Capítulo XIII El ser personal |
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Por Santiago Fernández Burillo |
ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
«Pensée fait
la gradeur de l’homme»
(Blaise Pascal)
I. De la
filosofía moderna a la filosofía actual
II. Nociones de
antropología filosófica
III. La antropología de Leonardo
Polo
I. De la filosofía moderna a la filosofía
actual
La filosofía de la subjetividad
La
filosofía moderna ha consistido en el intento de convertir la
libertad en fundamento. Se trata de un intento en el
que el ser personal juega el papel de lo trascendental, en
simetría con el pensamiento clásico. En la filosofía clásica el
ser es el fundamento, el primer «trascendental»; por
conversióncon éste son trascendentales la verdad, el bien, la
belleza, etc. La filosofía moderna consiste en el intento de primar
los trascendentales personales. Pero no ha tenido éxito, porque
hombre y Dios no son simétricos, con respecto al mundo.
La
actitud se inicia con Descartes y la formula claramente Kant, cuando
habla de un «giro copernicano» que invertiría los términos de la más
antigua cuestión filosófica: ya no sería el objeto lo que funda el
pensar, sino el sujeto –la espontaneidad intelectual, a
priori–, quien funda el objeto. Ahora, el objeto «es» en cuanto
conocido; de ahí que el ser, más allá del ser conocido,
quedara como incognoscible (agnosticismo metafísico, o del ser). El
idealismo posterior (Fichte, Schelling) se propuso reunir ser y
pensar en una identidad, que sería el absoluto, la razón. Se
substituía así al Ser absoluto como fundamento del mundo (Dios), por
la subjetividad libre (hombre).
Georg W. F. Hegel
(1770-1831) representa el máximo esfuerzo para reunir la pasión
y la razón, la libertad y el sistema lógico, todas las
contradicciones concretas de la existencia en una síntesis lógica,
obra de la razón, que asciende paulatinamente (dialécticamente, esto
es, por la fuerza de la negación) hasta el saber absoluto. La
razón emerge desde la sensibilidad, a través de la conciencia y de
la auto-conciencia, en un devenir o evolución en que a partir del
mundo sale a la luz el hombre, y de éste la conciencia de Dios. Al
final, pero sólo al final, Dios es. Por tanto, Dios es el
pensamiento acabado. La razón, cuando llega al término de sus
posibilidades, es pensamiento del pensamiento (Dios, según
Aristóteles, a quien Hegel admira). Esto significaba que Dios no
es Dios sin el mundo; y también que el mundo y Dios son la
historia. El hombre de carne y hueso, el «hombre empírico», es
solamente un «momento» de paso; pero es en ese momento, en la
humanidad, cuando la razón, es decir, la divinidad cobra plena
conciencia de Sí misma.
Ahora bien, si es cierto que el sistema de Hegel es osado y sutil, si es innegable su profundidad, no es menos cierto que, si fuera verdad, la historia se habría consumado ya: no se podría proseguir. Por eso, después de Hegel, la modernidad experimentó una crisis muy grave, el pensamiento se encaminó hacia el irracionalismo.
Esta tendencia moderna había comenzado rehusando fundar la verdad y su conocimiento en el ser; propugnaba, por el contrario, la fundamentación en la certeza y en la subjetividad pensante (Descartes: «pienso, luego existo»). La voluntad sería fundamento, el absoluto independiente. El ser venía substituido –hemos dicho– por el sujeto (la razón, la voluntad) y la metafísica substituida por la antropología. Ahora, el trascendental antropológico es la libertad, porque el sujeto domina al objeto, el yo trasciende los entes.
Humanismo ateo y personalismo
La
crisis de la modernidad ha sido, sin embargo, una crisis de la
razón. El irracionalismo parece arruinar el proyecto antropológico
moderno. Para evitar esta ruina se ha reafirmado la prioridad
subjetiva del fundamento, en forma de «humanismo». El primado de la
libertad –entendida como autonomía– substituiría al de la razón. De
este planteamiento deriva el ateismo, porque sólo puede haber un
absoluto. La paradoja del humanismo ateo es que, reafirmando
la autonomía humana, conduce a pesar de todo a la negación de la
razón y de los valores. De ahí resultan concepciones antihumanistas:
el individualismo radical, permisivo e insolidario, y el
colectivismo, coactivo y represor de las libertades
concretas.
Contemporáneamente, otros filósofos reafirmaban la
diferencia entre el hombre y lasa cosas, la prioridad de la persona
sobre el mundo, la libertad por encima de las causas físicas. Pero
no lo ve cerrado, el ser humano es apertura y trascendencia, así
piensan Søren Kierkegaard, Gabriel Marcel, etc.
La
antropología actual
Tenemos así, cuando acaba el siglo
XX, una adquisición filosófica irrenunciable y dos orientaciones muy
diferentes.
La adopción del punto de vista del sujeto es la
herencia moderna. Las personas y las cosas no se
pueden tratar como casos particulares de una abstracción que sería
anterior (el ser en común, el ente, etc.). Por eso, la
antropología trascendental ocupa un lugar principal, con la
metafísica y la teoría del conocimiento.
Al final de la
modernidad hay dos corrientes de pensamiento, la inmanentista y la
personalista.
1º. La concepción inmanentista es el
planteamiento inspirado en la Ilustración y en Kant. Se esfuerza por
sobrevivir a su propia crisis, todavía hoy, en concepciones
historicistas y nihilistas; la denominada filosofía
post-moderna las reúne. Presentan las siguientes
características:
· Relativismo antimetafísico, o «pensamiento débil». La antropología substituye a la metafísica.
· Inmanentismo, antropocentrismo cerrado a la trascendencia. El hombre es la realidad suprema, la apertura a un fundamento trascendente carecería de sentido.
· Humanismo ateo. El planteamiento antropocéntrico exige la supresión de Dios como idea de algo en lo que el hombre se pueda superar más allá del tiempo y del espacio.
· Terrestridad, laicismo sociológico, político, jurídico, etc.
· Autorrealización. La libertad es autonomía, crea los valores al tiempo que se autorrealiza en el tiempo.
· Ética mínima. Dialéctica de la norma y la libertad. Agotamiento de la filosofía moral. Las normas son objeto de consenso. Final de la utopía y despolitización.
El panorama es pesimista.
Algunos filósofos postmodernos conservan una actitud de búsqueda de
salida a la crisis. Pero generalmente el relativismo adopta en esta
tendencia el aire de solución última, el nihilismo, que
declara superada la metafísica y cualquier búsqueda del fundamento.
El nihilismo (del lat. nihil, nada) suprime la verdad y el
bien; no dice que nada exista, lo que dice es que la era de las
verdades y de los bienes ha pasado para siempre. Habría que proceder
a la de-construcción de todos los «grandes relatos» que dieron apoyo
a las antiguas valoraciones. La fuente de esta mentalidad nihilista
está en Nietzsche y Heidegger y se presenta frecuentemente como una
mera hermenéutica, esto es, interpretación del
lenguaje.
2º. La concepción personalista, es la otra
corriente, iniciada tras la crisis post-hegeliana y continuada hasta
hoy. Algunas características que destacan en él son
· Comunicación y trascendencia, encuentro con el otro. El yo no es mera inmanencia; necesita trascenderse, salir de sí, reconocer y amar. La metafísica no es incompatible con la antropología. La trascendencia comporta la apertura a Dios.
· Persona. El ser personal es el centro de la comunicación, el núcleo de las relaciones sociales, morales, cognoscitivas y amorosas. La antropología profundiza en el misterio del ser personal.
· Libertad. La libertades trascendental, como la persona. Va mucho más allá de la mera capacidad de escoger: incluye la capacidad de orientar la existencia a su destino.
· Ética. La ética versa sobre la libertad mejor, no ve contradicción entre libertad y norma; la persona es un ser llamado a realizar un destino.
· Pluralidad. El personalismo no se corresponde con un credo o religión determinada, sino con la realidad humana; se reúnen en él filósofos cristianos, judíos e incluso neo-marxistas que replantean la necesidad de una filosofía del hombre abierta a la razón y al consenso dialogado.
II. Nociones de antropología
filosófica
La grandeza humana
La pequeñez
humana es un tópico que se nos recuerda con insistencia, el hombre
no se debe proponer saber más allá de sus posibilidades, ni caer en
la ingenuidad de los antiguos, creyéndose el centro del universo.
Limitados como estamos a ver una parte de la realidad, y aun con
tantas imperfecciones, ¿quién osaría afirmar que el hombre es el
centro de la realidad? ¿No parece más modesto y adecuado a nuestra
condición reconocer que no sabemos nada? Esta actitud humilde –se
dice– nos llevaría también a la aceptación de las limitaciones y los
errores; de ahí que la tolerancia debiera ser el principio supremo a
la hora de enjuiciar la razón, los actos y el hombre como
tal.
Todo error es en gran parte verdad, de lo contrario no
erraríamos nunca. Ahora bien, considérese atentamente esta idea de
nuevo. ¿No es cierto que, para aceptar que el hombre es limitado,
expuesto a los errores, merecedor de comprensión, se debe
suponer la inteligencia como facultad de la verdad? Si
podemos admitir nuestra pequeñez, es desde un punto de vista
elevadísimo. Si hemos de comprender el error, es porque adoptamos la
visual de la verdad. Si nos sabemos limitados, imperfectos, es
porque el hombre puede juzgar las cosas humanas desde un punto de
vista más que humano; en efecto, valorar la propia finitud como
real implica una comparación con el Infinito. Quien conoce la
diferencia, antes debe conocer los dos extremos de la comparación.
En suma, si la pequeñez humana es manifiesta, el hombre se muestra
grande ahí. En ese juicio es grande, pues abarca la suma grandeza y
la relativa, comparándolas.
Blaise Pascal (1623-1662),
contemporáneo de Descartes, subrayó con fuerza la grandeza humana,
que reside, justamente en el hecho de que el ser humano «se sabe»
miserable; también un árbol es poca cosa, pero no lo sabe. El hecho
de conocer que se es miserable, es grande. «La grandeza del hombre
es tan visible, que se deduce de su propia miseria» (Pensées,
409). Comparado con el universo, el ser humano es un tallo
quebradizo; pero tiene la prerrogativa de conocer que es débil, de
estar hecho para pensar: «El hombre no es más que una caña, la más
vil de la naturaleza, pero es una caña que piensa. No hace falta que
el universo entero se alce para aplastarlo: un aire, una gota de
agua son suficientes para matarlo. Pero aunque el universo lo
aplastara, el hombre sería todavía más noble que aquello que le da
muerte, porque él sabe que muere...; el universo no sabe nada de
esto» (O. cit., 347).
La conciencia de las propias
limitaciones, pues, forma parte de la grandeza humana. Son limitadas
las piedras y las plantas, son limitadas las bestias, las estrellas,
los planetas, limitado es, sin duda, el sistema solar, la galaxia,
pero todos estos seres son inconscientes de la limitación. La
grandeza del hombre estriba en que conoce. Tan grande es la mente
que incluso sabe que no lo es todo; se sabe inmersa en una totalidad
que la supera. Mas así trasciende a lo que nos sobrepasa en
el cosmos, a todo el orden de la magnitud física. Por este motivo
Pascal decía que las miserias del hombre son «miserias de gran
señor, miserias de rey destronado». La grandeza humana se llama
dignidad.
Poseedores de la «totalidad del
ser»
Si la dignidad humana deriva del valor y
alcance de la inteligencia, se comprende que las doctrinas que
deprimen el entendimiento, o le niegan la capacidad de conocer la
verdad y lo relativizan hasta el fenomenismo, el escepticismo total
o el anonimato panteísta, son antihumanistas.
Por el conocimiento, los seres humanos estamos en el centro de la realidad, a saber, por encima del mundo físico y por debajo de las realidades divinas. En los confines de dos mundos, definían los griegos la realidad humana, un «ser de frontera», más allá de la limitación que impone la materia y de sus fenómenos, pero más acá de la infinita sabiduría que ha causado y ordenado el mundo. Situado en la frontera de dos mundos, el material y el espiritual, el hombre está en ambos a la vez.
Nuestro conocimiento capta las cualidades (sea éstas más o menos subjetivas) y, a la vez, las esencias y la sustancia, es decir, conocemos lo que parece y también lo que es, lo sensible y lo inteligible; conocemos la apariencia y la realidad (¿cómo las contrastaríamos, si no?), los fenómenos y el ser; y conocemos el ser como existencia y como esencia. Mas el ámbito del ser no tiene límite, se trata –en cierto modo– de la totalidad fuera de la cual no hay nada; y la nada no limita al ser. Por eso, nuestro conocimiento no es limitado, de forma absoluta. («Está» limitado, pero es virtualmente ilimitado; infinito de derecho, aunque finito de hecho. La dependencia del espacio y el tiempo limita obviamente nuestro saber. Pero en tanto que éste se conoce «capaz de todo» se hace consciente de su naturaleza espiritual, no encerrada en los límites de espacio y tiempo). Por la inteligencia el alma se hace en cierta manera, todas las cosas dice Aristóteles; y Tomás de Aquino lo comenta: posee la totalidad del ser. Por la mente, el hombre es libre, pues trasciende los límites, escapa a cualquier reduccionismo, es el ser abierto a los seres, a todos los seres, y se sitúa así en el centro de la realidad: por encima del mundo y por debajo de Dios.
En el vocabulario
filosófico «trascendental» es lo que se opone a «predicamental» y es
principio que funda, o bien lo absoluto, que supera lo
relativo; se dice trascendental el ser, en tanto que es
principio, es decir, fundamento o ser en absoluto, y se lo
llama así por contraposición a «predicamental» o «categorial». Pues
bien, del mismo modo que la metafísica se ocupa del ser
trascendental y sus atributos trascendentales, la antropología puede
ser también trascendental porque el hombre –entendimiento y
libertad–, trasciende todo límite (en algunas filosofías,
aunque erradamente, se pretende fundamento).
La grandeza del
hombre es la grandeza del conocimiento. Por el intelecto el ser
humano reflexiona, se auto-posee y se pone en el centro de sus
preguntas e interés: «¿Quién soy yo? ¿Por qué existo? ¿Cuál es mi
origen? ¿Para qué finalidad o propósito he venido a la existencia?»
¡Conócete a ti mismo!, recomendaba la sabiduría antigua. En
efecto, de Sócrates a Descartes vemos que el conocimiento y el «ser»
humano van íntimamente ligados; el auto-conocimiento nos da la
medida de la realidad humana, pero también del ser y del valer del
mismo conocimiento.
La edad del «yo»
El «yo en
general» (Ich denke überhaupt), dice Kant, es la más alta
condición de posibilidad de todo conocimiento. ¿Es ciertamente así?
¿Cómo es el «yo» humano?, ¿es trascendental?
Ha habido una
profunda transformación, en la comprensión del «yo» y del ser del
hombre, en el período de tiempo que transcurre desde Descartes hasta
Hegel, es decir, desde la primera mitad del siglo XVII, hasta
mediados (o finales) del siglo XIX. El punto de apoyo de las
transformaciones del «yo» en la modernidad ha sido la libertad de
pensamiento. Una vez introducido este principio, en su sentido
más radical y amplio, a saber, que pensar es libertad (Descartes),
empezó a seguir su propia marcha. Primero, Descartes infiere del
cogito, ergo sum, «pienso, luego existo», que mi ser «es»
pensar; el hombre es una res cogitans, es decir, una
sustancia cuya esencia es pensar, acto de pensar. Hay en esa tesis
dos categorías enlazadas: sustancia (el «yo» o alma) y
atributo (la conciencia). Notemos que Descartes iguala la
sustancia con el atributo o, mejor dicho, los considera idénticos
(el «yo» y la conciencia). En segundo lugar, se debe notar también
que, para Descartes, la conciencia (el cogito, pienso, soy
consciente) es tanto actividad como pasividad, dice; en efecto,
querer es activo, la idea, en cambio, es pasiva.
La antropología
moderna transitará por la vía que conduce, desde este yo «empírico»
de Descartes, hasta el yo «lógico» de Kant y, en fin, la
idea, de la filosofía de Hegel. Es un tránsito de la razón
finita a la infinita; implícito en el postulado racionalista: fuera
de lo que la razón comprende, no hay verdad.
Aclaremos más esos
términos (yo empírico», «lógico», etc.), del pensamiento moderno,
referidos a la subjetividad humana.
El yo cartesiano es un
individuo, soy yo mismo («empírico» es algo singular y
experimentable); mientras que el «yo pienso en general» de Kant no
es alguien, sino algo común a todos, es lo universal, la
universalidad misma en su fuente; en fin, Hegel aunó en su noción de
«idea» lo individual y lo universal, en cierto modo la «idea» es
Dios. En los tres casos vemos que el hombre es la conciencia, el yo
o sujeto (cognoscente). Por eso mismo, es libertad, es decir,
conciencia del infinito. Claro está, si el hombre es conciencia y
ésta es «del infinito», como se comprueba –dice Decartes– hasta en
el mero hecho de tener la idea de lo finito, entonces trasciende las
cosas y el cosmos, es libertad: nada «determina», esto es, nada
satura su capacidad de conocer y de querer. Conciencia de lo finito,
como finito, es libertad, es decir, apertura a lo infinito que
ninguna cosa del mundo puede impedir. Visto así, el planteamiento
filosófico de la modernidad, que asume la metafísica clásica en el
ser humano, en la antropología, propone una elevada concepción del
ser humano: es espíritu, libertad y apertura,
trascendencia.
Ahora bien, este planteamiento antropológico
descansa sobre una suposición errónea, a saber, que la conciencia
«es» la persona. La identificación del acto de ser con el acto de
pensar, ya presente en el axioma de Descartes (sum cogitans),
que mi «ser es pensar». Sin embargo, la conciencia que tenemos de
nuestra persona es imperfecta, aún más: por mucho que se incremente
la conciencia, el saber, el ser personal no comparece nunca allí
entero, no se agota; luego la conciencia es mucho menos que
la persona. Esta es la objeción de principio que se debe oponer al
planteamiento moderno, a pesar de su atractivo espiritualismo y de
su original interés por la persona.
Esa misma objeción ha ido
haciéndose patente con el transcurso del tiempo y los debates entre
los pensadores, de modo que, a partir de finales del siglo XIX,
entra en crisis la filosofía y, con ella, la idea del ser humano.
Nietzsche y la fenomenología (Husserl, Heidegger) dirán que el
hombre es conciencia, pero no sustancia; luego el hombre es algo así
como un proceso de construcción que nunca se acaba ni se puede
acabar. El hombre es deseo infinito, razón de todo, pero no una
res, o «cosa en sí». El hombre no es una «cosa», sino sólo
conciencia de las cosas (Husserl). Por otra parte, ninguna cosa o
idea aparecen lo bastante buenas o verdaderas como para saturar el
deseo o la conciencia. De este modo, el «yo» aparece como abocado a
la nada. La libertad es trascendental, infinita, la conciencia
también lo es, pero no hay verdad ni bien que resistan ante ella,
todos aparecen como ilusorios o «falsos» (nada «es» verdad ni bien,
ante el espíritu; nihilismo); luego el hombre no es feliz ni
puede esperar o aspirar a serlo.
El problema y el
misterio
El planteamiento y desarrollo de la antropología
moderna, desde Descartes hasta el fatal desenlace nihilista
(Nietzsche, Heidegger), supone siempre la validez del postulado
racionalista, a saber: que el verdadero ser es el ser que es
verdad y éste lo que la razón concibe y entiende. Ahora, la razón es
universal, como los conceptos lógicos, pues la razón es en cierto
modo la misma en todos: la verdad es siempre «lo mismo» para
quienquiera.
El racionalismo no valora la opinión, por subjetiva,
ni considera al conocimiento humano en su fragilidad y
contingencia. Por eso, reduce la materia a las ideas. No
obstante, tenemos sensaciones y opiniones; el hecho de sabernos
limitados, imperfectos, falibles y aún con todo capaces de la
verdad, ayuda a entrever cuál es la realidad humana. El error
de Descartes y de los idealistas ha sido reducir la conciencia a
certeza de objetos. Ahora bien, el cognoscente humano no es
infalible, ni es sólo racionalidad objetiva. Es también misterio, es
una realidad compleja; no lo podemos «resolver» ni «objetivar» como
un problema matemático.
Gabriel Marcel (1889-1973),
filósofo existencialista francés, ha planteado la diferencia entre
el «problema» y el «misterio». Quien no se dé cuenta de esta
diferencia, dice, nunca podrá ir más allá de los saberes técnicos,
hasta la filosofía. En efecto, un problema es siempre algo
«objetivo»: está ante los ojos, lo podemos limitar y definir con
exactitud; a su vez, la respuesta al problema es objetiva,
impersonal, la misma para todo el mundo. Todavía más: el problema se
plantea con los mismos datos que permiten resolverlo; la fórmula del
planteamiento, así como la solución, debe ser unívoca (un solo
significado) y hacerlo saber todo al respecto. Con referencia a los
problemas tiene sentido hablar de comprensión; de hecho, el
prototipo del problema es el problema matemático. No es casual que
Descartes viniera de las matemáticas. Los problemas son objetivos y
externos. Finalmente, el problema se resuelve; una vez resuelto, no
existe. Me proponen un nuevo tipo de problema, si todos los datos
están y son claros, acabaré resolviéndolo; cuando lo he resuelto, ha
dejado de existir. Me encuentro con un árbol en la carretera: no
puedo pasar, el árbol caído y atravesado es el problema y sus datos.
Llamamos a la grúa, que retira el árbol. El problema ha dejado de
existir. Sea intelectual físico, un problema es algo externo y
eliminable.
El misterio no es objetivo ni externo, sino
subjetivo e interior: «es un problema uno de cuyos datos soy yo
mismo», dice Marcel. De este modo, problema y misterio definen dos
esferas diferentes: la del tener y la del ser. Tenemos
problemas, pero somos un misterio. El misterio está en las preguntas
que no recaen sobre algo externo y objetivo, que se pueda suprimir
de forma operativa; por ejemplo, son misterios: el ser, el
conocimiento, la libertad, la muerte, Dios. No puedo disertar sobre
el ser como si yo estuviera «fuera» de él. Si una mente considera el
ser de forma objetiva, ella misma ¿dónde está? ¿Acaso en el no-ser?
Si investigo el conocimiento, el tema no está «ante mí», sino que el
tema es interno a sí mismo. En fin, toda investigación sobre un
misterio me implica a mí mismo; no puedo tomar distancias, ser
objetivo, porque no estoy ante un objeto. Además, el misterio no se
suprime; se progresa en él profundizando. El misterio es
cualitativo, el avance en él no consiste en acumular nuevas ideas,
sino en entender mejor las mismas, sin agotarlas. En fin, el
misterio debe ser, ante todo, reconocido.
Las realidades que más
nos importan no son problemas, sino misterios. Así, por ejemplo, la
intimidad, las promesas, la libertad., el amor, la presencia del
otro, etc. No tengo definiciones, para esas cosas, pero sí
experiencia. Tal vez no pueda disertar «objetivamente» sobre la
libertad, pero sé que puedo hacer una promesa. Si prometo,
comprometo mi día de mañana y «sé» que soy capaz de cumplir y de
incumplir mi promesa. La promesa no es ni un vaticinio ni un
pronóstico: es esencial a toda promesa que pueda ser cumplida, o
incumplida. En la fidelidad a la palabra dada a quien amo, esto
es, en el cumplimiento de la promesa, se me revela algo que está más
allá de la experiencia de los sentidos, mi libertad y el ser del
otro.
Existe, pues, un misterio del hombre. Si Marcel
tenía razón, en estos temas se progresa por meditación, se
profundiza, mas no es posible eliminarlos por solución,
definitivamente.
Teoría del conocimiento y
antropología
Las opiniones, las sensaciones y los errores
nos obligan a considerar un doble componente en la experiencia
humana: sentidos y razón, facultades orgánicas y facultades
espirituales. Si la experiencia humana es compuesta, el hombre es
compuesto; de modo que el objeto de la antropología (¿qué es el
hombre?) se plantea juntamente con el de la teoría del
conocimiento: sensibilidad e intelecto, luego cuerpo y alma, materia
y espíritu o, también, cambio físico y permanencia ideal, muerte y
deseo natural de pervivencia, idea del tiempo y aspiración a la
eternidad.
La filosofía de Descartes acababa en un fracaso,
debido a la cuestión antropológica. Descartes carecía de una
respuesta para la pregunta sobre el hombre; él se dio cuenta y dejó
como herencia un problema: la «comunicación de las sustancias»
(materia y espíritu, interioridad y exterioridad). Cada hombre es
«uno», eso es evidente; pero la teoría cartesiana es
dualista.
Retengamos, pues, la observación que se desprende de
este ejemplo histórico: que hay un lazo estrecho entre la esencia
del conocimiento humano y la respuesta a la pregunta sobre el ser
humano. Las respuestas más antiguas (es un dato histórico) son
dualistas; la concepción del hombre como «unidad sustancial» es una
conquista difícil y no siempre bien comprendida. El «dualismo», a su
vez, puesto que junta, o une, dos sustancias heterogéneas (materia y
espíritu), con facilidad ha derivado hacia simplificaciones,
sea el materialismo o el espiritualismo exagerado.
Los
dualismos
Las concepciones antropológicas más antiguas
son, efectivamente, dualistas. Conciben al hombre como un alma
inmaterial que «entra», o se «aloja», en un cuerpo y lo vivifica o
anima. Así pensaba Pitágoras de Samos (ca. 580-497 a.
C.) y su escuela, también Sócrates (470-399 a. C.) y
Platón de Atenas (427-347 a. C.). Todos ellos se hacían eco
de «antiguas y venerables tradiciones» –dice Platón–, según las
cuales, las almas siguen un ciclo temporal, de modo que, tras la
muerte, se reencarnan en un nuevo cuerpo, tras pasar por algún tipo
de «juicio», divino, donde se determina su destino en atención a los
méritos morales de la existencia anterior. De este modo, la llamada
«Rueda de las Reencarnaciones» se inscribía dentro de un círculo
mucho mayor, el que lo abarca todo, el gran círculo del Eterno
Retorno de lo mismo, el Mito más antiguo. En dependencia de esta
concepción, la vida en este mundo era vista, por Pitágoras y Platón,
como un mal, una pena impuesta como reparación de alguna culpa
pasada. Ahora bien, puesto que el hombre sería su alma, y ésta una
entidad puramente espiritual, de naturaleza «divina», esto es,
inmortal, la vida presente y el mundo sensible tenían que ser vistos
como negación del alma y de su vida. El cuerpo (soma, en
griego) era la tumba (sema) o la prisión del alma. En
consecuencia, el anhelo básico del ser humano sería huir del cuerpo
y del mundo, pues en efecto todo preso desea salir de la prisión,
conseguir la liberación.
«Los males –escribe Platón– no habitan entre los dioses, pero están necesariamente ligados a la naturaleza mortal y a este mundo de aquí. Por esa razón es menester huir de él hacia allá con la mayor celeridad, y la huida consiste en hacerse uno tan semejante a la divinidad como sea posible, semejanza que se alcanza por medio de la inteligencia, con la justicia y la piedad». (Teeteto, 176a-176b).
En dualismo
de Platón es antropológico y del conocimiento. En efecto, los
sentidos no proporcionan, piensa, una auténtica noticia del ser,
sino del parecer; aportan apariencias, fenómenos, pero ocultan la
esencia, la realidad. Ésta es objeto de la inteligencia, y el
intelecto, siendo la facultad propia del alma humana, y habiendo
preexistido antes de «caer» en la materia, había tenido oportunidad
de contemplar las realidades eternas, a imitación de las cuales
estaban hechas las cosas materiales de este mundo. He aquí, pues, el
espíritu del platonismo, la llamada de lo eterno, la tensión
hacia la realidad perpetua e inmortal, que se condensa en esa
apremiante llamada a «huir de este mundo, hacia el otro, con la
mayor celeridad,... por medio de la inteligencia, la justicia y la
piedad». Las realidades eternas serían, según Platón, inmateriales y
por eso mismo puros inteligibles (no sensibles), constituyen, por
ende, «otro mundo» el mundo de las ideas.
La «idea» de Platón es eterna, inmaterial y constituye un orden de realidades (o «mundo») superior, el de «lo divino», cada idea es única en sí misma aunque las ideas participan unas de otras, según un orden jerárquico, ascendente, que no acaba sino en la idea absolutamente absoluta, el bien en sí, que él llama «sol del mundo de las ideas».
La materia, como realidad
amorfa, pasiva y no producida por nadie (eterna), sería configurada
por un dios mediador (el «demiurgo»), que, como un artesano, copia
las ideas puras e inteligibles en la materia cambiante y sensible.
De este modo, el mundo sensible –el mundo de los sentidos– era la
copia imperfecta del mundo perfecto. El hombre, por su parte,
después de haber caído en la materia de un cuerpo, guardaba en su
alma la huella de las ideas que había contemplado en una vida
anterior, con los dioses. Luego el hombre tenía «ideas innatas». Eso
explicaría por qué, a pesar de la inepcia de los sentidos para
proporcionar conocimiento verdadero, podemos «aprender» a partir de
la visión de las cosas de este mundo; en efecto, se parecen a
las ideas, puesto que participan de ellas y, al verlas,
«recordamos» las ideas. Aprender, en suma, sería «recordar».
El
dualismo cartesiano, sin embargo, no se vincula con el mito del
eterno retorno, como el de Platón, aunque sí con las ideas innatas y
la descalificación de los sentidos y del conocimiento sensible como
fuente de conocimientos. En este caso estamos ante la imagen
científica moderna de un mundo mecánico, objeto de la física
matemática; no obstante, la concepción moderna continua presentando
los grandes inconvenientes del dualismo de Platón. En efecto, a la
pregunta: «¿qué es el hombre?», los dualismos responden que el
hombre «son» dos cosas. Se debe volver a preguntar: ¿cuál de ellas
es realmente el hombre? ¿Cómo están unidas? En fin, el hombre debe
ser un espíritu puro, unido «accidentalmente» con un
cuerpo.
Los monismos
Como la respuesta anterior
resulta muy insatisfactoria, y como el problema de la comunicación
de las sustancias no encuentra solución en ella, se intentó la
solución monista: el hombre es sólo máquina (materialismo) o el
hombre es sólo alma (espiritualismo, idealismo). La primera es la
vía inaugurada por el empirismo británico, durante los siglos
XVII-XVIII, en dependencia de Descartes; la segunda es la vía del
racionalismo continental (y del idealismo alemán), también inspirado
en Descartes.
Si el hombre se explica, en su ser y en su
obrar, como una máquina, entonces no tiene un alma espiritual, o
ésta será una entidad superflua y una suposición incomprobable. Está
claro que el alma racional resultará superflua cuando «entender»
signifique «sentir», es decir, cuando la sensación y la intelección
sean una sola y misma cosa. ¿Podemos explicar la adquisición de
ideas como si fuéramos una grabadora de vídeo? ¿Se explica el
conocimiento humano como una serie de sensaciones recibidas de
fuera, conservadas, acumuladas, recombinadas y, por fin, ligadas
entre sí mediante las palabras? Si tal explicación es plausible, esa
es la oportunidad del empirismo. La imagen del ser humano será
entonces meramente material y su bien solamente sensible, su
naturaleza será ser del todo «singular», un individuo.
Pero si el
hombre se explica tan sólo, en su ser y obrar, como un ángel o
sustancia inmaterial, el cuerpo será una suposición innecesaria: no
tendrá cuerpo, órganos, ni sensación que venga de fuera. ¿Podemos
explicar la vida cognoscitiva y volitiva como si toda emergiera de
muestro interior, como si todo fueran ideas innatas? ¿Reduciremos la
diferencia entre sentir y entender a grados de claridad y distinción
de las ideas? Pues bien, en la medida en que eso sea posible, el
racionalismo o el idealismo tendrán su oportunidad. La imagen del
hombre será entonces la de una realidad espiritual que sólo depende
de Dios, para adquirir las ideas (espiritualismo exagerado), o que
es la misma cosa que Dios (panteísmo).
La propensión del
idealismo se orienta hacia el monismo: mundo, hombre y Dios son
una idea, o espíritu, que se manifiesta en forma de proceso
evolutivo: 1) exteriorización, 2) esfuerzo superador de toda
limitación, 3) interiorización o Espíritu Absoluto. Es la dialéctica
de la idea como tesis, antítesis y síntesis (superación). El mundo y
el hombre, cuando llegan al término de su evolución conjunta,
descubren que «son» Dios. Dios es todo. Por la vía espiritualista,
el idealismo retorna al fondo del mito, es decir, al
panteísmo.
Los dos monismos radicales –materialismo,
panteísmo– niegan la grandeza del ser personal. Suprimir la idea de
creación, es negar que Dios es absolutamente diferente del mundo. Se
substituye a Dios por la materia, el azar o no se sabe qué; a
cambio, el hombre no es imagen del absoluto, mas entonces la
dignidad personal, esa perfección que hace al hombre incomparable
con las cosas, ¿en base a qué la afirmaríamos?
Las nociones de
Dios creador y de dignidad personal humana van juntas, negar la una
intentando conservar la otra es incongruente, y las ideas piden que
se las lleve hasta sus últimas
consecuencias.
«Deshumanización» y cultura
moderna
Por diferentes caminos, llegamos a la
aniquilación personal: materialismo y panteísmo someten la condición
humana a formas de vida inhumanas. Ahora, una filosofía verdadera
debe hacer saber, pero también se tiene que poder vivir. ¿Cómo se
viven estas filosofías? ¿Cómo se plasman ética y
socialmente?
Leonardo Polo observa que el proyecto moderno de
desarrollar filosóficamente las dimensiones trascendentales del ser
humano es válido, pero fracasado, hasta el presente. La modernidad
necesita ser rectificada, no simplemente rechazada. ¿Qué ha pasado
para que el pensamiento humanista fuese a parar en deshumanización?
Desde el principio hemos señalado una razón: plantear la
trascendentalidad personal en forma simétrica con Dios, respecto al
mundo, no es correcto; persona y mundo, persona humana y Dios no son
los términos de una disyunción, no son contrarios. No obstante, el
error más grave, en referencia al ser personal, es el monismo. La
metafísica clásica encontró dificultades para reconocer y demostrar
que el ser no es único (monismo), sino múltiple; la filosofía
moderna ha pensado el fundamento (el sujeto, la libertad) también en
forma monista. Ahora bien, si la persona es única, la comunicación
se frustra y su existencia es trágica y desesperada. La raíz de la
deshumanización moderna está en la sustitución del ser personal por
abstracciones monistas: la idea, la materia, etc. En tales
concepciones el hombre es sólo individuo o sólo colectividad; la
apertura interpersonal y la comunicación quedan reducidas, si acaso,
a una mecánica, un procedimiento.
El materialismo da la imagen
individualista. El ser humano sería el individuo. Ahora,
¿cómo se vive el individualismo? Individualismo es que cada uno vaya
a lo suyo, entrechocando mecánicamente con los demás, vinculándose o
desvinculándose según las conveniencias del momento. Explica la
naturaleza y origen de la sociedad como un pacto o «contrato
social», motivado por sus ventajas o utilidad. La vida social se
impone desde fuera, la unión no es natural; para el individuo lo
natural es la existencia desvinculada, de ahí que se sienta todo
vínculo como limitación, fuerza externa, algo que hace violencia a
la naturaleza libre del individuo.
En ética, dado que el
individuo es un singular material, rige el criterio materialista: el
bien no puede ser sino el placer sensible, bienestar o confort; esta
concepción no puede ser sino hedonista. Además, la ley humana
y la moral se verán como fuerzas antinaturales, frenos a la
expansión de la potencia de los poderosos. Las leyes son el mismo
tipo de realidad que la fuerza de los poderosos, son solamente
fuerzas de signo contrario: la idea es simple, se trata de compensar
o equilibrar. Se entiende la paz como un equilibrio de fuerzas; y la
vida social como una «lucha por la vida» (Struggle for Life),
supervivencia del más apto (Survival of the Fittest), del más
fuerte; la sociedad es una «jungla». En una palabra, la versión
ética del empirismo es el individualismo burgués, propenso al abuso
de la libertad que, sin norma, se convierte en libertinaje.
La
otra cara de la moneda es el colectivismo. Para frenar el
abuso de libertad, llega el colectivismo al mundo. El Estado lo es
todo, y la verdad es el todo; las partes sin el todo no son
nada; los hombres, sin el Estado y la ley, no son nada. Los hombres
deben ser según la ley, y la ley según la razón o voluntad
general.
Para el idealismo la verdad es el todo. El Estado,
encarnando en el tiempo la verdad, siempre tiene razón, siempre
manda con razón. ¿Quién juzgará si la ley es justa? ¿Quién puede
valorar los actos del Estado? El orden socio-político es racional y
la única razón, luego el individuo no tiene derecho a la crítica;
las leyes y costumbres no pueden mejorar. El «deber ser» equivale a
lo que el Estado hace «de hecho». Las libertades individuales son
minimizadas o suprimidas y el despotismo sube al poder, la denuncia
de las injusticias no es posible. Este es el rostro de los
colectivismos modernos, del fascismo, del socialismo o comunismo
marxista.
Dos antropologías, dos éticas, dos concepciones del
mundo. ¿Cuál es la verdadera?
La unidad sustancial
humana
Ante una alternativa, uno cualquiera de cuyos
términos lleva por igual al fracaso, lo sensato es no escoger. La
pregunta está mal formulada, los términos de la alternativa son
incompletos. Los monismos resultan de la debilidad del dualismo.
Ahora bien, ¿qué hay a parte del dualismo?
Una teoría más
matizada, que respeta la complejidad: el hombre es unidad
«sustancial» de cuerpo y alma, de materia y forma. Es la solución de
Aristóteles. Entonces el conocimiento sensible y el intelectual no
se contraponen, se diferencian, pero cooperan en el mismo proceso de
la experiencia humana, tan sensible como intelectual.
No somos
máquinas ni ángeles caídos del cielo. Somos, dice Aristóteles, una
unidad de materia e inteligencia; sentimos de forma inteligente, y
entendemos de forma sensible, con imágenes. No tenemos ideas
innatas. No hemos vivido en ningún lugar antes de ser corpóreos. No
tenemos ideas que no hayamos adquirido.
El alma intelectual,
capaz de ser todas las cosas, es, al principio tamquam tabula
rasa in qua nihil scriptum est, como una «tablilla» rasa en la
que no se ha escrito nunca todavía. No somos una tablilla encerada
que guarde bajo una película superficial letras y palabras escritas
en una vida anterior. No, el intelecto es, sobre todo, capacidad de
descubrir novedades, de aprender y de inventar.
La
metafísica clásica y los trascendentales
La grandeza del
conocimiento es la grandeza humana, decíamos. Ahora comprendemos
mejor cuál es esa grandeza. La raíz profunda del conocimiento, por
la que éste va a la esencia de cada cosa y también a la totalidad,
es el ser. El conocimiento se funda en el ser, es saber el
ser; y así como el conocimiento se sitúa en el centro de toda la
realidad (mundo, hombre y Dios), igualmente el ser es la perfección
que está presente en todos esos grandes ámbitos, pero de diversa
manera: hay más ser cuanta mayor perfección hay; el ser es acto, el
acto de ser, esto es, la perfección de todas las
perfecciones, denominada por eso trascendental. De la validez del
conocimiento, pues, dependen la realidad humana y el conocimiento
metafísico. Una filosofía anti-metafísica se resolverá siempre en
una filosofía anti-humanista. La metafísica es filosofía primera, es
decir, sabiduría humana propiamente dicha, y su término de
investigación es el ser: «ciencia del ser en cuanto ser y de los
principios», la definía Aristóteles. Ahora, el ser es el principio,
lo primero. Lo que es primero en lo absoluto funda la
realidad cósmica y nuestro conocimiento, etc. El ser es
primero, como fundamento y causa de la intelección y, en este
sentido, trasciende todo lo limitado. El ser es el primer
trascendental.
Se llama «trascendental» porque trasciende todos los conceptos. Está en todos (son conceptos de algún «ser»), pero ningún concepto lo agota, ninguno lo abarca de forma adecuada: trasciende las limitaciones, incluso las propias de la inteligencia y del espíritu. El ser, pues, significa perfección y presenta una gradación de perfecciones que va desde el ínfimo al máximo, del finito al infinito. Todos se llaman «ser», pero no según el mismo grado de intensidad y perfección. Esta gradación y diversidad en la unidad conceptual se llama analogía. Los conceptos trascendentales, significativos de perfecciones absolutas, como son el bien, la verdad y la belleza, son análogos. El conocimiento de los trascendentales abre la mente humana a lo infinito: son perfecciones que reclaman el Ser infinito, similitudes del Ser absoluto; de manera que bien podríamos decir que, al conocer el ser, la verdad, el bien o la belleza, en cuanto finitos y limitados, los conocemos como originados en el Ser, la Verdad, el Bien y la Belleza infinitos. Se entrevé, desde el ser finito, al Ser infinito, a Dios como creador. Pues bien, esta inteligencia del ser, que incluye la criatura y el Creador, el dependiente y el Absoluto, el finito y el Infinito, es la metafísica.
La metafísica clásica adopta la noción de ente en común (ens commune), compuesto de esencia y acto de ser (esse, actus essendi); la piensa como análoga y la atribuye tanto al mundo y el hombre como a Dios. La metafísica de Leonardo Polo no versa sobre el ente común, sino sobre el ser o existencia extramental, del mundo; ahora, como el hombre tiene una existencia diversa del mundo, le parece posible y conveniente, a este pensador, ampliar la metafísica (que versa sobre la existencia extramental, repito) con la antropología. Ahora bien, tanto si adoptamos la metafísica clásica como esta, interesa subrayar que el hombre es capaz, en todo caso, de trascender lo inmediato, los objetos, el orden predicamental o de los conceptos, para elevarse hasta los principios absolutos y hasta Dios como Origen e Identidad absoluta.
A la antropología le interesa, de la
metafísica, que el hombre es capaz de trascender el orden físico y
conceptual, de alcanzar el ser en absoluto e incluso de alcanzar el
Ser absoluto, infinito y creador. El ser humano, teniendo
esta potestad, no está restringido a ninguna necesidad de ser
naturalmente así o del otro modo, lo que significa que no está
restringido en el orden del ser y, por ello es libertad, en cuanto
ser: es apertura, es además de lo que «tiene», de lo que
tiene pensado y conocido, y además del mundo; el hombre, en
cuanto ser, es co-existente. Ser capaz de metafísica, en
suma, es ser más, ser además de los pensamientos y
además del mundo, coexistir con personas, ser persona y ser
libertad, ser espiritual.
Espiritualidad del alma
humana
El hombre no es reductible a la materia. No todo
en el hombre es material, ni todo es temporal. De la espiritualidad
–evidente por la conciencia del tiempo, por el conocimiento
intelectual– se deduce la indestructibilidad del alma humana
(significando «alma» la forma sustancial del cuerpo, o principio que
funda el ser del compuesto), por tanto, la inmortalidad del alma
humana es una verdad filosófica, natural, accesible a la mera razón,
antes de ser manifestada por la Revelación.
El ser humano,
radicalmente inmaterial e inmortal, vivifica un cuerpo material y
mortal. En fin, la persona humana subsiste con el compuesto,
cuerpo y alma. La muerte, siendo la disolución del compuesto, es un
mal profundo y radical. La muerte no afecta simplemente al cuerpo,
afecta a la persona pero no la destruye del todo, porque el alma no
consta de partes físicas que se puedan corromper o separar y, en
consecuencia, la muerte separa el alma del cuerpo, pero no separa ya
el ser (el acto de ser) de la forma sustancial o alma, ésta
es en virtud de un ser (esse, actus essendi)
perfectísimo, personal, más rico que el meramente corpóreo, mucho
más simple y semejante al Creador. La inmortalidad del alma es una
propiedad natural, no sobrenatural. Es lógico, por eso, que
fuera conocida por los filósofos paganos, al margen de la
Revelación.
Muerte e inmortalidad
La natural
inmortalidad del alma, en fin, plantea la pregunta concerniente a la
naturalidad de la muerte. El hecho de tener que morir, ¿es natural o
antinatural? La respuesta no es sencilla. De hecho, parece que le
sería más natural al hombre la inmortalidad, dado que su principio
vital es espiritual e inmortal. Claro está que, en cuanto corpóreo,
es pasible y está sometido al desgaste natural, como todos los
cuerpos. Por lo menos, cabe decir que el hecho de haber de morir no
está en total contradicción con su naturaleza; pero no acaba de
encajar con ella, dado que la muerte humana, a diferencia de las
demás, no es el final del ser o existencia humana; es una muerte
diferente. Hemos dicho anteriormente que, en efecto, la
existencia humana depende de la forma o alma y ésta es
naturalmente inmortal, porque es espiritual. En suma, desde
la filosofía lo único que se puede decir con respecto a la muerte es
que ésta no «encaja», no le conviene al ser personal, sino que lo
contradice de la forma mayor, luego es un mal y le afecta,
aunque no significa su interrupción, dejar de ser.
En la terminología de las categorías aristotélicas, la muerte no es «acción», sino «pasión», esto es, la muerte no se ejerce o se hace, sino que se sufre o padece. Esta observación es importante; si se atiende a ella, se advierte la falacia oculta en las ideologías que recaban el «derecho a morir», o la «acción de morir», como la más humana o más libre. El hombre es libertad y libertad significa autodeterminación; mas he aquí que no pude escoger nacer, al menos debo poder escoger morir, se ha dicho y escrito. Más aún, por entender así al hombre, su muerte y su libertad, se ha llegado a afirmar que el derecho al suicidio sería el derecho fundamental de las sociedades libres o democráticas. Nótese bien: el derecho al suicidio, no el derecho a la vida. Así se expresaba en 1981, Jacques Attali, consejero del presidente de la República francesa, François Mitterand. Pero no es lo mismo morir que matar, uno puede escoger matar, pero no puede escoger morir, porque no es algo que alguien haga, sino que le pasa; ser mortal no es acto, ni actualidad, sino pasión y pasividad: evidencia fragilidad y vulnerabilidad en el ser, no excelencia; lo más humano, la libertad y el espíritu, no es lo mismo que la defectibilidad que llamamos ser «mortal». Además, la propia muerte, como el cuerpo, sólo son algo a lo que se tiene derecho en un sentido lato de la palabra «derecho»: tengo derecho a mi cuerpo o a mi muerte sólo porque nadie tiene derecho a ellos; en sentido estricto no son derecho, no puedo reclamarlos como lo que «me» pertenece, a menos que sea yo distinto de ellos, es decir, que no sean parte de mi ser, lo cual es evidentemente falso.
¿Qué puede significar, entonces, la muerte humana?
Solamente una situación; una manera de estar (no de ser)
imperfecta y dolorosa, pero no en lo absoluto definitiva. Es pues la
mortalidad y la muerte una situación transitoria, un
tránsito.
Igualmente, la resurrección de la carne
es un requisito para que el hombre sea, con su ser completo,
enterizo; luego la felicidad no es concebible sin la resurrección
del alma humana con (y en) la materia corporal. La fe cristiana
sobre la muerte como pena del pecado y la resurrección final de los
muertos está en consonancia con la aspiración natural a la
inmortalidad, pero también con las conjeturas de la razón, sea en
los mitos antiguos o en los razonamientos de los
filósofos.
También se debe aplicar a la muerte la distinción
entre mal moral y mal físico. Como mal físico (y ontológico) es el
máximo; pero no es un final definitivo, sino un estado transitorio
en vistas a un restablecimiento, postulado por la natural
inmortalidad del alma. Por tanto la muerte, aun siendo el mayor mal
físico, no es el peor de los males; el mal moral es más grave,
porque sólo éste es capaz de separar al hombre de su fin último que
es conocer y amar a Dios.
III. La antropología de
Leonardo Polo
El ser donal
Hemos hecho
frecuentes referencias al pensamiento de Leonardo Polo en estas
páginas, ya es hora de dedicarle un espacio propio. Ahora bien, en
su filosofía la antropología ocupa un lugar preeminente, que conecta
con la actual preocupación preferente por la persona y su
dignidad.
Con el tomismo, Polo distingue entre el ser y la
esencia humanos. Por otra parte, el hombre se puede definir por el
«tener»: es aquél que tiene o es capaz de tener. Así expone la
antigua definición de Aristóteles: el viviente que tiene
logos. El hombre es el que tiene, y el tener se realiza según
tres niveles de hondura. Así, pues, tenemos: 1) según el cuerpo,
cosas; 2) según el entendimiento, conocimientos; y 3) según la
naturaleza, hábitos, virtudes. El conjunto de lo que tenemos
constituye nuestra esencia. La esencia humana es aquello de lo que
dispongo, como humano. Ahora bien, mi ser no es una esencia, ni
entra en el campo de mi disposición; mi ser no es disposición, sino
quien dispone, la persona. Por otra parte, el ser
personal no es tampoco un mero existente, sino co-existente, porque
no se limita a ser, sino que es-con, es co-ser, o co-existir, es
«además», dice, además del mundo y de los pensamientos. Por eso, la
persona es radicalmente libertad y capacidad de
dar.
Efectivamente, no sólo tenemos libertad, sino que somos libertad, con respecto al universo físico y al mundo humano (la cultura); los trascendemos, porque podemos dar; ahora bien, eso significa que somos donación, que el ser humano es un ser donal. De este modo, el ser metafísico se ve ampliado merced a los trascendentales antropológicos: don, libertad, persona, co-existencia o además.
Actitud
filosófica
Leonardo Polo (Madrid, 1926) es un
filósofo moderno, buen conocedor de los clásicos; su propósito es
continuarlos sin repetirlos; toma inspiración del pensamiento
clásico, siempre actual, y lleva a término la intención moderna,
esto es, la antropología trascendental. El método que aporta da por
acabada la era de los sistemas unipersonales, puesto que elabora una
teoría del conocimiento que arranca de la advertencia y el abandono
del límite mental.
El límite mental
En
1950 L. Polo se dio cuenta del límite mental: «Se me ocurrió
de repente, y punto. Estaba pensando acerca del pensar y el ser, y
cómo tenía que ver el ser con el pensar; entonces me di cuenta de
que al ser no podíamos llegar mientras no se abandonara la
suposición del objeto, porque la suposición hace que el objeto sea
limitado y un conocimiento limitado no puede ser un conocimiento del
ser si éste se toma en un sentido trascendental».
No es posible
apoderarse del ser en la forma (objetiva) del concepto; en esta
forma se lo «des-realiza», pero si el ser no es lo primero
real no es nada. «La consideración intencional del ser es un quid
pro quo», es decir, tener una idea en mi mente no afecta para
nada al ser extramental.
La realidad no está en los
pensamientos, sino más allá: en el yo pensante y en el ser
extramental. «El yo pensado no piensa», dice Polo, porque hay más
ser que pensamientos. Es posible, pues, pensar más allá de nuestros
objetos, o ideas, con actos más perfectos que el objeto (u
«objetividad»). La expresión de esta concepción resultaba extraña
por su novedad, difícil para los propios especialistas; por eso,
aunque iniciada en 1963-4, se ha detenido a madurar las formas de
decir, hasta la publicación del primer volumen de Curso de teoría
del conocimiento (1984). En el prólogo dice: «el abandono del
límite mental es la continuación obvia del estudio del conocimiento
en el punto en que Aristóteles lo dejó».
Se trataba, en efecto,
de desarrollar esta intuición aristotélica: «Se ve y a la vez se ha
visto; se piensa y se ha pensado... Eso es lo que denomino acto»
(Cf. Aristóteles, Metafísica, IX, 7; 1048b). Es la noción de
operación inmanente o praxis perfecta (praxis akinéseos), el
acto perfecto posee su fin, inmanentemente: al mismo tiempo es
pensar y haber pensado. Partiendo de esta noción de
actualidad, es posible superar las aporías generadas por la
consideración del pensar como si fuera un proceso que da por
resultado un «producto», la idea o
representación.
Abandono del límite
Leonardo
Polo ha propuesto un nuevo método de pensar, para recuperar la
inspiración de los clásicos y a la vez realizar el proyecto moderno
de antropología (la consideración trascendental de la libertad).
Este método es el abandono del límite mental, una vez que ha sido
advertido en condiciones tales que quepa abandonarlo.
«El límite
mental es la presencia mental o conciencia objetiva. Con la
denominación de “límite” se indica no sólo que lo conocido u objeto
es limitado, sino también que el conocimiento u operación
correspondiente es limitada. Al incitar a abandonarlo se sugiere que
es posible ir más allá del objeto, que el objeto no es lo único
cognoscible, sino que la realidad está más allá de él, siendo
también cognoscible; pero a la vez se sugiere con ello que la
presencia mental o la conciencia es la operación mínima de
conocimiento y que ella no es el sujeto, sino que el núcleo del
saber es además de la conciencia y de las operaciones (I.
Falgueras).
Polo es un filósofo realista, que extrae su
inspiración de los grandes filósofos del pasado, pero no pretende un
retorno al pasado. Para él, la filosofía realiza al máximo la
capacidad sapiencial humana, porque lo más propio del entendimiento
es descubrir. La inteligencia inventa novedades, es actividad vital
y crece. El filosofar, en cada situación vital, está llamado a
advertir la radicalidad y a crecer. Este crecimiento potencia el
crecimiento personal del hombre.
Teoría del conocimiento y
metafísica
«La filosofía es el conocimiento de principios
por principios» (El Logos, 1995). Los principios son
radicalidad y novedad, actos superiores a los conceptos.
Polo
desarrolla la distinción real de Tomás de Aquino (esencia-ser) en
continuidad con el descubrimiento del límite mental y su abandono.
La distinción real se debe proseguir. En la teoría del conocimiento
se advierte que podemos abandonar el límite; cuando se lo
abandona, como pensar supositivo (objetivo), se abre una cuádruple
vía: si se atiende al mundo, adverir la existencia
extramental (metafísica) y explicitar la esencia extramental
(filosofía natural); si se atiende al hombre, alcanzar la
persona y la naturaleza humana (antropología trascendental y
antropología sistémica).
El hábito de los primeros principios
piensa como tema la existencia metafísica. Los principios son tres:
no-contradicción (ser creado), causalidad (referencia al origen) e
identidad (Dios). La metafísica se constituye así como pensar, no ya
objetivo, sino habitual. Ahora bien, este «pensar habitual»
no lo entiende Polo como potencial, o en potencia, sino como
actualidad: más aún, como actualidad eminente. Los hábitos son
actividad mental, mayor que la objetivación u operación
inmanente. Nos damos cuenta de que el objeto (la objetividad) es
límite, precisamente desde el pensar que supera este límite, desde
el pensar habitual. Éste señala la apertura al ser como
primero, es decir, como principio. El ser es principio
como ser extramental, como causalidad extramental (causa-causada) y
como incausado (creador). La metafísica alcanza el ser del mundo y
el de Dios.
Las causas (segundo nivel de principialidad),
constituyen la esencia, que depende de la existencia ejercida, esto
es, de la causalidad trascendental, el acto de ser. La esencia es
puesta por el ser; por tanto, las cuatro causas (Aristóteles)
son un nivel de principios de segundo orden (física, o filosofía
natural).
El existente humano
El ser personal
no puede ser pensado adecuadamente: «el yo pensado no piensa». No es
ninguna de las ideas que tenemos. Pero de aquí no se debe concluir
–como hace Heidegger– que sea la nada. El ser del yo, observa Polo,
es real, pero no se identifica con ningún concepto (u objeto). Ya
Heidegger se dio cuenta de que el sujeto no puede llegar a ser el
objeto, como pretendía Hegel, y extrajo de ello la conclusión de que
el yo no es una esencia, sino pura existencia; luego un conocimiento
esencial del yo no es nada. Ahora, ¿qué es realmente el yo
humano?
Como ser real, es principio; y como principio el
existente es además. Eso es lo que Heidegger no vio.
Además, significa que el existente no se agota en pensar ni
en actuar.
La meditación de Kant, Hegel y Heidegger llevó a Polo
a la convicción de que la filosofía moderna desemboca en una
aporía, una situación sin salida, improseguible. En efecto,
esta había comenzado como proyecto antropológico, poniendo la
libertad en el nivel de los primeros principios, y desemboca en el
nihilismo. Polo propone el abandono del límite mental para advertir
que el hombre no es el yo, ni la conciencia. El hombre tiene
conciencia, pero no la es. La persona no comparece en la conciencia,
no es el yo (si el yo es la conciencia que la persona tiene de sí
misma). Por lo tanto, a la persona no se la alcanza con la operación
(concepto), ni con los hábitos (primeros principios); ninguna acción
humana alcanza a la persona. La persona tiene los actos que realiza,
pero no está en ninguno de ellos, es más; es además. La
persona piensa y, además, es. A la existencia personal se llega en
la forma de acompañarla. Este es el ámbito de la efusividad (del ser
donal). La persona, más que en el tener, se manifiesta en el dar.
Pero, atención: no se olvide que este discurso no es ético, sino
antropológico: se refiere al ser personal. El ser personal,
porque es capaz de dar, debe ser un don. La libertad, la persona, es
don, ser donal. Esto significa que, en su intimidad, es referencia a
Otro, de Quien proviene y a Quien se orienta destinándose. En suma,
el ser personal es donal y filial. Ser hijo (más allá de la mera
condición biológica) significa ser originado y destinado. Mas, por
otro lado, la persona es irreductible al mundo (es además); luego
advirtiendo al ser personal como originado y destinado (libertad
nativa), lo advertimos como hijo. Sólo la persona infinita puede
originar a la persona (finita) como don.