Bizancio, cuna del icono

Aciprensa.com26/12/2002

Sobre los cimientos de una antigua colonia griega, el 11 de mayo del 330 d.C se funda la Nueva Roma o Constantinopla, recordando a Constantino el Grande (305-337), su ilustre fundador, una ciudad llamada a ser uno de los imperios más originales de la historia y cuyo influjo se hizo sentir notablemente sobre las tres civilizaciones del Mediterráneo: la Cristiana Ortodoxa -la heredera directa de Bizancio-, la Cristiana Occidental, y la Islámica.

Sin el cristianismos es imposible comprender el espíritu bizantino. La religión se vivía entonces con una intensidad y un misticismo prácticamente incomprensibles actualmente, lo que explica muchos rasgos de la civilización bizantina que parecen chocantes hoy en día a una humanidad que ha confinado a un rincón marginal de su existencia la experiencia de lo sagrado.

Bizancio, y esto constituye su genio, según Dionisios Zakythinós, supo llevar a cabo una síntesis entre lo helenístico, lo romano y lo cristiano; ello, por ejemplo, moderó las formas despóticas y absolutistas propias del oriente. Este helenismo cristianizado se tornará cada vez más ''bizantino''. Lo cristiano estará siempre presente, y una de sus más aplaudidas manifestaciones estará en el arte de bizancio, concretamente en los iconos.

De las catacumbas a las basílicas

En el siglo IV, el edicto de Galero introduce la tolerancia al cristianismo y lo reconoce como religión lícita. El Edicto de Milán conoce libertad a los cristianos y pone a su disposición edificios y otros lugares. Constantino convoca y preside el Concilio de Nicea. Declarada la capital del Imperio, Constantinopla se convierte en la nueva Roma.

De la edad de las catacumbas los cristianos pasan a la de las basílicas. La llama está encendida y el arte cristiano sigue su camino. Aún apareciendo todavía bajo figuras simbólicas, el Cristo se concretiza y se personifica.

Los estilos se compenetran y se funden; la componente oriental adquiere mayor poder y el arte oficial lleva la marca de este cambio. Contrariamente el modelo clásico del emperador militar, la indumentaria es estilizada, los rasgos de la fisonomía iluminados por el alisamiento de la superficie: los ojos, la boca, los oídos, la nariz y los rizos del pelo son ''dibujados'' en relieve lineal.

La alteridad de las estéticas siempre está presente. Los mosaicos de Santa Pudenziana encarnan el estilo clásico heredado y concluido: el naturalismo, la disposición de los planos y el movimiento expresado por las actitudes revelan la antigua tradición romana. En el otro extremo el imperio cristiano, el desenlace es crucial. La Glorieta de San Jorge en Salónica expresa un arte nuevo. Los mosaicos de la basílica de San Apolinar Nuevo expresan un doble lenguaje estético: en ellos está omnipresente el dualismo iconográfico helenístico y oriental. Los estilos se contaminan: del ''paleocristiano'' el arte pasa al ''bizantino''.

Los primeros iconos

Entre los iconos de la época preiconoclasta ha quedado sólo un número limitado de cuadros sobre madera pintada a encáustico. En Roma se encuentra la Virgen de la clemencia conservada en Santa María de Transtévere y la Virgen con el Niño de Santa María Nova (Santa Francesca Romana).

En el monasterio de Santa Catalina del Sinaí se conservan San Pedro, el Busto de Cristo, la Virgen en el trono entre san Teodoro y San Jorge, y los tres jóvenes en el brasero. En Kiev se encuentra la Virgen con el Niño, San Juan Bautista, los Santos Sergio y Baco y una cuarta pintura que representa santos aún por identificar. Lejos de alcanzar el modelo icónico que ya es manifiesto en los mosaicos de San Demetrio en Salónica, estas pinturas sobre maderas representan un periodo de transición en el que se pueden observar los distintos componentes de la síntesis bizantina.

La Virgen con el Niño conservada en Roma mira con sus grandes ojos a quien la observa. El modelo del rostro contrasta con sus rasgos estilizados a la manera oriental. La obra anuncia el tipo de la ''Conductora'', la Madre que indica el camino y guía al fiel.

Sentada en el trono, María está rodeada por dos santos guerreros. Unos ángeles en segundo plano alzan los ojos hacia la mano de Dios de la que brota un rayo triangular de luz que desciende sobre María. Los ángeles y la Virgen son dibujados siguiendo la estética antigua.

Jesús tiene el cuerpo de un niño pero la frente dilatada del rostro presagia el futuro niño- adulto de los iconos. Los dos últimos protagonistas documentan otro tipo de realización: la actitud es reservada y altanera, los ojos rasgados, el gesto de las manos que llevan la cruz es rígido y estereotipado y los hábitos de dignatarios romanos son transformados en telones planos tejidos de ornamentos. Al cariz icónico que va tomando se añade el dorado que le da la aureola pasa a la cruz y las túnicas anunciando el procedimiento del assit. Tras los personajes representados, una arquitectura decorada presagia las sucesivas composiciones de los iconos.

El retrato de San Pedro sigue fielmente el estilo clásico de Fayum. Sobre el santo tres bustos inscritos en sendos medallones representan al Cristo, la Virgen y san Juan Evangelista. Estilizados e idealizados ofrecen un acabado preicónico. Como en el icono de la Virgen en el trono entre san Teodoro y san Jorge, la arquitectura del fondo anuncia el modelo propio de los futuros iconos.

Edad de oro

Bajo el reinado de los macedonios el renacimiento del arte avanza paralelo con el renacido vigor de la política del Imperio. A esta segunda ''edad de oro'' sucede el periodo de los comnenos. Aun siguiendo fielmente los cánones del academicismo macedonio, Bizancio diseña un ''humanismo'' que encuentra su máxima expresión en la época de los paleólogos. Sin romper las principales coordenadas de su tradición, la ciudad de la imagen se imita a imitar el volumen y el espacio; explorando lo humano, lo transfigura con los rayos del Tabor. La biunidad calcedoniana de lo divino y de lo humano permanece como fundamento de la Belleza. Hierático, solemne y ''abstracto'', el clasicismo bizantino celebra la trascendencia de lo divino. La gloria divina constituye su carácter eminente. Lo ''abstracto'' aventaja lo ''concreto''. En el siglo XII se manifiesta lo humano, lo sensible y lo real: una vez asumido tienen, con los últimos bizantinos, una expresión fulgurante.

Capital de las artes, Constantinopla se propaga más allá de las fronteras del imperio. El arte sacro sigue siendo el de la Iglesia de Bizancio, no el de su Imperio. Desde Asia Menor hasta Rusia, pasando por Grecia, Italia, Servia y Bulgaria, la extensión del icono se perpetúa más allá de las oscilaciones políticas y geográficas. Anacrónico, el arte eclesial ignora las mutaciones políticas y sociales del Imperio. En los mosaicos de Santa Sofía de Constantinopla, emperadores y emperatrices ofrecen al Cristo y a la Virgen ciudad, santuarios, fundaciones y suertes.

El Imperio cristiano se declara morada de la Iglesia pero la ''ortodoxia'' de la Iglesia permanece autónoma. En el momento en el que la degradación del ''orden de las cosas humanas'' parece fatídica, ''el servicio de las cosas divinas'' brota y florece. A la Bizancio terrestre en ruinas, al estado fantasma de los últimos emperadores, se opone la Bizancio espiritual. Gloriosa y llena de júbilo ''el esplendor de ésta era semejante a la piedra más preciosa, como la piedra de jaspe pulimentada'' . Al igual que la historia imperial, también la historia eclesiástica permanece fuera del lugar icónico. Una misma ''historia'' parece repetirse ''de forma invariable''. La Iglesia pecadora de la historia, ''la iglesia de aquellos que parecen'' es sustituida por la Iglesia del ''Sol sin crepúsculo''.

Bizancio muere en 1453 cuando el Sultán Mehmet II penetra en la cuidad y llega a Santa Sofía. Constantinopla ya no es. Encrucijada de una cultura cristiana milenaria la ''ciudad defendida por Dios'' transmite la luz. Una pintura post- bizantina, nutrida en sus fermentos, prolonga el arte de los paleólogos en las tierras del espacio greco- balcánico mientras que Rusia, convertida en ''Tercera Roma'' dirige sobre nuevas sendas el arte que ha heredado.

El icono se halla inmerso en la calma del ''Hesicasmo'': elaborada en Constantinopla en el siglo XIV, la pneumatología palamita adquiere su dimensión icónica en Rusia.

Una Iglesia, un arte

La luz bizantina sigue resplandeciendo, el fuego encendido en tiempo de los paleólogos incendia el arte de la Iglesia. El testimonio del último Bizancio es vivificado. Del siglo XV al XVIII, la Iglesia ve un último florecimiento de su arte que, sin traicionar sus cánones, se amplía nutriéndose de nuevas energías creadoras.

El renacimiento de los paleólogos se perpetúa. Desde el siglo XII la pintura religiosa había revelado un interés creciente por la imitación del volumen y del espacio. En ella se intensifican la expresividad y la fuerza emotiva. Aun ajena a las definiciones dogmáticas de la imagen sacra propias de la Iglesia del Oriente, la vecina Italia de la época experimenta la misma tentación. Más que signo de una dependencia o de una influencia ''extranjera'' experimentada por el Oriente cristiano, la parentela entre las dos corrientes se revela como la búsqueda común: aunque ''cismática'', Bizancio sigue teniendo en Italia una influencia artística excepcional. Como los últimos bizantinos, los maestros del Duecento y también del Trecento expresan el mismo interés por un naturalismo mesurado. Es rechazada la percepción sensible y empírica.

Los últimos resplandores

El Imperio Romano de Oriente expira a mediados del siglo XV. Bizancio yo no existe pero la Iglesia permanece y su arte continúa resplandeciendo. Las diversas escuelas se prolongan y se unifican. Griegos, servios, búlgaros, rumanos y sirios, los iconógrafos participan de un mismo arte. Siempre ''bizantina'', la pintura se humaniza.

Bizancio en el momento de su ocaso había pasado la antorcha a otros. Propagando, el fuego brilla en todo su esplendor. Lejos de constituir una simple reminiscencia del arte heredado, la pintura religiosa inunda la ortodoxia de oro y de color. Al termino de un fructuoso recorrido se multiplican las señales del declive. La crisis políticas, religiosas y sociales marcan el arte de la Iglesia. En el siglo XVIII el último de los imperios del Viejo Mundo sufre el choque de Occidente. Apoyados por las grandes potencias europeas, los misioneros latinos se dispersan en el espacio otomano. Una nueva ''cruzada'' llama a los ''Griegos cismáticos'' a la unión. El declive del Imperio Otomano, el sececionismo nacionalista y el poderío católico erosionan el cuerpo ortodoxo. La Iglesia cuya teología ya había perdido la anterior potencia creadora, pierde su influencia cultural. El arte sacro se enfrenta a su propia descomposición.

El divorcio de la estética ortodoxa se acentúa a despecho del creciente número de pintores y de la abundancia de su producción destinadas a las Iglesias. La herencia de la Tradición es sustituida por una pintura bastarda, vacía y reseca que invade el mundo ortodoxo. El arte religioso, se divorcia de sus propios fundamentos el fuego se extingue. Lo sagrado se retrae. El icono bizantino se desvirtúa. Ya había pasado dos siglos desde la caída del imperio de Bizancio.