las
aludidas exigencias de la autonomía y libertad, del tema técnico de la
personificación de entidades, puesto que la atribución de personalidad no es
el único medio de que dispone el Derecho para tutelar la autonomía y libertad
de corporaciones, asociaciones, etc. 3) Concebida la personalidad con unos
perfiles eminentemente técnicos, es aconsejable prescindir de la expresión p.
moral, que evoca un planteamiento sustancial del problema, y adoptar otra
terminología: p. jurídica o p. canónica. 4) Reducir al mínimo la aplicación
de la técnica de atribuir a entidades personalidad jurídica, al dar una nueva
estructuración jurídica a la Organización eclesiástica. 5) Distinguir, en
todo caso, el régimen de las p. jurídicas de índole publicista (órganos,
asociaciones promovidas por la Jerarquía para cooperar en las tareas que a ella
competen, etc.) del de las p. jurídicas originadas por la iniciativa privada.
Por lo que se refiere a estas últimas, debe reducirse el régimen canónico a
aquellos aspectos relacionados directamente con el cumplimiento de sus fines
eclesiales y sus relaciones con la Organización eclesiástica; el resto de su régimen
jurídico –especialmente en su aspecto patrimonial– debería atenerse a las
normas del ordenamiento del Estado.
BIBL. : G. ARIÑO ORTIZ, La administración institucional. Bases de su régimen
jurídico, Madrid 1972; A. BERNÁRDEZ, Problemas dogmático-jurídicos que
plantea la existencia de personas morales en VARIOS, Problemática de la Ciencia
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