LA VOCACIÓN DEL ARTISTA

Discurso dirigido a la Conferencia del Image Journal en Wichita,
Kansas, en noviembre de 1994
por Mons. J. Francis Stafford
Arzobispo de Denver, 
actualmente Cardenal Presidente del 
Pontificio Consejo para los Laicos



Antes de comenzar quiero agradecer a Harold Fickett, Virginia Stem 
Owens, Greg Wolfe y a todos los miembros del equipo editorial de 
Image y al Milton Center por incluirme en los eventos de este fin de 
semana. La calidez de su hospitalidad ha sido impresionante. 
Asimismo lo ha sido la amistad compartida por todos los 
participantes.

También saludo a los líderes del Newman College de Kansas por su 
acierto al reunir a toda esta energía creativa. Image es un esfuerzo 
muy impresionante. Merece mucha mayor atención y apoyo.


1. DÓNDE ESTAMOS

La vocación del artista: ese es nuestro tema este fin de semana. 
Así que, ¿cuál es el llamado del artista? Permítanme aproximarme a 
ello de manera indirecta.

Hace varias semanas, buscando entre mis periódicos del domingo, 
me topé con un interesante contraste. La portada de la revista Parade 
presentaba una entrevista con la actriz Jane Alexander, quien ahora 
encabeza la Fundación Nacional para las Artes.

La Sra. Alexander es uno de los nombramientos más astutos de la 
administración Clinton. Ella es una artista de gran credibilidad y 
carácter. Uno siente que sería de "malos modales" hablar en su 
presencia de Jesse Helms y Karen Finley, o de Andrés Serrano y la 
controversia sobre PissChrist.

En su entrevista, ella argumentaba que los americanos necesitan 
ser iluminados, y algunas veces incluso asustados, por el arte. Más 
aun, los artistas deberían tener libertad de ofendernos, y cuando lo 
hacen, realizan un servicio social de gran valor desalojándonos de la 
complacencia.

Ahora bien, Parade es el periódico más "casero", para las clases 
medias, y de circulación masiva en América, y cuando una mujer de 
tan evidente buena voluntad llama a la tolerancia en sus páginas, el 
llamado tiene gran fuerza. Después de todo, ¿quién puede no estar 
de acuerdo con la libertad y la tolerancia, o con ensanchar nuestro 
sentido de cultura?

Ese mismo domingo, en la página principal de la sección "Semana 
en Revisión" del New York Times, apareció otro artículo. Este portaba 
el título, "La Jerga de la Crítica Artística" y contaba una historia un 
poco diferente. La crítica del arte de hoy, decía el reportero, se ha 
hundido en la parálisis. Se ha vuelto extremadamente complicada, 
aislada y cerebral. ¿Y por qué ha ocurrido esta catástrofe? Porque el 
arte mismo se ha vuelto mediocre y obsesionado en sí mismo. Es 
oscuro. Es irrelevante. Y la gente que silenciosamente se queja de 
esto no son Republicanos del ala derecha. Son encargados de 
museos y serios críticos, como George Steiner en su libro Presencias 
Reales.

Tom Wolfe argumentó hace como dos décadas que está muy lejos 
del arte moderno el triunfo del concepto, la teoría y la forma sobre la 
sustancia. Como resultado, no tiene mucho que decir al corazón 
humano. Simplemente no es muy interesante.

Los ejemplos abundan. El mismo artículo del Times que he 
mencionado trae la fotografía de una exhibición realizada por la artista 
Sherrie Levine en la Galería Marian Goodman de New York. La 
instalación de Levine -cálidamente revisada por una revista llamada 
International Flash Art- consistía enteramente en seis grandes pianos, 
colocados simétricamente y coronados con reproducciones en cristal 
de una escultura de Brancusi. Eso es todo. Llámenme un escéptico, 
pero eso parece un salón de demostraciones de Steinway. Uno como 
que espera que un vendedor se pasee por la estructura y le ofrezca 
bajas cuotas mensuales de pago y envío gratis.

Compitiendo con esta banalidad por el escenario y espacio en los 
museos, se encuentra lo que el crítico de arte de la revista Time, 
Robert Hughes, llama el nuevo "arte víctima", de la raza, la clase y el 
género. En su libro de 1993 La Cultura de la Queja, escribe que "los 
rasgos permanentes del arte víctima norteamericano son la afectación 
y la ineptitud. En las ejecuciones de Karen Finley y Holly Hughes, se 
alcanza el extremo de lo que puede ir mal con un arte-como-política 
-la creencia de que la mera expresividad es suficiente; que me 
convierto en artista mostrándote mis agallas y desafiándote a 
rechazarlas...".

Continúa diciendo que "la disciplina del arte, caracterizada por un 
amor a la estructura, la claridad, la complejidad, la gradación y la 
ambición imaginativa, se retira; y se presentan clamores por la 
exención. Soy una víctima: ¿cómo te atreves a imponerme tus 
modelos estéticos?".

El resultado es un gran incremento de malas obras de arte 
enraizadas en el ego, la neurosis y el infantilismo; una activa 
hostilidad por la artesanía; un instrumentalismo en el que la persona 
humana no es más que un medio; una desconfianza de la calidad; y 
un cinismo hacia el canon occidental del gran arte. La existencia 
humana es vaciada de toda brillantez y significado. Sólo los "Sonidos 
del Silencio" se escuchan ante la pregunta: ¿por qué hay algo y no 
simplemente nada?

El rechazo de esta pregunta conduce, necesariamente, a la pérdida 
del acto metafísico en el corazón de todo arte. No todos los artistas de 
hoy en día habitan en este terreno estéril. Pero sí los suficientes 
como para causar verdadera alarma.

En las palabras de un conservador de Nueva York, el arte del 
mundo de hoy enfrenta la antigua pregunta del cuento de hadas: 
"¿Está el rey vistiendo ropa alguna?". La Sra. Alexander, hábil como 
actriz y ahora como funcionaria de la FNA, respondió que sí en las 
páginas de Parade. Pero sonaba sospechosamente a un funcionario 
de relaciones públicas cuando lo dijo.


2. DÓNDE ESTÁBAMOS

¿Cómo nos metimos en este lío? Culpar al Iluminismo puede ser 
muy simple, pero es un buen punto de partida. Hay verdadera ironía 
aquí. Déjenme explicarlo.

La actitud antigua hacia la actividad creativa humana era simple: el 
arte, la música, la escultura, la poesía, eran todos guiados desde 
fuera, por los dioses. No existe línea más poderosa y encantadora en 
la literatura que las primeras palabras de la Odisea de Homero: 
"Cántame, Oh Musa, del hombre...".

Quiero que consideren esas palabras. "Cántame", no "Háblame". 
Hay allí algo más elevado, algo mágico, algo "distinto a" y santo, 
acerca del canto y la música. Y noten que la Musa es una persona, 
una divinidad objetiva y externa que es la autora real de la historia, no 
una fuerza interior o impersonal. Y finalmente, ¿sobre qué es el 
poema? Sobre Odiseo, un ser humano. El arte puede aludir 
repetidamente a dioses y gigantes, hechiceras y animales mitológicos, 
pero habla de seres humanos, de asuntos humanos, del sufrimiento y 
del carácter humanos. Busca el sentido, y asume que el sentido 
existe.

Incluso la tecnología del poema afirma la humanidad, porque los 
griegos no leían la "Odisea". Ellos la escuchaban, once mil líneas 
completas. Surgió de la tradición oral y era recitada de memoria por 
los bardos, cuyas voces encarnaban la historia con mucha mayor 
vitalidad que lo que cualquier palabra escrita ha podido alguna vez.

Con la venida de Jesús, la divinidad de fuera de nosotros 
literalmente tomó nuestra carne. Una "nueva canción" está siendo 
cantada. A pesar de todo el martilleo que la Iglesia recibe por ser 
supuestamente anti-carnal, ningún arte es más humano, más de 
carne y hueso, que el arte de Aquel cuyo corazón herido revela la 
riqueza de nuestra herencia gloriosa. Una y otra vez en mis 
meditaciones sobre la Escritura, vuelvo a aquel momento en el atrio 
cuando Pilato presenta a un Cristo salvajemente golpeado a la 
muchedumbre: Ecce homo. "He aquí al hombre".

Sinceramente, este debería ser el tema, explícito o no, de todo 
artista. He aquí al hombre. He aquí la humanidad, que es la imagen 
visible de Dios invisible. Basta tan referirse al texto clásico del Primer 
Prefacio de Navidad en el Misal Romano: "Porque gracias al misterio 
de la Palabra encarnada, la nueva luz de tu claridad se ha mostrado a 
los ojos de nuestra mente; para que conociendo a Dios visiblemente, 
seamos llevados por éste al amor a las cosas invisibles".

Piensen en las imágenes del arte dominantes a lo largo del milenio 
cristiano: el nacimiento en el establo; la Virgen y el niño; la huida a 
Egipto; la crucifixión; la resurrección; las formas gloriosas de María o 
Jesús o los santos en el cielo. Cada una de estas imágenes es 
personal, íntima, tangible, familiar, en otras palabras, accesible a 
cualquiera; tanto como la alegría, el sufrimiento, el miedo y la 
esperanza son comprensibles por cualquiera.

La historia de Jesucristo, del Cristo total, es inherente a la situación 
humana. Integra el cuerpo y el espíritu, y es por eso el arte que 
inspira permanece. No hay otra explicación para la supervivencia de 
la cruz -este brutal instrumento de tortura y ejecución- como el 
supremo símbolo de esperanza y belleza de la humanidad. Sólo tal 
amor sacrificial es digno de fe.

Pero si todo esto es verdad, ¿cómo explicamos la jerga de la crítica 
del arte? ¿O a Karen Finley embarrando su cuerpo con barras de 
chocolate y llamando a eso arte? Me siento aquí un poco como el 
"editor de la motosierra de Texas", porque tengo que comprimir en 
unos breves comentarios una discusión que fácilmente podríamos 
mantener viva por días.

Debido a toda clase de razones enraizadas en el Averroísmo, el 
Renacimiento, la Reforma, las guerras de religión y el surgimiento del 
capitalismo y las naciones-estado, el Iluminismo identificó Cristianismo 
con superstición, regresión, oscurantismo y la esfera puramente 
privada de la vida. Divinizó a la razón humana, asumió la perfección 
de la sociedad y preparó el camino para crear al "nuevo hombre".

Las implicancias para el arte fueron simples. En manos de 
visionarios políticos, se convirtió en una herramienta. Desde la obra 
de Jacques-Louis David durante la Revolución Francesa, hasta el 
realismo socialista de Stalin y los films de Leni Riefenstahl y la 
grandiosa arquitectura del Tercer Reich, el arte se convirtió en un 
arma dentro de la guerra cultural. Y ya que estas ideologías no sólo 
dejaron de mantener la verdad sobre el hombre, sino que además 
terminaron con océanos de sangre en sus manos, el arte y los artistas 
que le sirvieron acabaron quebrados moralmente.

Por otro lado, donde la libertad artística fue menos distorsionada 
por la ideología, varias tendencias, comenzando con el Romanticismo, 
continuando posteriormente con el Cubismo, Expresionismo y 
llegando hasta nuestros días con el post-modernismo, comenzaron el 
camino hacia el exceso y el nihilismo -el descubrimiento de que la 
libertad sin sentido es sólo una diferente, menos evidente, forma de 
condenación-.

Obviamente estoy usando una brocha muy pero muy ancha aquí. 
Pero lo que quiero subrayar es la ironía central de nuestra era: el 
hombre expulsa a Dios del arte y la cultura humanos para proteger y 
ennoblecer al hombre. Lo que logra en cambio es separarse a sí 
mismo de la fuente de toda belleza, de toda verdad, de todo sentido, 
dañando así gravemente su propia dignidad.

Uno de los exponentes más críticos de una estética teológica, Hans 
Urs von Balthasar, escribió acerca de esta desastrosa separación del 
conocimiento "mundano" y el encuentro del hombre con la Palabra de 
Dios que ha caracterizado a la cultura occidental por siglos: "Siempre 
que se corta la relación entre la naturaleza y la gracia..., la totalidad 
del ser mundano cae bajo el dominio del 'conocimiento', y las fuentes 
y fuerzas del amor inmanentes en el mundo son subyugadas y 
finalmente sofocadas por la ciencia, la tecnología y la cibernética. El 
resultado es un mundo sin mujeres, sin niños, sin reverencia por el 
amor, en pobreza y humillación, un mundo en el que el poder y el 
margen de ganancia son los únicos criterios, donde el desinteresado, 
el inservible, el que no tiene un fin determinado es despreciado, 
perseguido y al final exterminado, un mundo donde el arte mismo es 
forzado a vestir el manto de la técnica".

Todos recordamos la famosa frase de G. K. Chesterton sobre que 
cuando las personas dejan de creer en Dios, no es que no crean en 
nada; creen en cualquier cosa. Lo mismo en el arte. Sin un 
fundamento en la verdad sobre la naturaleza humana, el arte se va 
haciendo cada vez menos humano, y cada vez más deformante. Hay, 
después de todo, otros espíritus aparte de Dios interesados en los 
asuntos humanos.


3. HACIA DÓNDE NOS DIRIGIMOS

Ahora déjenme contarles una pequeña historia antes de concluir.

En 1642, el pintor francés Philippe de Champaigne realizó una 
maravillosa serie de retratos del Cardenal Richelieu. Pueden 
encontrarlos colgados en la Galería Nacional de Londres. También 
los pueden encontrar colgando en el ciberespacio en un CD-ROM 
llamado "Microsoft Art Gallery".

A comienzos de esta semana, un miembro de mi equipo describía 
cómo su hijo de 17 años abrió este particular CD-ROM en la 
computadora de la familia, copió una de las pinturas del Cardenal 
Richelieu, importó la misma al Adobe Photoshop, recalibró los colores, 
cortó la cara del cardenal, colocó encima su propia cara tomada de 
otro CD de fotos sin dejar marca alguna, redimensionó la imagen, 
entonces transfirió todo a un volante. Para una fiesta de Halloween. 
Sic transit gloria mundi. Probablemente no era esto lo que Su 
Eminencia tenía en mente cuando mandó realizar el retrato.

Mi punto aquí es simple. El día en que podíamos dar por sentada la 
permanencia de nuestro patrimonio cultural -nuestra mejor música, 
arte y literatura- se ha terminado. El proceso del CD-ROM que acabo 
de describir fue realizado por un alumno del último año de secundaria 
en una máquina casera relativamente barata, con un software que 
cualquiera puede comprar. Eso es poder. Esa es la nueva democracia 
de la información. Mientras digitalizamos el registro de nuestra 
civilización, éste se vuelve infinitamente plástico, infinitamente 
retrabajable. Por primera vez en nuestra historia como especie, 
podemos jugar con nuestra memoria colectiva, y por lo tanto con 
nuestra conciencia colectiva. No es un pensamiento tranquilizador.

Comprendan que yo no soy anti-tecnología. Pero en el rostro del 
nuevo milenio, estoy más convencido que nunca de que la separación 
entre el arte y la fe religiosa, entre la naturaleza y la gracia, que ha 
tomado posesión de la cultura desde el Iluminismo y antes aun, debe 
terminar de manera urgente. Mucho del contenido del Concilio 
Vaticano II, por ejemplo, se dirigió a superar la dicotomía 
naturaleza/gracia en la vida católica a través de una recuperación de 
las fuentes patrísticas de nuestra teología.

Hace siete años, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó 
uno de los más importantes, y también más proféticos, documentos 
morales del siglo. Se centraba en la bioética, y específicamente en el 
impacto deshumanizador de las nuevas tecnologías reproductivas y 
genéticas para la procreación humana.

Desde entonces, nuestro conocimiento genético se ha 
incrementado dramáticamente. El 16 de octubre, el New York Time 
Book Review dedicó toda su portada, y varias de sus reseñas 
principales a la pregunta: "¿Cuánto de nosotros está en los genes?". 
No estoy seguro de que tengamos la madurez o la sabiduría para 
manejar la respuesta. En realidad, luego de 37 años de escuchar 
confesiones, estoy del todo seguro de que no.

Del mismo modo que la revolución digital nos dará una enorme 
influencia sobre el pasado mediante el control de los registros 
electrónicos históricos que forman nuestra memoria, así también la 
revolución genética nos dará la ilusión de un control sin precedentes 
sobre el futuro, al descubrir los planos exactos de la vida biológica 
misma. Podría parecer que estamos aboliendo la enfermedad. Podría 
parecer que estamos eliminando el envejecimiento. Estas ideas no 
son tan remotas u ocurrentes como podríamos pensar. Y tampoco lo 
es la posibilidad de una procreación selectiva, pues la eugenesia es 
una realidad muy viva y profundamente peligrosa en este país.

No es del todo imposible que estemos viviendo los últimos decenios 
de la especie humana tal como la conocemos. Alan Dressler, en su 
fascinante nuevo libro de astronomía y cosmología, Voyage to the 
Great Attractor, predice la descomposición definitiva de la especie 
humana. "Es mi conclusión, por lo tanto, que estamos muy 
posiblemente cercanos al fin de lo que hemos conocido como 
humanidad. Los dones que nos ha dado la naturaleza nos han guiado 
a las claves secretas de la evolución, y es poco probable, creo, que 
nos contengamos por mucho tiempo de abrir esta caja de tesoros y 
problemas".

Cuando está en nuestras manos la posibilidad de reconstruir 
genéticamente los fundamentos mismos de la humanidad, y cuando 
se presenta ante nosotros la posibilidad de "mejorar" nuestra 
naturaleza humana según modelos políticos, económicos, físicos o 
intelectuales, entonces, dependiendo de nuestras opciones, 
habremos levantado un muro que nos separe de Dios y su gracia. 
Nos habremos liberado de la libertad misma. Pero no seremos 
humanos.

Al principio de estas observaciones, me preguntaba: ¿Cuál es la 
vocación, el llamado, del artista? Creo que lo sabemos. En la tradición 
de Buenaventura, Hamann, G.M. Hopkins, Peguy y Claudel, el artista 
es la ventana de la que Dios se sirve para derramar en el mundo 
esperanza y alegría, belleza y verdad.

Por encima de todo, el artista está llamado a conducirnos al punto 
en que la Cruz de Cristo se convierte en la manifestación final del 
esplendor humano: en la cruz, el ascenso a Dios aparece como la 
renuncia a toda belleza familiar. Dios ve en el Crucificado su propia 
belleza. Cristo, mediante el misterio de su kénosis, de su propio 
abajamiento, ha revelado la gloria original del amor de Dios que se 
humilla a sí mismo incluso hasta la muerte de cruz.

Ante esta original y auténtica coincidentia oppositorum, ante esta 
"coincidencia de opuestos", incluso el gran Orígenes de Alejandría 
empezó como a parpadear rápidamente y entrecerrar los ojos. Sólo 
Cristo revela lo humano; su figura es la única que nos ennoblece. 
Pues Dios ha inscrito dentro de nosotros la belleza de su único Hijo.

La "necedad de la Cruz" nos recuerda también que, con todo lo 
bella que es, la vida es tan sólo un sello de agua en relación a la 
realidad real, a la inmensamente mayor realidad que a veces 
vislumbramos, pero que nunca llegamos a capturar, al mirar hacia 
Dios a través de la ventana de la belleza mortal. Hopkins, en su 
poesía, nos recuerda esta antigua intuición.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo hallar la belleza? Simplemente 
hállenla; posean, el más íntimo hogar, el dulce don del cielo; luego partan, váyanse.

Sí, deseen eso también, deseen todo, lo más bello de Dios, la 
Gracia.

La vocación del artista es la de ser custodio de nuestra humanidad 
y de nuestra más profunda libertad, ser transparente, dejar que la luz 
que viene de fuera sea transmitida a otros sin impedimento; anunciar 
la importancia de ese "cambio de luces" en la Anunciación de Fra 
Angelico; ser, como María de Nazaret, un canal de dones que uno no 
posee y no puede nunca acabar de entender completamente, pero 
cuyo "sí" hace posible la presencia de Cristo entre nosotros.

Gracias por su amabilidad.
Stafford-J-Francis