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La filiación divina

Pere Farnés

 

 

La filiación divina es una realidad relativa, es decir, que se desprende o deriva de otra realidad antecedente, la paternidad divina, ella sí consistente en sí misma. Dios es Padre y en su condición de Padre engendra un Hijo en quien se da, por tanto, una plena y propia filiación -filiación por naturaleza, dirá la revelación-. También nosotros somos hijos, pero lo somos en un sentido distinto, somos hijos en cierta manera podemos decir -hijos por adopción- como dirá de nuevo la revelación.

En esta ponencia quisiera abordar -por lo menos principalmente- no la paternidad de Dios sino la consecuente filiación divina que se deriva de la misma -es lo que me han pedido tratara- y ello en la doble vertiente de la filiación fontal en Jesucristo y de la filiación participada por nosotros, abordando el tema sobre todo en el ámbito de la vida espiritual, es decir, subrayando principalmente como la realidad de la filiación divina está llamada a influir y enriquecer nuestra relación de piedad o de relación para con Dios.

 

I

 

La filiación divina tiene como tres vertientes distintas aunque íntimamente relacionadas entre sí. Incluso puede decirse que algunas de estas facetas o vertientes son en el fondo una misma realidad mirada con ópticas algún tanto diversas. Clarificar estas tres modalidades de la filiación divina puede ayudarnos a entender y vivir mejor nuestra condición de hijos de Dios. Las tres facetas de la filiación divina son: a) la filiación del Verbo de Dios de la que participa también en toda su plenitud la humanidad del Hijo; b) la filiación divina de los bautizados, convertidos por el bautismo en miembros del Cuerpo de Cristo y c) la filiación divina de todos los hombres en cuanto participan de una misma carne y de una misma sangre con Jesucristo (Hb 2, 12). Incluso, analógicamente, podría llegar a hablarse de una cierta filiación divina de toda la creación en cuanto espera también ella la revelación de los hijos de Dios (Rm 8, 21).

La segunda persona de la Trinidad, el Verbo de Dios, es Hijo de Dios en un sentido pleno, propio y peculiar; es Hijo por naturaleza. Esta filiación divina del Verbo tiene gran importancia para nuestra vida espiritual. La vida espiritual de los cristianos, en efecto, es mucho más un dirigirse a Dios contemplando y gozándonos en el amor que Dios nos tiene como hijos en el Hijo que un mero reflexionar sobre nosotros y sobre nuestras obligaciones morales para con Dios. Al contemplar al Verbo que se dirige a Dios y le llama con toda propiedad Abba, Padre, nuestra vida espiritual queda enriquecida, nuestra contemplación de Dios trasformada. Es muy distinto ver a la segunda Persona de la Trinidad como Hijo -y a la primera como Padre- que contemplar simplemente a Dios como Creador y Señor. Nunca al dirigirnos a Dios podemos olvidar que es precisamente la revelación de la Trinidad -Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo (1)- lo que constituye la culminación de todo cuanto Dios ha querido decirnos sobre si mismo, del diálogo que él ha querido entablar con los hombres por medio de la oración. Pero cuando el Verbo asume una humanidad como la nuestra, esta humanidad del Verbo es también Hijo, pues la naturaleza divina del Verbo se une personalmente al Verbo formando con él una única Persona. Así la filiación divina del Hijo, unida a la humanidad por la Encarnación, -al participar el Verbo de una misma carne y sangre con los hombres- convierte a la humanidad en hija y por ello está llamada a tener gran repercusión en la vida espiritual y a transformar nuestra relación frente a Dios.

Pero no sólo el Verbo también en su naturaleza humana es Hijo; "hijo por naturaleza" sino que nosotros como bautizados participamos de una manera muy peculiar la filiación divina de Jesucristo; somos hijos de Dios por adopción en la persona de Cristo. Por el bautismo, en efecto, hemos sido incorporados a la persona de Cristo, hemos sido convertidos en miembros de su Cuerpo. Cuantos hemos sido bautizados en Cristo, dirá repetidamente el apóstol, nos hemos revestido de Cristo, hemos sido incorporados a su Cuerpo. Como cristianos, pues, también nosotros somos hijos, no ciertamente hijos por naturaleza ni por generación, pero sí por adopción. Nuestra filiación es real, somos hijos aunque sólo analógicamente pues entre la filiación del Verbo y nuestra propia filiación media una diferencia radical.

El salmo 2, desde antiguo, se aplica a Jesucristo en su encarnación, es decir a Jesucristo hecho hombre, -o mejor dicho, como diría san Agustín habla literalmente de Cristo-hombre-, y se aplica al Hijo, como hombre verdadero, una profecía: *Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy+, es decir, en el hoy de la encarnación por la que su humanidad queda asumida como Hijo de Dios.

En un sentido mucho más amplio, podemos hablar aún de la humanidad entera como hija de Dios en cuanto que Cristo hombre no sólo es Cabeza de la Iglesia sino también Cabeza de la humanidad entera: por nosotros los hombres, confesamos en el Símbolo, se hizo hombre. Incluso la creación entera puede llegar a llamarse hija, pues la humanidad de Cristo forma parte de la creación. La carta a los Romanos, en un pasaje no especialmente claro (Rm, 8) afirma que la creación está anhelando la plena manifestación de los hijos de Dios.

 

II

 

El Antiguo Testamento casi nunca presenta la figura de Dios como Padre. A Dios en la primera Alianza se le denomina esposo, pastor, rey, guía, pero raramente padre. El apelativo de padre aplicado a Dios lo conocemos ciertamente en un célebre texto de Isaías -célebre sobre todo porque la liturgia nos lo proclama en el primer domingo de Adviento del ciclo B: Tú, Señor, eres nuestro Padre (Is 63,16)- pero en esta página -y en los otros pocos casos en que aparece en el Antiguo Testamento- el nombre tiene un sentido más bien metafórico. Este hecho, a primera vista por lo menos, puede resultar extraño. Y tanto más sorprendente aún ante el hecho de que en las antiguas religiones cananeas que rodean a Israel, por el contrario, con frecuencia dan a sus divinidades el apelativo de padre. Por ello se hace necesario buscar los motivos de esta por lo menos aparente anomalía. )Será acaso que las naciones paganas vivieron la filiación divina con mayor claridad y conciencia que el pueblo a quien habló el Señor desde antiguo?

Superada la primera sorpresa, el hecho puede resultar no sólo comprensible sino incluso iluminativo. Que el Antiguo Testamento aplique raramente el nombre de padre a Dios podríamos decir que viene a ser como una advertencia, como una invitación a no olvidar la suma trascendencia de Yahvéh. Las genealogías de los dioses cananeos presentaban a sus divinidades engendrando hijos e hijas y contrayendo matrimonios, de los que procedían nuevas divinidades. Los nuevos dioses-hijos aparecían con ello bastante cercanos a los hombres y, en el fondo, no eran sino unos super hombres parecidos en muchos de sus rasgos a los humanos. Es en este contexto que la revelación proclama que Yhavéh es único, que es el Todopoderoso, el Rey de reyes y Señor de los señores, el absolutamente Otro. La revelación, al llegar a su plenitud en el Nuevo Testamento, afirmará sin ambages en esta misma línea que el Verbo tanto en el principio y antes de los siglos como hecho hombre, es el Unigénito, es decir, el Hijo único del Padre, frente al cual doblan su rodilla cuantos existen en el cielo y en la tierra. Si hay otros hijos habrá que matizar que participan de la naturaleza divina, pero que no son otros tantos dioses.

Según el mismo Nuevo Testamento, también nosotros nos llamamos hijos de Dios y lo somos (1 Jn 3,1). Pero, frente al Unigénito, nosotros somos hijos de una manera distinta (analógica, es decir, ni del todo igual, ni del todo diversa). Cristo es Hijo por naturaleza, nosotros lo somos por adopción. Jesús llama a Dios Padre con pleno derecho; nosotros nos atrevemos a decir Padre nuestro, y ello únicamente porque Cristo nos lo ha mandado.

Este es un matiz importante para nuestra vida espiritual, un aspecto que nunca puede olvidar nuestra vida de oración al dirigirse a Dios. Dios es ciertamente nuestro Padre, pero también nuestro Señor. Jamás nuestra filiación divina puede olvidar la trascendencia del que, siendo Absoluto, nos ha permitido llamarle también Padre. Podemos y debemos recurrir a Dios con confianza filial e incluso llamarle Padre, pero únicamente porque Dios nos ha adoptado en su Hijo como hijos y porque Jesús nos lo ha mandado; pero no podemos hacerlo sin vivir al mismo tiempo la trascendencia y la distancia infinita que lo separa de nosotros. Aunque Dios ha querido adoptarnos como hijos e incluso nos invita a llamarle Padre, no podemos con todo mirarle como uno de nosotros -si se nos permite la expresión- diríamos que no podemos tutearlo (2)_.

Jesús llama a Dios Padre, pero él está situado en una realidad ontológica muy distinta a la nuestra: él es Hijo por naturaleza y por ello llama Padre a Dios con una plenitud y con un derecho que nosotros jamás podemos pretender. Por otra parte no faltan ocasiones en las que él, el Hijo por naturaleza, significa también su sumo respeto y su gran reverencia ante Dios, como cuando al dirigirse a él le llama Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25; Lc 10,21) o, cuando en su plegaria llamada sacerdotal, para manifestar su gran reverencia ante la grandeza de Dios, al nombre de Padre le añade adjetivos de honor como Padre santo, Padre justo (Jn 17,24-25) o cuando en su aparición a la Magdalena la mañana de la resurrección dice también que sube a quien es su Padre pero también su Dios (Jn 20,17). Todo ello es sumamente significativo y ejemplar para nosotros. Este proceder de Jesús es iluminativo para la vivencia de nuestra propia filiación. Si él, el Hijo por naturaleza, el Hijo amado, simultanea sus expresiones filiales con otras que expresan su suma reverencia ante la grandeza divina, nosotros que somos hijos pero sólo por adopción no podemos dirigirnos a Dios en la oración como padre sin plena conciencia de su excelsitud y sin manifestar también sumo respeto y adoración.

La Liturgia de la Iglesia -escuela por antonomasia de oración- ha sido siempre y en todos los ritos, extremadamente confiada, pero al mismo tiempo delicada, respetuosa y teológicamente exacta a este respecto. Una reflexión en torno a sus formularios podría sin duda equilibrar y enriquecer nuestra oración personal y alejar algunas prácticas que a veces se introducen y que, so capa de mostrar un Dios más cercano, podrían empobrecer o adulterar el conjunto de la oración desproveyéndola, por ejemplo, del matiz de respeto y admiración ante el Dios supremo, tan característicos, por ejemplo, de la Plegaria eucarística. La liturgia nos presenta un uso muy equilibrado de la apelación Padre en la plegaria. Pone el vocablo Padre en nuestros labios, porque la oración cristiana debe ser fiel a lo que enseñó Jesús, pero entremezcla esta apelación con otras locuciones que denotan reverencia y veneración -Dios de gloria y majestad, Señor Dios todopoderoso, Señor Dios...-. Hay que reconocer sin ambages que en las diversas familias litúrgicas el nombre Padre dado a Dios no acostumbra a ser el apelativo más frecuente; es más, en las oraciones litúrgicas, cuando aparece el nombre de Padre aplicado a Dios normalmente se le añaden otros calificativos que, junto al sentimiento filial, manifiestan también reverencia y admiración, como hemos notado ya.

Hay aún un dato que me parece interesante subrayar: si bien es verdad que las liturgias, tanto en Oriente como en Occidente, muy pronto incorporaron, como era de esperar, el Padre nuestro en sus celebraciones (3)_, pero con todo -y universalmente- lo hicieron de una manera significativamente tímida. Diríamos que tenían casi un cierto reparo en llamar Padre al que sabían muy otro y estaba muy por encima de los hombres. Son significativas a este respecto las moniciones y oraciones que anteponen los diversos ritos cuando se disponen a llamar Padre a Dios en la oración dominical. Algunas veces -es el caso de la liturgia romana- manifiestan un cierto temor o audacia al hacerlo: *audemus dicere+ (nos atrevemos a decir); y explicitan que si lo hacen, si llaman a Dios Padre, no es porque lo consideren natural, sino sólo porque el mismo Jesús se lo ha mandado y ellos deben obedecer: *praeceptis salutaribus moniti+ (fieles al mandato del Señor) (4).

En la oración dominical los fieles ciertamente llaman a Dios Padre sin otro adjetivo de reverencia. Hemos visto como la liturgia romana manifiesta sus escrúpulos y la motivación de su atrevimiento en la monición previa. Hubiera sido nuestro deseo recurrir y presentar el testimonio de otras liturgias, pero el tiempo de que disponemos no nos lo permite (5). Con todo no nos resistimos a citar por lo menos lo que dicen los bizantinos -el rito más extendido en la Iglesia después del romano- y la liturgia siríaca -la más cercana a la cuna geográfica del cristianismo-. El celebrante bizantino antes de iniciar el Padre nuestro, dice:

Haznos dignos, Señor, de atrevernos a llamarte Padre, a ti que eres el Dios del cielo y de la tierra, y de decir confiados y sin caer en condenación Padre nuestro.

En la liturgia siríaca el Padre nuestro se introduce con estas palabras:

Padre de misericordia y Dios de todo consuelo, que te sientas por encima de los querubines, ante quien están respetuosos millones de arcángeles y centenares de millares de ángeles, servidores tuyos. Santifica, Dios, nuestras almas, nuestros cuerpos y nuestros espíritus, para que con un corazón puro, con un alma resplandeciente, con una mirada limpia, nos atrevamos a llamarte Padre, a ti que eres el Dios todopoderoso e infinitamente santo, y oremos diciendo: Padre nuestro.

 

III

 

Aludamos aún a otro significativo uso litúrgico del vocablo Padre dirigido a Dios. Se trata de la Plegaria eucarística. Aquí distinguiría entre el texto original latino y nuestras versiones españolas.

Ya en el antiguo original latino del Canon Romano se da a Dios el nombre de Padre en la Plegaria eucarística; como es habitual en la liturgia, el apelativo va acompañado de un adjetivo APadre misericordioso@.

En la versión española, tanto del Canon Romano como de las nuevas Plegarias eucarísticas, introducidas en el misal por Pablo VI, el texto ha traducido además varias veces -no siempre- el original latino Señor (Domine) por Padre. Este cambio se operó en la segunda versión unificada con América, en las anteriores se conservaba la expresión Señor.

Que en la Plegaria eucarística se use habitualmente el vocablo Padre es por una parte excepcional, y por otra tiene una motivación y significado peculiares. Por ello creemos un acierto que la versión española haya modificado la expresión latina Domine cambiándola por Padre. Una doble razón: justifica, a nuestro parecer, el uso del vocablo Padre en el interior de la Plegaria eucarística: en primer lugar, porque la Plegaria se dirige no simplemente a Dios, sino en concreto a la primera persona de la Trinidad: al Padre, por medio del Hijo, APadre misericordioso te pedimos humildemente por Jesucristo, tu Hijo@; por ello la Plegaria resulta más clara si se dirige a la primera persona con su nombre propio. Por otra parte -ésta es la segunda razón- no puede olvidarse que en esta Plegaria el orante -por lo menos el orante principal- es Cristo y él es el Hijo por naturaleza, en quien Dios tiene sus complacencias, el que puede ciertamente llamar Padre sin ninguna limitación. Por ello, resulta especialmente significativo que el sacerdote en el interior de la Plegaria eucarística, cuando como figura de Cristo se dirige a Dios le llama Padre; en cambio, cuando el celebrante en nombre de la asamblea alude a Jesús le da el nombre de Señor.

Reproduzcamos, simplemente a manera de ejemplo, cómo el uso del vocablo Padre, sustituye ventajosamente en la Plegaria eucarística (por los motivos que hemos apuntado) al Domine del original latino (se trata de un fragmento de la Plegaria eucarística III):

 

Santo eres en verdad Padre (Vere Sanctus, es Domine)

y con razón te alaban todas tus criaturas,

ya que por Jesucristo tu Hijo, Señor nuestro...

 

Una excepción quisiéramos remarcar -incluso criticar- como menos justificable: la sustitución del vocablo Deus por Padre en la más reciente versión unificada del Canon Romano (la primera versión no usaba aquí Padre). Nos referimos a la petición de antes de la Consagración: ABendice y santifica oh Padre (Deus) esta ofrenda@ La frase es propiamente una epíclesis (petición de la consagración) que en la tradición litúrgica se atribuye comúnmente no a la primera persona de la Trinidad, sino al Espíritu Santo. El Canon Romano no hace esta atribución sino que dirige la epíclesis a Dios, sin atribuir la petición a ninguna de las personas de la Trinidad. Creemos que atribuirla al Padre no es correcto. O se atribuye, como en las demás anáforas al Espíritu Santo, o se deja sin atribución, dirigida simplemente a Dios como en el original del Canon Romano

 

IV

 

Terminemos estas consideraciones sobre la filiación divina con una última reflexión ya no sobre la materialidad del vocablo Padre, sino más bien sobre el trasfondo de actitud filial que tiene la oración cristiana.

Si en el Antiguo Testamento hay, como hemos visto, una cierta dificultad teológica en ver a Dios como padre en razón sobre todo de las genealogías de los dioses paganos, en la revelación del Nuevo Testamento la cosa es distinta y cambia radicalmente en razón sobre todo de la encarnación del Hijo de Dios que, al pasar a formar parte de la comunidad humana, eleva a los hombres no a hijos de los dioses, como en el paganismo aparecían las diversas divinidades, pero sí a hijos adoptivos del único Dios. Nada extraño, por tanto, que en el Nuevo Testamento cambie la presentación de la filiación divina, tanto cuantitativa como cualitativamente.

En el Nuevo Testamento, en los labios de Jesús no sólo encontramos con frecuencia el nombre de Padre en su oración a Dios, sino incluso la invitación explícita a que los discípulos invoquen sin reticencia a Dios con este apelativo. A partir de la presencia del Hijo en el seno de la humanidad la filiación de los hombres significa ya otra cosa. Cristo, como Cabeza de la humanidad, ennoblece la oración de los hombres. Es lo que confesamos en el Símbolo Apor nosotros los hombres, se hizo hombre@; con ello la oración de los humanos, a través del Hombre-Dios, se sitúa en un contexto verdaderamente filial.

Bajo este aspecto me parece interesante citar la Institutio general de la Liturgia de las Horas (6)_ (el tratado que sirve de prólogo al libro de la Oración de los bautizados). Porque la oración de Cristo se une a las súplicas de todos los hombres es también oración filial. La Oración que cualquier hombre (no únicamente la oración de los cristianos) dirige a Dios siempre tiene conexión con la oración de Cristo, es oración en cierto grado filial, porque Cristo es Señor de todos los hombres y único mediador, a través del cual todo hombre tiene acceso a Dios. Un budista, por ejemplo, que ora (aunque desconozca a Cristo) tiene acceso a Dios porque es hombre como lo es Cristo y en él Dios contempla a la humanidad de su Hijo amado; por ello afirmará la citada Institutio de la Liturgia de las horas:

De tal manera Cristo une así a toda la comunidad humana que se establece una unión íntima entre la Oración de Cristo y la Oración de todos los hombres; pues en Cristo y sólo en Cristo la oración del hombre alcanza su valor y su fin.

Por lo que se refiere a la oración de quienes hemos sido bautizados, la cosa aparece aún más clara porque por el bautismo hemos sido sumergidos en Cristo y hemos sido hechos miembros de su Cuerpo; en Cristo la filiación de los bautizados resulta aún más real e intensa. Sin llegar a ser dioses por naturaleza, los bautizados somos a título muy especial verdaderos hijos. Por ello, cuando la Iglesia ora -cuando nosotros oramos como Iglesia- la plegaria que materialmente brota de nuestros labios no es ni única ni principalmente nuestra oración personal, sino sobre todo la oración del Cuerpo del Hijo que ora unido a su Cabeza, la oración en la que nosotros participamos pero en la que nosotros no somos la voz principal, que es la de Jesús, mientras los demás orantes son simplemente como un eco de la plegaria del Señor al Padre; así, en el Oficio Divino hay acentos en los que la filiación aparece especialmente clara. Difícilmente un orante simplemente humano -aunque se tratara de un bautizado- podría servirse en la oración de ciertas expresiones que, en cambio, los bautizados repetimos, unidos a Cristo, en la oración eclesial. Veamos como un ejemplo un fragmento del Salmo 16:

 

Señor, escucha mi apelación,
atiende a mis clamores,
presta oído a mi súplica,
que en mis labios no hay engaño:
emane de ti la sentencia,
miren tus ojos la rectitud.
Aunque sondees mi corazón,
visitándolo de noche,
aunque me pruebes al fuego,
no encontrarás malicia en mí.
Mi boca no ha faltado
como suelen los hombres;
según tus mandatos, yo me he mantenido
en la senda establecida.
Mis pies estuvieron firmes en tus caminos,
y no vacilaron mis pasos.
Guárdame como a las niñas de tus ojos,
a la sombra de tus alas escóndeme... (salmo 16)

 

Cuál de los hombres o cuál de los cristianos se atrevería a decir en nombre propio estas atrevidas expresiones? En cambio, estas expresiones son exactas si nuestros labios las pronuncian como miembros del Cuerpo de Cristo, como voz del Hijo que se dirige al Padre. Son su oración que resuena a través de nuestros labios; en este contexto estas palabras no pueden ser ni más verdaderas ni más agradables ante Dios, ni más provechosas a la humanidad de la que el Hijo ha querido compartir carne y sangre y a cuyos miembros ha querido llamar hermanos (Hb 2, 12.14). La oración eclesial, como voz de Cristo al Padre, en este contexto puede ayudar a los fieles a descubrir la paternidad de Dios con una profundidad y plenitud radicalmente singulares. La filiación divina del Hijo logra que el hombre -todo hombre, incluso el no cristiano- de a Dios la plenitud del culto que el hombre puede tributar a Dios.

En Navidad, la Iglesia, al contemplar a Dios hecho hombre, queda como extasiada ante el hecho del Hijo incorporado a nuestra familia humana, ve a toda la humanidad llegando a la culminación de su plegaria, de su relación con Dios, la ve como participante de la filiación divina del Hijo y por ello viene a decir... *los hombres en el Hijo han llegado a lo máximo que pudieran desear, porque el deseo de todo hombre de unirse a Dios se ha logrado ya en Jesucristo@.

Una oración antiquísima (s. VI, Sacramentario Veronense) que la Iglesia usa como Oración sobre las ofrendas del día de Navidad insiste en este sentido:

*Acepta, Señor, en la fiesta solemne de la Navidad, esta ofrenda que nos reconcilia contigo de modo perfecto, y que encierra la plenitud del culto que el hombre puede tributarte+.

La filiación divina de la humanidad tiene una especial y más intensa realidad en los bautizados porque ellos por el bautismo entran a formar parte del Cuerpo del Hijo; por ello la Institutio continuará diciendo:

 

Una especial y estrechísima unión se da entre Cristo y aquellos hombres, en concreto a los que han hecho miembros de su cuerpo, la Iglesia, mediante el bautismo. Todas las riquezas del Hijo se difunden así de la Cabeza a todo el Cuerpo, la comunicación del Espíritu, la verdad, la gracia, la participación de su filiación divina.

 

He aquí, pues, donde encontramos como la oración del cristiano adquiere una especial intensidad en el ámbito de la filiación divina, del bautizado: el cristiano es hijo y lo es muy plenamente sobre todo por su conexión a Cristo, Cabeza del Cuerpo de la Iglesia. Por ello podemos decir con toda verdad que el bautismo nos hace hijos de Dios (afirmación que algunos hoy contestan so pretexto de que todo hombre es ya hijo; ciertamente lo es, pero a un nivel o con una intensidad muy distinta del bautizado).

)Pueden decir los fieles, nos atrevemos nosotros a proclamar ante Dios en la oración en mis labios no hay engaño, no encontrarás malicia en mi? )Puede un bautizado decir a Dios en su plegaria personal, aunque sondees mi corazón visitándolo de noche, aunque me pruebes al fuego no encontraras malicia en mí?

Difícilmente estas expresiones -y muchas otras que se contienen sobre todo en los salmos- podemos decirlas como nuestra propia oración; en cambio, pensando que se trata de la plegaria de Jesucristo, esto y mucho más cuadra con la verdad; y estas súplicas del Hijo amado, del Justo por excelencia, son una plegaria sumamente agradable a Dios, ante cuya voz el Señor se sentirá inclinado a bendecir a una humanidad que tiene un orante tan santo, un Hijo tan entrañable.

Esta es, sin duda, la raíz última de nuestra filiación divina, en la que nos ha sumergido el Bautismo. Esto es lo que no se cansaba de repetir S. Agustín en sus homilías sobre los salmos. Quisiera terminar con un simple texto tomado de una homilía de san Agustín sobre el salmo 85. Para hacer más fuerte la antítesis de S. Agustín pongamos en su contexto las afirmaciones del Doctor de Hipona recordando la parábola del escriba y el fariseo que suben al templo a orar. El fariseo en su oración da gracias a Dios porque no es como los demás hombres. El ayuna, da fielmente los diezmos... El publicano, en cambio, se reconoce pecador. Y Jesús, como todos recuerdan, aprueba la oración humilde del publicano y condena la del fariseo. Pues bien, la Iglesia en su oración, parece a veces imitar la oración del fariseo. Recordemos algunas frases del citado salmo 16 que rezamos en nuestra oración eclesial:

 

Señor, escucha mi apelación...
que en mis labios no hay engaño...
miren tus ojos mi rectitud.
Aunque sondees mi corazón...
aunque me pruebes al fuego,
no encontrarás malicia en mí.
Mi boca no ha faltado
como suelen los hombres;
según tus mandatos, yo me he mantenido
en la senda establecida.
Mis pies estuvieron firmes en tus caminos,
y no vacilaron mis pasos...

 

Veamos como comenta este atrevimiento filial de la Iglesia S. Agustín:

 

*El mayor don que Dios podía conceder a los hombres es hacer que su Verbo, por quien creó todas las cosas, fuera cabeza de la humanidad, y unir a los hombres como miembros de su Verbo, de manera que el Hijo de Dios fuera también Hijo de los hombres, un solo Dios con el Padre, un solo hombre con los hombres; así cuando nos dirigimos a Dios en la oración, el Hijo está unido a nosotros, y, cuando ruega la Iglesia Cuerpo del Hijo, lo hace unida a Cristo su Cabeza. De este modo... el Hijo de Dios ora por nosotros, ora en nosotros, y al mismo tiempo es a él a quien dirigimos nuestra oración... Reconozcamos pues, nuestra propia voz en él y su propia voz en nosotros+ (Ennarrationes sobre los salmos, salmo 85,1).

 

Con estas lúcidas y significativas palabras de uno de los mayores Padres de la Iglesia queremos concluir estas reflexiones sobre la filiación divina.

 

Notas

 

(1) De esta realidad de Dios como Espíritu Santo no tratamos en esta ponencia.

(2) Permítasenos bajo este aspecto que no encontramos feliz la costumbre que se ha divulgado en algunos ambiente de responder a las peticiones de la Oración de los fieles con la frase Escúchanos, Padre. En primer lugar porque la expresión Padre en la liturgia siempre se dirige a la 1ª persona de la Trinidad Ba ella dirige el celebrante como figura de Cristo por ejemplo, la Plegaria eucarística; en cambio, la Oración de los fieles se dirige a veces a Dios, a veces a Cristo, pero nunca al Padre.- En segundo lugar la liturgia cuando llama a Dios Padre acostumbra acompañar el nombre con un calificativo de respeto (Padre santo, Padre todopoderoso...). Llamar a Dios en el contexto de la oración de los fieles Padre sin más... parece un intento de tutearlo.

(3) No tan pronto como quizá muchos piensan. Si en la Didajé (s. I-II) ya se invita a los cristianos a repetir el Padre nuestro tres veces al día por lo que se refiere a la misa el Padre nuestro no se incorpora a la celebración hasta el s. IV en Oriente y el V en Occidente.

(4) La versión española de la monición "Fieles a la recomendación del Salvador" es muy débil y no exprime con exactitud el texto original latino: praeceptis es mucho más que recomendación, es mandato o precepto y responde muy bien al contexto de temor u osadía: nos atrevemos sólo porque el Señor nos lo ha mandado.

(5) Hemos tratado este tema en Liturgia y Espiritualidad, XXIV (1993) 567-571.

(6) Núm. 6.