Capítulo II
Naturaleza y cultura
La actividad humana
 

 

Por Santiago Fernández Burillo



I. Lo natural y lo artificial.
II. Vida humana y cultura




«El hombre supera infinitamente al hombre»
(Blas Pascal)


I. Lo natural y lo artificial

El viviente que habla

Hay discursos que no dicen nada, y silencios que claman. A veces aludimos así a la importancia de la palabra; porque no interesa la charlatanería, sino el significado de lo que se dice. La palabra transmite sentido. Aristóteles (384-332, a. C.) observó que no es lo mismo la voz que la palabra (lógos). La mayoría de los animales tienen voz (maúllan, pían, mugen, etc.), no son mudos; pero esas voces o no significan nada, o muy poco. Sólo el hombre está dotado de palabra. La palabra es voz articulada, esto es, combinación de sonidos (fonaciones), de acuerdo con un código altamente complejo —y más, si pensamos que los idiomas se traducen entre sí; esto es, que todos los códigos semánticos y sintácticos son artificio—. En fin, Aristóteles consideró que podía definir al ser humano como «el viviente que tiene logos». Esta fórmula se ha transmitido hasta hoy así: el hombre es animal racional. De muy antiguo proviene, pues, la convicción de que el habla es el signo externo del pensamiento. El lenguaje es característica diferencial humana; y logos es la palabra griega que significaba, indistintamente, “palabra”, “mente” o “pensamiento”.

Seres naturales y seres artificiales

En el capítulo anterior vimos que algunas concepciones filosóficas suponen el significado de conceptos fundamentales («materia», «vida», «evolución», «cultura», etc.); casi siempre ocurre que esa suposición es tácita y acrítica, esto es, una «presuposición» un juicio previo y carente de fundamento. Concluíamos, de ahí, la conveniencia de «no dar por supuesto» nada antes de haberlo examinado y –siempre que se pueda– definido. Ahora bien, no es lo mismo describir cosas que definirlas.

La descripción expresa lo aparente, lo que se ve, y tal como uno lo ve. La definición expresa algo interno, lo que es; y no como a uno le parezca, sino tal como es. Por eso es incomparablemente más fácil describir que definir. A los seres naturales los podemos describir, es lo que se suele hacer; sólo los entes artificiales se dejan definir con menos dificultad.

La definición expresa la esencia, lo que una cosa es. Pero ¿cómo expresar con exactitud lo que no se comprende, o se conoce sólo a medias? Lo artificial es definible, porque no tiene otro ser que aquel que el artífice humano le ha dado. Las definiciones elementales, en el inicio de las ciencias, suelen ser convenios (por ejemplo, la definición de “metro”).

Definir al hombre es muy difícil. Lo sería aunque sólo atendiéramos a su condición de ser natural, de viviente. Supongamos que ya comprendemos su elemento diferencial («tener logos»), todavía nos falta el genérico. Hay que definir qué es ser natural y qué es vida. Eso nos proponemos en la primera parte de este nuevo capítulo.

Los seres naturales, en efecto, son de dos tipos: inertes o vivos. Los antiguos ponían un principio vital (en lat. anima; en gr. psykhé), para explicar la diferencia entre un cuerpo inanimado y un ser vivo. El primero es pasivo, incapaz de moverse por sí mismo; el segundo es activo, espontáneo. Sabemos que ha muerto cuando deja de actuar. Entonces deja de existir, y el cuerpo se disgrega. Otra observación de Aristóteles es esta: la vida, para los vivientes, es el ser.

Una primera aproximación descriptiva nos permite, pues, asentar lo siguiente:
· Los entes naturales son diferentes de los artificiales.
· Los primeros existen por sí, los segundos son obra humana.
· Los entes naturales son inertes o vivos.

Materia y forma

Vale la pena ahora prestar atención a la teoría aristotélica llamada hylemórfica, que explica de modo difícilmente superable la estructura más profunda (meta-física) de la realidad material. La teoría hylemórfica mira a las cosas (naturales o artificiales) como compuestas de materia y forma (en gr. hyle y morphé). Por «materia», en metafísica, no se entiende lo mismo que en física; significa el principio de la indeterminación, pasividad y sensibilidad de las cosas; por «forma» se entiende un principio (no una figura, ni un aspecto), el principio determinante de la materia, del que proviene la actividad y la inteligibilidad de la cosa. Considerémoslo en un par de ejemplos: las palabras que proferimos constan de dos elementos, la materia (sonidos, voces) y la forma (articulación); las palabras que escribimos también son compuestas de materia (letras) y de forma (orden, combinación). Lo mismo se podría hallar en las piedras: moléculas y estructuras cristalinas. Todo lo que hay es, por un lado, algo pasivo e indeterminado; y, por otro lado, una estructura determinante.

Materia y forma no son cosas, sino principios de las cosas. Las cosas se pueden ver y tocar; los principios se alcanzan con el pensamiento. Por eso, materia y forma no son objetos observables, ni separables por medios físicos o experimentales. Ahora, si no son observables, ¿cómo sabemos que son reales? Porque el obrar de las cosas exterioriza su manera de ser (el obrar se sigue del ser). Pues bien, se nota una dualidad de aspectos en los entes naturales, como la pasividad y la actividad, o como la singularidad y la idealidad. Si ambos aspectos se dan y se dan juntos, son señal de una dualidad constitutiva. La materia explica el carácter sensible de los individuos, su pasividad y, en fin, lo que hay en ellos de oscuro o ininteligible. Pero un ser material no es solo materia. Quien dice «ser material», dice elementos o partes, más una configuración que reúne las partes, o morfología de ese ser. A esa configuración interior se la llama forma (morphé).

Que los seres naturales tengan una información intrínseca es una idea que nos resulta familiar; tenemos ya la idea de código genético o de programa informático, como estructuras que configuran una materia (en sí amorfa) y la hacen capaz de actuaciones sorprendentes, originales. En el lenguaje filosófico, «forma» no significa la figura externa, sino la estructura interna de la materia; no es materia, sino la estructura de la materia. Se trata de algo comprensible, inteligible y, a la vez, un principio de operaciones específicas. Lo mismo que en el caso de información genética, o en el de programa informático, la forma de la que hablamos es un código, un programa que configura y habilita para obrar.

Principio vital y cuerpo organizado

Cuando los antiguos observaron que de los entes naturales algunos eran vivientes, porque ejercían operaciones vitales y no por el hecho de ser materiales (pues las piedras son materiales y no viven), refirieron esas actividades vitales a un principio, que denominaban psykhé, o anima, y era para el cuerpo lo mismo que la forma es para la materia, esto es, lo mismo que un programa informático es para un plástico o la información genética para unas moléculas. Aristóteles definía ese principio del siguiente modo: «El alma es la forma de un cuerpo natural orgánico que tiene la vida en potencia».

Aristóteles define, pues, el alma como forma de un cuerpo orgánico, cuyas operaciones vitales no están siempre en ejercicio; algunas reposan mientras otras obran. El viviente (zóon) es un ser material, informado por un programa muy perfecto (psykhé), que consta de órganos coordinados. Puede observarse que esa definición matiza bastante. Veamos lo que significan sus elementos:

· Cuerpo, significa la unidad de materia y forma
· Natural, se dice por contraposición a artificial
· Orgánico, significa que el viviente consta de órganos

Los órganos se sirven entre sí (en gr. órganon, instrumento); esta idea destaca al organismo entero —al viviente— como el fin de todas las operaciones orgánicas.

Grados de vida

Además de la corporeidad natural y la organización, la definición contiene esta otra expresión: «vida en potencia». ¿A qué se refiere? Las potencias vitales, o facultades del alma, no son lo mismo que los órganos; son principios próximos de operaciones vitales. Es tradicional distinguir, de acuerdo con ello, tres niveles de vitalidad:

· Operaciones vegetativas, como la nutrición, el crecimiento y la reproducción.
· Operaciones sensitivas, como la sensación, la percepción, imaginación, etc.
· Operaciones intelectivas, como el concepto, el juicio, etc.

Las facultades se corresponden con esos tres grados de vida: vegetativa, sensitiva e intelectiva o racional.

Aristóteles observó también que el viviente consta de partes heterogéneas; no obstante, los vivientes poseen una unidad más poderosa que los minerales o los artefactos. Su unidad integra partes muy diversificadas, órganos. No sólo las integra como unidad, sino como dinamismo: la vida está en la operación (vita in motu). Esas observaciones siguen siendo válidas hoy.

Por esa razón, puede decirse que la forma aparece mucho más claramente en el cuerpo vivo que en el inerte. Piénsese en el corazón de un mamífero: late porque el animal está vivo; y el animal está vivo gracias al latir del corazón. El obrar del órgano se muestra como medio y el viviente, el animal, como fin. De modo que, tomado en su conjunto, el organismo posee una unidad dinámica, que es el vivir mismo. Decimos unidad dinámica, porque no podría conservarla sin las operaciones vitales. Un reloj sin pila no se deshace, pero un animal muerto se disgrega; de manera que las partes se mantienen unidas en virtud del principio dinámico, activo. Este principio vital (psykhé) es algo distinto de un simple ensamblaje de piezas. En suma, vivir es actividad y fin.

· Como actividad, vivir es la operación vital;
· Como fin de la actividad, vivir es el viviente, el ser vivo.
· El principio del que dimanan las operaciones vitales es el alma (psykhé).

Vivientes y artefactos mecánicos

A diferencia del vivir, las actividades del ser artificial son siempre medios. Ningún ser artificial es un fin en sí; a fortiori, la actividad artificial no es fin en sí misma.

Los artefactos pueden imitar el carácter orgánico de las actividades vitales, es decir, el hecho de que unas son el fin de otras, y viceversa. Especialmente los mecanismos autorregulados que se retroalimentan, adquiriendo información, los robots o máquinas cibernéticas. Se trata de mecanismos diseñados para imitar a los seres vivos. Su remoto inventor, el matemático Norbert Wiener (1894-1964) recibió el encargo de diseñar un proyectil que nunca errara el blanco. Se trataba de un encargo del Ministerio de Defensa de los EEUU, para tiempos de guerra. El profesor Wiener sólo encontró la solución cuando un colega biólogo le hizo notar que su problema estaba resuelto en la naturaleza: un león persiguiendo a una gacela es un proyectil que busca el blanco, modifica su trayectoria.

En todo caso, el ser del artefacto no es natural, sino que responde a un diseño. El ser del artefacto es, en sí mismo, un medio, porque existe para aquello para lo que el hombre lo ha concebido y construido; existe para realizar el propósito de su artífice. Luego la razón de ser de la máquina está fuera de ella misma, en el artífice; mientras que la razón de ser del viviente está dentro de él mismo. El fin del viviente es vivir; ser y perseverar en su ser. No es un medio. Puesto que el ser del viviente es vivir, las operaciones vitales son medios y fines; algo así como un fin que se posee al obrar. De ahí que podamos concluir que el obrar vital, en conjunto –como organismo–, es un fin para sí mismo.

Descripción y definición de la vida

Imaginemos un artefacto, como una silla o un automóvil, abandonado en un lugar deshabitado. Cuando el hombre deja de ocuparse de los artefactos, como éstos existen para servir a los propósitos del hombre, ya no sirven; por eso se van deteriorando, hasta ser reintegrados a la naturaleza de la que el trabajo los obtuvo. Las casas en las que no se vive se estropean deprisa. La silla abandonada volvería a ser tierra deprisa; el coche sería desgastado lentamente por los agentes externos como el sol, el agua, el frío y el calor, etc.; poco a poco los plásticos se alteran, la pintura se levanta y se desconcha, los metales se oxidan. Al cabo de unos años sería una chatarra inservible; al cabo de muchos años habría sido literalmente tragado por la tierra.

El ser artificial no sólo tiene su razón de ser en la mente del artífice; también depende de la mano humana, para hacerse y para durar. No puede existir sin el hombre. Se puede considerar que su realidad consiste en ser una prolongación o instrumento (órganon) de capacidades humanas. El artefacto existe para el hombre. Por eso, si el hombre no lo usa, ni lo cuida, deja de existir.

A diferencia de los artefactos, los seres vivos se apropian de fuerzas externas, las asimilan y, en lugar de sucumbir bajo sus golpes, los interiorizan y hacen de ellas su propia sustancia. La influencia del aire, el agua, los choques mecánicos, erosionan la roca, deterioran la máquina. Los cuerpos inertes son «rígidos», en el sentido de que a una fuerza proveniente del exterior oponen otra de la misma magnitud (dureza, resistencia), o se rompen y se van desmoronando. Un ser vivo, por el contrario, como por ejemplo una planta, presenta unas actividades cuya característica es recibir esas fuerzas externas haciéndoselas propias, internas.

Alimentarse, crecer, son operaciones vegetativas. La nutrición toma agentes externos como aire y agua, luz, oxígeno, etc., y los interioriza hasta convertirlos en sustancia vegetal. En lugar de romperse bajo el empuje de los agentes externos, la planta los asimila, se alimenta de ellos, vive de ellos y crece. De modo que la operación vital re-actualiza la acción que le llega de fuera: no se quiebra, no se diluye, no se altera; lo que hace es aceptar esa energía que le llega y apoderarse de ella, la asimila. La vida de la planta convierte los empujes externos en empuje interior, a partir de una fuerza central, interior. Esa es su alma.

Cuentan que un anciano oriental vivía junto a un bosque y recogía leña para ganarse la vida. El anciano conocía las voces del bosque; no podía manejar el hacha, pero las nevadas eran sus aliadas. El manto de nieve se acumulaba sobre las ramas; las vivas y flexibles, cedían hasta dejar deslizar su carga, y recobraban su posición. Las ramas secas, acababan con un chasquido y caían rotas. Y dicen que este anciano inventó el judo, arte de defensa personal consistente en aprovechar el empuje del atacante para derribarlo.

Esa leyenda ilustra la idea de acción vital, como un movimiento circular. En la nutrición y la adaptación al medio, en el crecimiento, el viviente no se comporta mecánicamente; para él no se trata de neutralizar por ecuación de fuerzas o romperse. Su comportamiento no neutraliza ni iguala, sino que asimila y potencia: acoge el empuje, lo hace suyo y lo eleva.

La asimilación no se basa en el equilibrio, ni en la igualación de acción y reacción, sino en la apropiación. No contrarresta, potencia la acción; de modo que hay ahí más dinamismo que en el modelo de la máquina; dinamismo desde dentro (ab intrinseco); y el principio dinámico es también el fin de la acción, como revertiendo sobre sí mismo, circularmente.

Inmanencia, definición de la vida

El ser viviente es más activo, pues, que las piedras u objetos mecánicos. Los vivientes son en cuanto viven, y viven en cuanto interiorizan energías físicas. La vida es en todo momento adaptación. Afirmar que los vivientes tienen que adaptarse al medio, o mueren, es una obviedad. Pero es curioso.

Por un lado, vivir es tener interioridad: traer energías externas al interior. Mas, por otro lado, el viviente sale de sí mismo, ocupa el medio, se instala en él en la forma de hacerse apto. También modifica el medio: forma parte de él, se exterioriza en él.

Lo curioso está en que a mayor interioridad corresponde mayor apertura. La interioridad de la planta es poca, su apertura al medio también. En el animal aparece el conocimiento y, en consecuencia, no sólo se adapta al medio, sino que lo recorre, lo ocupa, emigra, etc. Todo eso culmina en el hombre: nuestra interioridad es intimidad; a lo interior de la intimidad corresponde un exterior sin límite: el universo. Los animales y plantas no viven en el universo, sino en un «nicho ecológico», esto es, en un ecosistema cerrado, que se corresponde con su estructura morfológica y patrones de conducta (anatomía, fisiología, instintos, etc.).

Es oportuno mencionar aquí al biólogo Jakob J. von Uexküll (1864-1944), que fundó la moderna ciencia de la conducta animal (etología y fisiología de la conducta); en su libro Umwelt und Innerwelt der Tiere (1909) acuñó el término «medio» (Umwelt) para denominar la correspondencia existente entre el viviente y su mundo circundante. Este concepto está también en la base de la moderna cibernética. Desde la filosofía, sin embargo, se lo adoptó enseguida para «delimitar» el «mundo animal» y el «mundo humano»; así, el filósofo alemán Max Scheler (1874-1928) señalaba que el ser humano existe no en adaptación y correlación con un «medio», sino en la forma de «apertura al mundo», y esta noción se hizo común en la antropología filosófica del siglo XX. Consideremos la diferencia a la que Scheler alude. La planta que toma agua y sol, para elaborar savia, proporciona un ejemplo de asimilación; el cactus carnoso y espinoso y el blanco oso polar, muestran en qué consiste la adaptación a un medio, como exteriorización. Sólo el ser humano vive tan intensamente que trasciende su mundo circundante, ya que crea una nuevo y es así capaz de vivir en el desierto o en los hielos del polo, bajo el agua o en la estratosfera, en la tierra o en la luna, etc.

Finalmente, mediante tales observaciones alcanzamos una definición: vivir es actividad interiorizadora que permite exteriorizarse por adaptación y dominio del medio. Esta actividad interiorizadora se llama inmanente (del lat. manere-in, quedar dentro). Las acciones inmanentes se llaman también “operaciones”.

Podemos concluir, en suma, que la vida es actividad inmanente. Dividimos, a su vez, la actividad en transitiva e inmanente. Hemos descrito lo natural y hemos definido la vida. La actividad y el ser ya no los definimos. Ello nos obliga a notar que no todo se puede definir. Definir, en efecto, es hacer manifiesto un concepto complejo o confuso mediante otros más simples o claros. Pero es imposible ir hasta el infinito: tiene que haber ideas primeras y evidentes. Tales son, por ejemplo, las ideas de ser y de acto o acción. Pues bien, definimos la vida por la operación, al decir que «vida» es «actividad inmanente»; y añadimos la observación de que la acción inmanente perfecciona al ser que la ejerce. Tal acción es fin para sí misma; y su agente es su fin.

Diremos, pues, que «acción» es una idea simple, evidente; una noción primera y una certeza. Ahora, «finalidad» es también una noción elemental. Pues bien, la inmanencia se define por la finalidad. La acción inmanente es fin en sí misma (como jugar o aprender; pues no jugamos para otra cosa, sino para jugar, etc.); es decir, su fin es el agente mismo que la ejerce. De manera que la vida (la acción inmanente) se define por la finalidad.

La finalidad de todas las acciones vitales es que el viviente viva; y el vivir no es medio para otra cosa, es fin en sí y para sí. En conclusión, el vivir es el fin de todas las acciones inmanentes; y la vida es el fin de sí misma. Por el contrario, el artefacto nunca es fin, siempre es medio.


II. Vida humana y cultura

El hombre, naturaleza inadaptada

Como las plantas y los animales, el hombre es un viviente; tiene en común con ellos numerosas operaciones inmanentes, tales como alimentarse, crecer, reproducirse, la percepción sensorial, etc. Sin embargo, el ser humano está inadaptado al medio: un niño abandonado moriría de inanición, o sería devorado. Los hombres no llegamos acabados al mundo, no somos animales especializados en nada; somos demasiado débiles y carecemos de armas y abrigos naturales. Pero hablamos.

La vida humana no es meramente física, meramente vegetativa, ni sólo sensorial. La vida humana incluye todos esos aspectos, subordinados a uno más fuerte: pensar y hablar. La imagen que el hombre se formado sobre sí mismo, ya desde los tiempos de la antigua Grecia, es la de un “microcosmos”, es decir, un mundo en pequeño, un resumen del universo entero. Conviene precaverse ante el exagerado espiritualismo, que mira al mundo con extrañeza, como si se tratara de un accidente contrario a nuestra naturaleza. Es el tema de nuestra corporeidad. El cuerpo es parte de nuestro ser, nuestra presencia en el mundo, parte de nuestra naturaleza. No somos unos extraños en el mundo, tenemos mucho en común con él; genéricamente, el hombre es cuerpo viviente y animal. ¿Qué es lo específico? Tener el uso de la palabra, y el uso de las cosas.

Definición de la cultura

La mayor parte del pensamiento se plasma en el lenguaje; éste es la primera obra externa del pensar; la segunda es la técnica. El conjunto de las obras externas de la mente son la cultura.

Si el pensamiento no se exterioriza, no hay obra cultural. Un poeta experimenta una emoción y forma dentro de sí una frase, un primer verso. Si en ese momento el poeta muriera, el poema no se escribiría. Habría habido una experiencia estética tan elevada como se quiera, pero no una obra cultural: faltaría la obra externa, el poema que puede hacer pensar y sentir algo parecido a otros hombres. La cultura no es la vida interior de las personas, sino su plasmación externa. Un hacha de sílex y un ordenador son obras externas del pensamiento.

La cultura es la obra externa del pensamiento, tal como las palabras son el signo externo de las ideas. Sin obra, no hay cultura. La obra externa del pensar es de muchos tipos: estética, técnica, científica, etc. Se habla entonces de bienes culturales de diversa índole. Con la ayuda del lenguaje (transmitido en la familia y en el grupo social) y de los bienes útiles, de la técnica, el hombre se adapta al mundo, lo configura para sí mismo porque lo trabaja, lo domina y lo cuida.
Los animales tienen instintos, los seres humanos tenemos cultura: ella nos proporciona un mundo humano. Hay muchas formas culturales, según etapas históricas y pueblos, pero todas entrelazan tres categorías de realidades: el lenguaje, las instituciones y la técnica.

Por otra parte, el dominio y conservación del mundo humano derivan de otro aspecto de nuestro ser: el trabajo. El hombre es verdaderamente homo faber, es decir, trabajador. Trabajar no es una opción (como si la holganza fuera natural y lícita), sino una condición natural. El existir humano es activo, se prolonga en las actividades productivas (lingüísticas, sociales, políticas, técnicas, etc.). El trabajo es actividad humana; aunque no toda actividad humana sea laboral. Los animales no trabajan.

El ser humano, pues, no vive adaptado al medio, sino a la cultura; los seres humanos nos capacitamos para vivir en el mundo gracias a la aculturación, es decir, a la inserción en una cultura. Constituye la educación más temprana, la niñez y juventud como formación. En suma, la cultura configura el mundo humano, diferente del mundo natural o cosmos. Tomando como base esta descripción, podemos definir: La cultura es actividad productiva de bienes para el hombre, exteriorizados y transmitidos hereditariamente, que son objeto de mejora e innovación.

Repasemos los elementos de nuestra definición:

 

La esencia humana

Decíamos que la definición expresa la esencia, lo que es. Pues bien, podemos definir al hombre por la capacidad de tener. He aquí una definición que está en la línea de la que dio Aristóteles y la continúa: el hombre es el ser que tiene (Leonardo Polo); ser que tiene o ser capaz de tener. Nótese que en esta definición no se confunde el ser y el tener; el hombre es el único ser que es capaz de poseer, de tener, y en diversos sentidos.

Podemos tener de tres maneras:
1ª. Según el cuerpo, tenemos la ropa, los instrumentos, la casa, etc., todos los bienes materiales, en suma.
2ª. Según el espíritu, tenemos ciencia, conocimientos teóricos o prácticos.
Según la naturaleza, tenemos hábitos adquiridos a partir de operaciones; los hábitos buenos o virtudes perfeccionan la naturaleza humana, hasta el punto de constituir una «segunda naturaleza».

He aquí una notable diferencia entre la cultura objetiva y la cultura subjetiva o cultivo de sí, del espíritu: la primera es una «continuatio naturae», una continuación de la naturaleza externa, la segunda es naturaleza adquirida, incremento o crecimiento de la propia naturaleza humana.

La noción de «tener» o posesión sirve, pues, para definir la realidad humana. Los hombres poseemos los bienes culturales, porque los sabemos construir y utilizar, es decir: tenemos según el cuerpo aquello que previamente hemos poseído por el saber. Conocer, usar y poseer instrumentos es, por lo tanto, una característica esencial humana.

Además, la capacidad de advertir el ser instrumental y su valor de tal es exclusiva del hombre. Cuando el arqueólogo encuentra instrumentos asegura que sus autores eran humanos. Ver el carácter instrumental de los medios, implica pensar su orden al fin, captar una relación. Eso es lo que hace posible la idea de instrumento. (Eso significa, también, discernir entre lo relativo y lo absoluto, el medio y el fin, etc.).

El hombre se define por la capacidad de conocer la relación medio-fin, esto es, por la capacidad de comprender el ser (relativo) del medio. Ahora bien, la capacidad de hacer progresar la cultura tiene como condición suya la vida social, la cooperación consciente y, por lo tanto, e lenguaje porque para colaborar es preciso comunicarse ideas y valoraciones.

Tradición y diversidad cultural

Acabamos de ver que la cultura presupone una vida mental, familiar y social. Es patrimonio, tarea colectiva que atraviesa las épocas. Toda cultura es una tradición (del lat. traditio, transmitir algo). Pero eso plantea el problema de qué pasa con ciertas formas de entender la vida, aquellas que la ven como ruptura con la tradición, esto es, con los criterios de los padres. Aquí aparece el tema de las culturas alternativas y de la contra-cultura. Las calles de las grandes ciudades modernas nos lo presentan visualmente: desfilan ante nuestra vista, rótulos y «pintadas», así como personajes de costumbres e indumentarias diversos: el trabajador manual, el ejecutivo, el «ocupa» o el vagabundo, etc. Además, con la actualidad de las migraciones, la diversidad cultural del mundo cobra un relieve que antes no tenía. La facilidad de las comunicaciones nos acerca también a diversas maneras de entender y organizar la vida; y así como es un hecho que la cultura occidental ha configurado el mundo a través de los descubrimientos, la colonización y, finalmente, la supremacía científica y tecnológica, también es cierto que se han cometido muchos abusos en la historia de las colonizaciones.

El quinto centenario del descubrimiento de América se vio fuertemente contestado, por parte de algunos movimientos indigenistas y en nombre de los Derechos Humanos; se denunciaba la falta de respeto a las culturas autóctonas. Junto a los hechos que avalan aquella contestación, es cierto también que, antes de la llegada de los españoles, algunas tribus americanas practicaban la antropofagia ritual, los sacrificios humanos o ciertas formas de esclavitud, que reinaba una especie de estado de guerra perpetua entre ellas, etc. Al menos la idea de los Derechos Humanos (y con ella la razón para insubordinarse ante esos errores y denunciarlos) la aportaron los españoles.

La cultura y las culturas (“civilizaciones”)

Los sociólogos hablan de «etnocentrismo» para destacar el hecho de que las valoraciones son relativas a la cultura en que cada uno ha sido educado. Así, considerar que la cultura propia es superior y que, en consecuencia, tiene derecho a imponerse, es etnocentrismo. En realidad, uno valora tal como lo han educado. Pero no es evidente que la propia educación sea la mejor. De aquí se suele llegar a la conclusión —tal vez precipitada— de que todas las culturas son relativas: ninguna sería mejor ni peor, sino todas diferentes, como diferentes son los individuos. Y se debe respetar la diversidad.

Desde luego, la cultura no se impone; mas creo que esa crítica se funda en un equívoco, por la semejanza existente entre las palabras “cultura”, “sabiduría” y “civilización”. La sociología y la antropología cultural llaman civilizaciones a los diferentes tipos de culturas (en las áreas lingüísticas anglosajonas). Pero la cultura es el sistema de los medios de la vida humana; ahora bien, la sabiduría es más: no están en pie de igualdad. Reducir la sabiduría a una «forma cultural» es pretender explicar lo más por lo menos.

La cultura se define en términos de exterioridad: un conjunto de bienes, que se entrelazan formando el «sistema de los medios», en el que vive el hombre según cada sociedad histórica. Vamos a pensar un sistema de medios diferente y comprobaremos que corresponde a una cultura diversa, en sentido sociológico. Imaginemos que los mecanismos fueran de madera, que no hubiera siderurgia ni electricidad, etc. ¿Cómo sería la cultura? No existiría la industria moderna, ni la conexión actual entre ciencia y técnica; tampoco la economía de grandes producciones y precios baratos. No habría progreso económico ni tecnológico, por lo que no existirían la publicidad, la radio o la TV, etc.; seguramente tampoco la industria del libro; aún menos los ordenadores y las fotocopias. Los estudiantes tendrían que anotar las lecciones oídas de viva voz y encomendarlas a la memoria. Viviríamos con el ritmo de la luz solar, practicaríamos más la lectura y la memorización, aunque serían pocos los que estudiarían, etc. Con este ejemplo se pretende hacer ver que los bienes culturales, como la ciencia, la técnica, economía, derecho, educación, política, información, etc., forman un tejido coherente, un sistema, el sistema de los medios de la vida humana. Por otra parte, este ejemplo describe un sistema cultural medieval. Aquel tipo de cultura podría darse igual en la Europa medieval como en la China o el Japón de principios del s. XIX. Pero las razones para oponerse al autoritarismo —el respeto, la tolerancia— no son elementos del sistema de los medios, son convicciones religiosas, morales y filosóficas. Un europeo del s. XIII tenía que reconocer en cualquier otro hombre un hermano, imagen de Dios, dotado de valor inconmensurable que funda su derecho a ser respetado. He ahí cultura medieval y civilización occidental. El oriental, en cambio, no se sabe persona, ser dotado de un valor absoluto, o lo sabe de forma vaga, menos precisa, de modo que no se reconoce como libre e imagen de Dios; lo mismo le sucede al romano o al griego de la antigüedad, para ellos el individuo sin la sociedad no es casi nada. Para éstos, el poder político sí tendría el derecho (y el deber) de imponer qué deben pensar y creer los individuos. Aquí ya no estamos en presencia de diferencias culturales, sino más profundas, son distintas ideas del hombre y de Dios, distintas filosofías o sabidurías.

El relativismo

¿Es verdad que todas las culturas son relativas? Si entendemos por «cultura» el sistema de los medios, es clarísimo que sí, ya que los instrumentos son relativos a la función para la que su artífice los ha pensado y construido. (Aunque no sea indiferente vivir en la cultura medieval de los pergaminos y los carros de madera o en la del PC y el automóvil con aire acondicionado). ¿Qué diremos, pues? ¿Son relativas las filosofías? La sabiduría humana, es perfectible: el hombre es capaz de mejorar. Su objetivo es el conocimiento de la verdad sobre la existencia humana (en los ejemplos anteriores, la verdad sobre los Derechos Humanos, sobre la dignidad humana, sobre Dios, etc.). Ahora bien, que nuestro acercamiento a la verdad sea gradual, siempre inconcluso, no significa que no exista la verdad de cada asunto.

Por otra parte, un relativismo puro es inconsistente. ¿Cuál sería su fórmula? «Todo es relativo». Pero ¿es eso verdad en absoluto, o no? Si es una verdad absoluta, no todo es relativo; si no es absoluta, a veces no es válida. Ortega y Gasset decía que el relativismo es una «idea suicida»: si se aplica a sí misma se elimina. Además, para relativizarlo todo necesito un absoluto. En efecto, lo relativo es término de una comparación, pero ¿con qué comparo «todo» si declaro que todo es relativo?

La responsabilidad de la cultura

Al seguir estas consideraciones, se va abriendo paso la idea de que para reflexionar sobre la cultura se adopta un punto de vista más elevado que ella. La cultura –considerada como un todo– incluye diversidad de bienes: ciencias, tecnología, bellas artes, derecho, literatura, política, etc. Hemos visto más arriba que cabría agruparlos en tres grandes géneros o categorías: lenguaje, instituciones y técnica. Pongamos otro ejemplo: el uso de la radioactividad ¿es «sólo» una cuestión científica, técnica, política? Parece que no; cada uno de estos sectores de la cultura responde al «cómo» de algo en particular, pero ninguno al «por qué», ninguno de ellos desvela la cuestión del sentido, no aclaran nada sobre los fines de la vida humana; ni la técnica ni la política conocen el sentido y razón de ser de las armas, sólo conocen su uso, «cómo funcionan». Es más fácil saber cómo funciona o cómo se fabrica el arma, que saber por qué la hacemos, o si debemos hacerla o no. Aparece aquí la responsabilidad, ante la humanidad actual y futura. Lo mismo podría decirse con referencia al medio ambiente, las leyes sobre la familia o la protección legal de la vida del embrión, del no-nacido, etc. Al final, no queda más remedio que reconocer que no hay ciencia ni técnica alguna que responda de la humanidad, capaz de responder de la suerte de la familia humana que vive en la Naturaleza y en sociedad, generación tras generación; sin embargo, somos responsables del mundo que dejaremos tras de nosotros. Ahora bien, si la cultura no fuera capaz de crear un mundo hermoso, acogedor y humano, entonces habría dejado de cumplir su función: servir al hombre, que llega al mundo inadaptado.

Para las ciencias sociales «cultura» (o civilisation) significa no sólo un sistema de medios o «mundo humano», por contraposición al meramente físico; suele incluir la dimensión normativa: valores y usos sociales, tales como recompensas y castigos. Ese sistema de valores y juicios, cuando es interiorizado por el individuo, lo «humaniza» y convierte en miembro del grupo social. ¿Qué decir al respecto?

Cualquier cultura está impregnada de alguna concepción religiosa, ética y filosófica. Hay buenas razones para pensar que ya era así entre los hombres de Neandertal. Los medios tienen su razón de ser en el hombre que los construye y utiliza: dependen de él. Nada más lógico, pues, que reconocer la presencia de valores, creencias, interpretaciones, etc., en medios como el arte, el derecho, la economía, y todas las formas de la cultura, especialmente en la opinión pública y en los medios de comunicación social. De éstos últimos deriva el poder. Las diferencias de concepción filosófica motivan conflictos, en la actualidad y en el pasado. Por el contrario, la unidad de concepción de la vida presta «cohesión» a los grupos y seguridad a sus miembros. Una característica de la sociedad occidental moderna es la atomización, la débil cohesión, el aislamiento de individuos y pequeños grupos y la multiplicación de los conflictos.

Todo eso es cierto, pero no significa que la sabiduría sea un producto cultural. Sólo significa que las culturas se modifican cuando las personas modifican su comprensión de la propia existencia. Es lógico. También es lógico añadir que la comprensión del sentido y realidad de la existencia humana puede ser más o menos acertada. En suma, la sabiduría y la moralidad penetran en la esfera de los medios en forma de creencias, opiniones y costumbres. Los individuos son meramente arrastrados por las opiniones y usos dominantes, o bien los enjuician críticamente e inician procesos de cambio del sentir común, en la opinión pública. Estos procesos son lentos, pero se originan siempre en la interioridad pensante de unos pocos que no se limitan a seguir la corriente, sino que la crean.

La sabiduría

Ya hemos sugerido que enjuiciar la cultura supone adoptar una visual más alta. Aparece así la visión filosófica. La filosofía y la religión pueden tener efectos externos, pero son accidentales. Lo esencial de estas dimensiones (vitales, humanas) es interior, y no tiene plasmación externa adecuada. La filosofía es sabiduría. La sabiduría no es cultura.

Ahora, si la sabiduría no es cultura, es porque es más, no porque sea incultura. Si juzga a la cultura, en conjunto, es lógico que no sea una de sus partes. La filosofía aspira a hacer al hombre sabio, es el saber responsable de la cultura y de la vida humana.

El pensamiento juzga de todo. Si juzga, es responsable de todo. Ahora bien, no es posible juzgar al pensamiento, sino mediante el mismo pensar. La dimensión intelectual hábil para juzgar de todas las cosas por sus causas más altas, o «últimas», se llama sabiduría (lat. sapientia, gr. sophía).

Pues bien, que existe esa dimensión sapiencial del pensar es innegable. Aunque sólo sea porque el encargo de «gobernar», esto es, de formular juicios inteligentes sobre la cultura (en su conjunto y también sobre alguna de sus partes, así como sobre las mismas relaciones de las partes entre sí) no puede recaer sobre ninguna ciencia en particular ni sobre una técnica.

Si el pensamiento juzga todas las cosas, sólo él puede examinarse y enjuiciarse a sí mismo. Esta es la principal función asumida por la filosofía, que no es, propiamente hablando, una parte de la cultura.