Presupuestos antropológicos de la Bioética

 

José Ramón Ayllón

 


Conferencia en el Simposio:

Conflictos bioéticos y personal sanitario

Palencia 13 de noviembre de 1998



Supongo que, ante un título tan genérico, lo primero que desea el auditorio es saber por dónde va a salir el conferenciante. Voy a hablar de dos cualidades éticas fundamentales en el ejercicio de la medicina y de la enfermería. Pero antes deseo recordar que un profesional de la medicina y de la enfermería debe ser un profesional de la ética. ¿Por qué? Porque la ética es la ciencia, el arte, la obligación de respetar la dignidad humana, y la enfermera y el médico tocan el nervio de la dignidad humana cada vez que tienen en sus manos a una persona enferma.


Esto es así porque el paciente es mucho más que un saco de carne y huesos. Es sobre todo, el misterioso habitante de ese cuerpo: por eso no hay cuerpos enfermos, sino personas enfermas. He hablado de "misterioso habitante" porque la complejidad de la psicología humana escapa a nuestra total comprensión. Sófocles dijo que hay muchas cosas misteriosas en el mundo, pero ninguna tanto como el hombre. Y a la vuelta de veinticinco siglos seguimos pensando lo mismo: Jorge Luis Borges, con expresión magnífica, ha escrito que cada hombre es "un ansia y un arcano, una isla de magia y de temores".

Pues bien: para el médico y la enfermera que desee estar a la altura de las circunstancias y tratar convenientemente a ese ser misterioso y vulnerable, parece razonable que, además de conocer la ciencia y el arte de la medicina, viva también las exigencias de la ética y alcance una elevada estatura moral. Entre esas exigencias de la conducta ética hay dos cualidades fundamentales, sobre las cuales versará esta exposición: la conciencia y la prudencia.

Conciencia y prudencia representan las dos grandes maneras de ejercer la razón práctica, y están en la base de toda decisión ética. En el terreno de la bioética, la conciencia y la prudencia son los instrumentos para interpretar, para llevar a la práctica los tres principios bioéticos tradicionales: autonomía, beneficencia y justicia. Porque la conciencia es precisamente la inteligencia que juzga la moralidad de una acción, y la prudencia es el arte de obrar correctamente una vez que la conciencia ha dado luz verde.


Prudencia


La prudencia, igual que la justicia, es el marco general de la conducta ética. Con otras palabras: toda acción ética es, por definición, prudente y justa. La prudencia se define como inteligencia práctica, el arte de hacer realidad el bien teórico. Si un marino es bueno cuando sabe gobernar su barco, del hombre también se puede decir que es bueno cuando es capaz de gobernar su propia vida, y ese arte de gobernarse es la prudencia. El marino necesita conocer la nave y conocer la mar, y también saber adónde quiere llegar y por qué rutas. Paralelamente, si el hombre quiere sacar el máximo partido de su libertad, debe conocerse y conocer la realidad, saber qué es lo mejor que puede hacer, y elegir los medios oportunos. Ya se ve que la tarea de la prudencia es tan general y compleja como la vida misma, pues abarca todas las elecciones libres. En el caso del médico, la dificultad y la necesidad de la prudencia es proporcional a la intrínseca complejidad de su cometido.

Es propio de la libertad tender puentes hacia el futuro. Pero el futuro todavía no existe. ¿Cómo puedo, entonces, dirigirme hacia lo que todavía no es? El verbo prever es la respuesta. Prever significa ver lejos, anticipar el porvenir. El hombre prudente es el que usa su inteligencia como un periscopio capaz de elevarse sobre el presente y otear el futuro. Por eso es también capaz de prever, prevenir, precaver y proveer, actitudes fundamentales de la prudencia y del ejercicio de la medicina. De toda esa actividad de pre-visión, que los romanos llamaron pro-videntia, deriva la palabra prudencia: ver previamente y adelantarse a los acontecimientos, medir las consecuencias antes de obrar, verlas venir.

Un poema de Anacreonte dice que los dioses repartieron diversas cualidades entre los animales: fuerza, veneno, astucia, dientes, velocidad. Y al hombre le cayó en suerte algo muy diferente: la prudencia. Pero es un regalo que exige ser conquistado, pues nadie nace prudente. Por ser un conocimiento directivo, la prudencia requiere estudio, reflexión ponderada, memoria de situaciones similares, petición de consejo y puntería en la elección.

Aristóteles explica la dificultad de la prudencia por su estrecha relación con las circunstancias. Ello hace que lo bueno en sentido absoluto no siempre coincida con lo bueno para una persona. Así, dice en la Ética a Nicómaco, al cuerpo sano no le conviene que le amputen una pierna; en cambio, amputar puede salvar la vida a un herido. También señala que los jóvenes pueden ser muy inteligentes, pero no prudentes, porque la prudencia es el dominio de lo particular, al que sólo se llega por la experiencia. Y el joven no tiene experiencia, porque ésta se adquiere con la edad.

Si la prudencia es necesaria para cualquier hombre, lo es especialmente cuando lo que está en juego es la vida humana, tanto en manos de un médico como de un gobernante. Dicen que Carlos V, contemporáneo de Enrique VIII, al conocer la ejecución de Tomás Moro, comentó: "Yo hubiera preferido perder la mejor de mis ciudades antes que consejero tan valioso".

Hasta aquí la prudencia. Ahora la toca el turno a la conciencia, de la que hablaré más por extenso.


La conciencia moral


"Conciencia" tiene dos acepciones: una psicológica y otra moral. Conciencia psicológica es el conocimiento reflejo, el conocimiento de uno mismo, la autoconciencia. Conciencia moral es la capacidad de juzgar la moralidad de la conducta humana (propia o ajena). Es, por tanto, una capacidad de la inteligencia. De una inteligencia que tiene diversas capacidades, que es polifacética. Hay -entre otras- una inteligencia estética, una inteligencia matemática, una inteligencia moral. Por eso Kant pudo hablar de razón pura (científica) y razón práctica (moral). Conciencia moral es la razón que juzga precisamente la moralidad. No el bien o el mal técnico o deportivo -el que nos dice si somos un buen dibujante o un mal tenista-, sino el bien y mal moral: el que afecta a la persona en profundidad. Hay acciones que afectan a la persona en profundidad y tocan el nervio de su dignidad: ésas son las acciones morales.

¿Es importante la conciencia moral? Por ser libres estamos obligados a elegir, pero no estamos obligados a acertar: por eso necesitamos una brújula que nos oriente en la azarosa navegación de la vida. Así, la conciencia moral es importante como un STOP, un "ceda el paso" o un semáforo. Importante porque nos permite vivir como seres humanos, ya que, si la razón no impone su ley, se impone la ley de la selva. Y entonces no vivimos como seres humanos, sino como monos con pantalones. Ésta es la alternativa: conciencia o selva.

La conciencia es una curiosa exigencia de nosotros a nosotros mismos. No es una imposición externa que provenga de la fuerza de la ley, ni del peso de la opinión pública, ni del consejo de los más cercanos. Gandhi, acusado de sedición, se defiende en el más grave de sus procesos con estas palabras: "He desobedecido a la ley, no por querer faltar a la autoridad británica, sino por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia".

La conciencia juzga con criterios absolutos porque puede juzgar desde el más allá de la muerte. Por la presencia de ese criterio intuye el hombre su responsabilidad absoluta y su dignidad. Si Hamlet no se suicida es por el temor a "esa ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno". Por eso entendemos a Tomás Moro cuando escribía a su hija Margaret, antes de ser decapitado: "Ésta es de ese tipo de situaciones en las que un hombre puede perder su cabeza y aun así no ser dañado". Por eso, la República platónica, ese inmortal ensayo de filosofía política, concluye con el mito de Er, una narración escatológica para poner de manifiesto que quizá la última garantía de la justicia esté después de la muerte.

La conciencia es una brújula para el bien y un freno para el mal. La misma inteligencia, consciente de su doble posibilidad, ejerce un eficaz autocontrol sobre sus propios actos, un control de calidad. Confucio define la conciencia con palabras sencillas y exactas: luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal. Y las grandes tradiciones culturales de la humanidad, desde Confucio y Sócrates, han llamado conciencia moral a ese muro de contención del mal, y le han otorgado el máximo rango entre las cualidades humanas.

Hemos dicho que la conciencia es un juicio de la razón, no una decisión de la voluntad. Por eso mismo la conciencia es condición necesaria, pero no suficiente, del recto obrar. De ahí el sentimiento de mala conciencia, que nace cuando la persona obra contra su conciencia. La realidad dolorosa de la mala conciencia ha llevado a algunos filósofos a pensar que su curación sería cortar por lo sano y eliminar la conciencia. Es la pretensión del superhombre de Nietzsche. "Existe un feroz dragón llamado tú debes, pero contra él arroja el superhombre las palabras yo quiero". Nietzsche también afirma: "Hasta ahora no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuera verdad lo contrario?".

En el fondo de estas palabras hay una suposición falsa: sin conciencia no habría sentimiento de culpa, y sin sentimiento de culpa viviríamos felices. Si como hombres nos es negada la felicidad, quizá como superhombres podamos alcanzarla. Y seremos superhombres si nos atrevemos a levantar la máscara del deber moral, esa artimaña del débil para dominar al fuerte.

La importancia de Nietzsche en la configuración cultural del siglo XX es enorme. Lo sepamos o no, nos guste o no nos guste, el actual pensamiento occidental en en gran medida nietzscheano. Podemos verlo en ésta otra cita: "Durante demasiado tiempo, el hombre ha contemplado con malos ojos sus inclinaciones naturales, de modo que han acabado por asociarse con la mala conciencia. Habría que intentar lo contrario, es decir, asociar con la mala conciencia todo lo que se oponga a los instintos, a nuestra animalidad natural". Para lograr esta inversión de los valores, Nietzsche debe arrancarlos de su raíz fundamental. Así se entiende su obsesión por decretar la muerte de Dios: "Ahora es cuando la montaña del acontecer humano se agita con dolores de parto. ¡Dios ha muerto: viva el superhombre!". La conclusión de Nietzsche es expresada por Dostoiewski con fórmula que ha hecho fortuna: "Si Dios no existe, todo está permitido". En el mismo sentido, diversos pensadores han afirmado, a modo de ejemplo, que contra la libertad de asesinar no existe, a fin de cuentas, más que un argumento de carácter religioso. Porque la imposibilidad de matar a un hombre no es física, es una imposibilidad moral que nace al descubrir cierto carácter absoluto en la criatura finita: la imagen y los derechos de su Creador.

Después de Nietzsche, todos los experimentos realizados para comprobar la viabilidad del superhombre han resultado terriblemente inhumanos. Experimentos reales como el nazismo y el comunismo. Experimentos teóricos como Crimen y Castigo, de Dostoiewski; El lobo de mar, de Jack London; Rebelión en la granja, de Orwell; o El Señor de las Moscas, de Golding. Los protagonistas de estas grandes obras de la literatura parecen decirnos, con sus vidas trágicas, que nadie debe amordazar la conciencia con la esperanza de triunfar, pues fuera de la ley moral no hay más libertad: hay, al contrario, un cerco que cada vez se estrecha más, hasta el extremo de que el hombre sin conciencia suele acabar como una bestia acorralada.

La inversión de valores no es un invento de Nietzsche. Cualquier justificación de la injusticia -piénsese en las razones de los terroristas- apunta hacia esa meta. Es la propuesta de las brujas que incitan a Macbeth al asesinato. Su lema es: "Lo bello es feo, y lo feo es bello". Por tanto, se puede pisotear la conciencia. Y Macbeth, con la complicidad de su mujer, asesina a su rey. Pero no le salen las cuentas. La conciencia pisoteada se revuelve contra él y le produce la picadura venenosa del remordimiento: "¡Oh, amor mío, mi mente está llena de escorpiones!".

Macbeth, la inolvidable tragedia de Shakespeare, es un retrato del hombre ahogado en su propia inversión de valores. De forma casi vertiginosa, el protagonista y su mujer se ven envueltos y absorbidos por su culpabilidad progresiva, al intentar alcanzar a cualquier precio el poder. Shakespeare nos muestra la tragedia de dos personas con ambición sin límites. Desde otro ángulo, la obra es una reflexión sobre la naturaleza de la conciencia y las consecuencias de su transgresión. Lady Macbeth, obsesionada por el doble asesinato, empieza a perder la razón. Y, cuando al médico real se le pide un diagnóstico, sólo sabe decir: "Los actos contra la naturaleza engendran disturbios contra la naturaleza". En ese contexto aparece la conciencia precisamente como voz de alarma frente a los actos contra la naturaleza. Voz de alarma de la propia naturaleza amenazada.

La historia de la Ética muestra que la psicología del superhombre ha triunfado en nuestros días, pero ha triunfado en el sentido que MacIntyre denuncia cuando escribe que "los ácidos del individualismo han corroído nuestras estructuras morales". Desde la Revolución Francesa, el deber moral fue definitivamente aligerado de sus fundamentos antropológicos y teológicos, y sólo quedó apoyado en un fundamento civil. Hoy, dentro de esa evolución, estamos más empeñados que nunca en la pretensión del superhombre: acabar con el mismo deber y sustituirlo por el individualismo, conquistar una autonomía moral casi absoluta, implantar sobre la tumba del deber el reinado de la real gana.

Hemos entrado -afirma Lipovetsky- en la época del posdeber, en una sociedad que desprecia la abnegación y estimula sistemáticamente los deseos inmediatos. En este Nuevo Mundo sólo se otorga crédito a las normas indoloras, a la moral sin obligación ni sanción. "La obligación ha sido reemplazada por la seducción; el bienestar se ha convertido en Dios y la publicidad en su profeta". De ahí que Nietzsche goce ahora de una salud que no tuvo en vida. Sus ideas han dado lugar a millones de pequeños superhombres amorales. Pero tampoco ahora salen las cuentas. Lipovetsky reconoce que la anestesia del deber contribuye a disolver el necesario autocontrol de los comportamientos, y a promover un individualismo conflictivo. Cita como ejemplos elocuentes la durísima competencia profesional y social, la proliferación de suburbios donde se multiplican las familias sin padre, los analfabetos, los miserables atrapados por la gangrena de la droga, las violencias de los jóvenes, el aumento de las violaciones y los asesinatos. Son efectos de una cultura -dice- que celebra el presente puro estimulando el ego, la vida libre, el cumplimiento inmediato de los deseos.

Los predicadores de la desvinculación moral siempre han soñado con la muerte del deber y el nacimiento del individualismo responsable. Pero el vacío dejado por el deber ha mostrado deficiencias estructurales. Lipovetsky advierte que en la resolución de esos conflictos nos jugamos el porvenir de las democracias: "No hay en absoluto tarea más crucial que hacer retroceder el individualismo irresponsable". Si su libro El crepúsculo del deber se abría con un optimismo que sonaba a música celestial compuesta para la coronación del buen salvaje, doscientas páginas después, el autor empieza a desdecirse y denuncia las trampas de la razón posmoralista, apela con todas sus fuerzas a la ética aristotélica de la prudencia, explica cómo en todas partes la fiebre de autonomía moral se paga con el desequilibrio existencial, y reconoce abiertamente que la solución a nuestros males "exige virtud, honestidad, respeto a los derechos del hombre, responsabilidad individual, deontología".

La libertad moral parecía una conquista sin límites, del mismo tipo que las conquistas tecnológicas. Y no se reparó en que la naturaleza social del hombre hace de la libertad un concepto relativo, con una relación que se funda en la justicia, que se define en las leyes, y que exige responsabilidad. La autonomía absoluta es inviable en sociedad. Sería posible si fuésemos dioses o bestias. Por eso las cárceles están llenas de individuos que ejercieron alguna vez la autonomía sin límites: una prerrogativa que tiende a convertirse en mecanismo de destrucción.

Conviene añadir que la autonomía moral es, por sí sola, una forma vacía que está pidiendo ser llenada por la realidad. Lo mismo que un terreno no determina la calidad de lo que se construye sobre él, la autonomía no asegura la calidad ética del que obra. De hecho, todo delito supone una conducta autónoma. Más que causa, la autonomía es condición de la conducta ética, la parte formal del actuar moral, el recipiente vacío. La conducta humana es necesariamente autónoma y heterónoma: comemos lo que queremos, pero la bondad y la necesidad del alimento no dependen de nuestro querer. La autonomía es una condición que hay que proteger, pero poner en ella todo el peso de la moralidad es acentuar la indefinición, la ambigüedad, como hicieron las brujas que engañaron a Macbeth.

Cuando se concede prioridad moral a la autonomía se cae en el formalismo ético, pero sabemos que si la ética no es material, no es ética. Porque el formalismo es un bolsillo vacío confeccionado quizá con las buenas intenciones del imperativo categórico. Un imperativo conocido y aceptado universalmente bajo la formulación de la regla áurea de Confucio, Sócrates, Séneca, Marco Aurelio y tantos otros: "No hagas a los demás lo que no quisieras que te hagan a ti". Pero ese marco o bolsillo requiere el contenido material de las acciones éticas.

Un contenido que ha sido resumido a lo largo de la historia en elencos que coinciden en gran medida: las pocas virtudes fundamentales propuestas por Grecia, Roma y el Cristianismo; los Derechos Humanos proclamados por la ONU en 1948, tras las Guerras Mundiales; los 10 Mandamientos de la ley mosaica; las obligaciones que los egipcios recogen en el Libro de los Muertos; las leyes fundamentales de los antiguos códigos legislativos, desde Hamurabi; las Constituciones modernas; los códigos deontológicos; las exigencias morales propuestas por personajes con proyección universal, desde Confucio hasta Gandhi; y la sorprendente unanimidad de los sabios consejos maternos.

La coincidencia de estas formulaciones tiene su explicación. Hay rasgos de la vida humana que son necesarios y casi inevitables en cualquier sociedad, y su presencia impone ciertos criterios valorativos a los que no se puede escapar. Se trata de formas básicas de verdad y de justicia imprescindibles en todo grupo humano. Al mismo tiempo, no parece posible prescindir de cualidades como la amistad, la valentía o la veracidad, por la simple razón de que el horizonte vital de los que ignorasen tales cualidades se restringiría hasta lo insoportable. Transcribo un párrafo de la Historia de la ética, de MacIntyre: "Hay reglas sin las cuales no podría existir una vida humana reconocible como tal, y hay otras reglas sin las cuales no podría desenvolverse siquiera en una forma mínimamente civilizada. Son las reglas vinculadas con la expresión de la verdad, con el mantenimiento de las promesas y con la equidad elemental. Sin ellas no habría un terreno donde poder pisar como hombres".

Después de todo lo dicho, entendemos que la conciencia es una pieza insustituible de la personalidad humana. Si tenemos pulmones, ¿podríamos vivir sin respirar? Si tenemos inteligencia, ¿podríamos impedir sus juicios éticos? Desde este planteamiento se entiende que la conciencia moral, lejos de ser un bello invento, es el desarrollo lógico de la inteligencia, pertenece a la esencia humana, no es un pegote, forma parte de la estructura psicológica de la persona. Además, el juicio moral no es un juicio sobre un mundo de fantasía, sino sobre el mundo real. Puedes impedir el juicio de conciencia, y también puedes negarte a comer, o conducir con los ojos cerrados. Lo que no puedes es pretender que los ojos, el alimento y los juicios morales sean cosas de poca monta, sin grave repercusión sobre tu propia vida.

Precisamente por ser una pieza insustituible, Naciones Unidas apela a la conciencia desde el primer artículo de su Declaración Universal de Derechos Humanos, y nosotros concluimos recordando los tres principios que rigen la conducta en conciencia: hacer el bien y evitar el mal; no hacer a nadie lo que no queremos que nos hagan a nosotros; no hacer el mal para obtener un bien.