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En el umbral de una nueva era

por Paul Johnson

 

¿Seremos testigos de un cambio dramático en el ánimo popular del mundo occidental?

El siglo XX -el Siglo Americano, como se le ha llamado a menudo- ha sido la Era del Liberalismo. En los inicios de este siglo XXI el poder económico y la preponderancia militar de Estados Unidos son mayores que nunca. Pero yo siento que este cataclismo por el que está pasando el país va a traer como resultado un endurecimiento de las mentes y los corazones estadounidenses, cuya primera advertencia será la respuesta militar que se va a dar contra los enemigos de la nación. Y cuando Estados Unidos emprende algo, el resto del mundo le sigue.

¿Está a punto de convertirse este siglo XXI en la Era de la Reacción, en la que el reloj de los tiempos de nuevo se encamine firmemente hacia la severidad, la disciplina y la aplicación inexorable de la ley?

La Era del Liberalismo ha transformado todos los aspectos de nuestras vidas, pero donde más se ha notado su impacto ha sido en la esfera de la geopolítica. Y quizá su mayor consecuencia física haya sido la descolonización, proceso por el cual se desmantelaron imperios -de buena voluntad (en su conjunto), el británico; de mala gana, el resto-, creándose a continuación más de un centenar de nuevas naciones. Durante este proceso floreció el fenómeno del terrorismo, mientras que la actitud de las autoridades competentes frente a él era cada vez más ambivalente. Los agitadores nacionalistas, que se habían convertido en despiadados asesinos de masas, fueron después -con el paso del tiempo y también bajo la presión del sentimiento liberal- reconocidos como líderes; se negoció con ellos, se les legitimó y, finalmente, se les otorgaron cargos importantes, invistiéndoles con el poder. En definitiva, cambiaron las armas por cetros.

Este proceso se inició en Irlanda, donde un macabro apóstol de la muerte y la destrucción, Eamon de Valera, se convirtió en su primer ministro y presidente, gobernando en el sur de la isla durante toda una generación.

Hoy en día, esta situación todavía persiste. Los que aún lloran por las víctimas de las atrocidades del IRA o los lisiados de por vida contemplan, con cólera impotente, cómo a los mismos individuos que perpetraron aquellos crímenes se les libera de la cárcel, se les otorgan cargos e, incluso -suprema ironía- se les da protección policial frente a las familias de aquellas personas a quienes ellos asesinaron. Muy pocos terroristas han sido ejecutados por sus crímenes. El liberalismo del siglo XX logró que la pena capital fuera algo imposible o cuando menos objeto de controversia, aún en los casos más atroces. Muchos de ellos fueron condenados a cadena perpetua, pero muy pocos, si es que hubo alguno, cumplieron sus condenas. A consecuencia de unos acuerdos negociados, fueron legalmente puestos en libertad. Como ellos ya sabían que esto ocurriría y contaban con ello, la cárcel nunca supuso ningún tipo de freno para los terroristas.

Irónicamente de nuevo, Israel, ahora asolada por el terrorismo, fue -tras Irlanda- el siguiente Estado en demostrar que las bombas y las pistolas obligan siempre a un imperio liberal a hacer concesiones.

El primer ministro Menahem Begin, que dirigió los destinos de Israel durante muchos años, comenzó su carrera política como líder del grupo terrorista Irgun, el cual, entre otras atrocidades, llevó a cabo la voladura del hotel Rey David de Jerusalén, en un atentado que costó la vida a más de un centenar de personas inocentes pertenecientes a todas las razas.

Durante el acto de apertura de la Primera Conferencia sobre Terrorismo Internacional, en la década de los 70, en la que tanto Begin como yo mismo éramos conferenciantes, le rogué que pidiera perdón por la atrocidad del hotel Rey David. Y él se negó terminantemente. Para él había terroristas buenos (los luchadores por la libertad y los patriotas israelíes) y terroristas malos (los árabes asesinos de masas). La ambivalencia a propósito del terrorismo ha sido una arraigada y mortal característica del liberalismo del siglo XX que también afectó a Estados Unidos, quien proporcionó ayuda a los terroristas irlandeses durante más de 150 años. Los presidentes estadounidenses, y Bill Clinton el últimos de ellos, siempre han auspiciado acuerdos entre los terroristas y el Gobierno británico. Los intelectuales liberales de Estados Unidos se han venido arrastrando siempre a los pies de asesinos como el Che Guevara o Fidel Castro, quienes comenzaron su vida adulta como terroristas en la Universidad y aprendieron a asesinar policías mientras supuestamente estudiaban leyes.

Durante el proceso de descolonización, en Londres, se convirtió en acontecimiento periódico festejar y colmar de honores a individuos antes reclamados por asesinato, a los que a continuación se les aclamaba como estadistas. Un ejemplo típico de esta costumbre se puede encontrar en Jomo Kenyatta, creador del salvaje Mau-Mau, descrito por el gobernador de Kenia como «líder de la oscuridad y la muerte». Sin embargo, sobrevivió y logró convertirse en presidente del país y en su Viejo Gran Hombre (como le llamaban los liberales blancos). Kenia es ahora una brutal dictadura unipartidista.

Otro ejemplo de primera magnitud fue el del taimado arzobispo Makarios, de Chipre, quien controlaba la organización terrorista Eoka oculto detrás de su sotana y su alzacuellos de clérigo. El también acabó siendo presidente.

Durante una fiesta de recepción a los participantes en una conferencia de la Commonwealth, estaba yo hablando con Harold Wilson, siendo éste aún primer ministro, cuando Makarios, con su peculiar tocado en la cabeza y su bastón plateado, apareció ante nuestra vista. «Mírale», me dijo Wilson cínicamente. «Se mueve por todas partes como si fuese un dalek y lleva los bolsillos llenos de granadas de mano». El último de esta lista es el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, que ha hecho evolucionar su terrorismo gangsteril hasta una nueva modadidad de terrorismo de Estado. Sus métodos no han cambiado en absoluto: siguen siendo los de la fuerza, el miedo y el asesinato. Pero su objetivo ahora ya no es el Gobierno colonial sino el conseguir que las minorías blancas queden totalmente indefensas.

Si usted asiste hoy a una Asamblea General de las Naciones Unidas, se encontrará con antiguos terroristas encabezando delegaciones, hablando incansablemente sobre manidos clichés de paz y solidaridad humanitaria; corruptos y ricos, reverenciales y avejentados, pero aún con la oscuridad y la muerte en sus corazones. Solamente uno o dos de estos líderes terroristas se han significado como gobernantes eficientes. La gran mayoría de ellos ha fracasado.

Un ejemplo típico de esto último es Argelia, en tiempos uno de los países más prósperos de Africa. Cuando los antiguos terroristas tomaron el poder, demostraron su tremenda crueldad de forma espectacular: utilizaron a los funcionarios públicos que habían permanecido fieles a Francia como detectores humanos para limpiar los campos de minas. Desde entonces, su rico sector agrícola se ha convertido en un yermo y su industria del acero en una mera chatarrería.

El miedo es que la República Sudafricana, con una nueva clase dirigente de orígenes similares, al final vaya por el mismo camino. Y, ciertamente, está derivando en tal sentido, a pesar del pavoroso ejemplo de Zimbabue, un país literalmente destrozado por la pobreza.

En esa enorme convulsión global que legitimó en tantos casos al terrorismo y colocó en el poder a pistoleros y colocadores de bombas, Estados Unidos fue la que inició la andadura cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, presionó sobre Gran Bretaña para que iniciase su proceso de descolonización, porque en la liberal América, la palabra imperio tenía igual significado que la del mismo demonio.

Pero otros siguieron su senda. Los franceses acogieron al ayatolá Jomeini y le ayudaron a volver en secreto a Irán para, un vez allí, defenestrar al Sha e imponer su propio estilo de terror religioso. Y su régimen ha perdurado hasta la actualidad, ofreciendo, a cambio, un puerto bien seguro para terroristas religiosos. La industria armamentística checa abastecía regularmente a los terroristas del material mortal propio de su oficio. Los mismos checos admitieron, posteriormente, que habían provisto al IRA de la cantidad suficiente de explosivos Semtex como para que les durara «aproximadamente 100 años». Gracias al liberalismo de los gobiernos británicos, el IRA aún no ha rendido ni una sola pieza de su enorme arsenal como pago a la puesta en libertad de sus camaradas asesinos.

Son muy pocos los países cuyas políticas liberales no hayan servido de ayuda alguna vez al terrorismo. París está plagado de terroristas y Milán, Madrid, Hamburgo y Amsterdam no son mucho mejores.

A pesar de las experiencias padecidas por los británicos por los asesinatos masivos debidos a los efectos de las bombas terroristas, Gran Bretaña permite todavía que personajes conectados con las redes terroristas árabes -que proclaman abiertamente su apoyo a la liberación por la fuerza de Palestina- sigan viviendo seguros y operando tranquilamente en Londres.

¿Han sido blandos nuestros servicios de inteligencia o es que, simplemente, han fracasado a la hora de seguir la pista de esta gente tan peligrosa? Uno escucha asombrado la terrible historia sobre cómo los hábitos liberales estadounidenses permitieron que el brutal asalto terrorista de la semana pasada se organizara y montara desde su propio suelo durante más de 18 meses, una historia que cuentan determinados individuos cuyas conexiones con los terroristas ahora se están poniendo rápidamente de manifiesto.

La cuestión que se plantea en estos momentos es: ¿se puede invertir ahora este clima de descuidado liberalismo? Yo sospecho que sí. Recuérdese que la infamia y la vergüenza sufridas en Pearl Harbor originaron una respuesta de Estados Unidos plena de ira y de poder que culminó con aquellos ataques nucleares sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.

Los ciudadanos estadounidenses son pacíficos por naturaleza e impulsivamente generosos; pero su justa ira, una vez que se provoca, es lo más parecido que existe en la Tierra a la ira de Dios.

El asalto de los terroristas árabes a Nueva York y Washington, de un éxito tan ostensible, es un acto de suprema locura del cual los beneficiarios más obvios serán los israelíes. Es algo así como si un niño malcriado golpeara con un martillo la pata de un gorila gigante: el golpe no produce daños reales pero sí desata al máximo su furia.

Todos los estadounidenses -con sus mentes aún afectadas no sólo por este crimen tan colosal en sí mismo, sino, también, por esas imágenes que se han podido ver en la televisión de los árabes bailando por las calles dando evidentes muestras de alegría por el éxito que han alcanzado- tendrán ahora que volver a valorar las actitudes de su nación en relación con todo un conjunto de problemas globales. Su Gobierno también deberá hacer lo mismo y con toda la deliberada rapidez que sea capaz. Ahora sí que podemos apreciar cómo debe cambiar el vocabulario. Los problemas que dieron lugar al fenómeno terrorista han sido evocados hasta estos momentos mediante expresiones como compasión y piedad, simpatía y comprensión, impulsos a la negociación, al compromiso, a las concesiones, es decir, por medio de todos esos zumbidos que produce la verborrea liberal.

Ahora, los estadounidenses -y todos nosotros, desde luego- nos vemos forzados a reconocer que, con esta clase de asesinos de masas, la palabra negociación carece totalmente de sentido, las concesiones son un suicidio y la comprensión es algo imposible.

Estos monstruos creen en el genocidio: en primer lugar, el del pueblo israelí entero (sus emisoras de radio no hacen ningún secreto de ello) y, después, el del pueblo de Estados Unidos. Su mentalidad es hitleriana. Y a la proclividad de Hitler por las guerras de exterminio le añaden la dimensión adicional de puntos de vista religiosos absolutamente enloquecidos, que convierten al terrorismo suicida en el camino más seguro y directo para alcanzar el paraíso.

En las circunstancias por las que actualmente atravesamos, ¿puede haber alguna duda de que tan pronto como estos asesinos genocidas pongan sus manos sobre armas nucleares -o sobre bombas de gérmenes- no las van a utilizar de inmediato? Por todo ello, el vocabulario más apropiado para la respuesta estadounidense deberá venir marcado por expresiones tales como desquite y severidad, implacabilidad y justo castigo; es necesario aplicar las leyes, tanto nacionales como internacionales, con el máximo rigor e imponerlas a un mundo sin ley, aun a expensas de cualquier otra consideración.

Es mediodía y el sheriff ya se ha puesto su estrella y ha reclutado al pueblo entero para que le ayude a enfrentarse contra el Mal. Las consecuencias de todo esto se habrán de ver muy pronto en una legislación de emergencia -posiblemente con enmiendas a la Constitución- en cuantiosos gastos de dinero y de poder industrial, en la creación de nuevas fuerzas y armamento y en operaciones militares de gran envergadura y complejidad.

En este proceso, la necesidad urgente de seguridad tiene que echar el telón sobre un siglo de liberalismo y permisividad. Y no deben confinarse estos cambios de ánimo y dirección exclusivamente en la lucha contra el terrorismo. Al igual que en el siglo XX las nociones liberales acabaron apoderándose de todos los ámbitos de nuestra sociedad -desde el sexo y los medios de comunicación hasta el crimen y su castigo, desde el matrimonio a la vida familiar y desde las relaciones entre padres e hijos a la sustitución de la tradicional noción del deber por los derechos universales- la reacción ahora frente a esos desacreditados valores se extenderá gradualmente, aunque con rapidez cada vez mayor, hasta alcanzar los últimos rincones de nuestras permisivas sociedades.

Esta reacción debe afectar, también, a asuntos tales como el divorcio, el aborto y la ilegitimidad, a la naturaleza de la educación, al comportamiento en las universidades, a la formación de la juventud, a la gestión de becas y, no como tema menor, al futuro de la religión y de los dictados fundamentales de la moralidad. De esta manera, nos encontraremos en un mundo nuevo y más severo, pero también más seguro y estable.

Muchos millones de personas, consternadas ante la forma en que la sociedad fue yendo a la deriva y degenerándose, vienen anhelando este tipo de cambios durante largo tiempo, desesperándose por lograrlos.

Pero los historiadores sabemos muy bien que un acontecimiento súbito y horrendo puede dar lugar a cambios fundamentales en la actitud general. Así, por ejemplo, la etapa del terror de la Revolución Francesa en 1790 conmocionó al mundo, produciendo como consecuencia un renacimiento religioso que culminó en una recuperación de valores que, a su vez, condujo a las certezas de la época victoriana.

El asalto terrorista contra Estados Unidos -y la respuesta que a continuación se producirá- puede suponer un acontecimiento de características muy similares y capaz, por tanto, de poner en marcha un retorno a la noción tradicional del Bien y del Mal. Estos días, quizá, nos estemos situando en el umbral de una nueva era que alterará no sólo nuestras propias vidas sino, también, las de nuestros biznietos. Y si esto es así, quiero darle la bienvenida con toda mi inteligencia y todo mi corazón a este evento. Y usted también debería hacerlo.

Paul Johnson es historiador e intelectual británico, autor de Los intelectuales, El nacimiento del mundo moderno, La Historia del siglo XX, y La búsqueda de Dios: una peregrinación personal, entre otras obras.


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[*] Extracto de un reciente artículo del historiador Paul Johnson publicado en el diario El Mundo. Paul Johnson es historiador e intelectual británico, autor de Los intelectuales, El nacimiento del mundo moderno, La Historia del siglo XX, y La búsqueda de Dios: una peregrinación personal, entre otras obras.

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