SILENCIO Y ESCUCHA FRENTE A LA CULTURA
DEL RUIDO Y LA SUPERFICIALIDAD
.El recorrido
que pretendo hacer en mi modesta exposición es muy sencillo. Señalaré, en
primer lugar, algunos rasgos de la cultura del ruido y la superficialidad En un
segundo momento, trataré de dibujar el perfil de hombre vacío y superficial
que la sociedad moderna tiende a generar. Me detendré después a subrayar la
sordera que producen el ruido y la superficialidad de nuestros días para
escuchar a Dios. Sólo después trataré de situar el silencio monástico en la
moderna sociedad del ruido. Terminaré mi exposición sugiriendo el inestimable
servicio que la vida monástica puede ofrecer en nuestros días al hombre
moderno, a los cristianos y a la Iglesia.
1. CULTURA DEL RUIDO Y LA SUPERFICIALIDAD
No es mi intención estudiar la cultura moderna del ruido y de la
superficialidad analizando sus raíces, consecuencias, evolución actual o
perspectivas de futuro. Me limitaré a señalar alguno de sus rasgos
fundamentales para describir el perfil del hombre ruidoso y superficial que
tiende a generar la sociedad moderna.
•
La explosión de los mass-media
Los “media” se han convertido en la sociedad moderna en el
instrumento más poderoso de formación y socialización de los individuos. Han
logrado ya sustituir en buena parte a la Iglesia, la familia, la escuela o los
partidos como instancia de transmisión y formación de cultura. Sin duda, son
muchos sus efectos positivos tanto de orden informativo como cultural y social,
pero no se ha de olvidar su capacidad de generar una sociedad ruidosa y
superficial.
La invasión de la información abruma a los individuos, y la rapidez con
que se suceden las noticias impide cualquier reflexión duradera. El individuo
vive sobresaturado de información, reportajes, publicidad y reclamos. Su
conciencia queda captada por todo y por nada, excitada por toda clase de
impresiones e impactos y, a la vez, indiferente a casi todo. Los medios ofrecen,
por otra parte, una visión fragmentada, discontinua y puntual de la realidad,
que hace muy difícil la posibilidad de síntesis alguna. Se informa de todo
pero casi nada es sólidamente asimilado. Al contrario, este tipo de información
va disolviendo la fuerza interior de las convicciones y empuja a los individuos
a vivir hacia fuera, abandonando sus raíces y marcos de referencia.
Es altamente significativo el impacto de la televisión. En pocos años
se ha convertido en una “gran fábrica de consumo social” y de alienación
masiva. Ella dicta las ideas y convicciones, los centros de interés, los gustos
y las expectativas de las gentes. Desde la pequeña pantalla se impone la imagen
de la vida que hemos de tener, las creencias que hemos de alimentar[1].
Por otra parte, la televisión produce imágenes y arrincona conceptos,
desarrolla el puro acto de mirar y atrofia la capacidad de reflexión, da primacía
a lo insólito sobre lo real, al espectáculo sobre la meditación[2].
Cada vez más, la televisión busca distraer, impactar, retener la audiencia. Se
busca la emoción del directo, la novedad de lo inesperado, la rabiosidad de la
primicia, lo sensacional. En la sociedad de los mass-media se propagan
toda clase de imágenes y datos, las conciencias se llenan de noticias e
información, pero disminuye la atención a lo interior y decrece la capacidad
de interpretar y vivir la existencia desde sus raíces. Se oyen toda clase de
palabras y mensajes, pero apenas se escucha el misterio del propio ser. Se pasan
muchas horas ante el televisor, pero apenas se medita y se desciende hasta el
fondo del propio corazón.
• Hipersolicitación
y seducción permanente
Uno de los rasgos más visibles de la sociedad de consumo es la profusión
de productos, servicios y experiencias . La abundancia hace posible la
multiplicación de elecciones. Cada vez es mayor la gama de productos y modelos
expuestos en los centros comerciales e hipermercados. Los restaurantes
especializados ofrecen toda clase de menús y combinaciones. Podemos seleccionar
entre un número ilimitado de cadenas televisivas. Las agencias proponen todo
tipo de viajes, experiencias y aventuras. Se pueden comprar toda clase de obras
de divulgación o revistas especializadas , y seguir programas de consejos
psicológicos, médicos o culinarios. La hipersolicitación, la estimulación de
necesidades, la profusión de posibilidades son ya parte integrante de la
sociedad moderna.
No es sólo esto. La seducción se convierte en el proceso general que
tiende a regular el consumo, las costumbres, la educación y la organización de
la vida. Es la nueva estrategia que parece regirlo todo[3].
El individuo no es sólo solicitado por mil estímulos. Todo le es sutilmente
presentado como tentación y proximidad. Todo es posible. Hay que saber
disfrutar.
Esta lógica seductora y hedonista sigue la tendencia de privilegiar el
cuerpo y los sentidos, no el espíritu o la vida interior. El cuerpo, con su
cortejo de solicitudes y cuidados se convierte en verdadero objeto de culto. Se
cuida la higiene, la linea y el peso; se vigila el mantenimiento físico:
chequeos, masajes, sauna, deporte, “footing”. Todo es poco. El cuerpo ha de
ser valorado, cuidado, sentido, exhibido, admirado. Sin duda, hay algo muy
positivo en esta recuperación del cuerpo. Sin embargo, cuando este proceso
olvida la dimensión espiritual de la persona, engendra unan existencia vacía y
superficial donde se puede llegar a cuidar mucho más la apariencia que lo
esencial.
• El
imperio de lo efímero
Tal es el título de un conocido estudio del profesor de Grenoble, G.
Lipotvetsky sobre la moda y el espíritu de nuestros tiempos[4].
La sociedad moderna está dirigida por la moda, no por la religión, las ideologías
o los ideales políticos. Es ella el principio que organiza la vida cotidiana de
los individuos y la producción socio-cultural. Ella dicta los cambios de
gustos, valores, tendencias y costumbres. Según G.
Lipotvetsky, vivimos en una época de “moda
plena”.
Pero decir moda es decir institucionalización del consumo, seducción de
los sentidos, variación rápida de formas, proliferación de nuevos modelos,
creación a gran escala de necesidades artificiales, organización social de la
apariencia, generalización de lo efímero. Se cultiva el gusto por lo nuevo y
diferente más que por lo verdadero y bueno. Las conciencias se mueven bajo el
imperio de lo superficial y caduco.
La dictadura de la moda crea todo un estilo de vivir en la movilidad y el
cambio permanente. Se cambia de televisor o de coche, pero se cambia también de
pareja y de manera de pensar. Nada hay absoluto. Todo es efímero, móvil e
inestable. Crece la inconsistencia y la frivolidad. Lo inmediato prevalece sobre
la fidelidad. Se vive la ideología de los espontáneo. Nada permanece, nada se
enraíza. Decae la pasión por las grandes causas y crece el entusiasmo por lo
pasajero. Esclavo de lo efímero, el ser humano no conoce ya nada firme y
consistente sobre lo cual edificar su existencia.
La cultura moderna se convierte así en una cultura de la
“intranscendencia”, que ata a la persona al “aquí” y al “ahora”
haciéndole vivir sólo para lo inmediato, sin necesidad de abrirse al misterio
de la transcendencia. Es una cultura del “divertimiento” que arranca a la
persona de sí misma haciéndole vivir en el olvido de las grandes cuestiones
que lleva en su corazón el ser humano. En contra de la máxima agustiniana. “No salgas de ti mismo; en tu interior habita la verdad”, el ideal
más generalizado es vivir fuera de uno mismo.[5]
• La
huida hacia el ruido
No es fácil vivir el vacío que crea la superficialidad de la sociedad
moderna. Sin vida interior, sin meta y sin sentido, el individuo queda a merced
de toda clase de impresiones pasajeras, desguarnecido ante lo que puede
agredirlo desde fuera o desde dentro. Es normal entonces que busque experiencias
que llenen su vacío o, al menos, lo hagan más soportable. Uno de los caminos más
fáciles de huida es el ruido.
Vivimos en la “civilización del ruido”[6].
Poco a poco, el ruido se ha ido apoderando de las calles y los hogares, de los
ambientes, las mentes y los corazones. Hay, en primer lugar, un ruido exterior
que contamina el espacio urbano generando estrés, tensión y nerviosismo. Un
ruido que es parte integrante de la vida moderna, alejada cada vez más del
entorno sereno de la naturaleza. La sociedad del bienestar ha decidido luchar
contra este ruido privilegiado el silencio, tomando medidas más estrictas para
hacerlo respetar, insonorizando las viviendas o promoviendo el éxodo hacia el
campo.
Pero hay en la sociedad moderna otro ruido contra el que no se lucha sino
que se busca. La persona superficial no soporta el silencio. Aborrece el
recogimiento y la soledad. Lo que busca es ruido interior para no escuchar su
propio vacío: palabras, imágenes, música, bullicio. De esta forma es más fácil
vivir sin escuchar ninguna voz interior; estar ocupado en algo para no
encontrarse con uno mismo; meter ruido para no oír la propia soledad.
El ruido está hoy dentro de las personas, en la agitación y confusión
que reina en su interior, en la prisa y la ansiedad que domina su vivir diario.
Un ruido que, con frecuencia, no es sino proyección de problemas, vacíos,
desequilibrios y contradicciones que no han sido resueltos en el silencio del
corazón. Pero el hombre moderno está lejos de aprender a entrar en sí mismo
para crear el clima de silencio indispensable para reconstruir su mundo
interior. Lo que busca es un ruido suave, un sonido agradable que le permita
vivir sin escuchar el silencio. Es significativo el fenómeno de la “explosión
musical” en la sociedad moderna. El hombre de nuestros días oye música de la
mañana a la noche. La música y el ritmo se han convertido en el entorno
permanente de no pocos. Se oye música en el trabajo y en el restaurante, en el
coche, el autobús o el avión, mientras se lee o se hace deporte. Se vive “la
música continua”. Parece como si el individuo moderno sintiera la necesidad
secreta de permanecer fuera de sí mismo, de ser transportado, de verse envuelto
en un ambiente estimulante o embriagante, con la conciencia agradablemente
anestesiada.
2. PERFIL DE LA PERSONA PRIVADA DE SILENCIO Y HONDURA
Nada mejor para conocer los efectos devastadores de esta cultura del
ruido y la superficialidad que intentar dibujar, siquiera brevemente, los rasgos
y el perfil de persona que tiende a generar.
• Sin
interioridad
El ruido disuelve la interioridad; la superficialidad la anula. El
individuo entra en un proceso de desinteriorización y banalización. El hombre
sin silencio vive desde fuera, en la corteza de sí mismo. Toda su vida se va
haciendo exterior. Sin contacto con lo esencial de sí mismo, conectado con todo
ese mundo exterior en el que se encuentra instalado, el individuo se resiste a
la profundidad, no es capaz de adentrarse en su mundo interior. Prefiere seguir
viviendo una existencia intranscendente donde lo importante es vivir
entretenido, seguir sumergido en “la espuma de las apariencias”, funcionar
sin alma, vivir sólo de pan, continuar muerto interiormente antes que exponerse
al peligro de vivir en la verdad y la plenitud. Lo decía ya en su tiempo Pablo VI: “Nosotros, hombres
modernos, estamos demasiado extrovertidos, vivimos fuera de nuestra casa, e
incluso hemos perdido la llave para volver a entrar en ella”[7].
• Sin
núcleo unificador
El ruido y la superficialidad impiden vivir desde un núcleo interior. La
persona se disgrega, se atomiza y se disuelve. Le falta un centro unificador. El
individuo es llevado y traído por todo lo que, desde fuera o desde dentro, lo
arrastra en una dirección u otra. La existencia se hace cada vez más
inestable, cambiante y frágil. No es posible la consistencia interior. No hay
metas ni referencias básicas. La vida se va convirtiendo en un laberinto.
Ocupada en mil cosas, la persona se
mueve y agita sin cesar, pero no sabe de dónde viene ni a dónde va.
Fragmentada en mil trozos por el ruido, la hipersolicitación, la seducción de
los sentidos, los deseos o las prisas, ya no encuentra un hilo conductor que
oriente su vida, una razón profunda que sostenga y dé aliento a su existencia.
• Alienación
Es normal entonces vivir dirigido desde el exterior. El individuo sin
silencio no se pertenece, no es enteramente dueño de sí mismo. Es vivido desde
fuera. Volcado hacia lo externo, incapaz de escuchar las aspiraciones y deseos más
nobles que nacen de su interior, vive como un “robot” programado y dirigido
desde fuera. Sin cultivar el esfuerzo interior y cuidar la vida del espíritu,
no es fácil ser verdaderamente libre. El estilo de vida que impone hoy la
sociedad aparta a las personas de lo esencial, impide su crecimiento integral y
tiende a construir seres serviles y triviales, llenos de tópicos y sin
originalidad alguna. Muchos suscribirían la oscura descripción de G.
Hourdin: “El hombre se está haciendo incapaz de querer, de ser libre, de juzgar
por si mismo, de cambiar su modo de vida. Se ha convertido en el robot
disciplinado que trabaja para ganar dinero que después disfrutará en unas
vacaciones colectivas. Lee las revistas de moda, escucha las emisiones de T.V.
que todo el mundo escucha. Aprende así lo que es, lo que quiere, cómo debe
pensar y vivir. El ciudadano robot de la sociedad de consumo pierde su
personalidad”[8].
• Confusión
interior
El hombre lleno de ruido y superficialidad no puede conocerse
directamente a sí mismo. Un mundo superpuesto de imágenes, ruidos,
ocupaciones, contactos, impresiones y reclamos se lo impide. La persona no
conoce su auténtica realidad; no tiene oído para escuchar su mundo interior;
ni siquiera lo sospecha. El ruido crea confusión, desorden, agitación, pérdida
de armonía y equilibrio. La persona no conoce la quietud y el sosiego. El
ansia, las prisas, el activismo, la irritación se apoderan de su vida. El
hombre de nuestros días ha aprendido muchas cosas y está superinformado de
cuanto acontece, pero no sabe el camino para conocerse a sí mismo.
• Incapacidad
para el encuentro
El hombre ruidoso y superficial no puede comunicarse con los otros desde
su verdad más esencial. Volcado hacia fuera, vive paradójicamente encerrado en
su propio mundo, en una condición que alguien ha llamado “egocentrismo extravertido”[9],
cada vez más incapaz de entablar contactos vivos y amistosos; con el corazón
endurecido por el ruido y la frivolidad, se vive entonces defendiendo el pequeño
bienestar cada vez más intocable y cada vez más triste y aburrido. La sociedad
moderna tiende a configurar individuos aislados, vacíos, reciclables, incapaces
de verdadero encuentro con los otros, pues encontrarse es mucho más que verse,
oírse, tocarse, sentirse o unir los cuerpos. Estamos creando una sociedad de
hombres y mujeres solitarios que se buscan unos a otros para huir de su propia
soledad y vacío, pero que no aciertan a encontrarse. Muchos no conocerán nunca
la experiencia de amar y ser amados en verdad.
3. LA SORDERA PARA ESCUCHAR A DIOS
Se ha dicho que “el problemas del
hombre no religioso es esencialmente un problema de ruido”[10].
Probablemente hay en ello mucho de verdad. el ruido y la superficialidad
dificultan y hasta impiden la apertura a la transcendencia, y sin esta apertura
ya no hay verdadera fe ni religión, aunque lo parezca.
• Represión
de la relación con Dios
Quien vive aturdido interiormente por toda clase de ruidos y zarandeado
por mil impresiones pasajeras, sin detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente
se encuentra con Dios. ¿Cómo podrá percibir su presencia si existe fuera de sí,
separado de su raíz, volcado sobre su pequeño bienestar? ¿Cómo escuchará su
voz si vive de forma ruidosa, dispersa y fragmentada, en función de sus propios
gustos y no de un proyecto más noble de vida? ¿Cómo podrá, sin escucha
interior, intuir que “el hombre es un
ser con un misterio en su corazón, que es mayor que él mismo”? (
H. von Balthasar )
V. Frankl ha hablado de la
presencia latente de Dios en lo profundo de muchas personas cuya relación con
él ha quedado como reprimida[11].
Instaladas en una vida pragmática y superficial que les impide llegar con un
poco de hondura al fondo de su ser, su apertura a Dios queda reprimida y
atrofiada. Sólo interesa la satisfacción inmediata y el bienestar a cualquier
precio. No queda sitio para Dios.
En la sociedad moderna, Dios es hoy para muchos no sólo un “Dios
escondido” sino un Dios imposible de hallar. Su vida transcurre al margen del
misterio. Fuera de su pequeño mundo nada hay importante. Dios es, cada vez más,
una palabra sin contenido, una abstracción. Lo verdaderamente transcendental es
llenar esta corta vida de bienestar y experiencias placenteras. Eso es todo.
Entonces, tal vez, sólo queda sitio para un Dios convertido en “artículo de
consumo” del que se intenta disponer según las propias conveniencias e
intereses, pero no para el Dios vivo, revelado en Jesucristo, que suscita la
adoración, el júbilo y la acción de gracias.
• En
la epidermis de la fe
La cultura del ruido y la superficialidad va erosionando también la fe
de no pocos cristianos cuya vida transcurre sin experiencia interior, que sólo
saben de Dios “de oídas”. Hombres y mujeres que escuchan palabras
religiosas y practican ritos sin beber nunca de la fuente. Bautizados que “no
han oído hablar del Espíritu Santo” pues nada ni nadie les ayuda a percibir
su presencia iluminadora, amistosa, consoladora en el fondo de sus almas. Gentes
buenas arrastradas por el clima social de nuestros días, que siguen cumpliendo
con sus prácticas religiosas, pero que no conocen al Dios vivo que alegra la
existencia y desata las fuerzas para vivir.
En nuestros días se sigue hablando de Dios, pero son pocos los que
buscan al que se esconde tras esa palabra. Se habla de Cristo, pero nada
decisivo se despierta en los corazones. Incluso se diría que “tener fe”
parece dispensar de la aventura de buscar el rostro de Dios. Todo queda a veces
reducido a una religiosidad interesada, poco desarrollada y adherida casi
siempre a imágenes y vivencias empobrecidas del pasado. En la sociedad del
ruido y la superficialidad todo es posible: rezar sin comunicarse con Dios,
comulgar sin comulgar con nadie, celebrar la liturgia sin celebrar nada. Tal
vez, siempre ha podido ser así, pero hoy todo favorece más que nunca el riesgo
de ese cristianismo sin interioridad que Marcel
Legaut ha llamado “la epidermis de
la fe”[12].
• Mediocridad
espiritual
La ausencia de silencio ante Dios, la falta de escucha interior, el
descuido del Espíritu están llevando a la Iglesia a una “mediocridad
espiritual” generalizada. K. Rahner
consideraba que el verdadero problema de la Iglesia contemporánea es “seguir
tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por los carriles
habituales de una mediocridad espiritual”[13].
De poco sirve entonces reforzar las instituciones, salvaguardar los ritos,
custodiar la ortodoxia o imaginar nuevas empresas evangelizadoras. Es
inútil pretender desde fuera con la organización, el trabajo o la disciplina
lo que sólo puede nacer de la acción del Espíritu en los corazones. Vivimos
una mediocridad que generamos entre todos por nuestra forma empobrecida y
superficial de vivir el misterio cristiano. Basta señalar algunos signos.
En la Iglesia hay actividad, trabajo pastoral, organización, planificación
pero, con frecuencia, se trabaja con una falta alarmante de “atención a lo interior”, buscando un tipo de eficacia inmediata y
visible, como si no existiera el misterio o la gracia.
La reforma litúrgica postconciliar ha devuelto su importancia central y
su dignidad a la celebración y, sin embargo, no se llega muchas veces a “sentir
y gustar de las cosas internamente” ( Ignacio
de Loyola ). Se realizan mejor los ritos externos y se pronuncian las
palabras en lengua inteligible, pero a veces todo parece acontecer “fuera”
de las personas. Se canta con los labios, pero el corazón está ausente; se oye
la lectura bíblica pero no se escucha la voz de Dios; se responde puntualmente
al que preside, pero no se levanta el corazón para la alabanza; se recibe la
comunión, pero no se produce comunicación viva con el Señor.
Estamos llenando la celebración de ruido y la estamos vaciando de unción
Hemos introducido moniciones, avisos, palabras, cantos, instrumentos musicales,
pero falta sosiego para celebrar desde dentro. Las personas cambian de postura
sin cambiar de actitud interior. Los sacerdotes predican y los fieles escuchan,
pero, a veces, todos salen de la iglesia sin haber escuchado al Maestro
interior. Y, casi siempre, seguimos cultivando una oración llena de nosotros
mismos y vacía de escucha a Dios.
4. EL SILENCIO CONTEMPLATIVO EN LA SOCIEDAD DEL RUIDO
La vida monástica está llamada hoy a redescubrir de manera renovada, en
medio de esta cultura del ruido y de la superficialidad ese valor tan esencial y
tan suyo que es el silencio contemplativo y la escucha a Dios.
No son pocos los hombres y mujeres que comienzan a sentirse
insatisfechos. Les resulta difícil vivir sin meta ni sentido profundo. No basta
pasarlo bien. Se necesita algo más, un aliento nuevo, una experiencia diferente
que salve del vacío, del desencanto y del absurdo de una existencia tan
superficial. Bastantes están cansados de vivir una vida tan rebajada. Reclaman
algo que no es ciencia ni técnica, no es moda ni consumo, tampoco doctrina ni
discursos religiosos. De manera a veces confusa e inconsciente, buscan una
experiencia de salvación, un encuentro nuevo con lo más hondo de la vida. ¿Quién
les mostrará el camino? Esta sociedad necesita testigos y buscadores de
silencio y de escucha interior. Hombres y mujeres que apunten con su vida hacia
una forma nueva de existencia anclada en lo esencial.
Por eso, sería un error y un pecado que la vida monástica se encerrara
hoy en su pequeño mundo, hecho también de otros ruidos y tensiones, de otras
seducciones y superficialidades, y se olvidara de esa sociedad que nunca ha
necesitado tanto como hoy de maestros y maestras de vida. Las comunidades monásticas
están llamadas a ser en medio de la sociedad contemporánea “espacios de
silencio”, lugares donde se pueda percibir la sabiduría del recogimiento, la
armonía de lo esencial, la quietud del espíritu, el ritmo sosegado.
Comunidades donde se viva un silencio ante Dios. Sólo desde ese silencio podrán
luego pronunciar algunas palabras, pocas, profundas, justas, para invitar a una
vida más plena y humana.
Pero, ¿cómo construir hoy este silencio monástico?, ¿cómo, sobre
todo, cultivarlo y purificarlo de nuevas fuentes de ruido y superficialidad?, ¿qué
silencio proponer a la sociedad actual? Sin duda, la misma tradición monástica
ofrece elementos para una adecuada respuesta. Yo sólo puedo sugerir algunas
pobres consideraciones desde la sensibilidad del momento actual.
• Silencio
fascinado por Dios
El silencio monástico no es sólo silencio exterior. No es
“insonorización de un espacio”, control de ruidos molestos; no es tampoco técnica
terapéutica, vida tranquila, contacto sereno con la naturaleza. Es antes que
nada silencio a solas ante Dios. Es ponernos en contacto con lo profundo de
nuestro ser, callarnos ante la inmensidad de Dios, adentrarnos confiadamente en
su Amor insondable, quedar sumergidos en ese Misterio que no puede ser explicado
ni hablado, sólo venerado y adorado. Silencio es entonces acallar los ruidos y
solicitaciones que nos llegan desde fuera, acallar sobre todo el ruido de
nuestro propio yo con su cortejo de ambiciones, miedos, orgullos y
autocomplacencias, para no perdernos la presencia oscura y a la vez luminosa,
tremenda y fascinante, pero siempre inconfundible, amorosa y tierna de quien
existe sosteniendo y envolviendo nuestro ser.
El silencio monástico no es un silencio ateo. Es silencio lleno de Dios.
Es acallar mi ser ante él para reconocer humildemente mi propia finitud : “Yo
no soy todo, no lo puedo todo, no soy la fuente ni el dueño de mi ser”.
Callarse ante Dios es entonces aceptar ser desde esa realidad misteriosa; acoger
con confianza ese misterio que fundamenta mi ser; descubrir con gozo que hay
“algo más”, más allá de todo, algo que me transciende pero que está ahí,
fundando y sosteniendo la realidad; saber que puedo vivir de esa “Presencia
fundante”. Este enraizamiento en
Dios, ¿no debería ser el rasgo nuclear del silencio monástico en medio de una
sociedad superficial que va separando a tantas personas de esa Realidad suprema
que fundamenta su ser?
Pero el silencio monástico ha de ser además hoy “fascinación” por
Dios. El silencio de quien se siente fascinado, seducido, atraído por el
misterio de Dios. El silencio de quien ha descubierto que en Dios se encierra lo
que de verdad anhela el corazón humano. El es el único que puede curar ese vacío
último del hombre, que nada ni nadie puede llenar. El monje lo sabe. Ha
encontrado aquello de lo que se puede vivir. Ya no lo abandonará por nada ni
nadie. Permanecerá en el que es fuente de toda vida. Esta fascinación por Dios
es decisiva en esta época de hipersolicitación y seducción de los sentidos.
De ahí se derivan otros rasgos que, a mi juicio, han de configurar hoy
el silencio monástico. En esta sociedad de consumo de cosas y profusión de
ofertas, el monje no busca “algo” en su silencio, busca la presencia del
amado. No quiere nada de él. No quiere cosas. Le quiere a él. Estar junto a él.
Vivir con él. Por decirlo de alguna manera y en términos tal vez más
seductores en nuestros días, se trata de tocarle a él, sentir su vida caliente
en nosotros, disfrutar y padecer su presencia amada, sentirlo latiendo en lo más
hondo de nuestro ser. En esta época de “moda plena” y de cambio permanente,
parece que al monje se le ha de hacer duro y costoso salir de ese silencio. Es
cierto que también el monje sentirá su fragilidad y su impotencia para
permanecer en silencio ante Dios. Pero aún entonces la fascinación se
convertirá en añoranza, deseo y anhelo de Dios, sin diluirse en una vida de
dispersión en lo efímero.
En el centro de este silencio y como impregnándolo todo está el amor.
Se le ha llamado de diversas formas: “llama
de amor viva”, “excitación ciega
del amor”, “desnudo impulso del
deseo”, descubrimiento de “la música
callada”[14].
Cuanto más fuerte es el amor más profundo es el silencio y más honda la
fascinación. Con este silencio, vivido muchas veces de manera pobre y
vacilante, la vida monástica introduce en la cultura actual una “ruptura de
nivel”, que permite vivir una experiencia diferente que está más allá de
otras vivencias centradas en la utilidad, el pragmatismo, la seducción, la
modas, o el consumismo[15].
Viviendo en silencio ante Dios, las comunidades monásticas apuntan hacia lo
eterno en un mundo que vive en el cambio y la moda permanente; son signo de lo
profundo en medio de una sociedad sumergida en lo efímero y superficial; son
testigos de lo único absoluto en una cultura volcada sobre lo múltiple e
intranscendente. Estas comunidades calladas, vueltas hacia Dios, cuestionan,
interrogan, inquietan y evangelizan el mundo contemporáneo.
• Silencio
curador de la persona
Este silencio monástico está llamado hoy a mostrar que es capaz de
reconstruir a la persona y hacerla vivir de manera más digna y humana. La
sociedad moderna necesita ver que es posible encontrar un fundamento estable y
un sentido último a la existencia, que es posible curarse del vacío y la
frivolidad, de la separación y de la soledad interior. En concreto, las
comunidades monásticas deberían mostrar que el silencio contemplativo es
fuente y camino de profundización, integración y liberación interior.
El monje o la monja no es un ser extraño o anormal. Es sencillamente un
creyente que ha aprendido o está aprendiendo a “saborear
la vida en la fuente”[16].
La vida de la comunidad monástica ha de mostrar cómo se puede vivir hoy desde
la raíz de la existencia, cómo es posible liberarse de la superficialidad
moderna viviendo en contacto con lo esencial, cómo se pueden utilizar las
nuevas tecnologías sin caer en la alienación, cómo servirse de los avances
del progreso sin quedar esclavizado por las modas, cómo estar bien informado
sin dejarse invadir por el ruido de los medios modernos de comunicación, como
vivir, trabajar y relacionarse en la vida moderna sin perder la alegría
interior y la paz.
Pero, no lo olvidemos, lo que el monje aporta no es una técnica terapéutica
más, un método de relajación, un camino de autoconocimiento, una receta más
de tantas que ofrece hoy el mercado. Desde las diversas tradiciones y caminos de
espiritualidad contemplativa, la vida monástica muestra a la sociedad moderna
las posibilidades de humanización que encierra el silencio ante Dios y la
docilidad a su Espíritu.
Es el Espíritu de Dios acogido en silencio el que hace vivir en la
verdad, el que enseña a saborear la vida en toda su hondura, a no malgastarla
de cualquier manera, a no pasar superficialmente ante lo esencial. Es el Espíritu
de Dios el que conduce suavemente a encontrar una armonía nueva y un ritmo más
santo. Ese Espíritu hace crecer nuestra libertad interior y nos abre a una
comunicación nueva y más honda con Dios, con nosotros mismos y con los demás.
Ese Espíritu nos trabaja en silencio liberándonos del vacío interior y de la
soledad, y nos devuelve la capacidad de dar y recibir, de amar y ser amados en
la verdad. Ese Espíritu Santo nos regenera, nos hace renacer cada día y nos
permite empezar siempre de nuevo a pesar del desgaste, el pecado y el deterioro
del vivir diario.
Es esta fuerza transformadora y sanadora del silencio contemplativo la
que ha de testimoniar y contagiar hoy la vida monástica. Vivir en silencio ante
Dios es dejarle penetrar hasta lo más profundo de nuestro ser para, libres de
nuestra palabrería, nuestras mentiras y autojustificaciones, comenzar a
conocernos a la luz de su verdad . Callados ante él, descubrimos nuestra pequeñez
y pobreza, nuestra superficialidad y vacío; sentimos la necesidad de verdad, de
amor, de vida y de libertad; nos sentimos necesitados de perdón y transformación.
Estar en silencio ante Dios es arrepentirse de “casi” todo y, al mismo
tiempo, dar gracias por todo pues ante Dios descubrimos también nuestra
grandeza de seres amados infinitamente por él, transformados y salvados por su
Amor. Quien vive en silencio ante Dios descubre “que
el amor de Dios no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura, cada mañana se
renuevan... Bueno es Yahve para el que espera en él, para el alma que le busca.
Bueno es esperar en silencio la salvación de Yahve” ( Lam.3, 22-26).
• Silencio
de escucha al ser humano
Quien vive desde el silencio ante Dios descubre el mundo, la vida, las
cosas, la existencia entera con luz nueva. Su mirada se hace más profunda y
amorosa. No se detiene sólo en lo anecdótico y superficial. Centrado en Dios y
olvidado de sí mismo, no se siente extraño a nadie ni a nada. Es capaz de
abrazar interiormente al Universo entero con paz y amor fraterno. Es capaz de
escuchar el canto de la Creación y de unirse a la alabanza que desde ella se
eleva hasta Dios.
Pero, sobre todo, en el silencio con Dios aprende a escuchar y amar a los
hombres y mujeres. Desde ese silencio es más fácil captar todo lo bueno, lo
bello, lo digno, lo grande que hay en la vida humana. Y es más fácil también
escuchar los sufrimientos y el dolor de los que viven y mueren sin conocer el
amor, la amistad, el hogar o el pan de cada día. El verdadero silencio hace al
contemplativo más sensible a los miedos, anhelos y esperanzas de los humanos.
Es su experiencia de Dios la que le lleva a amar profundamente a la comunidad
humana.
Este silencio ha de llevar hoy a los monjes y monjas a escuchar desde
Dios a la sociedad moderna. Callar interiormente es la primera condición para
escuchar y amar en verdad al otro. Es el silencio ante Dios y desde Dios el que
ha de capacitar a los monjes y monjas a contemplar el mundo con amor, a mirar la
Iglesia con ternura y comprensión, a abrir sus corazones y sus comunidades a la
acogida. Sólo las personas calladas interiormente saben acoger; sólo las
personas que viven en silencio ante Dios, sin hablarse a sí mismas de sus
temores, egoísmos y complacencias, saben acoger. Sólo las personas que no
llevan dentro palabrería, ruido, superficialidad o confusión, saben amar con
hondura pues saben amar desde Dios.
Por eso, cuando la comunidad contemplativa vive cogida por sus tensiones
y conflictos, olvida los problemas de la sociedad; cuando escucha sólo sus
intereses, deja de oír los gritos de los que sufren; cuando vive de manera
ligera y superficial, se relaciona con el mundo de manera ligera y superficial.
Por decirlo en una palabra, cuando una comunidad es el centro de sí misma, en
esa misma medida deja de amar a Dios y deja de amar a la comunidad humana.
Las comunidades contemplativas habrán de acallar sus propios ruidos,
olvidar sus intereses, desoír sus juicios y condenas precipitadas, si quieren
escuchar, respetar, comprender y amar al hombre y la mujer de nuestros días.
Para la comunidad monástica, saber escuchar y acoger en silencio es una de las
formas más propias de estar cerca del mundo y de amarlo.
5. PROPONER EL CAMINO DEL SILENCIO Y LA ESCUCHA
Desde esta actitud de acogida, la vida monástica está llamada hoy a
proponer el camino del silencio y la escucha. No desde la autosuficiencia sino
desde la propia debilidad y vulnerabilidad; no desde el aislamiento sino desde
la cercanía y la búsqueda compartida de una vida más digna para todos.
Proponer el silencio en esta sociedad significa dar a conocer un proyecto de
vida, una dirección, un sentido, y someterlo a la libre decisión del otro que
puede acogerlo o rechazarlo. Esta es hoy probablemente una gran misión del
monacato: proponer el silencio y la interioridad como una invitación que nace
del amor a Dios a todo ser humano[17].
• Sugerir
la interioridad
Quien ha recibido la gracia del silencio ha de ponerla al servicio de los
demás ( Conf 1 Pe 4,10). Su vida, su palabra, su presencia ha de ser invitación
permanente a vivir desde la fuente. Las gentes de nuestros días, acostumbradas
a vivirlo todo desde el exterior, habituadas a entablar relaciones superficiales
y periféricas, necesitan conocer la experiencia de un encuentro más hondo con
testigos que enseñen lo que es peregrinar al fondo del corazón para
encontrarse con la propia verdad.
Esta sociedad necesita testigos que recuerden a todos esta verdad tan
sencilla como decisiva: cualquiera que sea el rumbo del mundo, nadie encontrará
vida verdadera, ayuda o salvación sino en su pobre alma maltratada pero
habitada por el Espíritu de Dios. Sólo ahí se encuentra el camino de la
regeneración, el aprendizaje de lo esencial, la liberación de la confusión,
el crecimiento de la libertad.
Es cierto que desde fuera no se le puede enseñar a nadie el silencio
como no se le puede enseñar a creer o amar, pero se puede orientar y atraer a
las personas a adentrarse con paz en su mundo interior. El monje o la monja en
contacto con las personas o los grupos que se acercan al monasterio no deberá
olvidar lo que S. Agustín decía a
sus oyentes: “No penséis que se puede
aprender algo de un hombre. Podemos atraer vuestra atención con el ruido de
nuestra voz, pero si no hay dentro alguien que os enseñe, ese ruido será inútil”[18].
• Invitar
al silencio cristiano
El monje no sólo sugiere el camino de la interioridad sino que invita a
captar la presencia de Dios que sigue ofreciéndose calladamente a cada persona.
Un Dios que ni pregunta ni responde con palabras humanas pero que está ahí, en
el interior de cada persona, invitándola a vivir de su amor; quien no lo
encuentra en su corazón, difícilmente lo encontrará en la sociedad del ruido
y la superficialidad. El monje no invita a cualquier tipo de recogimiento.
Invita a hallar ese “espacio interior” donde la persona puede encontrarse
con Dios y desde él comenzar a vivir con un sentido, una fundamentación y un
horizonte nuevos. Para no pocos cristianos que se van alejando de la práctica
religiosa, el silencio y la escucha interior pueden ser el camino más corto
para abrirse al Dios escondido pues el verdadero silencio purifica, despierta el
deseo de verdad y dispone para la escucha sincera de Dios[19].
Hay que decir algo más. No son pocos los cristianos que temen el
silencio y la meditación pues tienen miedo a Dios. En sus conciencias ha
quedado la imagen de un Dios vigilante, justiciero y condenador con el que da
miedo encontrarse. Un Dios que no atrae ni fascina sino que hace huir. La vida
monástica ha de mostrar con claridad que el silencio cristiano sólo puede ser
vivido sin traicionar su esencia como una experiencia gozosa de amor. Como dice W. Johnston, “la contemplación cristiana es la experiencia de ser
amado y de amar al nivel más profundo de la vida psíquica y del espíritu”[20].
Estar en silencio con Dios es saberse amado. De este saberse amado nace
precisamente la estabilidad del contemplativo y la hondura de su existencia:
“yo soy amado incondicionalmente, no porque soy bueno, santo y sin pecado,
sino porque Dios es bueno y santo”. Dios acepta al ser humano - también al de
nuestros días - con sus contradicciones e incoherencias, su pecado y
mediocridad, su vacío, superficialidad e inconstancia. Quien se acerca a él
con esta fe confiada, se sabe amado y aceptado, no cae en la desestima ni en la
culpabilidad malsana. Son muchos los cristianos que necesitan conocer una
experiencia nueva de Dios para aprender a estar a gusto con él, pasando del
miedo al amor, de la actitud defensiva a la entrega confiada, de la autocondena
a la acogida del perdón.
El monacato cristiano está llamado, además, a ejercer una función crítica
respecto a cierta religiosidad que cultiva una interiorización de carácter
fusional, que algunos psicoanalistas no dudan en definir como “de estructura
simbólico-maternal”[21].
Se trata de una religiosidad que despersonaliza a Dios, elimina la alteridad y
la distancia de su realidad suprema y encierra a la persona en el individualismo
haciéndola confundir lo psicológico con lo espiritual, la emoción con la
profundidad interior, la quietud con la comunión con Dios. La vida monástica
cristiana ha de proponer hoy, frente a otras tradiciones y experiencias, un
silencio que es apertura al Dios vivo revelado y encarnado en Jesucristo. Un
silencio que no es “inmersión en el abismo indeterminado de la divinidad” o
experiencia de la Energía que dirige el Cosmos, sino diálogo con un Dios Padre
que nos ofrece su amor personal en Jesucristo. Por eso, el silencio cristiano
del monje no es iluminación de la conciencia (“despertar el Buda”,
“descubrir el atman”) sino comunicación confiada y acción gracias al Dios
Trinitario; no es relajación psiquico-física sino escucha de la Palabra de
Dios y de su llamada a la transformación y a la conversión evangélica[22].
• Llamar
a la escucha interior
¿No está la vida monástica llamada hoy, como siempre, a alertar y
despertar a la Iglesia de su mediocridad espiritual? De Elías, el profeta que
“se puso ante el monte de Yahve” y
descubrió su presencia no en el huracán, ni en el temblor de tierra, ni en el
fuego sino en “el susurro de una brisa
suave” ( 1 Re 19, 9 - 13 ) dice el Eclesiástico que se convirtió en un
profeta cuya palabra “abrasaba como una
antorcha” ( Ecl. 48,1) ¿No podremos contar hoy con profetas que nos digan
que Dios no está en el “huracán”, en la fuerza, el poder arrollador o la
arrogancia, que no está en el “temblor de tierra”, en la agitación, el
ruido y las palabras, que no está en el “fuego”, la lucha, el ardor y la
pasión, sino en la “brisa suave” del silencio y la escucha del Espíritu?
La Iglesia contemporánea habla mucho. Habla el Papa y hablan los
Obispos, hablan los predicadores y catequistas, hablan los exégetas y los teólogos.
La Iglesia habla, enseña, recrimina, aconseja, dictamina..., pero, ¿cuándo y
dónde escucha a Dios?, ¿cuándo se coloca humilde y sinceramente ante su único
Señor? Los que tanto hablamos de Dios, ¿cuándo y cómo buscamos realmente al
que está detrás de esta palabra? ¿Cuándo hablan los teólogos desde su
propia experiencia interior ?,¿cuándo gozan y padecen la presencia de Dios en
sus vidas? ¿Cómo puede la Jerarquía pronunciar tantas veces el nombre de Dios
sin que nada “decisivo” suceda en sus vidas? ¿Cómo se pueden escribir y
leer tantas obras de espiritualidad sin que el Espíritu haga arder más
nuestros corazones? ¿No nos estamos convirtiendo en ciegos que pretenden guiar
a otros ciegos, sordos que pretenden hacer oír la Palabra de Dios a otros
sordos?
Los que habéis recibido el carisma del silencio contemplativo tenéis
que interpelar a la Iglesia contemporánea, nos tenéis que llamar al silencio y
la escucha interior, nos tenéis que recordar las palabras de San Agustín: “¿Por
qué gustas tanto de hablar y tan poco de escuchar?... El que enseña de verdad
está dentro; en cambio, cuando tú tratas de enseñar, te sales de ti mismo y
andas por fuera. Escucha primero al que habla por dentro, y, desde dentro, habla
después a los de afuera”[23].
Mientras tanto, los que sabemos poco de todo esto y hablamos de lo que
ignoramos, tendremos que recordar agradecidos lo que dice Dios en el libro de Isaías:
“Me he dejado encontrar de quienes no
preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: Aquí
estoy, aquí estoy”. (Is. 65, 1-2 ).
[1]
R.
GUBERN. El simio informatizado. Ed.
Eundesco. Madrid 1987
[2]
G.
SARTORI. Homo videns. La sociedad
teledirigida. Ed. Taurus. Madrid 1998
[3]
G.
LIPOVETSKY. La era del vacío. Ensayos
sobre el individualismo contemporáneo. Ed. Anagrama. Barcelona 19872,
sobre todo 17-48.
[4]
G.
LIPOVETSKY. El imperio de lo efímero.
La moda y su destino en las sociedades modernas. Ed. Anagrama. Barcelona
1990
[5]
Ver
el excelente trabajo de J. MARTÍN VELASCO. Ser
cristiano en una cultura posmoderna. Ed. PPC. Madrid 1997
[6]
M.
de SMEDT. Éloge du silence. Ed.
Albin Michel. París 1986
[7]
PABLO
VI. Homilía durante la misa de Pentecostés ( 18 de mayo de 1975 ) en
Ecclesia, 1744 ( junio 1975 ) p. 770
[8]
G.
HOURDIN. Proceso a la sociedad de
consumo. Dopesa. Barcelona, 1970, 59
[9]
N.
CABALLERO. El camino de la libertad.
Para ser persona es necesario el silencio. Edicep. Valencia 19805,
41
[10]
N.
CABALLERO. o.c., 68
[11]
V.
FRANKL. La presencia ignorada de Dios.
Psicoterapia y religión. Ed. Herder. Barcelona 1988.
[12]
M.
LEGAUT. Convertirse en discípulo.
Cuadernos de la Diáspora 2 ( 1994 ) 70-71.
[13]
K.
RAHNER. Lo dinámico en la Iglesia.
Herder. Barcelona 1968; La experiencia
del Espíritu. Narcea. Madrid 1980
[14]
Ver
el excelente estudio de W. JOHNSTON, La
música callada. La ciencia de la meditación. Ed. Paulinas. Madrid
1980.
[15]
J.
MARTÍN VELASCO, La experiencia
cristiana de Dios. Ed. Trotta. Madrid 1998. Según Martín Velasco, en
toda verdadera oración se produce de alguna manera esta ruptura de nivel.
[16]
T.
RITTER. Liberer la source. La méditation,
chemin de vie. Ceuf. París 1982
[17]
Ver
el estudio de H. J. GAGEY y D. VILLEPELET (dir.) Sur la proposition de la foi. Ed. L’Atelier. Paris 1999
[18]
Ver
las certeras consideraciones de E. BISER sobre el magisterio interior. Pronóstico
de la fe. Orientación para la época postsecularizada. Herder.
Barcelona 1994, 365-378.
[19]
T.
RITTER. El silencio, camino de comunión.
Herder 1981
[20]
W.
JOHNSTON, o.c., 189
[21]
E.
BIANCHI, La saveur oublie de l’Evangile.
Presses de la Renaissance. París 2001, 83-87
[22]
Como
hermoso ejemplo de silencio de contenido cristiano puede verse. E. STEIN. Chemins
vers le silence intérieur. Présentation de V. Aucante. Ed. Parole et
Silence. Saint-Maur 1998
[23]
S.
AGUSTÍN. In. Ps. 139,15