La Vida misma se vuelve Culto, Liturgia, Ofrenda...

Nuestras celebraciones en la Iglesia Católica tienen tres ingredientes: el misterio, que es la actuación salvadora de Dios, la celebración misma, que es la manifestación de esa actuación, y la vida, en cada momento y circunstancia, de los que participan en ella. La vida del creyente, su pasado, su situación personal y social en el presente, con sus trabajo, sus luchas y sus gozos, así como sus ilusiones, esperanzas y compromisos de futuro, son parte estructural de la liturgia de la Iglesia. Sin la vida de los que se reúnen para celebrar los misterios de la fe no habría diálogo entre el amor gratuito y salvador de Dios y nuestra respuesta agradecida. Porque la liturgia es diálogo, un diálogo peculiar entre Dios que sale al encuentro, y el hombre en su situación histórica concreta.

El que el culto cristiano se realice en la vida consiste su gran novedad en relación con el que se realizaba en el Antiguo Testamento. Ya no se hace en templos de piedra, sino en templos vivos. Ese nuevo culto lo inaugura Jesús con su propio cuerpo: "Destruid este templo y en tres días lo resucitaré". Su cuerpo es el nuevo templo, al tiempo que la nueva víctima que sustituye a los antiguos sacrificios de animales. En Jesús, el culto nuevo es el del cumplimiento de la voluntad del Padre: con el sacrificio de su cuerpo entregado y de su sangre derramada transforme el culto, que ya es el culto de la vida.

Las primeras comunidades comprendieron enseguida que el primer lugar para dar culto a Dios es la vida misma. San Pedro describe este culto nuevo de la vida, recordando como los cristianos son utilizados "como piedras vivas para la construcción del templo espiritual, formando un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales que acepta Dios por Jesucristo" (1 P 2,5).

En definitiva, toda la existencia del creyente en el mundo, vivida con coherencia y fidelidad al don del Espíritu que mueve nuestros corazones, se convierte en un verdadero "culto espiritual", el culto perfecto que espera el Padre. San Pablo expresa maravillosamente esta doctrina cuando dice: "Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto espiritual" (Rom 12,1).