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La
esencia del hombre
Leonardo Polo
Conferencia dictada el 25-XI-1994 en el salón de grados Mª Zambrano de la facultad de filosofía y letras de la universidad de Málaga, y como sexta sesión del curso La antropología después de Hegel, organizado por el Grupo de investigación sobre el idealismo alemán de esa universidad.
Decimos que la libertad es un trascendental personal. Pero la libertad personal
no es la libertad de elección, que es una libertad derivada de aquélla, una
aparición de la libertad humana pero no radical. La libertad trascendental no
es simplemente libertad de elección, ni es el libre albedrío clásico, sino
que habría que describirla de otra manera; incluso me parece que con una sola fórmula
no se la puede describir completamente; por eso, yo describo la libertad
trascendental con las siguientes tres fórmulas. La primera dice así: la
libertad es la inclusión atópica en la máxima amplitud. Desde aquí, tendríamos
que hablar de qué significa máxima amplitud, que en última instancia es el
Absoluto; inclusión atópica es inclusión no ocupando lugar, puesto que si se
ocupa lugar entonces se está fijo; pero para que la libertad tenga que ver con
la máxima amplitud, tiene que ser, digámoslo así, no fija; y al mismo tiempo
no puede estar fuera, la inclusión tiene que moverse en la amplitud, y por eso
es trascendental. La segunda reza así: la libertad es aquella relación con el
futuro que no lo desfuturiza, aquel tener que ver con el futuro, o aquella
capacidad de habérselas con el futuro, sin desfuturizarlo; el futuro se
desfuturiza precisamente dejando de ser futuro, es el futuro que no se puede
mantener como tal, que pasa a presente y de presente a pasado; pero una relación
con el futuro que no lo desfuturice..., eso es la libertad. Y ahora habría que
hacer un estudio sobre el tiempo, los diferentes tipos de tiempo, o cuáles son
los elementos del tiempo, etc. La tercera descripción es la siguiente: la
libertad es el discontinuo de comienzos.
Pues bien, necesitaría mucho más tiempo del que dispongo para desarrollar
estas descripciones, porque además hay muchos asuntos colaterales que habría
que desbrozar. Por otro lado, seguramente ésta sería la primera vez que oyeran
esas descripciones, sin ninguna familiaridad con ellas; y además no puedo
proponerles antecedentes, porque no encuentro históricamente precedentes. Muy a
pesar mío, porque a mí me gusta siempre encontrar precedentes. Entre otras
cosas, porque a mí no me convence la originalidad: no la considero un valor
filosófico; no me gusta ser original, y no pretendo serlo. Creo además que,
estrictamente en filosofía, el valor es la profundidad; de manera que mi
propuesta no pretende ser nueva en el sentido de original; pretende ser una
continuación de ciertos planteamientos, sobre todo del aristotélico-tomista.
Una continuación, que es una profundización o insistencia en los mismos
asuntos. Sin embargo, a mí me gustaría además encontrar una fórmula que
tuviera precedentes, pero son fórmulas de las que no he visto ningún
precedente; y por lo tanto a ustedes les pueden resultar enigmáticas.
La distinción real de esencia y acto de ser.
En consecuencia quizá lo mejor sería referirme a un precedente: ¿con qué
enlaza, respecto de la filosofía anterior, esta propuesta de antropología
trascendental que hago?, ¿qué es lo que pretende desarrollar? Pues lo que
pretende desarrollar es una tesis tomista según la cual el acto de ser o actus
essendi se distingue realmente de la esencia: la famosa distinción real
essentia-esse. Hay otros autores que también hablan de esa distinción; pero la
fórmula más madura y más frecuentemente usada está contenida en la obra de
Tomás de Aquino. En Avicena hay unos textos, pero mucho más imprecisos, ya que
aunque hable de distinción, esa distinción no es estrictamente entre ser y
esencia, porque en Avicena la noción de acto de ser no está clara. Un colega mío
ha descubierto que hay muchos pasajes del aquinate tomados literalmente de san
Alberto Magno, aunque sin citarle. San Alberto Magno fue el maestro de Tomás de
Aquino, y los autores medievales no tenían ningún problema de plagio, ni se
preocupaban de tales cosas. Y, por otra parte, es verdad que si alguien entiende
una noción, dicha noción ya es suya. Eso de la propiedad intelectual habrá
que emplearlo en los precios de los libros, o en el porcentaje de los autores,
pero no en las ideas, que son de todos; y además cuanto más de todos sean,
mejor. Para un pastel no es así, porque ya se sabe que si yo me como un trozo,
el otro ya no se lo come. Pero las ideas no son como los trozos, no son
materiales: el saber no es algo que sufra menoscabo por compartirse, o que haya
que establecer según partes alícuotas. No; las ideas cuanta más gente las
piense más ricas son; y además no se pierde nada, sino al revés.
La distinción real, tal como la formula Tomás de Aquino, significa un fuerte
avance con respecto al planteamiento de Aristóteles; está en la línea de
Aristóteles, pero ya es una profundización, una continuación en profundidad.
Pero a su vez la distinción real en Tomás de Aquino es expuesta de manera que
no parece haber un desarrollo aplicable al hombre; la desarrolla más bien como
una doctrina general que se refiere al ser, pero al margen del planteamiento de
que el ser personal es distinto del ser como fundamento o primer principio.
Entonces a mí se me ocurre que donde más falta hace aplicar la distinción
real es al hombre. Distinción real entre esse y essentia, entre ser y esencia;
luego en el hombre por una parte se podrá hablar de acto de ser humano, y también
se podrá hablar de esencia del hombre. El hombre no es su esencia sino que la
esencia es suya; en cambio el ser humano no es del hombre, sino que el hombre es
ese ser. Ya he dicho que yo suelo emplear estas fórmulas: acto de ser humano y
esencia del hombre. En el hombre me parece que hay que distinguir realmente el
ser y la esencia; y que la gran fecundidad de ese hallazgo tomista culmina, es más
tajante, y se ve por otra parte con mayor claridad, justamente en antropología.
Me parece que el descubrimiento del acto de ser por Tomás de Aquino o san
Alberto Magno, es una profundización sobre Aristóteles, una continuación
respecto de Aristóteles; porque el primero que propone la noción de acto de
una manera neta es Aristóteles. Lo que nosotros traducimos por acto, en Aristóteles
tiene dos nombres energeia y entelecheia. La noción de acto en Aristóteles no
es única: hay dos sentidos del acto en el fondo irreductibles, aunque a veces
Aristóteles los mezcla. Hay pasajes en los que parece considerar que la
energeia es una forma especial de entelecheia; y sin embargo, hay otros pasajes
en los cuales distingue con bastante nitidez; y finalmente otros pasajes en los
cuales establece la primordialidad de la energeia respecto de la entelecheia;
cosa curiosa y sin embargo estrictamente aristotélica. A veces los
comentaristas no han reparado en ello, quizá debido precisamente a que lo que
tiene en griego dos términos suficientemente diferentes, aunque también
relacionados, en latín se traduce con una sola palabra que es actus.
Pues bien, el actus essendi no es ni la energeia ni la entelecheia; es un tercer
sentido del acto, y por lo tanto es también una ampliación, y una profundización
de las averiguaciones aristotélicas. Lo mismo pasa con la esencia; si el acto
de ser se distingue realmente de ella, entonces la esencia no es acto, sino que
es potencia. Referida al ser, o puesta en relación con el ser, la esencia no es
acto sino potencia. Entre los filósofos griegos el que más utiliza la noción
de potencia es también Aristóteles, pero habría que decir que la esencia como
potencia es un sentido de la potencia no aristotélico; luego es también una
investigación más profunda, más atenta, sobre la noción de potencia, la que
permite decir que la esencia es potencial. Porque en Aristóteles la ousia, que
sería el equivalente de esencia, es justamente enteléquica, y como es
entelecheia es un sentido del acto; en cambio si la ousia o esencia se distingue
realmente del ser, y el ser es el sentido del acto estrictamente primordial, el
actus essendi, entonces se hace incompatible con la noción de entelechia, ya
que no puede ser acto: tiene que ser potencia. Lo cual quiere decir que la noción
de potencia aristotélica, la dynamis, hay que ampliarla; y ese sentido de la
dynamis que se aplica a la esencia es nuevo: la esencia no puede ser ninguno de
los sentidos que tiene la palabra potencia en Aristóteles. Esos sentidos, que
son varios, pueden conservar su validez, pero no tienen la importancia, esa neta
relación con lo radical, que tiene la potencia cuando se entiende que la
esencia es potencia respecto del ser.
Claro está que si hay distinción real entre la esencia y el acto de ser, y esa
distinción es nada menos que la distinción potencia—acto, entonces es una
buena manera de entender la distinción entre lo que es realmente idéntico y lo
que no lo es; porque si hay distinción real entre esencia y existencia ahí no
se puede hablar entonces de identidad en sentido estricto: lo que habrá es
distinción, pero la distinción no es la identidad. Además si se trata de la
distinción entre el acto y la potencia, el acto es superior a la potencia. Y
por lo tanto aquí hay una especie de degradación, de no conservación: en
cuanto que el acto de ser tiene que ver con la potencia no se conserva en
estricta identidad. Precisamente por eso es por lo que la distinción entre el
ser y la esencia es, a mi manera de ver, muy adecuada para establecer a su vez
la distinción entre Dios y la criatura. En Dios no puede haber distinctio
realis entre essentia y esse. Quizá esto lo que signifique, si se lleva a su
extremo, es que en Dios propiamente no se puede hablar de esencia, porque la
esencia se reduce al ser: la esencia es ser, sencillamente ser; no hay
propiamente esencia en Dios, sino ser. En cambio en la criatura no ocurre eso,
sino que justamente la distinción entre Dios y la criatura se corresponde con
que la criatura, siendo también acto de ser como Dios, sin embargo no es sólo
acto de ser sino que hay esencia, una potencialidad peculiar que impide la
identidad.
Cuando hablamos de la distinción entre los primeros principios podemos ya
acudir a la distinción real, porque puede servir plenamente: el principio de
identidad no se debe mezclar con el principio de contradicción; si se trata de
unos principios suficientemente distintos y entendemos que lo primero es el ser.
En el realismo la ordenación normal entre los trascendentales, cifra el primero
de los trascendentales, según ese criterio de orden, en el ser. Pero hay dos
tipos de ser: el ser que es idéntico, que es primordialmente idéntico y que es
el principio de identidad, y el ser que no es el principio de identidad sino el
principio de no contradicción. El principio de contradicción puede entonces
ser entendido —yo así lo propongo en ese viejo libro mío que se llama El ser
I (1)— como ser creado, como el ser de la criatura. La criatura se distingue
de Dios precisamente porque su ser no es su esencia, es decir, porque en la
criatura hay acto y potencia, cosa que en Dios no; Dios tiene que ser puro acto.
Así se plantea una metafísica creacionista, y, por otra parte, así es como
Tomás de Aquino utiliza la distinción real. Los tomistas actuales han
recordado la importancia que tiene esta doctrina en el conjunto de la filosofía
tomista. El primero que llamó la atención sobre eso es un español, Norberto
del Prado, que era profesor en Friburgo y que lo publicó precisamente en 1900.
Es el que la saca a relucir llamándola así: la verdad fundamental de la
filosofía cristiana, De veritate fundamentali philosophiae christianae.
Norberto del Prado destaca que en Tomás de Aquino juega un gran papel la
distinción real; ésa sería la verdad fundamental de la filosofía cristiana.
Luego otros lo han retomado, como Gilson por ejemplo, o Cornelio Fabro últimamente.
Pero a nadie se le ha ocurrido aplicar esta distinción al hombre; y me parece
que hay que hacerlo, que es conveniente hacerlo, y que es lo que se puede
proponer hoy; eso es una profundización y una continuación en el planteamiento
tomista. ¿Acaso no está explícitamente en Tomás de Aquino? No, si lo que
proponemos es una ampliación de los trascendentales, y decimos que el ser del
hombre no es estrictamente el ser como fundamento, como primer principio, sino
que es libertad.
El hombre y el universo.
Es decir, hay dos tipos, o dos modos de ser: dos seres creados. Y
correlativamente habrá también dos esencias que se distinguirán de su
respectivos actos de ser, pero que también habrá que distinguirlas entre sí;
precisamente porque si son distintos sus actos de ser, también ellas serán
distintas entre sí. Con lo cual se justifica propiamente una investigación
acerca de la esencia del hombre: la esencia del hombre es aquello de que se
distingue realmente el acto de ser humano; pero la esencia del hombre no es
aquello de que se distingue el acto de ser tomado como primer principio, que es
otra esencia. Esta otra esencia yo suelo decir que es el universo; en el tomo
cuarto del Curso de teoría del conocimiento (2) lo pretendo mostrar. El
universo, como esencia, se distingue de su propio acto de ser, se distingue
realmente, es decir, es potencial respecto de él. Pero si al ampliar los
trascendentales distinguimos el acto de ser humano, también habrá que
distinguir su esencia, y habrá que decir que la esencia del hombre no es intracósmica,
no se confunde con el universo. Con ello damos un paso adelante, me parece, en
la comprensión del ser humano; y no sólo del ser humano, sino de la esencia
del hombre.
Nuestra esencia no es una esencia que derive del universo, porque como esencia
se corresponde con un acto de ser distinto del universo, y por lo tanto es
distinta realmente de la esencia universo, del universo como esencia. No somos
entes o esencias intracósmicas: estrictamente no lo somos. Ahora veamos si
podemos decir algo acerca de la esencia humana en cuanto que distinta; distinta
de dos cosas: es distinta realmente del ser, pero también es distinta de la
esencia que se corresponde con otro acto de ser. Parecería que, entonces, al
distinguir la esencia del hombre de la esencia universo, y afirmar que no somos
entes intracósmicos, problematizamos el sentido físico del cuerpo humano, que
no es estrictamente independiente del cosmos. Pero el cuerpo humano no es la
esencia del hombre, es una dimensión de la esencia del hombre, pero no es la única.
Para aclararlo debemos considerar la noción de naturaleza, porque el cuerpo es
señal evidente de la naturaleza humana, la cual es personalmente esencializable.
Hay tres nociones que no podemos considerar como equivalentes, porque son
distintas: la noción de sustancia, la noción de naturaleza y la noción de
esencia. A veces se toman indistintamente, y son muchos los textos, sobre todo
aristotélicos o aristotélico—tomistas, en que no se aprecian muchas
diferencias entre ellas. Pero yo creo que hay que distinguirlas, y que según
esa distinción se puede dar razón de la diferencia que hay entre la esencia
del hombre y el universo como esencia. La esencia universo es, por así decirlo,
el universo entero: existe un universo. Pero si existe un universo, o si un
universo es, quiere decir que el universo es la esencia de un acto de ser;
distinta realmente de él, pero la esencia de un acto de ser. Entonces el
universo como esencia, o la esencia universo, sería justamente el universo en
su conjunto.
¿El hombre es el universo? No. ¿El hombre pertenece al universo? No. La
interpretación de la antropología como filosofía segunda en rigor es la
consideración del hombre como un ser intracósmico, que pertenece al universo;
ésa es una convicción griega, y en ella está la línea de sutura entre la
filosofía cristiana y la filosofía griega. La filosofía cristiana puede
asumir la filosofía griega, pero lo que no puede asumir, o le es muy difícil
de aceptar, es que el hombre sea un ser que se explique como perteneciente al
universo. Por ejemplo, la idea de que el alma humana es directamente creada por
Dios, que es una tesis de la filosofía medieval cristiana, ya saca al alma del
universo: porque no está incluida en la creación del universo si es que tiene
que ser directamente creada por Dios.
Sustancia, naturaleza y esencia.
Pero ¿en qué se distinguen?, ¿como se pueden distinguir el universo y el
hombre? Pues se puede distinguir diciendo lo siguiente: sustancia no es lo mismo
que naturaleza, porque la naturaleza añade algo a la sustancia, que justamente
es el principio de operaciones. Esto en la obra de Aristóteles está muy
presente, pero al mismo tiempo no está enteramente elaborado; aunque si han leído
la metafísica verán que el libro siete termina con esta declaración: en
rigor, la sustancia se reduce a causa, es la interpretación causal de la
sustancia. O la sustancia se reduce a causa o no se la acaba de entender. El
libro siete de la metafísica es un libro un poco vacilante, en que Aristóteles
justamente habla de la entelechia o de la ousía; y ahí se encuentra con que la
ousía o la entelechia no es siempre del mismo tipo: hay sustancias generables y
corruptibles, y otras que parece que no lo son. Pero dándole vueltas al asunto
Aristóteles termina diciendo que en definitiva la sustancia es causa. Ahora en
cuanto pasamos al carácter causal de la sustancia, o tomamos en cuenta que la
sustancia o es causa o no es sustancia, nos encontramos con la noción de
naturaleza: el principio de operaciones. Ser causa es ser principio de
operaciones; la sustancia como causa es la naturaleza en cuanto que principio de
operaciones.
A mi modo de ver no toda sustancia es naturaleza, por eso incluso la distinción
entre las dos nociones es mayor: porque hay sustancias que no son naturalezas.
Yo las suelo llamar sustancias elementales, siguiendo la terminología de Aristóteles,
o sustancias naturadas. Aristóteles cree que todas las sustancias son
naturalezas; a mi modo de ver no se puede decir eso de todas las sustancias,
sino sólo de las sustancias superiores, por ejemplo, las sustancias vivas, los
vivientes; o sea, un animal como sustancia, o una planta, es sustancia y
naturaleza. Pero otras, lo puramente elemental, lo que hoy serían los quarks,
los bariones, etc. —en terminología de los cuánticos—, no hay por qué
decir que son sustancias y naturalezas, de ninguna manera: son meras sustancias.
Es decir, puros efectos, pero no causas; puros efectos, o sea, que a su vez no
causan. Las sustancias naturadas son sustancias carentes de naturaleza, meras
sustancias o brutas sustancias. Pero hay otras sustancias superiores, justamente
porque a ellas se añade el ser principio de operaciones; son sustancia siendo
principio de operaciones. Las sustancias más perfectas son justamente éstas:
aquellas que no se limitan a ser sustancias, sino que además, son causas de. La
noción de causa tiene que ver con el fundamento, y por lo tanto si hablamos de
causas en definitiva estamos hablando de algo que tiene que ver con el
fundamento, aunque pueda ser distinto de él, y en ese sentido se hable de
esencia. De momento lo llamamos naturaleza, sustancia como principio de
operaciones, porque todavía no hemos llegado a la esencia.
Y ¿qué es la esencia? Pues la esencia es justamente lo siguiente: la respuesta
definitiva a la pregunta de por qué opera la sustancia; la consideración
definitiva o global de ese doblete, sustancia-naturaleza. ¿Por qué operan las
sustancias? Las sustancias operan en último término en orden a sí mismas,
dice Aristóteles; operar en orden a sí mismas quiere decir establecer una
relación teleológica. La naturaleza es aquello que pone a la sustancia en
relación con el fin; por eso las sustancias naturadas, las sustancias que no
tienen naturaleza, no tienen relación estricta con el fin, no están
finalizadas. Y, repito, ¿qué sería la esencia? La esencia sería la
consideración teleológica de las sustancias y las naturalezas. Aquí por telos
hay que entender el orden: la consideración ordenada, la unidad de orden de la
pluralidad de sustancias naturales, y por inclusión de las sustancias naturadas;
aunque las sustancias naturadas tienen que tener una relación peculiar con el
orden, es decir, cumplen el orden de otra manera, no a través de su naturaleza,
puesto que carecen de ella.
Así creo que más o menos queda esquematizado el asunto cuando se trata de la
esencia universo. El universo como esencia no es una sustancia, ni tampoco es la
naturaleza, como hoy se dice; sino que es la unidad de orden, tesis que por otra
parte es aristotélica. La unidad de orden es lo primario, estrictamente
hablando; pero la unidad de orden no es sustancia, sino una unidad superior a la
de la sustancia. Estamos dándole vueltas al uno otra vez: la unidad de orden es
una versión de la noción de uno distinta del uno tomado como sustancia, o del
uno tomado como objeto, de la unidad o mismidad del objeto pensado, de la que ya
les he hablado. Existe también la unidad de orden, y esa unidad me parece que
es justamente la esencia. La unidad de orden en cuanto que unidad ordenante; es
decir, hay que distinguir la unidad de orden y además una unificación de lo
ordenado correlativa con la unidad del orden. ¿Qué es lo ordenado? Lo ordenado
es justamente el conjunto de las sustancias, por decirlo así, y de sus
operaciones; y el universo sería la consideración estricta de esa unidad como
telos, como unidad ordenante.
Esta es la consideración del universo en su perfección; el universo como algo
perfecto es justamente eso: la unidad de orden y su cumplimiento, es decir, lo
ordenado, lo que cumple el orden. ¿Qué es lo que cumple el orden, o cómo se
cumple el orden? Fundamentalmente a través de las sustancias naturales; o también:
las sustancias cumplen el orden a través de su naturaleza. Pero ese
cumplimiento del orden, en un nivel englobante o unitario, hay que llamarlo
causa final. Bien entendido que este es el estricto sentido que tiene la noción
de causa final en Aristóteles. A veces Aristóteles emplea la palabra fin de
otra manera, como el fin de una tendencia, etc.; pero eso es un sentido derivado
del telos aristotélico. Cuando Aristóteles se mete a fondo a estudiar lo que
significa fin, entonces dice que fin significa unidad de orden, y niega
rotundamente que la unidad de orden sea sustancial.
Bien, pues conjugando todos estos elementos que proporciona Aristóteles, para
englobarlos dentro del asunto de la distinción real, sacamos en claro esto: que
la esencia es justamente la totalidad causal, la totalidad de las causas. Yo la
suelo llamar la tetracausalidad, porque los sentidos de la causalidad son
cuatro; y a su vez esos sentidos de la causalidad son los sentidos
predicamentales de la noción de principio. Cuando distinguimos los cuatro
sentidos de la causalidad —el material, el formal, el final y el eficiente—,
hablamos de las causas predicamentales; y entonces la consideración completa de
la causalidad, la consideración de la tetracausalidad, sería la consideración
de la causa final en su relación con todos los otros sentidos de la causalidad.
Pues eso es justamente lo que es distinto realmente del primer principio. Si el
ser es primer principio, lo distinto realmente de él son precisamente las
causas, que por eso se llaman predicamentales. En Aristóteles propiamente lo
trascendental es lo que está más allá de lo predicamental, o de lo categorial;
si lo categorial se entiende causalmente, entonces esa pluralidad de las causas
es justamente aquello respecto de lo cual su trascendental es el ser como
primero, como primer principio. Y entonces las cuatro causas, precisamente por
ser distintas, por ser un análisis —yo lo suelo llamar así— del primer
principio, son su esencia, y son distintas realmente de él. La distinción real
entre ser y esencia, cuando se trata de lo que no es el hombre, es la distinción
real entre el universo y su ser, entendiendo el universo justamente como una
tetracausalidad.
Perfección intrínseca y extrínseca.
Pues bien, éste no es el caso del hombre: la esencia del hombre no es la
tetracausalidad, la esencia del hombre no es la unidad de orden. ¿Dónde está
la distinción entre esos dos sentidos de la esencia? Pues podemos también
empezar considerando al hombre como naturaleza, como sustancia natural.
Evidentemente se puede decir que el hombre es una sustancia natural, una
sustancia viviente; y por lo tanto es una sustancia con naturaleza, como los
animales, como todas esas sustancias no elementales, sustancias superiores, que
existen en el cosmos. Hasta aquí bien, y en rigor aquí es donde se detiene
Aristóteles: el hombre es una sustancia, una sustancia muy alta, pero una
sustancia con naturaleza, y nada más. Esta es la antropología de Aristóteles:
el hombre como sustancia natural; más elevada que otras sustancias naturales,
pero no pasa de ser una sustancia, y por lo tanto el hombre es intracósmico.
Pero no, el hombre no es intracósmico, ¿por qué? Porque el hombre no está
unificado por el fin, por la unidad de orden; es decir, poque es perfecto de
otra manera. Lo perfecto en el universo, es decir, la causa más primaria, o la
más perfecta de todas, es la causa final. Lo más perfecto en el universo es el
orden; la unidad de orden expresa la perfección del universo, y por eso ahí es
donde se consuma, es decir, donde se pasa de sustancia con naturaleza a esencia:
la esencia es la consideración del universo como perfecto, como agotando toda
su plenitud causal, todo su análisis causal. Toda su analítica causal
unificada es justamente la unidad de orden, el telos en sentido estricto. Pero
en el caso del hombre no es así; en el caso del hombre la perfección es
inherente. La causa final siempre es una causa extrínseca; es una perfección,
pero es una perfección que como unidad de orden no pertenece a lo ordenado. Lo
ordenado está ordenado por esa unidad de orden, pero la unidad de orden se
distingue de lo ordenado, es una causa distinta, y por eso se dice extrínseca.
En el caso del hombre, aun considerado como sustancia natural, la perfección es
intrínseca, es decir, el hombre es una sustancia natural capaz de autoperfección.
Si la sustancia natural humana es capaz de autoperfección, entonces esa
capacidad de autoperfeccionarse, y ese efectivo alcanzar la propia perfección,
es justamente lo que yo entiendo como esencia del hombre. La esencia del hombre
se distingue de la esencia universo en cuanto que esencia, en que ella misma se
dota de perfección, en que la perfección le es intrínseca. Se constituye como
esencia sin aludir a un factor extrínseco ordenante, o a un sentido causal
ordenante, sino que consigue su perfección, digámoslo así, en una redundancia
sobre sí misma. Y esa redundancia sobre sí misma es justamente lo que se suele
llamar hábito; el hábito es la perfección de la naturaleza humana. Pero el hábito
se distingue de la causa final, de la unidad de orden, es decir, de la perfección
del universo, porque el hábito no es extrínseco a la naturaleza, sino que el hábito
es una consecuencia de la naturaleza. Al desplegar el hombre su operatividad
natural entonces adquiere hábitos: los hábitos intelectuales, o bien los hábitos
de la voluntad, que son las llamadas virtudes morales, y también incluso las
tenencias categoriales. Una naturaleza que es capaz de autoperfección, una
naturaleza que no tiene su fin fuera de ella misma, por decirlo así, sino que
se dota ella misma de su propia perfección, esa naturaleza no es del universo,
sino superior al universo. Una naturaleza autoperfectible no es la esencia
universo, sino que es otro tipo de esencia.
Señalamos una peculiaridad de la esencia del hombre que la distingue de la
esencia universo y según la cual es una naturaleza autoperfectible, no como las
sustancias naturales intracósmicas. Las sustancias naturales intracósmicas no
son autoperfectibles, sino que son perfeccionadas por algo extrínseco a ellas
que es la unidad de orden, justamente la que las abarca, o dentro de la cual están,
por decirlo así. Recuerden, porque todo esto guarda relación como es lógico,
que les había descrito la libertad como inclusión atópica en el ámbito de la
máxima amplitud. La máxima amplitud no puede ser la unidad de orden, es algo más;
y esa inclusión atópica tampoco es el mero ser ordenado, que es lo que
corresponde a las sustancias naturales.
Esto no es nada nuevo, aunque la terminología que vengo utilizando les pueda
extrañar; lo encontramos por ejemplo en la noción de ecosistema. En el sistema
ecológico unas cosas tienen que ver con otras, unos vivientes tienen que ver
con otros vivientes, de tal manera que se constituye un orden; en rigor, si esto
lo llevamos a sus últimas posibilidades, nos encontraríamos con que el
universo es una unidad de orden; una unidad de orden que comporta algo ordenado,
es decir, que se ejerce sobre algo, puesto que tiene un valor causal. Hay un
cumplimiento del orden y el cumplimiento del orden corre a cargo de lo ordenado,
y lo ordenado puede ser ordenado en la misma medida en que pueda serlo, o en que
permita que la unidad del orden se le aplique. No todo es susceptible de ser
ordenado de la misma manera; cada sustancia a través de su naturaleza, o a través
del factor que sea si se trata de una sustancia sin naturaleza, cumple el orden
según la medida de que es capaz. Cuando se trata de la naturaleza del hombre no
es así, la naturaleza del hombre se da a sí misma su propia perfección.
Pues bien esa autoperfectibilidad distingue la esencia del hombre respecto del
universo como esencia; y también se distingue realmente respecto de un acto de
ser propio, el acto de ser personal. Pero ahora el acto de ser personal no es un
primer principio, sino que es la persona. La persona es aquel acto de ser, podríamos
ahora también decirlo así, cuya esencia distinta realmente de él es una
naturaleza autoperfectiva; en cambio, cuando el acto de ser es un primer
principio la esencia es la unidad de orden. También hay sustancia, y
naturaleza; pero la perfección de todo eso es la unidad de orden. La unidad de
orden es, por así decir, común a todas las sustancias, es la organización de
todas las sustancias. En el hombre no es así: en el hombre la perfección se la
da él a sí mismo, a través de sus propios actos; a través de sus actos el
hombre adquiere una perfección propia. La naturaleza del hombre adquiere una
perfección que le es estrictamente intrínseca, es decir, que es una elevación
de la misma naturaleza; con lo cual el hombre no es meramente una naturaleza,
sino que es una naturaleza esencializable ella misma. En cambio las sustancias
naturales del universo no son esencializables, sino que son simplemente
ordenables, porque la perfección que les corresponde es una perfección que las
aglutina, pero que no se les comunica, en el sentido de que ellas mismas la
generen. No, nada de eso; es otro sentido de la causalidad, que además es
unitario y las congrega a todas: la unidad del orden.
La esencia del hombre así entendida es una esencia superior a la esencia
universo. Paralelamente habría que decir que el acto de ser correspondiente,
esos trascendentales humanos: la libertad, la intelección como trascendental
—es decir, la pura noeticidad del pensar—, y el amor como trascendental,
también son superiores a los trascendentales que podemos considerar en metafísica,
que son el ser —el ser como principio, puesto que además tenemos un ser
superior que es el ser personal—, la verdad y el bien. A la superioridad de la
esencia le corresponde también una superioridad en el orden del ser; aunque en
rigor habría que decirlo al revés: porque se trata de un ser superior, de una
trascendentalidad superior, es por lo que la esencia es superior.
El crecimiento.
Esto en definitiva se podía traducir a lo siguiente: la esencia del hombre es
una esencia capaz de un crecimiento irrestricto. El hombre es una esencia, pero
una esencia abierta, y abierta en una línea que es el crecimiento: el hombre es
un ser esencialmente creciente. Otras veces a esto se llama autorrealización,
pero a mí me parece que la autorrealización no es una buena expresión. En
todo caso, el hombre siempre puede ir a más, esencialmente puede ir a más; por
eso no existe el superhombre, o una especie posterior que venga a cumplir las
posibilidades del hombre: la evolución se para en el hombre. Si entendiéramos
evolutivamente el ser humano nos daríamos cuenta de que la evolución, en el
caso del hombre, es una preparación de su carácter esencial, la preparación
de una naturaleza que es capaz de esencialización ella misma, es decir, de un
crecimiento que va mucho más allá del crecimiento orgánico, ya que es un
crecimiento también en el orden del espíritu.
Fíjense ustedes que si examinamos las distintas naturalezas intracósmicas, los
distintos seres vivientes, nos encontramos ya con procesos de crecimiento: el
crecimiento orgánico. El crecimiento orgánico es un asunto que está
absolutamente claro que existe, y sin embargo su última índole está por
averiguar. En definitiva el crecimiento orgánico es la misma consideración del
organismo, lo que hoy se llama embriogénesis. Hay un crecimiento orgánico,
porque el organismo se constituye según un proceso de diferenciación. Tampoco
se sabe exactamente cómo, porque aunque ya se ha descubierto el código genético,
sin embargo todavía no se sabe exactamente cómo funciona. La biología en este
punto ha dado muchos pasos adelante, pero todavía eso está por averiguar. Cómo
es la embriogénesis realmente no lo sabe nadie; pero que existe la embriogénesis
eso está bastante claro. La embriogénesis es una forma de crecer, pero no es
un crecimiento irrestricto, sino que el crecimiento orgánico se detiene; antes
o después, pero se detiene. Por eso, el animal llega un momento en que ya no
crece; pero el hombre puede crecer siempre.
Aristóteles, con todo, estableció las bases para comprender el crecimiento. En
Aristóteles hay fuertes equivocaciones en fisiología y anatomía; pero sin
embargo sus ideas básicas de biología, podíamos llamarlas así, son
extraordinariamente nítidas. Aristóteles definió claramente lo que es la
embriogénesis. La describe como una reproducción diferencial. Una reproducción,
si es pura reproducción, da lugar a individuos diferentes; para que una
reproducción sea compatible con la unidad del individuo es menester que sea
diferencial. La reproducción diferencial acontece en el modo de lograr a través
de ella una serie de órganos que justamente constituyen un organismo unitario.
Pero eso es precisamente el crecimiento; el crecimiento orgánico es justamente
la constitución de un organismo. También la definición de alma de Aristóteles
tiene que ver directamente con esto. El alma, según Aristóteles, es la
entelecheia de un cuerpo organizado, el acto primero de un cuerpo organizado; un
acto primero que corresponde a una organización, es decir, a una diferenciación
unitaria, o a una reproducción diferencial unitaria.
Pero en el hombre el crecimiento no se detiene. El hombre crece orgánicamente
hasta cierto punto; su crecimiento orgánico evidentemente no es un crecimiento
irrestricto, es decir, llega un momento en que el hombre acaba de crecer, ya
tiene su organismo constituido. Pues entonces aparece otra clase de crecimiento,
porque en el hombre hay una parte de su organismo que puede crecer más allá de
su constitución genética, que es el sistema nervioso. El sistema nervioso
humano ofrece un vector de crecimiento que no termina con su constitución, es
decir, que no termina con la embriogénesis. También esto está reconocido en
la filosofía clásica de una manera muy neta: hay facultades humanas orgánicas
que son organógenas, o sea que no tienen su órgano ya constituído, sino que
lo autogeneran, son organógenas. El caso típico es la imaginación; el carácter
organógeno de la imaginación, que realmente es una averiguación espléndida y
por otra parte enteramente actual —hay que incluirla en la biología
actual—, mucha gente lo ha descubierto, aunque ya se encuentra claramente en
los textos de Tomás de Aquino. La imaginación es organógena, es decir, no es
un órgano ya constituído al nacer, sino un órgano que se va constituyendo, y
que por lo tanto comporta un crecimiento que va más allá de la pura génesis
constituyente. Pero todavía eso es un crecimiento finito; que tiene que ver con
un cierto tipo de conocimiento, y por tanto no es un mero crecimiento orgánico,
sino algo más; pero que también tiene su limitación. La imaginación humana
puede crecer hasta cierto punto, pero más allá de ese punto ya no crece;
aproximadamente el crecimiento de la imaginación humana, la autoconstitución
del órgano de la imaginación, se termina en el hombre en torno a los 22 ó 23
años.
Pero sin embargo el hombre sigue creciendo, precisamente a través de su vida;
por eso ese libro mío que se llama Quién es el hombre (3), tiene un subtítulo
que reza un espíritu en el tiempo; por cierto que me lo cambiaron, fue un error
de la editorial, y le han puesto un espíritu en el mundo, el título de una
obra de Rahner; y realmente lo que dice el libro no tiene mucho que ver con lo
que dice Rahner. Un espíritu en el tiempo es un espíritu cuyo despliegue
temporal es creciente; el hombre es capaz de aprovechar el tiempo. También el
organismo aprovecha el tiempo en tanto en cuanto que crece; porque crece en el
tiempo, y en tanto que lo hace no se puede decir que el tiempo lo desgaste, sino
todo lo contrario: que el tiempo le viene muy bien al organismo, porque sin ese
tiempo el organismo no crecería, no se constituiría a sí mismo. La embriogénesis
es la fase más interesante de la vida animal; en el hombre también es
extraordinariamente importante, pero la cosa sigue en la organogénesis, es
decir, en el crecimiento del sistema nervioso que no se termina al nacer.
El crecimiento irrestricto.
Pero además el hombre sigue creciendo a lo largo de toda su vida, y crece del
siguiente modo: cuando el hombre ejerce operaciones, esas operaciones tienen
siempre un doble resultado. Tienen un resultado externo, porque el hombre es un
ser productor; es decir, de la actividad humana resulta algo: si uno hace
zapatos resultarán zapatos, de un artesano saldrá la obra artesana. El hombre
es un productor, un ser productor; pero no es un productor solamente hacia
fuera, sino que justamente al ejercer su actividad esa actividad se queda en sí
mismo; es decir, revierte o redunda en la misma naturaleza, en el mismo
principio natural perfeccionándolo, llevándolo más adelante, haciéndole en
definitiva crecer. Nuestras facultades espirituales no son facultades fijas, no
son principios operativos fijos, sino principios perfeccionables justamente por
su actividad. Por eso el hombre con sus actos se puede hacer más o menos
hombre; es un gravísimo error considerar al hombre solamente como un ser capaz
de producir resultados, homo faber; eso es una consideración completamente
unilateral. Eso es cierto, pero no es la verdad completa; la verdad completa es
que cuando el hombre actúa siempre el primer beneficiario o, como también esto
puede ser negativo, la primera víctima de su actividad es él mismo, su propia
naturaleza.
Pues bien, que una naturaleza al ejercer sus actos, no solamente sea ordenada
por la causa final, es decir, se meta dentro de la unidad de orden, cumpla el
orden a su modo, sino que ella misma siga creciendo, y ella misma se siga
constituyendo, eso es justamente lo característico de la esencia del hombre: lo
que la distingue de cualquier otra naturaleza, de los seres animales, o
vegetales, etc., y por tanto de la esencia universo. Yo creo que se puede
enfocar así: si tomamos en cuenta el crecimiento, entonces la diferencia entre
la esencia del hombre y la esencia universo se hace muy neta: el universo es
incapaz de hábitos. Ningún ser intracósmico tiene hábitos, adquiere hábitos;
ningún ser intracósmico se autoperfecciona de una manera irrestricta, sino que
su perfección está justamente en cumplir el fin, es decir, en cumplir el
orden: ser un ordenado, un cumplidor del orden; y en eso estriba lo más a que
puede aspirar una sustancia natural intracósmica. Pero el hombre no es una
sustancia natural intracósmica: se sale del universo precisamente porque recaba
para sí su propia perfección a través de su actividad; y eso de una manera,
insisto, irrestricta, hasta que se muere. Un hombre puede estar creciendo en sus
potencias espirituales, en sus facultades espirituales, hasta que se muera. Yo
pienso que incluso sigue creciendo después; y lo he hablado con algunos teólogos,
que no están muy de acuerdo con la tesis; pero yo creo que sí: que el hombre
puede seguir creciendo después de muerto. El espíritu, si es inmortal no se
limita a sobrevivir, o a entrar en la eviternidad, que ya no es el tiempo, sino
que sigue creciendo.
El hombre es capaz de aprovechar el tiempo de esta manera; y en ese sentido
ejerce un dominio, un señorío, sobre su propia temporalidad. La esencia del
hombre se podría también describir así: como la esencia biográfica; el
hombre es el ser que tiene una biografía. ¿Qué quiere decir eso? Pues que es
un ser que no acaba de hacerse esencialmente, o de constituirse esencialmente,
nunca; porque siempre puede ir a más. Y puede ir a más precisamente por esta
característica que tienen sus acciones, por la que no solamente tienen que ver
con otras cosas, es decir, no son solamente productivas, sino que lo más
importante de ellas es justamente que son acciones que perfeccionan la propia
naturaleza, o la degradan. Desde este punto de vista el hombre es lo que se
suele llamar, en teoría de sistemas, un sistema libre. Y esto es lo que se
puede decir de la esencia del hombre en cuanto que distinta de la esencia
universo: el hombre está más allá del cosmos. Rilke lo decía así: el hombre
siempre está más allá del fin; está siempre más allá del fin porque
cualquier fin que se proponga lo puede prolongar según la perfección de su
naturaleza. Siempre puede ir a más en su propia constitución esencial, la
puede hacer mejor, porque el hombre esencialmente nunca está terminado.
Ya ven ustedes que esto conecta también con aquella otra descripción de la
libertad que les di: aquel tener que ver con el futuro, aquella futurización,
que no desfuturiza el futuro; es decir, el hombre es un ser enteramente abierto
al futuro. Lo cual para su esencia significa que siempre puede ir a más; es
decir, que para el hombre el tiempo no significa desgaste. Puede significar
desgaste desde el punto de vista de su constitución natural, biológica, pero
desde el punto de vista de su espíritu no; desde el punto de vista de su espíritu,
al menos hasta que se muere puede seguir creciendo. Crecimiento y
perfeccionamiento son lo mismo, si no el perfeccionamiento sería una idea
demasiado platónica, una pura idea; un perfeccionamiento real es un
crecimiento. El hombre puede hacerse cada vez más uno esencialmente, y al mismo
tiempo puede ir integrando en esa unidad cada vez mayores diferencias. El modelo
inferior de integración, para entendernos, es justamente la embriogénesis, la
constitución del organismo, que es el caso de crecimiento más claro que existe
en lo que nosotros podemos observar científicamente. Pero la antropología
tiene que sacar a relucir la idea de un crecimiento todavía mayor, un
crecimiento que siempre se puede mantener, y un crecimiento que es más que una
diferenciación de la unidad en la reproducción como es el crecimiento orgánico.
Se trata de una especie de feed-back, si lo asimilamos a la cibernética.
Porque ¿qué es adquirir un hábito? Adquirir un hábito es una realimentación;
la facultad, el principio de una acción u operación, es mejorado,
incrementado, perfeccionado justamente por la acción; es decir, la acción del
hombre no es solamente transitiva, sino que la acción del hombre se queda en él
e incrementa su poder de ejercer acciones; lo cual quiere decir que en adelante
podrá ejercer acciones más altas. En eso estriban las virtudes, y por eso el
estatuto antropológico de la ética está aquí: la ética humana radica
esencialmente en el establecimiento de las condiciones para que el crecimiento
no se detenga. La ética en definitiva exige que el crecimiento, es decir, la
esencia del hombre en cuanto que es un autoperfeccionamiento de la naturaleza,
no se detenga; eso es lo que estudia la ética, Y aquí también se ve cómo la
libertad, que es un trascendental personal, se extiende hasta la esencia.
La vida como una carga.
Recuerden lo que decía san Agustín: si dijeres basta pereciste; el hombre
nunca puede decir basta, el hombre en rigor es un insatisfecho. Insatisfecho en
el sentido más etimológico de la palabra, es decir, el que nunca puede
conformarse con lo hecho: satis facere. Considerar que uno ha hecho, ha
progresado, o ha crecido lo suficiente; y decir ya me puedo echar a dormir,
ahora ya no tengo nada que hacer, tengo tiempo sobrante, es detenerse. Porque
entonces ¿qué hago con el tiempo?, ¿qué puede hacerse con el tiempo si no se
crece? Pues no se puede hacer más que una cosa: divertirse, o aburrirse que es
la antítesis. O entrar en un proceso de modas, que es una manera de intentar
evitar el aburrimiento: la forma que adquiere el afán de divertirse cuando se
ve amenazado por el aburrimiento; eso es vivir a la moda. Pero no se puede vivir
así: el hombre no puede vivir más que creciendo; no cabe el descanso.
El hombre siempre debe crecer más; porque en definitiva el hombre tiene el
deber de ser cada vez más humano, de tener una esencia cada vez de mayor
alcance, de no dejar de crecer. Píndaro daba un imperativo: se el que eres. No
es suficiente; está bien, pero se queda corto. Habría que decir: se
esencialmente todo lo que puedes. No dejes de crecer, no te tumbes a la bartola,
no creas que has alcanzado un estadio que ya es insuperable; nunca, porque
siempre puedes ir más allá; no en el orden de los objetivos externos, aunque
quizás también ahí, sino sobre todo en el orden del crecimiento de lo humano
en cada uno de nosotros.
Ya comprendo que se puede decir: eso a mí no me gusta. Pero decir eso es
expresar la propia protesta; y la propia protesta es más bien un homenaje: no
es una refutación, sino un homenaje. Porque significa: eso es demasiado... para
mí. En ese sentido también se puede decir: es mejor la inconsciencia de la
piedra; pero ¿para quién? Para el que no soporte el esfuerzo de vivir. La vida
siempre significa esfuerzo, siempre lleva consigo —en el animal es claro—
una cierta lucha; no en sentido darwinista, pero para vivir hay que buscar
satisfacer las necesidades, por ejemplo, y a veces los recursos con que se
cuenta son escasos, y entonces hay que ingeniárselas. Lo mismo pasa con la
libertad: hay gente que no quiere ser libre, porque quizás es más cómodo no
serlo. Si todo nos lo dieran hecho...
Ahora bien, la vida humana siempre consiste en crecer; su penosidad no procede
de este hecho. La diferencia no se establece entre estar hecho o tener que
hacerse; no, la diferencia está en tener que hacerse con esfuerzo —ganarás
el pan con el sudor de tu frente, dice el Génesis (4)—, o tener que hacerse
sin ese sufrimiento acompañante. Pero en cualquier caso el hombre tiene que
hacerse, tanto Adán en el paraíso, como después. Por tanto no es válida la
interpretación de Ortega, según la cual Adán en el paraíso sería el que no
tiene nada que hacer, el que está en una vida vacante. Eso para Ortega, que es
un vitalista, no valdría la pena; al final resultaría que Adán se aburre.
Resulta muy aburrido no tener que hacer nada. Pero yo creo que no, que es una
equivocación: Adán también tenía que crecer, porque si no la prohibición
pierde sentido; y sin la prohibición el paraíso tampoco se entiende.
Rectificación de la noción tendencial de la voluntad.
Frente al crecimiento irrestricto uno pudiera alegar el anhelo del descanso.
Pero esta idea del descanso responde a una tradición bastante antigua que
conviene rectificar. Es una peculiar interpretación de la felicidad que viene
precisamente de los griegos. Los griegos sostenían que la voluntad humana, lo
que en el hombre hay de búsqueda de algo último, terminaba en un acto, tenía
un acto culminar; y ese acto culminar de la voluntad es lo que se llama el
gozar, o el disfrutar. Tomás de Aquino cuando hace su teoría de la voluntad
todavía mantiene eso: que el acto culminar de la voluntad es la fruición, y la
fruición es la felicidad. A mi ver, eso sigue siendo naturalismo, es decir, eso
no es esencialismo. No es conceder al hombre una esencia autoperfectible, sino
considerarlo un ser natural, un ser que, precisamente porque está finalizado,
alcanza a conseguir el fin, o alcanza algo que ya no tiene un más allá. ¿Cómo
se va a ir más allá del fin, si uno es un ser finalizado?. Una interpretación
de la voluntad de este tipo, como un puro tender, como orexis, que es la
interpretación clásica de la voluntad, se queda corta.
La voluntad tiene también un carácter de rebrotar en sí misma. Tomás de
Aquino, que está dando vueltas al asunto, en algún texto le llama el carácter
curvo de la voluntad. Lo primero en la voluntad es querer, el simplex velle,
dice él; lo último concede que sea el frui. Pero al mismo tiempo dice: la
voluntad es curva, por lo tanto la voluntad lo que quiere en rigor es querer más.
¿Basta con querer? No, a la voluntad no le basta con querer. La voluntad es
curva, y por lo tanto también se remite a su propio querer: quiere mejorar su
querer, quiere querer —y con las virtudes es como lo puede lograr—. Y querer
querer es el peculiar ir a más de la voluntad, su crecimiento. El crecimiento
en la voluntad está expresado al hablar de su curvatura. Y si la voluntad es
curva la vida no es un error. Vivir sin comprometerse en vivir es algo así como
la pura frivolidad; pero si la voluntad se curva sobre sí misma, entonces hay
que decir: ahí está la vida, vamos a por ella. Vida ¿para qué vida?, se
preguntaba el maestro Eckhart: para sí misma. Si se pregunta a la vida,
eternamente vida, ¿para qué vives? La vida te contestará siempre: para vivir;
lo característico de la vida es que se embarca en sí misma. Que la vida sea un
error cósmico a ella misma le tiene sin cuidado, porque la vida lo que quiere
es vivir. La vida lo que pretende es vivir, y vivir es siempre vivir más; no es
sobrevivir, es vivir más. Acerca de la vida se puede ser optimista y se puede
ser pesimista; pero el pesimismo es un error por defecto; es un decrecimiento.
El pesimista es una persona con poco tono vital; y por lo tanto también es
comprensible, porque a veces estamos en situaciones de poco tono vital, de
cansancio; y vemos la vida como una carga que no merece la pena. Pero es una
profunda equivocación: no es una condena el ser libres, como pensaba Sartre,
porque la libertad es filial y destinal, es vida llamada a plenitud.
La esencia del hombre y el ser personal.
Lo último que hay que decir ahora es lo siguiente: de todas maneras, por mucho
que el hombre crezca, por mucho que se perfeccione a lo largo de su vida en
forma de hábitos, a pesar de todo en el hombre siempre permanece la distinción
entre la essentia y el esse; nunca el hombre puede llegar a una identidad. Es
decir, por grande que sea su crecimiento esencial, siempre su ser está por
encima de él. Esto yo lo suelo decir así: el hombre es un ser que carece de réplica
en su esencia. Su esencia no es estrictamente la réplica suya, es decir, el
hombre no es un ser idéntico. Aunque su esencia pueda crecer, al crecer, digámoslo
así, se hace cada vez más coherente con la persona, con el ser personal; sin
embargo eso no tiene más que el carácter de una manifestación de la persona,
es expresivo de la persona: la persona cada vez se expresa mejor según su
esencia. Si la esencia realmente va hacia delante, hay un proceso creciente;
pero su esencia nunca se agota: el hombre nunca puede establecer una relación
yo-tú con su esencia, es decir, el hombre no supera la distinción real jamás,
nunca.
Lo que el hombre hace con su esencia, la relación del ser humano con su
esencia, en la misma medida en que su esencia va aumentando, va perfeccionándose
de una manera intrínseca a través de sus acciones, por la redundancia de sus
acciones en la naturaleza —la esencia del hombre es así más que
naturaleza—; lo que hace ese proceso creciente es poner la esencia del hombre
más en manos de la libertad. Por eso la esencia es del hombre; y también por
eso se la puede describir así: con la palabra que yo suelo emplear, que es
disponer. La esencia es el modo de disponer, aunque también esto requeriría
una explanación porque la palabra disponer en castellano tiene varios sentidos.
La libertad no es que cause la esencia, no es un principio fundamental respecto
de la esencia —ya he dicho que la libertad no es fundamento—, sino que la
libertad lo que hace respecto de la esencia es constituirla en disponer; en un
disponer que tiene una enorme cantidad de modos, de modalidades del disponer. Y
por lo tanto, la esencia del hombre, en cuanto que disponer, tiene que ver con
lo disponible. Cuanto más alto es el disponer más hay accesible a él, o más
se amplía lo disponible, lo que está al alcance del disponer.
Pero en el hombre siempre se mantiene la distinción entre ser y esencia, que
ahora enunciamos así: el disponer y lo disponible no son lo mismo. El hombre
puede disponer de muchas cosas justamente según su esencia que es el disponer.
Pero el disponer es un análisis de la libertad; y la analítica de la libertad
trascendental es como su ladera: la libertad abriéndose paso en la esencia. Y
ese abrirse paso es también imprescindible para la esencia: cuanto más hábitos
se tiene, cuanto más se crece, más libremente se dispone. El disponer es
libre, y serlo es la libertad del hombre respecto de aquello de que puede
disponer, que es lo disponible. Pero el hombre no puede disponer de su propia
esencia, eso le está vedado; una cosa es disponer de lo disponible, y otra cosa
es que el disponer sea disponible. El hombre no puede disponer de su esencia,
sino que puede disponer según su esencia. El intento de disponer de la propia
esencia es siempre un intento de conseguir una identidad con ella: es el intento
de realizar el ser de acuerdo con la esencia. Y ésa es la gran equivocación
humana: cuando el hombre quiere ser a través de su esencia, o agotar su ser en
su esencia, entonces tiene que disponer de ella. En las antropologías modernas,
que son antropologías en las cuales se introduce forzadamente la identidad, es
decir, que proponen una interpretación del ser humano como ser idéntico, o de
la naturaleza humana como un proceso de identificación, se incurre en esta
equivocación.
Eso está muy claro en Sartre a su manera, que es una manera paradójica, y en
Nietzsche de otra manera, pero muy propia de él. En ambos aparece la idea de
autorrealización, es decir, la pretensión de la identidad. No, el hombre
dispone según su esencia, no dispone de su esencia; el hombre no se cierra a sí
mismo en identidad ser—esencia, porque en ese momento el hombre se quedaría
solo, y ya he dicho que la soledad es lo más contrario al ser personal. Por lo
tanto, lo que el hombre sí puede hacer, y en eso está el sentido de su propia
esencia, es crecer, perfeccionarse, autoperfeccionarse. Es decir, como
crecimiento, el sentido de la vida humana está justamente en manifestar cada
vez mejor a la persona; porque a través de su esencia el ser humano se puede
manifestar. Lo que no puede es encontrarse entero en lo que es una manifestación
suya; eso nunca lo puede hacer. La persona no se agota en su esencia, la persona
en este sentido trasciende su esencia; aquí lo trascendental es un trascender
la propia esencia, que es justamente lo que hace que el intento de disponer de
ella sea un intento empobrecedor: el hombre de esa manera se reduce, se
confunde, y se equivoca. La equivocación más profunda en que el hombre puede
caer es el intento de cobrarse a sí mismo, lo que Hegel llama wiedereinigung, o
wiedererkennung: la recuperación como reconocimiento. Eso es una equivocación
que ignora la distinción real essentia-esse, y que elimina en el ser humano su
dependencia del Creador.
Notas
El ser I: la existencia extramental. Universidad Navarra, Pamplona 1966.
Curso de teoría del conocimiento, v. IV/1ª parte. Eunsa, Pamplona 1994.
Quién es el hombre. Rialp, Madrid 1991.
Cfr. Génesis 3, 19.
© José Luis Gómez-Martínez
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