La Santa Sede, a través de las Congregaciones para los obispos y para los religiosos e Institutos Seculares, ha promulgado varios documentos que quieren hacernos reflexionar sobre el puesto que los religiosos deben ocupar en la Iglesia. Parece que las cosas están claras en la teología, pero parece, asimismo, que la vida práctica eclesial dista mucho de esa teología. No son pocos los religiosos que lamentan que la vida religiosa está siendo un tanto desconocida en la Iglesia. Resulta que la teología más conciliar dice que la vida religiosa pertenece, sin lugar a dudas, a la misma naturaleza y santidad de la Iglesia. Pero ocurre que no pocos obispos y sacerdotes seculares desconocen lo esencial de este proyecto de vida.

No podía ser de otra manera cuando, por ejemplo, en España se pueden contar con los dedos de la mano los seminarios en los que futuros sacerdotes estudian algo sobre la vida religiosa. Son escasísimos los seglares que pueden señalar con un mínimo de precisión la diferencia entre un sacerdote secular y un sacerdote religioso. Y en buena parte de la teología ocurre otro tanto: ¿cuántos manuales de eclesiología dedican a la vida religiosa un capítulo como lo dedica la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano II? Hay un elemento esencial de la vida religiosa: la virginidad. ¿Cuántas veces se habla hoy de la virginidad en los ambientes cristianos? Probablemente muchas menos que las que se debiera.

El fundamento de la virginidad no está en las palabras de Pablo (1 Co 7, 32-35), sino en la vida y las palabras de Jesús. Porque Jesús fue virgen. No se casó. Y no parece que podamos pensar que no se casara porque no tuviese tiempo, porque muriera demasiado joven o porque no se lo planteara. Jesús, "teóricamente" hablando, podría haberse casado.

Cierto que hubiera metido a los teólogos en un complicado laberinto si hubiese tenido hijos (esto es teología-ficción). Pero siendo realistas, ¿de verdad que Jesús podía haberse casado? El es la traducción humana del amor que Dios es, del amor universal, sacrificado, benevolente, enteramente desprendido. El, su vida y su palabra, es la formulación (?) del grado máximo del amor y de la fraternidad, de la novedad de vida. ¿Las dos formas de vida (matrimonio o virginidad) se adecúan igualmente para expresar lo que Jesús vivía y quiso mostrar? Parece que no. Por eso Jesús optó por la virginidad.

Y ahí está el fundamento de la virginidad. Ese es el motivo por el que también hoy haya hombres y mujeres que desde su fe en Jesús deseen hacer el mismo proyecto de vida que él, porque en tal proyecto encuentran una manera de vivir, una forma de existencia que les permite -a ellos en concreto, que pueden y quieren- vivir más y mejor un estilo de vida como el de Jesús, un estar más disponibles para Dios y para los hombres, un mayor poder de concentración en lo esencial, una entera y exclusiva dedicación a las "cosas del Señor", como diría Pablo.

Según todo esto, ser célibe, renunciar por motivos religiosos al matrimonio como forma de vida, no es un proyecto de renuncia al amor sino un proyecto que brota precisamente de una sobreabundancia de amor. El que opta cristianamente por la virginidad lo hace por radicalizarse en el amor. Es decir, siente el amor con tal fuerza que llega a sospechar que su pasión de amar a Dios y a los hombres se ahogaría en un proyecto como el del matrimonio, y por eso quiere optar conscientemente por una estructura de vida que le permita vivir enteramente disponible, vivir lo más desprendidamente posible, sin concretar (y, por tanto, limitar) su amor a las estructuras afectivas y sexuales y sociales del matrimonio.

Además, permanecer virgen por el Reino de Dios no consiste en no acostarse con una mujer (o con un hombre) sino en no acostarse ni con nadie ni con nada. Es decir, la virginidad no es más que un aspecto concreto (como lo es la pobreza o la obediencia) de una opción radical por Jesús y el Reino que él anunció. Es quererlo implantar en la propia vida de la forma más total posible, aun renunciando a proyectos facultativos, opcionales, como Jesús mismo hizo.

Claro está que ningún célibe es mejor que ningún casado simplemente por haber optado por la virginidad (ni viceversa). Se trata de optar por aquello a lo que Dios llama a cada uno, y llenar ese proyecto que él le marca a uno. Pero, en cualquier caso, que haya en la Iglesia hombres y mujeres que por esta sobreabundancia de amor permanezcan vírgenes para radicalizarse en el servicio a Dios y a los hermanos es un gran don. Es un carisma que, como todos los carismas, son un servicio a la comunidad, y grande. Por esto, no es la virginidad algo que se pueda minusvalorar, o equiparar con un falso sentido democrático a cualquier otro proyecto. No es algo que haya que ignorar o sobre lo que nunca haya que hablar al pueblo cristiano.

DABAR 1970 nº 13