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La superación de la mitad de la vida en Johannes Tauler
Un giro en la vida
Tauler habla frecuentemente en sus sermones de los cuarenta años. La cuarentena
representa un giro en la vida de los hombres. Todo su esfuerzo espiritual da precisamente
fruto después de los cuarenta y entonces puede el hombre alcanzar la verdadera paz del
alma.
Tauler toma en un sermón los cuarenta días que median entre la Resurrección y
Ascensión y los diez hasta Pentecostés como símbolo del desarrollo espiritual del hombre:
«El hombre hace lo que quiere, lo comienza como quiere, pero no alcanza nunca la
verdadera paz hasta que su ser no sea imagen del hombre celeste que no es antes de los
cuarenta años. Hasta entonces está ocupado con muchas cosas y la naturaleza le lleva de
aquí para allá y muchas veces sucede que la naturaleza le domina y él cree que es el mismo
Dios y no puede alcanzar la verdadera y plena paz y ser celeste del todo antes del tiempo
dicho. Luego el hombre debe esperar diez años antes que el Espíritu Santo, el consolador,
en verdad le llene. El Espíritu que lo enseña todo».
La edad es algo que tiene su significado en relación con
el camino espiritual del hombre. El objetivo del camino es para Tauler alcanzar el fondo de la
propia alma. Sobre la idea del fondo del alma han discutido mucho los tratadistas. No
queremos entrar aquí en esta discusión erudita sino considerar el fondo del alma como una
imagen de lo más intimo del hombre, el fundamento en el que todas las fuerzas del alma se
unifican. Es el punto en que el hombre está de verdad consigo mismo y en el que Dios
habita. Ese fondo del alma no se puede alcanzar con las propias fuerzas, ni mediante
empeños ascéticos y ni siquiera con mucha oración.
No se alcanza el contacto con el más intimo fondo por el hacer sino por el abandonarse,
por el entregarse. El hombre por lo general está preocupado en la primera mitad de su vida
por el hacer propio. Se quisiera conseguir algo y esto no sólo en el orden de las cosas
mundanas sino también en la dimensión religiosa. Se desea avanzar en el camino hacia
Dios mediante ejercicios espirituales. Esto en sí es bueno ya que de esta manera la vida
queda ordenada rectamente.
Sin embargo, no se alcanza el fondo del alma por el esfuerzo propio sino solamente
cuando se deja obrar a Dios. Y Dios obra en nosotros a través de la vida, de las
experiencias que la vida misma trae consigo. Dios nos vacía mediante los desengaños. Nos
revela nuestra futilidad a través de nuestros fallos, trabaja en nosotros por el sufrimiento de
que nos cree capaces. Estas experiencias de ser vaciados, despojados, se condensan en
la mitad de la vida. Y aquí es importante que nosotros dejemos en Dios todos los esfuerzos
espirituales para ser conducidos por Él hasta el fondo del alma a través de los vacíos y
arideces del propio corazón. Es en ese fondo del alma donde no encontramos nuestras
imágenes y sentimientos sino al verdadero Dios.
Según Tauler, en la mitad de la vida es importante que nos dejemos vaciar y desnudar
por Dios para ser vestidos de nuevo por Él con su gracia. La crisis es pues el punto de giro
en el que se decide si se permanece cerrado en si mismo o nos dejamos abrir hacia etapas
como lo hace Tauler en sus sermones.
1. La crisis
Tauler observa que entre los hombres entregados durante años a una vida religiosa
algunos caen en una crisis espiritual entre los cuarenta y cincuenta años. Todo lo que
hasta esa edad practicaron como ejercicios religiosos: meditación, oración personal o
comunitaria, coro, devociones, todo se les hace insípido. No encuentran ya ningún gusto y
se sienten vacíos, agotados, sin paz.
«Todos los santos pensamientos y amables imágenes y la alegría y júbilo y lo que le
había sido dado por Dios le parece ahora una cosa pesada y se disipa demasiado de tal
manera que ya no encuentra gusto en todo ello y no puede continuar. Esto no le gusta y lo
que le atrae no lo tiene. De esta manera está entre dos objetivos y se encuentra en gran
dolor y apretura.»
El problema de esta situación es que el hombre con sus prácticas religiosas habituales
no puede ya hacer nada, pero no sabe tampoco lo que le haría bien. Lo acostumbrado se le
ha quitado y lo nuevo todavía no ha llegado. Y hay el peligro que junto con las prácticas
religiosas tradicionales también eche por la borda la fe cuando no encuentra ningún camino
para ir más cerca de Dios. Experimenta un fracaso total de sus esfuerzos espirituales en los
que hasta ahora podÍa estar firme. Ahora está preso de las formas externas. Y está al borde
de apartarse, decepcionado de Dios.
Sin embargo, para Tauler, esta crisis es obra de la gracia de Dios. Dios mismo conduce
al hombre a la crisis, a la apretura. Y Él se propone algo con ello. Quisiera conducir al
hombre a la verdad, llevarle hasta el fondo del alma. Tauler usa aquí la imagen de que Dios
revuelve y desordena la casa del hombre para encontrar la dracma evangélica, esto es, el
fondo del alma (/Lc/15/08):
«Cuando el hombre llega a esa casa y allí busca a Dios, la casa está revuelta y luego
Dios le busca a él y revuelve la casa como todo el que busca: tira una cosa aquí, otra allí,
hasta que encuentra lo que busca.»
El revolver el orden que había hasta entonces en la casa permite al hombre descubrir
su propio fondo y así su madurez espiritual es más provechosa que todo su propio hacer:
«Y si fuera posible y la naturaleza pudiera sufrirlo que este revoltijo durase día y noche
setenta veces siete, si el hombre lo pudiese soportar y dejarse llevar de aquí para allá, le
seria más útil que todo lo que jamás comprendió y se le dio. En este revolverlo todo el
hombre es conducido, si se deja llevar, infinitamente más adelante de lo que en todas las
obras, preceptos y mandatos jamás fuera pensado o ideado.»
Sin embargo, frecuentemente el hombre reacciona mal ante la crisis a la que Dios le ha
llevado. No reconoce que Dios hace algo en él y que seria importante dejar obrar a Dios en
sí. Tauler describe distintos modos equivocados de reaccionar.
2. La huida
Primera forma de huir:
reformas exteriores
El hombre puede huir ante la crisis de la mitad de la vida de tres maneras. La primera
consiste en negarse a dirigir su mirada al interior de sí mismo. No sitúa la inquietud y
desasosiego en su corazón sino que lleno de impaciencia lo localiza fuera, en los otros, en
las estructuras, en las instituciones todas que quiere cambiar. Cuando Dios lleva a la
inquietud, revuelve la casa. Cuando con su divina gracia
«llega al hombre y comienza a tocarlo, el hombre, allí donde está, debería esperar, pero
se aparta del fondo del alma, se pone el monasterio por montera y quiere correr hacia
Tréveris o Dios sabe dónde y no tiene en cuenta el testimonio del Espíritu en él debido a su
vagabundaje en las cosas exteriores.»
Como no quiere reformarse a si mismo, quiere reformar el monasterio. Proyecta el
descontento de sí mismo hacia afuera y obstruye con reformas exteriores la entrada al
fondo de su alma. Está tan ocupado con los cambios y mejoras exteriores que no percibe
cómo su interior no da un paso. La lucha con lo exterior le exime de mantener el combate
consigo mismo.
Segunda forma de huir:
aferrarse a lo externo
Una segunda forma de huida consiste en aferrarse a ejercicios religiosos externos. No
se ocupa de los demás, del contorno, sino que se encierra en sí mismo. Pero de una
manera formalista. En sus actividades exteriores elude la confrontación interior. En lugar de
aplicar el oído al interior y atender al escondido «camino íntimo» permanecerá en las
«comunes y amplias calles».
«Muchos hacen precisamente lo contrario, se dedican por completo a ejercicios y
actividades externas y obran como uno que debiendo ir a Roma marcha a campo traviesa
en dirección a Holanda. Cuanto más camina tanto más desviado está. Y si tales hombres
por fin vuelven, son tan viejos y les duele tanto la cabeza que no encuentran el gozo del
amor en sus obras y en sus impulsos.»
Tercera forma de huida:
nuevas formas de vida
La tercera forma de huida está en que la desazón interior por lo externo les coloca en
una incesante instalación en nuevas formas de vida. El desasosiego interior arrastra a ésta,
a la otra y a la de más allá práctica religiosa:
«Si son «tocados« por alguna de ellas, enseguida se van a otro país, a otra ciudad.
Apenas entrevista una, intentan -ciertamente de manera superficial- otro modo de vida.
Quieren ser hombres corrientes, luego buscan un convento y luego un monasterio.»
Para su crisis interior esperan una solución de las formas externas. Echan por la borda
las formas tradicionales recibidas y buscan nuevas.
Esta experiencia señalada por Tauler se registra hoy en algunos hombres que quieren
constantemente probar nuevos métodos de meditación. Mariposean entusiásticamente
hacia ésta o aquella forma meditativa. Cuando el primer entusiasmo ha pasado, cambian
por la siguiente que es el non plus ultra. Y como no perseveran en ninguna, no encuentran
su propio fondo. No sitúan verdaderamente su propio desasosiego, no lo aceptan, no oyen
la voz de Dios que quiere precisamente conducirlos a su interior a través de la apretura. Y
así, en lugar de cambiar interiormente corren tras los cambios exteriores:
«Esta apretura interior ha hecho a algunos correr hacia Aquisgrán, hacia Roma o hacia
los pobres y las ermitas. Y cuanto más lejos van, menos encuentran. Y algunos recaen en
las imaginaciones de su mente y juegan con ellas, debido a que no quieren pasar
afrontando esta prueba y caen reventados en el suelo.»
La reacción de huida es comprensible. Pero son muy pocos los que comprenden la
función positiva de la crisis en la mitad de la vida. La mayoría se sienten inseguros y
reaccionan a su manera, frecuentemente sin discernimiento. Por eso es importante
comprender el carácter escalonado de la vida espiritual. Cada escalón tiene su función. La
etapa de la mitad de la vida es un escalón decisivo en el camino hacia Dios y para la propia
realización. Es un escalón doloroso que por lo mismo muchos no quieren aceptar y cuando
se aproxima reaccionan con el mecanismo de defensa de la huida. La actividad
incontenible, típica de muchos hombres a esa edad, es una huida inconsciente, muchas
veces, ante la crisis interior. Y dado que la mayor parte quedan abandonados en su crisis
no encuentran otra posibilidad que la huida.
Por eso necesitaríamos personas experimentadas que ayudaran a los otros en su crisis
y que pudieran acompañar a través de la apretura hacia una madurez humana y espiritual.
3. Inhibición
Otra forma de reaccionar ante la crisis de la mitad de la vida es el detenerse, el inhibirse
ante la exigencia de dar el paso de desarrollo hacia adelante quedándose en la actual
manera de vida. En el plano psicológico esto se manifiesta como la «caballería de los
principios» que se atrinchera en grandes fundamentos inamovibles para ocultar la angustia
interior.
En el ámbito religioso se manifiesta la inhibición, el detenerse, por un endurecimiento y
reafirmación de los ejercicios de piedad hasta entonces vigentes. Se cumplen fielmente los
deberes religiosos, se va regularmente a misa los domingos y se hace diariamente la
oración. Se tiene cuidado escrupuloso del mantenimiento de los deberes religiosos. Sin
embargo, no se avanza interiormente. Más bien hay endurecimiento, falta de amor, quejas
de los demás, juicios sobre su flojedad moral o religiosa. Nace el sentimiento de que se es
un piadoso cristiano que puede enseñar a los otros cómo se debe vivir cristianamente.
Sin embargo, en medio de tanto celo, tales personas producen la impresión de no
irradiar nada del amor y bondad de Cristo. Tampoco emana de ellos ningún entusiasmo y
todo huele a pedantería y estrechez. Se está ante pequeñez, falta de alegría y
autojustificación.
Mediante la fijación en sus principios religiosos y en su práctica religiosa se pretende
escamotear la crisis interior y ocultar la angustia que esa crisis produce. Es, en último
término, la angustia para que Dios mismo me arranque de las imágenes que yo me he
fabricado sobre mí mismo y sobre Dios, pero es ocasión también para que pueda ser
tocado de tal manera que se derrumbe el castillo de mi vida que me he construido.
IDOLOS/SEGURIDAD Tauler insiste siempre contra la
angustiosa fijación en principios y formas externas. Quiere poner de manifiesto en sus
sermones las convulsiones del corazón que encuentra frecuentemente en las personas
piadosas. Esos «principios» en los que tan testaruda y angustiosamente se quiere seguir,
Tauler los llama «ídolos». Y piensa que mucha gente se asienta en sus ídolos como en otro
tiempo Raquel se sentó sobre sus amuletos (Gen 31, 33-35). (Serm. 171). Esas gentes se
mantienen en sus ídolos para evitar el encuentro con el verdadero Dios.
«A algunas personas les gustan tanto sus maneras (es decir, su forma de vivir, su forma
de ser piadoso) que no quieren confiarse a nadie, ni a Dios ni a los hombres, y se cuidan
como a las niñas de sus ojos para que Dios no los cuide. Y nuestro Señor viene con su
advertencia, indirecta o directa y ellos ponen sus «maneras» y no sacan el menor
provecho»
Esta clase de hombres se defiende de todo lo que Dios les dice directamente y podría
cuestionarles. El que está en esta situación se reafirma en sus ejercicios y los pone entre él
mismo y Dios. Su seguridad, su convicción religiosa, es para él más importante que su
encuentro personal con Dios. Resiste a Dios cuerpo a cuerpo, pues podría serle peligroso.
Dios podría mostrarle qué es lo que le pasa y cuáles son los motivos de su práctica
religiosa.
PIEDAD/SEGURIDAD Podría suceder que Dios
desenmascarase sus actos religiosos y su seguridad en sí mismo, para que apareciesen
ante sus ojos los proyectos y deseos insinceros y los intentos de superación de su
angustia. Pero él se atrinchera tras sus actos piadosos en lugar de ser piadoso. Actúa
piadosamente para no tener que experimentar a Dios; en última instancia, no es piadoso
sino que solamente busca en si su seguridad y su autojustificación, su riqueza espiritual.
Este hombre insiste en los ejercicios piadosos sin caer en la cuenta de que esos ejercicios
no le pueden por si mismos, hacerle piadoso. Se endurece en su pretendido bienestar, pero
permanece inaccesible a la llamada inmediata de Dios que podría llamarle a la verdad.
Esta actitud es típica de los fariseos. Pero también se encuentra entre muchos llamados
buenos cristianos que no se abreven a entrar en la fe en el verdadero Dios y dejarse
transformar por Él. Tauler dice de estas personas que se conforman con charcas
estancadas en lugar de beber en las fuentes vivas de Dios. Y se lamenta de que incluso
entre los religiosos y religiosas haya personas así,
«que han abandonado las aguas vivas y en su fondo hay muy poca verdadera luz y vida,
y muchas cosas externas: quedan parados con sus maneras y obras exteriores y con sus
observancias. Todo es oído o sentido superficialmente en forma puramente imaginaria.
Pero desde el fondo, que es desde donde debía manar y brotar todo, no se da nada. ¿No
son como cisternas que no tienen nada que provenga o brote del fondo sino que todo les
llegó del exterior y que se va como ha venido? Y si hay algo en ellos, son sus
prescripciones y sus maneras que se fundan y ordenan según su buen parecer. No se
vuelven al fondo. No tienen fuente, pasan sed y no intentan avanzar. Así, hacen a su
manera las cosas que han venido de fuera por los sentidos, y se quedan tan contentos. Se
mantienen en las cisternas que ellos mismos se han fabricado y no tienen gusto por Dios.
No beben agua viva. La dejan.»
Tauler cierra así el retrato de estos hombres:
«En estas cisternas se corrompe y se hace hediondo hasta que queda desecado, todo lo
que se ha traído; esto es, las prescripciones sensibles; así queda en el fondo el orgullo, la
obstinación, la dureza de juicio, la charla y la acción».
Con acciones externas, con piadosa actividad y activismo religioso se intenta ocultar que
no se tiene ninguna relación con el propio fondo y que, en último término, Dios es un
extraño. Se cree poseer a Dios porque se cumplen determinados ejercicios religiosos. Se
quiere embutir a Dios en la «práctica» religiosa.
El fondo de esta actitud es miedo ante el Dios viviente. Porque se tiene miedo de que
Dios pudiera romper y derrumbar el edificio de seguridades y autojustificaciones y quedar
desnudos y a cuerpo limpio ante el verdadero Dios. Por eso se intenta levantar un muro de
defensa mediante una intachable conducta vital, muro, que ni Dios mismo pueda penetrar.
El cumplimiento fiel de los deberes no nace de un corazón amoroso, encontrado y tocado
por Dios, sino de la angustiosa permanencia en si mismo. Por medio de obras se justifica el
miedo a abandonar al juicio de Dios y confiarse en los brazos del Dios que ama.
Asegurándose en sí mismo, se niega la fe por la que tendría que abandonarse a Dios.
Tauler no aconseja abandonar los ejercicios religiosos. Por el contrario: las formas
externas de la piedad son buenas siempre y cuando ayuden al hombre interior a alcanzar
su fin y hacerle libre de la dependencia de lo terreno. Tauler aconseja a los jóvenes
especialmente que se ejerciten en el amor diligente y realicen las cosas externas que llevan
al amor de Dios. Pero se corre el peligro de sobrevalorar nuestro propio hacer y que
nuestros ejercicios «nos ocupen tanto y tan fuertemente que no podamos nunca entrar en
nosotros mismos».
Para Tauler, los cuarenta años son un punto de cambio en el empeño de la actividad
externa. Cita a este respecto al Papa Gregorio el Grande que en su biografía de San Benito
dice que:
«Los sacerdotes del Antiguo Testamento precisamente a la edad de cincuenta años
alcanzaban ser guardianes del templo y que hasta esa edad solamente eran
administradores del templo y estaban ocupados en actividades.»
Con menos de cuarenta, las actividades son una defensa necesaria que se puede
desarrollar interiormente y hacer a Dios más cercano. Y en este tiempo, dice Tauler:
«No debe confiar ni interior ni exteriormente demasiado en la paz, en la renuncia o en el
dominio de sí mismo, pues todo esto está todavía muy mezclado con la naturaleza.»
Pero quien después de los cuarenta años está demasiado pendiente de sus ejercicios o
actividades y las considera como más importantes que el contacto con el fondo de su alma
se convierte en una cisterna seca. Discurre por sus acciones externas sin tener barrunto de
la interior penetración de Dios en el fondo del ser.
4. Conocerse a sí mismo
La crisis de la mitad de la vida nos coloca ante la exigencia del
autoconocimiento que a la vez seria una ayuda para superar la crisis. La gracia de Dios que
ha establecido en nuestra cabeza el hasta ahora actual edificio de pensar y de vivir, nos
ofrece también la ocasión de conocernos a nosotros no sólo externamente sino en el fondo
de nuestra alma, donde nuestro ser intimo está escondido.
El camino del autoconocimiento está, para Tauler, en la marcha al interior, la vuelta al
propio fondo del alma. El conocimiento de si mismo es por lo pronto doloroso porque
descubre implacablemente lo que en el interior hay escindido de oscuridad y maldad,
cobardía y falsedad. Por eso se le rehuye. Tauler describe con drásticas imágenes la
situación del hombre que rehuye ese autoconocimiento:
«Hijos, ¿de dónde pensáis que proviene el que un hombre no pueda llegar de ninguna
manera a su fondo? La causa es la siguiente: está cubierto de una piel espesa y
monstruosa, tan dura como la testuz de un toro y ha cubierto de tal modo su interioridad
que ni Dios, ni él mismo pueden entrar dentro: está acorazado. Sabed que hay personas
que pueden tener treinta y cuarenta pieles gruesas, macizas y negras como las de los
osos.»
Ciertamente tenemos la experiencia de que no puede llegarse a algunas personas. Ya
podemos indicarles las faltas que no lo oyen. Ya podemos con benevolencia hacerles
observaciones sobre su conducta que las rechazan. Todo es inútil. No tienen ni barrunto de
su propia situación. Tauler piensa, con su imagen de la testuz del toro, que tales personas
tienen tan poco contacto con su propia realidad que hasta para Dios es imposible taladrar
semejante piel.
Su interioridad está tan cubierta que no es accesible ni para ellos mismos ni para Dios.
Estas personas no aprenden con las vivencias que Dios les envía ya sean positivas o
negativas. Se han petrificado. Todos los acontecimientos les conducen siempre a su propia
reafirmación. Tienen una mirada afilada para las debilidades de los demás y, sin embargo,
son ciegos para las propias. La psicología designa a esta ceguera con el nombre de
«proyección». Al proyectar mis debilidades en los otros no las puedo reconocer en mi
mismo y me quedo ciego ante mi propia situación. Esto se manifiesta en las censuras a los
otros, en condenas y en criticas. Para Tauler es:
«Un signo del falso amigo de Dios el que condena a los otros, pero no se condena a si
mismo. Por el contrario los verdaderos amigos de Dios no condenan a nadie más que a si
mismos.»
El conocimiento de uno mismo es la mayor parte de las veces desagradable. Nos
arranca todas las máscaras de la cara y descubre lo que hay en nosotros. De ahí que sea
comprensible que muchos quieran evitar sin miramientos el autoconocimiento.
En la crisis de la mitad de la vida es Dios mismo el que toma la iniciativa y lleva al
hombre al conocimiento de si mismo. Para Tauler es un signo de que el Espíritu actúa en el
hombre el comenzar a conocerse a si mismo. Bajo el influjo del Espíritu Santo entra el
hombre cada vez más en apretura y es sacudido en su interior. Y el Espíritu Santo
descubre lo que hay en él de no verdadero:
«Debido a este paso del Espíritu, se da en el hombre una gran conmoción. Cuanto más
claro, verdadero y manifiesto sea ese tránsito del Espíritu, tanto más rápido, fuerte y
trasparente será el fruto, el acicate y la conversación del hombre y reconocerá mejor su
inhibición.»
Tan pronto como un hombre toca su fondo vive terribles sorpresas:
«¡Ay! ¡Qué encontraremos cuando lleguemos al fondo! Lo que ahora parece una gran
santidad se descubre como falsamente fundado. »
Por nuestra parte pensamos que hay que proteger a los hombres en la conmoción de la
mitad de la vida. Tauler, por el contrario, ve en ella la acción del Espíritu Santo. Debemos
dejarnos sacudir por el Espíritu de Dios para penetrar en nuestro fondo, para sumergirnos
en nuestra propia verdad. Debemos tranquilamente dejar demoler nuestra autosatisfacción
y autojustificación y entregarnos a la acción que Dios realiza en esta nuestra apretura:
«Querido: ¡Abísmate, abísmate en el fondo, en tu nada y deja caer sobre ti la torre (de la
catedral de la autocomplacencia y de la autojustificación) con todos sus pisos! ¡Deja que
vengan a ti todos los demonios que hay en el infierno! ¡Cielo y tierra con todas sus criaturas
te servirán maravillosamente! ¡Abismate solamente! Será para ti lo mejor.»
Es animoso lo que Tauler nos dice. Hasta los demonios del infierno se deben dejar venir
con la confianza de que Dios nos conduce a través de la apretura.
El conocimiento de si mismo lo pone en marcha el Espíritu Santo. Sin embargo, el
hombre tiene que colaborar. Tauler enumera diferentes ayudas en el camino del
autoconocimiento. Describe cómo el hombre debe considerar y probar cuidadosamente su
hacer y su abstenerse, sus pensamientos favoritos y sus deseos y las peculiares
debilidades de su naturaleza. Hay que ejercer la observación de uno mismo:
idolo/definicion
«Hijo hace falta mucha y maravillosa diligencia para que el hombre conozca rectamente
su ánimo y carácter. Para ello tiene día y noche que estudiar e imaginar, controlarse a si
mismo y ver lo que le impulsa y mueve en todas sus acciones. Debe dirigir con todas sus
fuerzas todo su hacer, y enfocarlo inmediatamente a Dios. Que el hombre no cometa
ninguna mentira pues cualquier obra buena que el hombre ejecute y luego la dirija a Dios
es una mentira. Todo lo que no tenga a Dios como objetivo es un ídolo.»
El método que Tauler recomienda aquí es el de «imaginar», y que hoy la Psicología
emplea como técnica del autoconocimiento: se hace ascender desde el fondo desde el
subconsciente imágenes de la fantasía y se las considera. Después se puede descubrir
frecuentemente cuáles son verdaderamente las raíces y los fundamentos de nuestro pensar
y obrar. Con ayuda de esta técnica, según nos invita Tauler, debemos preguntarnos
constantemente por los últimos motivos de nuestro obrar y si en esos quehaceres nos
ponemos en el centro a nosotros o ponemos a Dios. Debemos someternos a la prueba de
saber si nos quedamos atados a las cosas externas, a nuestro éxito, a nuestros papeles, a
nuestra ocupación u oficio, a nuestras posesiones, a las formas de nuestra piedad o a
nuestra vocación de buenos cristianos. Debemos conocer cuáles son nuestros ídolos. Y en
cuanto los conozcamos debemos intentar librarnos de ellos. Tenemos que desatarnos de
todo aquello que nos sujeta para entregarnos exclusivamente a la voluntad de Dios.
La experiencia de que Dios nos conduce a un doloroso conocimiento de nosotros
mismos en la mitad de la vida la ha tenido también Carlo Carretto. Sobre ella escribe:
«Normalmente esto ocurre hacia los cuarenta años: gran fecha litúrgica de la vida, fecha
bíblica, fecha del demonio meridiano, fecha de la segunda juventud, fecha seria del
hombre...
Es la fecha en que Dios ha resuelto poner entre la espada y la pared al hombre que se
le ha escapado hasta ahora detrás de la cortina de humo del «mitad si, mitad no».
Con los reveses, el tedio, la oscuridad, y más frecuentemente aún, y más profundamente
aún, la visión o la experiencia del pecado. El hombre descubre lo que es: una pobre cosa,
un ser frágil, débil, un conjunto de orgullo y de mezquindad, un inconsciente, un perezoso,
un ilógico.
No hay limite en esta miseria del hombre; y Dios le deja que la beba hasta las heces...
Pero no basta. En lo profundo está la culpa más decisiva, más vasta aún, aunque
oculta... Solo a duras penas y frecuentemente sólo después de largo tiempo podemos
descubrirla con la mirada, pero es bastante viva en la conciencia para poder contaminarnos
y pesa bastante más que todas las cosas que confesamos habitualmente.
Quiero decir las actitudes que envuelven toda nuestra vida como una atmósfera y que
están presentes, por decirlo así en todas nuestras acciones y omisiones; pecados de los
que no podemos desembarazarnos, cosas ocultas y generales: pereza, cobardía, falsedad
y vanidad, de las que ni siquiera nuestra oración puede verse enteramente libre, que pesan
profundamente sobre toda nuestra existencia y la perjudican. » (Cartas del desierto, cap.
10).
Esta cita muestra cómo la experiencia de Tauler no es única ni esta limitada a los
místicos. Afecta a todo aquél que intenta llevar una vida espiritual. Por eso es importante
entender algo de las generalidades de la vida espiritual para poder ayudar a los hombres
que sufren esta crisis como un paso de su desarrollo religioso.
5. Serenidad
Junto con el conocimiento de si mismo, Tauler habla de otra ayuda para superar la crisis
de la mitad de la vida: la serenidad. No piensa en una serenidad y paz estoicas que no se
dejaran conmover por nada sino que se refiere a la capacidad de entregarse a si mismo.
Serenidad es, para Tauler, lo que las Sagradas Escrituras llaman abnegación, esto es,
la tarea de entregar la propia voluntad a la voluntad de Dios. Tiene un aspecto dinámico y
significa un avance hacia Dios.
El hombre tiene que abandonar muchas cosas para que le vaya bien. Tiene que dejar el
mal, la obstinación, la arbitrariedad. Pero también tiene que renunciar a lo bueno en tanto
en cuanto impida el progreso. Pues lo bueno puede ser enemigo de lo mejor e impedir el
avance del hombre en su camino hacia Dios. Tauler expresa esto con la imagen de la novia
que deja sus antiguos vestidos y se lava, «para entregarse al novio con vestidos nuevos y
más adornada». Por vestidos antiguos entiende Tauler no solamente los manchados por el
pecado sino también «los buenos vestidos que la novia se quita porque son viejos». Piensa
Tauler en prácticas buenas y virtudes inferiores que ahora deben ser superadas por una
práctica mejor y por una virtud más alta.
Cada edad tiene su forma de expresión religiosa específica. No se puede
descuidadamente mantenerse en una práctica que era buena en la juventud. Y si a alguno,
durante la crisis de la mitad de la vida, la práctica vigente hasta entonces se le convierte en
algo insípido e infecundo no es porque hasta ese momento haya seguido falsas formas sino
porque Dios le quiere indicar que ahora tiene que buscar otras formas que correspondan a
su actual grado de desarrollo en la vida espiritual.
Puede que haya llegado el momento de un grado de oración más alto. En lugar de tener
largos monólogos durante la oración que me cansan, yo tendría que aprender a
permanecer ante Dios en silencio. En lugar de devorar más y más libros piadosos, tendría
quizá que simplificar mi oración y tendría, para ello, que rechazar el querer vivir
constantemente nuevas experiencias espirituales y sentimientos religiosos. En lugar de
todo esto estar simplemente ante Dios, vivir en la presencia de Dios sin hablar mucho.
Muchos hombres como consecuencia de estar en la mitad de la vida caen en una crisis
religiosa porque la voluntad de conquista con la que tenían éxito en su profesión, la
trasladan a su vida religiosa. Quieren constantemente atrapar experiencias religiosas y
amasar una riqueza espiritual. Sequedad y desilusión en la oración son una prueba de que
tengo que abandonar esa búsqueda de experiencias de Dios, de que tengo que abandonar
mi ansia de posesión y ponerme ante Dios con toda simplicidad. Tendría que llegar, para
abandonarme por completo en Dios a estar sin pedir constantemente cosas como paz,
contento, seguridad, gozo religioso.
Pertenece también a la serenidad la disponibilidad para el sufrimiento. Serenidad no
significa que se tiene y se goza la propia paz. Por el contrario se da de mano la propia paz y
se está dispuesto a dejarse conducir por Dios en la apretura. «La genuina paz nace
solamente de la «no-paz» de la purificación en la apretura». Por eso hay que mantenerse
en la apretura y los sufrimientos que conlleva:
«¡Permanece sólo contigo mismo y no corras a lo exterior, súfrete y no busques otra
cosa! Algunos hombres buscan otra cosa cuando están en esta pobreza interior y buscan
siempre algo distinto para evitar así la apretura. También se quejan y preguntan a
maestros, y cada vez quedan más confusos. Párate sin dudar nada. Después de la tiniebla
viene la luz del día, el amanecer del sol.
Tauler repite insistentemente que el hombre ante la apretura no debe evadirse. Tiene
que esperar. No puede salir de la apretura por sus propias fuerzas. No puede hacer otra
cosa sino esperar a que Dios mismo le conduzca a través de ella hacia una nueva madurez
espiritual. Tiene que confiar en que Dios no le dejará caer en la apretura sin buscar algo
positivo. El hombre tiene que estar dispuesto, con confianza, a seguir la dirección de Dios,
a soltar las riendas para ponerse totalmente en manos de Dios. En la crisis de la mitad de la
vida se da un cambio de dirección interior. Ya no yo, sino Dios es el que debe conducirme.
En la crisis misma está ya Dios actuando y yo no debo ponerle ningún obstáculo en el
camino para que él pueda completar su obra.
Tauler no se cansa de decir una y otra vez a sus oyentes que es el Espíritu Santo el que
ha provocado la crisis y el que obra en la apretura. La tarea del hombre consiste ahora en
no impedir su acción.
«Que el hombre se deje preparar y dé al Espíritu ciudad y espacio para que pueda
comenzar en él su obra. Esto lo hacen pocos incluso entre las gentes de hábito, a las que
precisamente Dios ha elegido para esto.»
Tauler supo describir con imágenes muy elocuentes esta apretura
mediante la cual el Espíritu Santo quiere un cambio interior y una nueva criatura. Así habla
comentando a Mt 10,16 sobre el tema de la astucia de la serpiente:
«Cuando la serpiente percibe que comienza a envejecer, a arrugarse y a oler mal busca
un lugar con juntura de piedras y se desliza entre ellas de tal manera que deja la vieja piel y
con ello le crece una nueva. Lo mismo debe hacer el hombre con su vieja piel, esto es, con
todo aquello que tiene por naturaleza, por grande y bueno que sea, pero que ha envejecido
y tiene fallos. Para ello que pase por entre dos piedras muy juntas» (en apretura).
Para madurar, para llegar al propio fondo del alma es preciso pasar a través de la
estrechura de dos piedras; no se pueden seguir constantemente nuevos métodos de
madurez humana o espiritual. Esto sería solamente huir ante la apretura. En un momento
cualquiera hay que tener el valor de pasar a través de la estrechura aunque con ello se
pierda la piel antigua, incluso si se sufren heridas y erosiones. Las decisiones aprietan.
Pero sin atravesar esa angostura no se madura, no se renueva. El hombre exterior tiene
que ser raspado para que el interior se renueve día tras día. (/2Co/04/16).
CRISIS/COMO-ACTUAR: Si se toman en serio las palabras de Tauler y se ve en la
crisis de la mitad de la vida la actuación de Dios, esta crisis pierde su carácter amenazador
y su peligrosidad. Por el contrario se la puede considerar como una ocasión para avanzar y
tener a Dios más cercano. Lo que se nos pide en la crisis es la disponibilidad para dejar
actuar a Dios en nosotros. Frecuentemente la acción de Dios es para nosotros dolorosa. Y
es que sufrir hasta el fin a Dios en mi, es conllevar lo que me envía sin romperme
interiormente. Esta actitud exige mucho del que estaba acostumbrado a tenerlo todo en la
mano. Aquí también corre el peligro de querer tomar en su mano la propia crisis y acelerar
activamente el proceso.
A alguno le parecerá una ocasión oportuna para aprovecharla y al querer agarrarla tirará
por la borda las formas heredadas. Tauler previene contra los modos arbitrarios de ponerse
en manos de Dios. No podemos entorpecer la acción de Dios en la apretura y mediante la
apretura; no podemos por propio impulso abandonar las prácticas recibidas, sino en el
momento que Dios nos lo sugiera:
«Las formas y los materiales que muevan al hombre tanto exterior como interiormente
hacia las buenas obras y al amor de Dios no se deben abandonar antes de que por sí
mismas caigan.»
En primer lugar hay que aprender lentamente a abandonarse a la acción de Dios. Se
quiere con excesiva ligereza planear la vida y la práctica. Se desconfió de toda pasividad,
por miedo a soltar las riendas. Hasta el momento de la crisis era bueno determinar la propia
vida y sus formas. Pero ahora no puede ser así. Si durante el tiempo juvenil no estaba mal
el ejercitarse por sí mismo y el plantear las propias tareas, en la edad madura se tiene que
«soportar» la acción de Dios. Y así hay que entregarse paso a paso a la voluntad de Dios y
a su providencia. Esto exige la entrega del corazón.
6. El nacimiento de Dios
Las penurias y apreturas que trae consigo la crisis de la mitad de la vida son para Tauler
solamente los dolores de parto del nacimiento de Dios en el hombre. En la apretura de esta
crisis Dios impulsa a los hombres a que se vuelvan al fondo de su alma, a que reconozcan
su impotencia y debilidades y se abandonen completamente en el Espíritu Santo de Dios.
Cuando se abandona todo lo que puede ser impedimento de la acción de Dios entonces
puede Él nacer en el fondo del alma. Y el nacimiento de Dios en el hombre es el objetivo
del camino espiritual, según Tauler:
«Abandónate en mi; no hay ningún aprieto en el hombre. Dios quiere realizar un nuevo
nacimiento. Y ten presente que todo lo que te quite el aprieto o la opresión, lo que te
sosiegue o libere es nacimiento en ti. Y esto es el nacimiento, el parto, sea el que sea, de
Dios o de la criatura. Piensa ahora: si una criatura te quita la apretura, sea la criatura que
sea, arruina por completo el nacimiento de Dios.»
En este texto se hace patente una vez más cuál es el peligro de la crisis. Se intenta
evitar la opresión volviéndose hacia el exterior mediante la actividad, por la fijación en
formas religiosas, por cambios externos. Todo esto son criaturas, incluso las cosas buenas.
Y esas criaturas impedirían el nacimiento de Dios en nosotros. Así, lo que resta es
solamente dejar que Dios mismo quite la opresión. En tanto en que se «sufre» a Dios, se le
deja actuar, y a Él se entrega. Solamente Dios puede liberarnos de la opresión.
«Venga lo que venga, de fuera o de dentro, déjalo supurar y no busques ningún
consuelo. Así Dios te liberará seguro. Para ello mantente y déjalo todo en sus manos.»
La condición para el nacimiento de Dios en el hombre es la vuelta a lo interior. El alma
debe:
«establecer paz y silencio en su interior y recogerse en si, esconderse y cobijarse en el
espíritu ante los sentidos y huir de lo sensible y disponer dentro de sí un lugar de silencio y
de descanso interior.»
En este silencio interior puede ser oída y aceptada la palabra Dios y allí se realiza el
nacimiento de Dios en el hombre como le ocurrió a María de la que San Agustín dice:
«María fue colmada de gozo porque Dios, nacido en ella espiritualmente, se hizo
carnalmente de ella.»
Con la idea típica de la mística alemana del nacimiento de Dios, piensa Tauler que el
hombre se abre a Dios y es capaz de encontrarlo, ser transformado por Dios interiormente y
vivir por completo del Espíritu de Dios. Dios no es solamente una instancia exterior que vela
por la observancia de los mandamientos. No es tampoco un ideal al que se tiende sino que
es alguien nacido interiormente al que se le experimenta y se vive ahora con la experiencia
del Dios presente.
La vida de Dios no incide solamente en la voluntad que la percibe para cumplir los
mandamientos sino que despierta al corazón haciéndolo lleno de Dios para alcanzar la paz
y la serenidad por su proximidad. Un corazón maduro y sabio, bondadoso y lleno de amor.
Así pues, la crisis de la mitad de la vida tiene un objetivo. Es la ocasión para perforar el
genuino ser del hombre y dar un paso decisivo en su camino hacia Dios. Si comprendemos
bien la relación de la apretura y del nacimiento de Dios, como Tauler nos la ha mostrado,
podremos reaccionar de manera diferente ante los primeros síntomas de la crisis. No
perdamos la cabeza creyendo que tenemos que probar todos los posibles métodos
psicológicos para obtener la salud óptima.
Consideremos más bien como una tarea espiritual admitir la crisis y oir en ella lo que
Dios quiere decirnos. Ante la crisis no tenemos que protegernos con los mecanismos de
defensa que tengamos a mano. No necesitamos tampoco huir porque podemos ser
consolados dejando a Dios obrar en nosotros. Podemos aceptar que Dios revuelva nuestra
casa y descomponga en nuestro interior el pretendido orden que teníamos. En lugar de
lamentarnos de nuestra crisis, deberíamos dar gracias a Dios porque actúa en nosotros,
porque rompe nuestra dureza con su espíritu, que quiere transformar constantemente
nuestro corazón.