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II. FILOSOFIA DEL DERECHO
POR M. OLÁBARRI GORTÁZAR
Persona es el hombre en cuanto ser dotado de inteligencia y libertad, creado por Dios
a su imagen y semejanza y, como tal, superior por naturaleza a todas las demás
creaturas. Esta superioridad del ser humano sobre los que carecen de razón es
lo que permite hablar de «dignidad de la persona humana» y lo que motiva que
todo hombre y, traslaticiamente, ciertas organizaciones humanas (v. PERSONA JURÍDICA)
deban ser erigidas por el ordenamiento jurídico como sujetos de Derecho,
debiendo éste, por imperativos del Derecho natural, reconocerles una esfera de
libertad individual mediante el reconocimiento de una serie de derechos
fundamentales.
1. La persona como «prius» al Derecho.
Persona y personalidad. En el lenguaje jurídico y de modo general, se llama p.
a todo ser capaz de derechos y obligaciones, o, lo que es lo mismo, de devenir
sujeto activo o pasivo de relaciones jurídicas. Aunque en el lenguaje vulgar, e
incluso en el jurídico, suelen utilizarse como sinónimos, no deben confundirse
los términos p. y personalidad. Si p. es todo ser capaz de derechos y
obligaciones, por personalidad ha de entenderse la aptitud para ser sujeto
activo o pasivo de relaciones jurídicas (v. PERSONALIDAD JURÍDICA). Como dicen
muchos autores para expresar gráficamente la distinción, «se es persona; se
tiene personalidad». La personalidad es la condición que el ordenamiento jurídico
exige y confiere para poder tomar parte del orden jurídico; es una investidura
que actúa a modo de conditio sine qua non para proyectar y recibir los efectos
jurídicos. Sin personalidad no se puede entrar en el campo del Derecho, de la
juridicidad.
Siendo p. y personalidad conceptos interrelacionados y siendo la personalidad
una aptitud conferida por el ordenamiento jurídico, se hace necesario resolver
si la p. es un prius, algo anterior al Derecho y, por tanto, éste se ve avocado
a otorgar o más simplemente a reconocer personalidad a todo ser humano y a
garantizarle una esfera de libertad impuesta por la propia naturaleza de la p.
humana o si, por el contrario, es el ordenamiento jurídico quien otorga la
personalidad y establece el alcance o ámbito de la libertad individual. Con carácter
previo es preciso determinar, si ser humano y p. son conceptos idénticos o si,
por el contrario, existen hombres que no sean p. y p. que no tengan la condición
de seres humanos.
En la solución de ambos problemas tiene una importancia decisiva la concepción
cristiana del hombre en su afirmación de la dignidad de la p. humana y de la
igualdad esencial de todos los hombres y, sobre todo, con la proclamación de
que esta dignidad e igualdad no tiene su fundamento en el hombre mismo sino en
el ser superior capaz de infundir razón y libertad en la materia de que estamos
hechos, es decir, en Dios.
Según gran parte de los comentaristas, en el Derecho romano, la existencia de
la esclavitud (v.) y la consideración de los siervos (v.) como hombres
desprovistos de la condición de p. (aprosopos), determinó la distinción entre
el hombre y la p. Aunque esta interpretación es discutible, ya que hay textos
romanos en los que se afirma la condición de p. del siervo (persona servi), es
indudable que, en Roma, desconocida aún la concepción cristiana del hombre, la
personalidad no era un atributo de la naturaleza humana sino una consecuencia de
la atribución por la ley, con carácter de concesión o privilegio, de los Tres
estados (status).
El Derecho romano distinguía, en efecto, tres concesiones o status, de los
cuales los dos primeros constituían condiciones esenciales de la capacidad jurídica
y el tercero daba lugar a la distinción entre p. sui iuris y alieni iuris, y
determinaba en los alieni iuris una incapacidad en la esfera del Derecho
privado: el «estado de libertad» (status libertatis) que distinguía entre
hombres libres y esclavos, el «estado de ciudadanía» (status civitatis) que
excluía a los extranjeros (no ciudadanos) de la participación del ius civile,
y el status familiar que distinguía a los sui iuris o cabezas de familia de los
alieni iuris o p. sub potestate de los sui iuris. Solamente quien tenía la
triple condición del hombre libre, ciudadano y cabeza de familia, ostentaba
personalidad jurídica.
En el Derecho moderno, desaparecida la esclavitud, reconocido a los extranjeros
el ejercicio de los derechos civiles y admitido que la dependencia familiar no
altera la capacidad de Derecho, ya no está la personalidad ligada a la posesión
de cualidad ninguna y se la puede considerar como una emanación de la
naturaleza racional humana. Todo hombre, por el hecho de serlo, es p. Es
indudable que esta idea, hoy generalizada en el mundo y especialmente en la
cultura occidental, es debida al cristianismo y al cambio hondísimo que en la
concepción del hombre y de la vida supuso (v. III).
Si bien la totalidad de los ordenamientos jurídicos modernos admiten que todo
hombre, por el hecho de serlo, debe tener reconocida personalidad jurídica, no
es menos cierto que no se ponen de acuerdo en cuál deba ser el fundamento de
esta personalidad. Existen a este respecto dos grandes líneas de pensamiento
que mantienen posturas diferentes.
Para los que sustentan las teorías normativistas, formalistas o puramente jurídicas,
la personalidad es una atribución del orden jurídico. Es muy reveladora, en
este sentido, la tesis de F. Ferrara que en su tratado Teoría de las personas
jurídicas (Madrid 1929) afirma: «La persona es un concepto puramente formal
jurídico que no implica ninguna condición de corporalidad o espiritualidad en
el investido... No por la naturaleza sino en fuerza del reconocimiento del
derecho objetivo, es el hombre persona ... ». Tanto este autor como el resto de
los que sustentan esta teoría normativista y formalista, no ponen en duda el
que todo hombre tenga derecho a ser p. e incluso afirman que la concesión de
personalidad debe estar ligada a la protección y promoción de los intereses de
los hombres, pero con su planteamiento de base de ser la personalidad una
atribución, una concesión del orden jurídico, dejan en manos del ordenamiento
y, en suma, de la voluntad del legislador la delimitación del ámbito de
autonomía y libertad que deba reconocerse a la p. humana; si el ordenamiento es
el que otorga la condición de p., con más razón será quien defina y delimite
los derechos de la p.
Para los partidarios de las teorías iusnaturalistas y realistas, la
personalidad es, por el contrario, un atributo esencial del ser humano e
inseparable de éste, ya que como ser racional y libre le corresponde la
capacidad de querer y de obrar para cumplir su fin jurídico. Según esta
concepción, la más cercana sin duda a la doctrina cristiana sobre el hombre,
la p. es un prius al Derecho, es un concepto ligado a la condición de hombre
como ser creado por Dios a su imagen y semejanza, de modo que el ordenamiento
jurídico se ve limitado a declarar la personalidad de todo ser humano, a
reconocer a todo hombre como p. De esta afirmación se deduce que tampoco será
el ordenamiento jurídico positivo quien delimite la esfera de derechos de que
deba ser titular la p. humana.
Las teorías normativistas tienen sentido respecto de las p. jurídicas
(asociaciones, sociedades, fundaciones...) a las que el ordenamiento reconoce
personalidad; en este caso hay que hablar de una concesión de personalidad por
el Derecho. Sin embargo, no puede perderse de vista que estas personas lo son en
cuanto que están compuestas de hombres y sirven y protegen intereses humanos
(v. PERSONA JURÍDICA).
Algún autor ha mantenido que estas dos líneas de pensamiento pueden
conciliarse, considerando que, más que dos soluciones distintas, constituyen
dos aspectos o puntos de vista en el estudio de] problema de la personalidad jurídica.
En este sentido, las teorías normativistas se fijarían en el problema dogmático
o de ciencia jurídica positiva, cuando existe una ordenación y cómo se
reconoce una p. jurídica, en tanto que las teorías iusnaturalistas atenderían
al problema ético-jurídico de a qué entidades y en qué condiciones debe ser
concedida la personalidad jurídica. En nuestra opinión, no es posible
conciliar ambos grupos de teorías ya que cada una de ellas está ligada a una
concepción diferente acerca del hombre y del ejercicio de su libertad en cuanto
ser social; a saber, la concepción racionalista cuyo mejor exponente es J.J.
Rousseau (v.), de una parte, y la concepción iusnaturalista-cristiana, de otra.
2. Concepciones racionalista y cristiana de la persona humana. La concepción
racionalista del hombre, tal y como la formula Rousseau, comienza postulando que
la Humanidad, originariamente, se hallaba en un estado de naturaleza en el que
cada individuo gozaba de un modo pleno de su libertad. En un momento histórico
determinado y ante las ventajas que suponía la vida social, el hombre limita
voluntariamente su libertad y comienza a vivir en sociedad. Surge, pues, la
sociedad no de un modo natural sino en virtud de un «contrato social» (v.),
que realizan los individuos originariamente libres. Según esta concepción
existe, pues, una radical tensión entre individuo y sociedad: el individuo
contrata, accede a vivir en sociedad a costa de una parcela de su libertad,
reservándose por su parte unas áreas de insolidaridad, una esfera insolidaria
de libertad individual, que es lo que podemos llamar derechos subjetivos del
individuo.
Tengamos en cuenta que esta concepción es, ante todo, antropocentrista. El
hombre es el dueño del universo y de sí mismo: Dios no cuenta para nada. De
modo que estos derechos individuales no coinciden con los derechos naturales,
huella impresa en el hombre del Derecho divino. Toda idea teocéntrica ha
desaparecido: es el propio individuo quien define el ámbito de su libertad en
su tensión frente a la sociedad.
Esta idea antropocéntrica ha persistido en las teorías positivistas y
materialistas; la única diferencia respecto del liberalismo racionalista de
Rousseau es que en la tensión individuo-sociedad salió triunfante esta última.
Al declararse como únicamente existente lo establecido como ley por la voluntad
general, los derechos subjetivos individuales existirán en la medida en que el
propio ordenamiento jurídico los otorgue y reconozca. Ya no puede hablarse con
propiedad de derechos individuales anteriores y superiores lógica y cronológicamente
al Estado. En este contexto ideológico (antropocentrismo y predominio de la
voluntad general en la tensión individuo-sociedad), existe un derecho subjetivo
cuando el ordenamiento así lo establece, al tiempo que garantiza con medios jurídicos
coercitivos la imposibilidad de transgredirlos. Como esta noción sólo puede
darse en el seno de un sistema jurídico positivo y nunca con anterioridad o
independencia de éste, los antiguos derechos naturales pasan a ser creados y
tutelados por la norma positiva y dejan de ser naturales, inalienables,
imprescriptibles y superiores al Estado.
La concepción antropocéntrica y alejada de lo trascendente se cierra con las
tesis materialistas; en ellas el triunfo de la sociedad sobre el individuo es
absoluto y éste se ve privado de su esfera de libertad o autonomía. Por otro
lado, la identificación de la sustancia con el ser material conduce a la
ciencia jurídica a la negación absoluta de la fundamentación suprapositiva de
las normas jurídicas. No deja de ser revelador comprobar cómo lo que comienza
siendo una autoafirmación orgullosa de la libertad individual termina, en una
evolución histórica no exenta de lógica, en una negación radical de la
dignidad de la p. humana.
Frente al antropocentrismo e individualismo que caracterizaban ab initio la
posición racionalista, la concepción iusnaturalista y cristiana es teocéntrica
y afirma la existencia de un orden total en el universo creado por Dios. En este
contexto, la p. humana se da en sociedad. No existen «estados de naturaleza»
ni «contratos sociales» ni tiene la tensión individuo-sociedad carácter
primario. El ser humano es social por naturaleza y junto a los demás hombres se
esfuerza por alcanzar el fin a que ha sido destinado por Dios. Ahora bien, antes
de que existan relaciones humanas se da la existencia de la p. humana y ésta
lleva en sí misma una dimensión de justicia frente a lo social. El hombre
creado por Dios a su imagen y semejanza es elevado a la dignidad de hijo de
Dios, y dotado en consecuencia de inteligencia y libertad; de una libertad que
no es desordenada o ilimitada, sino que debe ejercerse en el orden total de la
creación y debe servir a la consecución por el hombre de su fin último.
Esta dignidad de la p. humana, fundamentada en la filiación divina, tiene
importantes consecuencias. En primer lugar, aunque cronológicamente el Derecho
en cuanto ordenador de la conducta humana surge con el hombre, entitativa y lógicamente
la p. es un prius al Derecho, entendido éste como Derecho humano-positivo. El
Derecho, en este sentido, tiene su fundamento en el hombre y por ello debe
proteger cualquier manifestación de vida humana. Así, p. ej., la protección
del feto no es algo que deba nacer de la voluntad del legislador sino que viene
exigido por la misma naturaleza del hombre y su supremacía frente al Derecho
(V. ABORTO).
En segundo lugar, la dignidad de la p. humana comporta una serie de exigencias
respecto de las cuales en modo alguno cabe transacción ni son disponibles por
el Derecho humano-positivo. Siendo la p. anterior al Derecho positivo, goza de
una esfera de libertad que le reconoce el Derecho divino. Estamos ante los
llamados derechos fundamentales de la p. humana que, como exigencia de la
dignidad del hombre y nacidos del mismo acto creador de Dios, son derechos
naturales, inalienables y superiores al Estado que deben ser reconocidos por
todo orden jurídico-positivo so pena de olvidar el aspecto más noble y
profundo del Derecho, es decir, la justicia (V. DERECHOS DEL HOMBRE; DERECHOS
SOCIALES Y POLÍTICOS).
Estos derechos fundamentales, a saber, el derecho a la dignidad personal, el
derecho a la libertad de conciencia, el derecho de independencia, el derecho a
la vida, el de legítima defensa, el derecho a la propiedad y el derecho de
propiedad, el derecho de asociación, etc., postulan por su propio origen y
esencia la justicia. Pues bien, en cuanto a su reconocimiento y formulación
concreta en los diversos ordenamientos positivos, es preciso hacer dos
consideraciones: 1) Los derechos fundamentales en sus formulaciones histórico-positivas
deben ser reconocidos por el ordenamiento con el más alto rango legal en la
jerarquía de normas. Dichas formulaciones sirven a la certeza y seguridad
exigida por el Derecho y son por ello mismo históricas y cambiantes pero no
deben desvirtuar el contenido de justicia de los derechos fundamentales. 2) Las
tablas de derechos contenidas en la actualidad en todas las Constituciones son
expedientes de técnica jurídica que pueden tener como base diversas ideologías.
Sólo si tienen su fundamento en el Derecho natural (v.) reflejan verdaderamente
la dignidad de la p. humana.
BIBL.: J. PRISCO, Filosofía del Derecho, Madrid 1879; A. MILLÁN PUELLES,
Persona humana y justicia social, Madrid 1962; P. J. VILADRICH, Teoría de los
Derechos Fundamentales del Fiel, Pamplona 1969; F. DE CASTRO Y BRAVO, Compendio
de Derecho Civil. Introducción y Derecho de la Persona, Madrid 1970; J. CASTÁN
TOBEÑAS, Derecho Civil Español Común y Foral, I, 2, Madrid 1971; F. PUIG PEÑA,
Compendio de Derecho Civil Español, I, Madrid 1972.