ESPIRITUALIDAD DEL TRABAJO
Luis GONZÁLEZ-CARVAJAL SANTABÁRBARA
Sacerdote, Profesor de Teología en el
«Instituto Superior de Pastoral». Madrid
Los españoles tenemos fama de poco amigos del trabajo. Kant
reflexionó en dos escritos -Observaciones sobre el sentimiento de lo
bello y lo sublime (1764) y Antropología en sentido pragmático
(1798)-: sobre los caracteres nacionales. En ambos casos coincide en
afirmar que el español se enorgullece de no tener que trabajar. Y
Fernando Díaz-Plaja, en su libro El español y los siete pecados
capitales, dedica una treintena de páginas al vicio nacional de la
pereza. A pesar de ello, me parece que el proceso de modernización
vivido por nuestro país en las últimas décadas ha generalizado entre
nosotros hábitos de trabajo bastante semejantes a los de cualquier
otro país de nuestro entorno. Otra cosa muy distinta es, sin embargo,
que los creyentes hayamos acertado a integrar el trabajo cotidiano en
nuestra vida cristiana. Según un estudio reciente, «sólo un 31% de los
españoles están de acuerdo con que cumplir bien con el trabajo es
una obligación religiosa»1. Por lo tanto, fomentar en los cristianos
españoles la espiritualidad del trabajo aparece ante nosotros como
una tarea pastoral urgente.
Actitudes ante el trabajo
Como es sabido, la civilización greco-romana manifestó muy poco
aprecio hacia el trabajo, especialmente cuando se trataba de trabajo
manual. Platón consideraba que la producción de riquezas era una
ocupación inferior para los seres humanos, tarea propia de esclavos y
siervos; el hombre libre debe dedicarse a cultivar su espíritu2.
También Aristóteles pensaba que «la persona que vive una vida de
trabajo manual o de jornalero no puede entregarse a las ocupaciones
en que se ejercita la bondad»3. «La felicidad perfecta consiste en el
ocio»4. Es verdad que los estoicos revalorizaron algo el trabajo, pero
a pesar de ello observamos en Cicerón el más aristocrático desprecio
hacia cualquier trabajo manual5.
La verdadera revalorización del trabajo llegó con el cristianismo. No
podía ser de otra forma, teniendo en cuenta que «aquel que, siendo
Dios, se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de
su vida terrena al trabajo manual junto al banco de carpintero. Esta
circunstancia constituye por sí sola el más elocuente 'Evangelio del
trabajo'»6,
Por eso la Iglesia de los tiempos apostólicos manifestó hacia el
trabajo una estima desconocida hasta entonces. «Si alguno no quiere
trabajar—decía rotundamente san Pablo—, que tampoco coma» (2
Tes 3,10). Sin embargo, poco a poco, el influjo de Platón hizo que
aumentara la cotización de la vida contemplativa a costa de la activa.
De hecho, el trabajo y la profesión encontraron sólo una atención
marginal en la obra de los Santos Padres. Y en la Imitación de Cristo,
que ejerció un influjo inmenso sobre la espiritualidad cristiana,
podemos leer: «Comer, beber, velar, dormir, reposar, TRABAJAR y
estar sujeto a las demás necesidades que impone la naturaleza,
constituye en verdad una gran miseria y aflicción para el hombre
piadoso, que quisiera de buena gana verse libre de todo esto»7.
Naturalmente, no siempre fue tan negativa la actitud cristiana ante
el trabajo. Procedentes de la Edad Media se conservan, por ejemplo,
numerosos sermones al status. En ellos se habla a los más diversos
estados, empezando por los prelados, clérigos y monjes, pasando por
los nobles, caballeros y estudiantes de las universidades, hasta llegar
a los labradores y artesanos, comerciantes, tratantes de caballos y
taberneros, sin excluir siquiera a las rameras y a los rateros. A todos
les ponen ante los ojos sus pecados profesionales y les dan consejos
saludables tomados de la Escritura y de los Padres. A menudo llegan
a proponer un modelo bíblico del ejercicio de la profesión8.
Pero ha sido ya en nuestro siglo, especialmente durante los años
veinte y treinta, cuando aparecieron distintas iniciativas orientadas a
promover la espiritualidad del trabajo. Pensemos—por mencionar sólo
tres ejemplos—en Carlos de Foucauld y sus Fraternidades, el
cardenal Cardjin con la JOC y José María Escrivá de Balaguer con el
Opus Dei.
Valor humano del trabajo
Ciertamente, no es necesario tener fe para encontrar sentido y dar
densidad a la actividad profesional. Vamos a mencionar brevemente
algunos valores del trabajo que están al alcance de cualquier ser
humano, creyente o no. Ante todo, el trabajo es—para quienes no
están incapacitados—la forma más digna de obtener el sustento
cotidiano. Por eso no sería en absoluto suficiente un sistema de
protección social que garantizara a todos los ciudadanos un nivel de
vida decoroso pero sin ofrecerles trabajo. Recordemos aquella
canción del padrenuestro: «Que nunca nos falte el trabajo, / que el
pan es más pan / cuando ha habido esfuerzo».
Pero sería bien pobre trabajar únicamente por exigencias
intestinales. El trabajo nos ofrece una ocasión privilegiada para servir
a los demás ofreciéndoles los bienes y servicios que somos capaces
de producir. En las oficinas y en las fábricas, en los hospitales y en el
campo, se trabaja afanosamente para hacer del mundo un lugar cada
vez más habitable.
De esta forma, el trabajo une a cada hombre con todos los demás.
Unamuno hablaba del zapatero que había llegado a ser tan
insustituible para sus parroquianos «que tengan que echarle de
menos cuando se les muera—se les muera, y no sólo se muera—, y
piensen ellos, sus parroquianos, que no debería haberse muerto»9.
Más allá de eso, el trabajo sirve también para hacer hombres.
Recordemos una frase justamente famosa de Marx: «Todo lo que se
puede llamar historia universal no es otra cosa que la producción del
hombre por el trabajo humano»10. Esto ocurre en el doble sentido de
hominización y humanización. En primer lugar, podemos decir que, en
el proceso de evolución de las especies, «nuestros peludos
antepasados»—como los llamaba Engels11—empezaron a ser
hombres cuando tallaron algunas herramientas (por muy
rudimentarias que fueran) para trabajar. Se ha sostenido
frecuentemente, en efecto, que la invención de la herramienta es lo
que constituye el acta de nacimiento del hombre. En segundo lugar,
los hombres han ido creciendo en humanidad gracias al trabajo. Con
pleno derecho, el hombre espera de su trabajo no sólo «tener más»,
sino «ser más».
Por último, el hombre trabajador proyecta su propia personalidad en
sus obras. Como decía Pablo VI, «ya sea artista o artesano, patrono,
obrero o campesino, todo trabajador es un creador. Aplicándose a
una materia que se le resiste, el trabajador le imprime un sello,
mientras que él adquiere tenacidad, ingenio y espíritu de
invención»12.
Valor cristiano del trabajo
Hasta aquí hemos hablado del valor humano del trabajo. Pero eso
no basta. En el ritual romano encontramos fórmulas para bendecir la
casa, los campos, tierras de cultivo y terrenos de pasto, el taller, los
instrumentos de trabajo, etc.13 La Iglesia ha querido recordarnos así
que el trabajo no es una realidad exclusivamente profana y que
necesitamos integrarlo en la «vida nueva» del cristiano.
También a nuestras actividades laborales se aplica lo que dice
Pablo en 1 Cor 10,31: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra
cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Eso es tanto como decir que
el trabajo debe convertirse para el cristiano en culto divino. De hecho
Puebla nos invita a «transformar nuestro trabajo y nuestra historia en
gesto litúrgico»14.
En la Edad Media, cuando los maestros de las corporaciones
donaban a la Iglesia una vidriera, querían que se representaran en
ella las técnicas de su oficio. Era una forma de hacer presente en el
templo el trabajo humano. Como dijo muy bien Schillebeeckx,
«celebramos en el templo lo que se realiza fuera del templo, en la
historia humana»15. De hecho, la eucaristía es el marco más
apropiado para que el hombre ofrezca a Dios el fruto de su trabajo.
Con el pan y el vino—«fruto de la tierra y del trabajo de los hombres>
ofrecemos en general todo lo que hemos obtenido con nuestro
esfuerzo.
Vamos a estudiar a continuación en qué radica el valor cristiano del
trabajo, aclarando de antemano que la fe no proporciona al trabajo,
como si fueran sumandos del mismo orden, nuevas motivaciones que
podríamos añadir a las motivaciones recordadas hace un momento.
Las motivaciones cristianas no se sitúan junto a las motivaciones
humanas sino que se introducen en su interior para darles mayor
hondura y fuerza. Repasémoslas.
Con nuestro trabajo prolongamos la actividad creadora de Dios
En la primera página de la Biblia encontramos ya una afirmación
importante para nuestro tema. Me parece muy significativo que el
relato sacerdotal no desdeñe calificar el acto creador de
Dios—aunque sólo sea de forma analógica—como trabajo que pide
un descanso. Esto entraña una diferencia fundamental con la cultura
helenística: «El pensamiento griego—escribió Ratzinger—desconoce
la idea de un Dios creador y pone en su lugar un dios inferior, el
demiurgo, quien configura la materia dándole forma. Dios mismo, por
decirlo así, no se ensucia las manos con el mundo. Con esto se
corresponde la apreciación negativa del trabajo, característica de la
Antigüedad: paralelamente a los dioses, los hombres relegan también
el trabajo en exclusiva a las clases sociales inferiores»16.
H/IMAGEN-DE-D/TAJO: El autor sacerdotal, al afirmar que Dios hizo
al hombre «a su imagen y semejanza» (/Gn/01/26-28) y añadir
inmediatamente el mandato de dominar la obra creada (v. 28), está
sugiriendo que ambas ideas están estrechamente relacionadas. De
hecho, para los Padres antioquenos, el hombre no es imagen de Dios
por su razón ni por tener un alma inmortal —cualidades que también
encontramos en los ángeles, y no por ello dice el autor sagrado que
éstos hayan sido creados a imagen de Dios, sino por el dominio que
ejerce sobre las criaturas mediante su trabajo17. En la Biblia no es el
hombre parado, sino el trabajador, quien aparece como imagen de
Dios. Es un mikroktístes = pequeño creador).
Si Dios descansó después de crear a la primera pareja humana, fue
precisamente porque existía ya alguien capaz de continuar su obra.
En consecuencia, los bendijo diciendo: «Creced, multiplicaos, llenad la
tierra y sometedla» (Gn 1,28). Con palabras poéticas dice Paul
Claudel: «Es preciso socorrer a esta creación que gime y que tiene
necesidad de nosotros. Es preciso acudir en socorro de la humanidad
ante todo, pero también es necesario acudir en socorro del bosque,
es necesario acudir en socorro de la zarza que quiere convertirse en
rosal; es necesario acudir en socorro del río caudaloso que nos ruega
le impidamos desbordarse; es preciso acudir en socorro del pájaro y
de la bestia bruta»18.
Hemos dicho que mediante su trabajo el hombre continúa la obra
creadora de Dios. Pero sería más exacto decir que por medio del
hombre es el mismo Dios quien «sigue todavía trabajando» (Jn 5,17).
Eso se afirma expresamente del farmacéutico: «Hace mixturas. Así
nunca se acaban sus obras [de Dios]» (Sir 38,7-8).
Así pues, el trabajador es un co-laborador de Dios. Externamente
sólo vemos a un hombre trabajando. Pero es Dios—«la fuerza de su
fuerza» (cf. Ex 15,2; Sal 118,14; Is 12,2; 49,5 - quien hace posible su
trabajo. Refiriéndose a Besalel, dice el libro del Éxodo: «Le ha llenado
del espíritu de Dios, confiriéndole habilidad, pericia y experiencia en
toda clase de trabajos, para concebir y realizar proyectos en oro, plata
y bronce, para labrar piedras de engaste, tallar la madera y ejecutar
cualquier otra labor de artesanía» (Ex 35,31-33).
GRACIA/ESFUERZO: Con razón dice el salmista: «Si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1). Por
eso rezamos en el Padrenuestro: «Danos hoy nuestro pan de cada
día» (Mt 6,11), que podríamos glosar de esta forma: «El pan que
necesitamos cada día, dánosle hoy bendiciendo nuestro trabajo».
Leonardo da Vinci lo había entendido muy bien cuando oraba así:
«Oh, Señor, Tú nos das los bienes y nos pides a cambio la fatiga»19.
Penosidad del trabajo
Hablemos, precisamente, de esa fatiga. La etimología de la palabra
«trabajo» sugiere en casi todas las lenguas cierta penosidad. El
griego pónos significa cansancio y padecimiento. Lo mismo ocurre con
el labor latino, que deriva del verbo labo = tambalearse, vacilar. En
cuanto a la palabra castellana trabajo, deriva del sustantivo tripalium,
una especie de cepo formado por tres palos que se utilizaba
antiguamente para sujetar las caballerías mientras las herraban, y que
más tarde fue utilizado como instrumento de tortura.
¿Quién no ha oído que el trabajo es un castigo del pecado, porque
dijo Dios: «comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gn 3,19)? Sin
embargo, no es así. Según la tradición yahvista, tras crear al hombre,
Dios lo tomó «y le dejó en el jardín del Edén, para que lo labrase y lo
cuidase» (Gn 2,15). El pecado vino después. También en el relato
sacerdotal vimos que el encargo de dominar la tierra mediante el
trabajo tuvo lugar antes de cualquier pecado.
TRABAJO/CASTIGO: Lo que ocurrió como consecuencia del
pecado fue un cambio en la condición del trabajo. Antes de la caída,
el trabajo humano—según Santo Tomás—no era penoso, sino todo lo
contrario: «agradable, por ejercitar una capacidad natural»20.
Después vino lo que vino: «Maldito sea el suelo por tu causa: con
fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y
abrojos te producirá, y comerás el pan con el sudor de tu frente»
(/Gn/03/17-18). Naturalmente. la penosidad del trabajo no es un
castigo introducido desde fuera por la voluntad de Dios, sino un
desorden introducido libremente por aquel a quien Dios había
entregado el mundo para que lo dominara.
Hoy, el símbolo de la penosidad del trabajo que eligió la Biblia —las
espinas y los abrojos—nos parece un mal mínimo. A lo largo de la
historia, el pecado de los hombres ha seguido añadiendo nuevas
penosidades al trabajo, de forma que Pío XI constató. «De las fábricas
sale ennoblecida la materia inerte, pero los hombres se corrompen y
se hacen más viles»21.
Sin embargo, «lo que es natural al hombre ni se le añade ni se le
retira por el pecado»22. Debido a ello, aun después del pecado, el
trabajo conserva las funciones que le son propias. De ahí el gozo en
el trabajo cuando el hombre ve que, trabajando, comunica a las cosas
algo de sí, de su inteligencia, de su voluntad, de su afecto, de su
personalidad, y de esta forma las cosas alcanzan valor humano.
La redención del trabajo
Así pues, en el trabajo humano aparecen entremezclados el gozo y
la penosidad. Existe, desde luego, cierta resistencia de la materia al
esfuerzo humano generadora de una penosidad que podríamos llamar
«natural». Pero hay también una penosidad adicional —fruto del
pecado—, y ésta debe ser objeto de redención (Pío XI empleó
precisamente la expresión «redención del proletariado»23).
Como reza un conocido principio soteriológico, «lo que no ha sido
asumido no ha sido sanado»24. Era necesario, pues, que Jesús de
Nazaret asumiera la condición trabajadora. Leyendo el Nuevo
Testamento, vemos que nos dice a la vez poco y mucho del trabajo de
Cristo.
Poco, desde el punto de vista cuantitativo, porque apenas recoge
detalles sobre la actividad laboral que desarrolló Jesús durante su
vida oculta. La palabra griega que emplean los evangelios para
designar la profesión de José y de Jesús (Mt 13,55; Mc 6,3) es tékton,
una palabra que corresponde al latino faber. Indica, por consiguiente,
al obrero manual que trabaja la madera o la piedra. «Carpintero» es,
sin duda, una posibilidad (aunque la madera era rara en Palestina).
Pero también «albañil», «cantero», etc. Es preferible, por tanto,
traducirlo por «trabajador manual». Como observa J.M. Guix, «no
pudiendo vivir a la vez distintas experiencias, escogió la condición más
común, la que vive la inmensa mayoría de las personas: fue obrero
manual»25. Pues bien, eso es todo lo que sabemos del trabajo de
Jesús.
Pero es mucho, en cambio, desde el punto de vista cualitativo,
porque supone que la redención llega hasta el trabajo humano. En la
sede de la Oficina Internacional del Trabajo (OfT), en Ginebra, existe
un mural que representa a Cristo sentado sobre un banco de
carpintero y rodeado de instrumentos de trabajo. A un lado puede
verse a María y José; al otro lado, a un grupo de trabajadores y
trabajadoras de hoy. Se trata de un fresco financiado por el
Movimiento Internacional de Sindicatos Cristianos y pintado por
Maurice Denis, el renovador del arte religioso en Francia, que fue
inaugurado el 9 de junio de 1931. Pablo VI, durante su visita a la sede
de la OlT, el 10 de junio de 1969, elogió «este admirable fresco en el
que Cristo aparece trayendo la Buena Noticia a los trabajadores que
le rodean».
En esa pintura aparece Jesús vestido con una túnica larga, mientras
que los hombres y mujeres que hay a su lado llevan ropas de trabajo
actuales. Esa diferencia de atavíos debería recordarnos que el trabajo
de nuestras fábricas se parece muy poco al del taller de Nazaret, en el
que se ha inspirado casi en exclusiva la predicación cristiana.
Hace más de doscientos años, en un pasaje ya clásico, Adam Smith
describió la fabricación de un alfiler26. Un trabajador al viejo estilo,
que realizara por sí solo todas las operaciones necesarias, apenas
podría fabricar un alfiler cada día y, desde luego, nunca más de
veinte. En contraste con ello, el célebre economista escocés describía
una «manufactura» que había visitado, en la cual las 18 operaciones
necesarias para fabricar el alfiler eran realizadas por diez obreros
distintos, cada uno de los cuales se había especializado en una o dos
de esas operaciones. Entre todos ellos producían más de 48.000
alfileres al día; es decir, 4.800 por obrero.
Aumenta la producción, sí; pero la división del trabajo, como
cualquier otro proceso, puede atravesar un umbral a partir del cual se
deshumaniza. Fraccionado en partes infinitesimales, el trabajo es para
quien lo ejecuta una actividad ininteligible, envilecedora, estúpida. ¿A
qué ha quedado reducido un hombre que sabe por todo secreto
fabricar un dieciochavo de alfiler? Recordemos la película Tiempos
modernos, en la que Chaplin no hace más que apretar tuercas y
acaba por tratar así los botones del vestido de una señora.
Para ver cómo deben ser las cosas, volvamos a la inspiración
teológica. Dios concibe el mundo antes de realizarlo -«Dijo Dios: 'haya
un firmamento'; e hizo Dios el firmamento... (Gn 1,6-7)-. El hombre
será imagen de Dios en su trabajo sólo cuando conciba éste antes de
realizarlo. Y en eso precisamente se distingue de los animales, como
muy bien vio Marx: «Una araña ejecuta operaciones que semejan a las
manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las
abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de
obras. Pero hay algo en que el peor maestro de obras aventaja,
desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar
la construcción, la proyecta en su cerebro»27.
Gracias a esa íntima unión entre la cabeza que piensa y la mano
que ejecuta, el hombre se expresa mediante su trabajo. Pero no
ocurre lo mismo en el trabajo en cadena, donde los trabajadores
llevan a cabo una pequeña parte de los planes que otros han
pensado por ellos. Es una actividad calculada hasta en sus más
mínimos detalles y sometida a reglas tan ineludibles que, aun cuando
cambien los trabajadores, el resultado del trabajo sigue siendo el
mismo, porque ahora ya no es el hombre, sino la máquina, quien se
expresa. Como decía un obrero, «casi todos nosotros tenemos unas
tareas que resultan demasiado pequeñas para nuestro espíritu».
Por eso, como ha señalado siempre la Enseñanza Social de la
Iglesia, la redención del trabajo no se limita a lograr mejores salarios y
más tiempo de descanso, sino que exige humanizar el mismo proceso
de producción. El trabajo maquinal debe quedar para las máquinas.
Trabajamos para la eternidad
El trabajo del que hemos venido hablando hasta aquí es una
realidad vinculada a nuestra existencia terrena. ¿Tendrá también
algún significado más allá de la muerte? El Apocalipsis (14,13)
consuela a los muertos que mueren en el Señor, diciendo que «sus
obras los acompañan». ¿Cómo debemos entender esta frase: en
sentido subjetivo, como mérito del que ha obrado, o más bien en
algún sentido también objetivo?
Es una pregunta que Rondet planteó hace ya cuarenta años en un
célebre artículo: «¿Se impone el pensar que de todas las obras del
hombre no quedará más que la caridad que haya presidido su
realización? ¿Y qué sería de un Branly resucitado con el mismo
cuerpo, idéntico al cuerpo de carne que tuvo en nuestra tierra y sin
relación alguna con el invento que ha hecho su gloria? ¿Qué de un
pintor cristiano sin su obra; de un músico o de un poeta sin sus
sinfonías o sin sus epopeyas?» Y respondía: «Si hemos de decir la
verdad, ante semejante cuestión no podemos sino balbucir. Es inútil
que pretendamos representarnos lo que será el universo resucitado
[...], pero, sin caer por ello en no sé qué mesianismo terreno y carnal,
afirmamos que es el trabajo humano mismo, desde el del más humilde
obrero hasta el del más genial inventor, lo que adquiere un valor de
eternidad»28.
Esa convicción, que Rondet sugería con tanta prudencia, fue
después ratificada por el Concilio Vaticano II: «Todos los frutos
excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de
haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo
con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha,
iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino
eterno y universal» (Gaudiam et Spes,39 c). Ésta es, sin duda, una
buena noticia: ¡Estamos trabajando para la eternidad!
VE/DESCANSO-TRABAJO: La cuestión de si el trabajo tendrá algún
significado después de la muerte admite todavía un planteamiento
más audaz: ¿habrá también trabajo en la nueva tierra? Naturalmente,
teniendo en cuenta que «nunca el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre
alguno ha imaginado lo que Dios ha preparado para los que le aman»
(1 Cor 2,9), es arriesgado decir que trabajaremos en la otra vida. Pero
no es menos arriesgado designarla como «el descanso eterno». Ya
Montesquieu se lamentaba de ello: «Se debería haber incluido la
ociosidad continuada entre las penas del infierno; me parece que, por
el contrario, se la ha puesto entre las alegrías del paraíso»29.
Pierre Benoit, mirada la cosa desde la Sagrada Escritura, responde
afirmativamente a nuestra pregunta: «El trabajo, ley normal del
hombre, se proseguirá en la vida eterna, pero volverá a ser lo que era
antes de la caída: servicio alegre y sin sujeción»30. No hace falta
aclarar—supongo—que estamos empleando un lenguaje analógico.
Vea cada cual cómo construye
Si trabajamos para la eternidad, es necesario que «cada cual vea
cómo construye. [...] Uno puede construir con oro, plata, piedras
preciosas, o bien con heno y paja. [...] La calidad de la obra de cada
cual, la probará el fuego. Si la obra de uno resiste, recibirá la
recompensa» (1 Cor 3,12-14).
En el pasado era frecuente poner el valor del trabajo en realidades
ajenas a él mismo: la obtención del sustento cotidiano, la ascesis, la
posibilidad de dar limosnas, etc. Por todo lo que hemos dicho hasta
aquí, parece claro que el trabajo tiene valor por sí mismo. Y valor para
la eternidad. Por tanto, el ejercicio de una profesión «ya no es, ante
todo, una disciplina, una perfección del hombre de la que el trabajo no
sería más que la ocasión: es, ante todo, la producción de una
obra»31.
Pero, naturalmente, no de cualquier obra. Recordemos un conocido
diálogo de las Novelas Ejemplares de Cervantes:
«Dijo Rincón a su guía:
—¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
—-Sí—respondió él—, para servir a Dios y a las buenas gentes,
aunque no de los muy cursados: que todavía estoy en el año del
noviciado.
A lo que respondió Cortado:
—Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para
servir a Dios y a la buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
—Señor, yo no me meto en teologías; lo que sé es que cada uno en
su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada
Monipodio a todos sus ahijados. [...] El tiene ordenado que de lo que
hurtáremos demos alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara
de una imagen muy devota que está en esta ciudad»32.
Pues bien, no. Para que el trabajo sea santificador no basta la
intención del trabajador; por ejemplo, que cumpla escrupulosamente
sus obligaciones, intente revestirse de los sentimientos subjetivos de
Cristo en Nazaret y dé limosnas con la remuneración obtenida. Hace
falta que la obra misma tenga valor. Existen, por lo tanto, preguntas
ineludibles: ¿A quién sirvo yo con este trabajo? ¿En qué forma el
trabajo que yo hago contribuye a consolidar una situación social de
tipo más o menos injusto? ¿Cuáles son los intereses de clase,
intereses de grupo, que se benefician de mi actividad profesional?
Por desgracia, para la mayoría de los hombres el trabajo es tan sólo
una venta de su esfuerzo a cambio de un salario, e importa muy poco
en qué se emplee ese esfuerzo. De acuerdo con la mentalidad
corriente, es posible tener un «buen» trabajo en una fábrica de armas
y un «mal» trabajo en una organización benéfica. Diversos estudios
sociológicos lo han puesto de manifiesto sin dejar lugar a dudas: el
78% de los adultos españoles valoran que el trabajo esté bien
remunerado, pero sólo el 39% valora que sea útil a la sociedad. No
sólo es éste un porcentaje muy bajo, sino que además parece ir
descendiendo (diez años atrás era el 44%)33.
Necesitaríamos recuperar el discernimiento del pasado, que
prohibía a los cristianos determinadas profesiones que aparecían
como incompatibles con la vocación cristiana34. De hecho, para el
cristiano el ejercicio de una profesión es una vocación particular en la
que se concreta la vocación común al seguimiento de Cristo.
El trabajo como vocación
TRABAJO/VOCACION: Hoy es convicción común, en efecto, que la
palabra «vocación» no puede reservarse únicamente para el
sacerdocio o la vida religiosa, como si todos los demás fueran
no-llamados. De hecho, en la Biblia los conceptos de «misión» o
«vocación» no se aplican sólo al profeta o al sacerdote, sino también,
por ejemplo, al maestro de obras del tabernáculo (Ex 31,2-5) o al
médico (Sir 38,2.4).
Lutero, en su traducción de la Biblia, empleó por dos veces (en Sir
11,20 y 1 Cor 7,20ss.) la palabra Beruf (vocación) para referirse al
trabajo. Hoy sabemos—y los mismos protestantes empiezan a
admitirlo—que no fue Lutero el primero en hacerlo, pero sin duda le
cabe el honor de haber vinculado con fuerza el trabajo profano con
una llamada de Dios.
Si es Dios quien llama al ejercicio de una profesión determinada, es
muy importante disponer de algunos criterios para descubrir esa
llamada35.
En primer lugar, será necesario considerar las exigencias del bien
común, al cual todos debemos colaborar.
En segundo lugar, las disposiciones, talentos y capacidades del
individuo fijan los límites dentro de los que es posible elegir el trabajo
profesional. Parece claro que Dios no puede llamar a un trabajo sin
darnos las cualidades necesarias para desempeñarlo.
También puede ser conveniente tener en cuenta la inclinación
interna—bien sea innata o adquirida—hacia algún determinado
trabajo profesional. Pero esto no siempre es indicio de vocación. En la
Biblia encontramos casos en los que la vocación divina se impone a
los deseos de los individuos.
Pero, por encima de todo eso, el cristiano debe saber que «es
guiado por el Espíritu de Dios» (Rm 8,14) también en la elección del
trabajo profesional. Por eso es necesario aplicar a dicha elección las
normas clásicas de discernimiento de espíritus36.
L.
GONZALEZ CARVAJAL
SAL TERRAE 1994/11 Págs 795-809
........................
1. DIAZ-SALAZAR, Rafael, «La transición religiosa de los españoles», en (DIAZ
SALAZAR, Rafael, y GINER, Salvador, [comps.]) Religión y sociedad en
España, CIS, Madrid 1993, p. 106.
2. PLATÓN, Las Leyes, 743 e (Obras Completas, Aguilar, Madrid, 19722, p.
1359).
3. ARISTÓTELES, Política, 1.278 a (Obras, Aguilar, Madrid 19772, p. 1.458).
4. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1.177 h (Obras, p. 1.304).
5. CICERÓN, Marco Tulio, Los oficios, lib. 1, cap. 42 (Los oficios. Los diálogos.
Las paradojas, Aguilar, Madrid 1963, 3ª, pp. 121-123).
6. JUAN PABLO II, Laborem exercens, 6 e (Once grandes mensajes, BAC,
Madrid 1992 4ª, p. 568). La expresión «Evangelio del trabajo», aunque ha
sido popularizada por la Laborem exercens, donde aparece hasta seis veces,
no es original de Juan Pablo II. Hace ya más de cincuenta años, Paul
Doncoeur publicó un librito titulado precisamente L'Évangile da travail (Paris
1940).
7. KEMPIS, Tomás de, Imitación de Cristo, lib. 1, cap. 22, no. 8-9 (Regina,
Barcelona 1974, pp. 162-163).
8. Cf. AUER, Alfons, El cristiano en la profesión, Herder, Barcelona 1970, pp.
72-74.
9. UNAMUNO, Miguel de, Del sentimiento trágico de la vida (Obras Completas,
t. 7, Escelicer, Madrid 1966, p. 270).
10. MARX, Karl, Manuscritos de París, 3er manuscrito (Obras de Marx y Engels,
t. 5, Crítica, Barcelona 1978, p. 387).
11. ENGELS, Friedrich, Dialéctica de la naturaleza (Obras de Marx y Engels, t.
36, Crítica, Barcelona 1979, p. 165).
12. PABLO Vl Populoram progressio, 27 (Once grandes mensajes, p. 341).
13. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, Bendicional, Coeditores
Litúrgicos, Barcelona 1986, pp. 229-418.
14. lll CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO,
Puebla. La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, n.
213 (BAC, Madrid 1979, p. 122)
15 SCH[LLEBEECKX, Edward, Dios, futuro del hombre, Sígueme. Salamanca
1971, 2ª, p. 119.
16. RATZINGER, Joseph, «El cristiano y el mundo actual», en (METZ, Johannes
Baptist [dir.]), Fe y entendimiento del mundo, Taurus, Madrid 1970, pp.
270-271).
17. Cf., por ejemplo, JUAN CRISÓSTOMO, Al pueblo de Antioquía, hom. 7,2
(PG 49, 93).
18. CLAUDEL, Paul, Conversations dans le Loir et Cher, Paris 1935, pp.
258-259.
19. Cit. en PEREZ LEÑERO, José, El tema del trabajo en las religiones, Aguilar
Madrid 1959, p. 123.
20. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1, q. 102, a. 3 (Suma de Teología,
t. 1, BAC, Madrid 1988, p. 870).
21. Pío Xl, Quadragesimo anno, 135 (Once grandes mensajes, p. 113).
22. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologica, 1, q.98, a. 2 (Suma de Teología, t.
1, BAC, Madrid 1988, p. 860).
23. Pío XI, Quadragesimo anno, 59 (ed. cit., p. 86).
24. GREGORIO NACIANCENO, Epístola 101 (primera a Celedonio), n. 87 (PG
37, 181); JUAN DAMASCENO, Sobre la fe ortodoxa, 3, 6 (PG 94, 1.005):
CIRILO DE ALEJANDRlA, Fragmentos sobre Juan, acerca de Jn 12,27 (PG
74,89); etc.
25. GUlX FERRERES, José Mana, El Evangelio del Trabajo, BAC, Madrid 1983,
p. 14.
26. SMITH, Adam, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de
las naciones, Fondo de Cultura Económica, México 1979, pp. 8-9.
27. MARX, Karl, El Capital, t. 1, Fondo de Cultura Econdrnica, México 1973S, p.
130.
28. RONDET, Henri, «Éléments pour une théologie du travail: Nourelle Revue
Théologique 77 (1955)142-143.
29. MoNTESQUlEU, Charles de, Pensées el Fragments Inédits, t. 2, p. 500 (cit.
en GROETHUYSEN, Bernhard La formación de la conciencia burguesa,
Fondo de Cultura Económica, Madrid 1981, p. 308).
30. BENOIT, Pierre, «Le travail selon la Bible»: Lumiere et Vie 20 (1955) 221.
31. CHENU, Marie-Dorninique, Hacia una teología del trabajo, Estela, Barcelona
1965, 2ª, p. 33.
32. CERVANTES, Miguel de, Rinconete y Cortadillo (Obras Completas, t. 2,
Aguilar, Madrid 1970, 7ª, p. 996).
33. ANDRÉS ORIZO, Francisco, Los nuevos valores de los españoles. España
en la «Encuesta Europea de Valores», Fundación Santa Marta, Madrid 1991,
p. 181.
34. He reproducido algunos testimonios de esto en mi libro Con los pobres,
contra la pobreza, San Pablo, Madrid 1993, 3ª, PP. 129-130.
35. Cf. TRUHLAR, Karl VI., Labor Christianus. Para una teología del trabajo,
Razón y Fe, Madrid 1963, PP. 187-207.
36. Cf., por ejemplo, CARROLL, John, El discernimiento espiritual, Sal Terrae,
Santander 1984; GOU- VERNAIRE, Jean, La práctica del discernimiento bajo
la guía de San Pablo, Sal Terrae, Santander 1984; GOUVERNAIRE, Jean, y
otros, Guiados por el Espíritu a la hora de discernir, Sal Terrae, Santander
1984.