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El reinado de Dios, proclamado por Jesús y por las
primeras comunidades cristianas, es un reinado trinitario. Sin embargo,
la palabra ``Trinidad'' suele soñar muy extraña a los creyentes. Ella parece
sugerir especulaciones teológicas, lejanas a la práctica cotidiana de las
comunidades cristianas, y aptas solamente para especialistas. La pregunta por el
significado de la Trinidad para la vida de los pobres y para la transformación
del mundo puede sonar como un intento ingenuo, por imposible, de unir los
extremos opuestos de la práctica de los creyentes con unas construcciones metafísicas
recibidas de la intrincada historia de la teología cristiana, y carentes de
todo significado para la praxis actual.
Un intento de evitar estas dificultades consiste en la propuesta de la Trinidad
como modelo de comunidad. De este modo, se lograría mostrar la relación entre
la trinidad con el reino de Dios, entendiendo ese reino como un proyecto
altamente significativo para la praxis de los creyentes. En Dios mismo, los
creyentes tendrían el modelo de lo que Dios desea construir en la historia: una
comunidad amorosa de personas libres e iguales. Sin embargo, no resulta del todo
claro que esta vinculación entre el reino de Dios y la trinidad sea
verdaderamente liberadora. En algunos casos extremos, pero reales en la práctica,
puede conducir a la conversión del reino de Dios en un ideal y al encerramiento
de la Trinidad en una inmanencia1
separada de su actuación en la historia. Veámoslo brevemente.
Si la Trinidad se concibe primeramente como un modelo del
reino de Dios, de ahí puede resultar fácilmente la tendencia a convertir el
reino de Dios en un ideal todavía muy lejano a nuestro mundo. En
nuestro mundo no rigen las relaciones amorosas propias del la Trinidad. Por eso
mismo, el reino de Dios pertenecería ante todo al futuro. Ciertamente, Jesús
no sólo pensó en una cercanía del reinado de Dios, sino que también afirmó
que ese reinado estaba ya presente en medio de los discípulos (Mc 1,15; Lc
17,21). Sin embargo, la historia posterior habría mostrado que el reino
prometido aún no se ha realizado. Utilizando, en un sentido ajeno al de Loisy,
su famosa afirmación, se podría decir que ``Jesús anunció el reino de Dios,
lo que vino fue la iglesia''2.
A pesar de ello, los cristianos seguirían estando llamados en la actualidad a
construir el reino que Jesús anunció, trabajando por una sociedad más justa y
más humana.
Desde este punto de vista, el reino de Dios aparece primeramente como un estado
de cosas. Se trataría de una sociedad libre de pobreza, de injusticia, de
desigualdad y de violencia, y donde habría abundancia, paz y fraternidad. Desde
este punto de vista, la Trinidad nos proporcionaría el modelo de relación
entre los seres humanos. Ella sería el paradigma hacia el que tendríamos que
encaminar todos nuestros esfuerzos de construir un mundo mejor. Es importante
observar que, en esta perspectiva, la Trinidad adquiere una vieja función de la
divinidad en la filosofía clásica. Ella es el Motor Inmóvil que
atrae hacia sí a todas las cosas, movidas en último término por el deseo de
ser como él. Esto no descarta la acción de la gracia de Dios en la historia,
pero ante todo se subraya el carácter paradigmático de la unidad divina. Como
las ideas de Platón, ella es el paradigma que ha de inspirar nuestros trabajos
por construir en la historia el reino de Dios.
Esto significa que, en esta concepción del reino y de la Trinidad, hay una
tendencia a subrayar nuestra obligación ética de construir el reino,
es decir, una sociedad que se ajuste al modelo de relaciones sociales que
tenemos en la Trinidad. Dios sería el apoyo último o el fundamento de nuestra
praxis. Pero en la historia actual Dios no actúa, porque no tiene manos, ni
boca, ni pies. Por lo tanto, es nuestra praxis la principal responsable de traer
el reinado de Dios a la historia. Esto significa, respecto a la Trinidad, que las
actuaciones de Jesús y del Espíritu tienden a ser separadas de la historia
presente. Jesús aparece ante todo como modelo de una praxis dedicada por
entero a anunciar y construir el reino. En este sentido, el hecho de que Jesús
esté o no esté vivo en la actualidad no es tan relevante, porque lo decisivo
es que él nos muestra, con su vida pasada, cuál es el modo de luchar
por una sociedad más justa en el presente. Del mismo modo, la función del Espíritu
Santo en el presente tiende a limitarse a la de inspirar nuestras luchas
sociales en favor del reino, por más que no quede muy claro cuál es la
diferencia entre las obligaciones éticas generales y la praxis específicamente
creyente, si es que existe alguna diferencia.
Esta tendencia a la desaparición de Dios como sujeto de su reino conlleva,
necesariamente, la aparición de otros sujetos destinados a construirlo.
Obviamente, estos sujetos habrán de tener el suficiente poder e influencia como
para poder hacer algo significativo en la historia. En algunos momentos se pensó
que las mayorías populares podrían ser, ellas mismas, los sujetos de su
autoliberación. Sin embargo, su impotencia y sus fracasos repetidos llevan a
que la vista se dirija a otros posibles sujetos de tipo económico, social o político.
O incluso la misma iglesia se puede convertir a sí misma en sujeto principal de
la realización del reinado de Dios, en la medida en que sus líderes asumen
posiciones destinadas a influir sobre la sociedad y a transformarla. De este
modo, esta teología del reino puede ser asumida tanto por teólogos
progresistas como conservadores. En cualquier caso, esto significa, respecto a
la Trinidad, una progresiva ``inmanentización'' de su realidad fuera
de la historia. Las actuaciones salvíficas del Padre creador, del Hijo redentor
y del Espíritu de amor se asocian paulatinamente al pasado de la historia de la
salvación, mientras que el presente queda entregado a otros sujetos. Para el
presente, la Trinidad relevante es aquella que, fuera de la historia, en su pura
inmanencia transcendente, nos sirve como paradigma para la ciudad que luchamos
por construir.
Desde el punto de vista de los pobres, esta concepción de la relación entre la
Trinidad y el reino de Dios no es especialmente esperanzadora. Los
pobres están menos capacitados para transformar la historia que otros sujetos más
poderosos, de modo que su función histórica tiende a hacerse subsidiaria.
Ellos han de apoyar los trabajos que otros hacen en favor del futuro reino de
Dios, en el que desaparecerá la desigualdad. Mientras tanto, sin embargo, la
desigualdad continúa, también respecto a sus futuros liberadores. Además, la
vida generalmente agobiada de los pobres se ve recargada con una obligación añadida:
además de asegurar la propia supervivencia tendrán que apoyar los esfuerzos de
otros sujetos por transformar la sociedad. En cualquier caso, los pobres se
convierten en los destinatarios de un reino futuro, sin que de momento puedan
considerarse verdaderos ciudadanos del mismo. Su esperanza no tiene ni arras ni
primicias (Ro 8,23; 2 Co 5,5). Por otra parte, la misma Trinidad queda como un
modelo más bien abstracto e insignificante para la praxis histórica presente.
De hecho, ni siquiera se ve claramente porqué se trata precisamente de una
trinidad: también cuatro, o seis o noventa personas divinas podrían servir
como modelo de comunidad.
Obviamente, este esquema no pretende describir ninguna teología concreta, sino
más bien mostrar las tendencias extremas de una concepción de la Trinidad que,
aunque pretende servir de inspiración para una praxis liberadora, no siempre
resulta especialmente útil para la misma. ¿Significa esto entonces que la
Trinidad ha de permanecer como una especulación metafísica? ¿O hay otras
concepciones de la Trinidad más relevantes para la vida de los pobres y para la
transformación del mundo?
Vamos a esbozar una concepción de la Trinidad que puede
ser verdaderamente relevante y liberadora respecto a nuestra praxis presente.
Porque la Trinidad actúa hoy en nuestra historia, y precisamente en su acto de
reinar. El reinado de Dios está indisolublemente unido a la Trinidad, no porque
la Trinidad sea modelo, sino porque la Trinidad expresa la experiencia de un
Dios que de hecho reina en la historia, por más que su reinado aún no haya
llegado a su culminación.
El lenguaje sobre la Trinidad no parte de consideraciones
abstractas a las que, posteriormente, habría que tratar de dar alguna
relevancia para el presente. Tampoco enuncia simplemente ideales para el futuro.
El discurso sobre la Trinidad parte de la experiencia cristiana actual
concreta de liberación. Se trata, por tanto, de un lenguaje que surge
indisolublemente unido a una experiencia: la experiencia presente del Espíritu.
Esta experiencia puede tener una fenomenología muy variada, que incluyen
experiencia personales y colectivas, tales como el perdón, la reconciliación,
la sanidad corporal y espiritual, o el inicio de una vida renovada en comunidad.
Obviamente, esta experiencia del Espíritu solamente es una experiencia
cristiana válida cuando el entusiasmo en el Espíritu no conduce a un olvido de
la cruz del Hijo (2 Co 13,2-4), y cuando la novedad de una fraternidad
inesperada con otros creyentes no degenera en un aislacionismo separatista. La
comunidad perfecta es aquella que, como el Padre mismo, permanece universalmente
abierta a justos y pecadores (Mt 5,44-48). Dicho en otros términos: la
experiencia cristiana del Espíritu solamente es auténticamente cristiana
cuando es, ya desde ahora, una experiencia trinitaria.
Desde este punto de vista, el reinado de Dios no es primeramente un estado de
cosas, sino un dinamismo que ya está presente en la historia, subvirtiéndola
desde abajo. El reinado de Dios es el hecho de que Dios reina. Es por tanto
reinado antes que reino. El reino como diversos estados de cosas posibles en la
historia será más bien el resultado de que Dios, de hecho, reina. Lo esencial
es, por tanto, un dinamismo. Y este dinamismo tiene dos términos. Por un lado,
están aquellos aspectos y dimensiones del mundo que, de hecho, se oponen al
reinado de Dios, y sobre las que, de hecho, Dios todavía no puede reinar. Son
los poderes económicos, políticos, sociales o religiosos que se oponen a los
designios de Dios sobre la historia, y que por ello son responsables en último
término de la injusticia, del sufrimiento y de la opresión. El otro término
está constituido por aquellos ámbitos de la creación sobre los que Dios puede
ejercer su reinado. Y esto significa, muy en concreto, que en ellos desaparece
toda forma dominación de unos seres humanos sobre otros, porque allí donde
Dios de hecho reina ya no hay otros reyes ni señores. No se trata, propiamente,
de una teocracia, porque el Dios cristiano quiere compartir su reinado con todos
los ciudadanos del mismo (2 Ti 2,12).
Este dinamismo tiene, por tanto, el carácter de un éxodo. El reinado
del Dios trinitario es el mismo reinado de Dios que proclama Moisés tras la
liberación de la esclavitud en Egipto. Y como todo éxodo, el reinado de Dios
requiere un pueblo. No hay reinado si no hay un pueblo sobre el que se reina.
Ello no obsta para que existan muchos ámbitos en la creación sobre los que
Dios ejerce su reinado sin que éste se llegue a hacer humanamente consciente y
explícito. Donde hay amor, allí está Dios. Sin embargo, el misterio de Dios,
su plan sobre la historia, requiere la existencia de un pueblo sobre el que se
haga explícito su reinado, de modo que sea proclamado conscientemente ante toda
la humanidad qué es lo que sucede cuando Dios reina. Y lo que sucede es
precisamente que el reinado de Dios crea desde ahora y desde abajo comunidades
reconciliadas de hermanos y hermanas, en las que ya no hay desigualdad, pobreza
ni dominación. En las que, más radicalmente, ha desaparecido el miedo a Dios,
el ansia insaciable de poseer, y la radical pretensión serpentina de
justificarnos por los resultados de nuestra propia praxis3.
Desde el punto de vista cristiano, esta liberación
solamente puede suceder como obra de un Dios uno y trino. Por más que
esta liberación acontece en nuestra praxis, transforma nuestra praxis, y anime
e inspire nuestra praxis, esa liberación es obra del Dios trino, que
de este modo afirma y realiza su reinado sobre nuestra praxis histórica. El
poder de liberarnos le pertenece sólo a él, y no a alguno de los muchos
caudillos que hay en el mundo (Sal 108,12). Ahora bien, lo que hay que explicar
entonces es por qué precisamente es un Dios trino el que nos libera.
Desde el punto de vista de la fe cristiana, la vida, la muerte y la resurrección
de Cristo cumplen una función central en nuestra liberación. Es lo que la
teología clásica llamaba la ``obra de Cristo''. ¿En qué consiste esta obra?
En su vida, Cristo proclamó a los pobres como privilegiados por el amor de
Dios. Esto, obviamente, rompe con la raíz última del pecado humano, que se
halla en la pretensión adámica de autojustificación. Quien quiere vivir de
los frutos de sus acciones, proclama sus propios éxitos como el resultado
merecido de los propios esfuerzos. Y esto significa, a la inversa, que todos los
desgraciados de la historia no hacen más que cosechar el resultado
correspondiente a sus propias faltas4.
Del mismo modo, la pretensión adámica de autojustificación conduce a utilizar
a los demás, al medio ambiente e incluso a uno mismo como medios para aumentar
el propio poder de producir los resultados que nos autojustifiquen. De este
modo, surgen la dominación, la búsqueda de poder y prestigio, y la destrucción
del medio ambiente natural. Jesús de Nazaret, en cambio, anuncia un Dios que es
Padre bueno, que hace salir el sol sobre justos y pecadores (Mt 5,45), y que
compensa a todos por igual, con independencia de sus merecimientos. De este
modo, Jesús es percibido como un blasfemo y como una amenaza para los poderes
religiosos, sociales y políticos, fundamentados últimamente en la lógica adámica
de los merecimientos.
Este enfrentamiento culmina en la cruz. Allí Jesús experimenta el
destino de todas las víctimas de la historia. Su muerte es interpretada dentro
de la misma lógica como el castigo merecido por su impiedad y por su rebeldía.
De hecho, Dios no interviene para liberarle de la muerte. Desde el punto de
vista de sus ejecutores, la no intervención de Dios confirma su culpabilidad.
Sin embargo, un rescate divino de Jesús, aunque hubiera afirmado su justicia,
hubiera confirmado en su presunta culpa a todos los pobres, enfermos y
marginados que en la historia han sido presentados como abandonados por Dios.
Dios no interviene, y Jesús experimenta el abandono de Dios. Sin embargo, la fe
cristiana afirma, como el centurión ante la cruz, que Cristo era el Hijo de
Dios (Mc 15,39). Es decir, que Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo
consigo (2 Co 5,19). De aquí surgen todas las afirmaciones fundamentales de la
fe cristiana, y de aquí surge también la concepción cristiana de Dios como
uno y trino: crux probat omnia. Si Dios estaba en Cristo, esto quiere
decir, por una parte, que Dios ha experimentado en sí mismo el destino de los
pobres, de los enfermos y marginados, en definitiva de todas las víctimas de la
historia. El que tenía que servir como garante de una correspondencia entre
nuestras acciones y sus resultados ha cargado en sí mismo con las presuntas
consecuencias de todos los delitos. Pero si Dios estaba en la cruz, esto quiere
decir también que Dios no ha intervenido para salvar al justo y para castigar a
los pecadores. Dios ha anulado, cargando con sus últimas consecuencias, el
esquema de la ley. Por eso ha hecho posible el perdón y la reconciliación de
la humanidad entera.
Esto no puede ser más que un acontecimiento trinitario. Y es que Dios mismo, en
Cristo, ha experimentado el abandono de Dios. La expresión, ``Dios mío, Dios mío,
por qué me has abandonado'' (Mc 15,34) no se refiere, como se ha dicho con
frecuencia, a la humanidad de Cristo a diferencia de su divinidad (o, como decía
Hilario de Poitiers, a la humanidad que se ve abandonada por la divinidad). El
abandono se refiere a Dios mismo, que experimenta personalmente la lejanía de
Dios, la muerte y lo que la teología ha llamado clásicamente ``el descenso a
los infiernos''. Es la situación de los que presuntamente han sido abandonados
por Dios a lo largo de la historia. Este abandono de Dios por Dios solamente se
puede decir, con los límites de nuestro lenguaje, como una diferencia entre
Dios y Dios. No se trata, como quiere Moltmann, de un enfrentamiento ni de una
escisión en la divinidad5.
Se trata de que Dios mismo, sin dejar de ser Dios, ha experimentado
personalmente en Cristo el destino de los aparentemente abandonados por Dios en
la historia. Y lo ha sufrido de una manera real, y no como una farsa: el Dios
invocado no se hace presente, y Cristo no es salvado de la cruz. Sin embargo, la
experiencia del abandono no es una ruptura en la divinidad. Porque, en la cruz,
es un sólo y único Dios el que ha sufrido personalmente el destino de Cristo.
Dios no es sólo el Hijo que asume la suerte de todas las víctimas de la
historia y los castigos presuntamente destinados a los pecadores. En la cruz,
Dios sigue siendo el Padre bueno que hace salir el sol sobre justos y pecadores.
Solamente de esta manera puede Dios justificar a todas las mismas sin dejar de
posibilitar un camino histórico de reconciliación.
De hecho, el abandono de Dios por Dios solamente es principio de reconciliación
si no se interpreta como una escisión metafísica en la divinidad. La
existencia de dos dioses, uno para solidarizarse con las víctimas y otro para
perdonar a los verdugos, no es capaz de derribar el muro de la división entre
ambos. El abandono de Dios por Dios, si fuera una ruptura en la divinidad,
significaría una divinización del sufrimiento, al estilo de lo que sucede
ocasionalmente en la historia de las religiones. El abandono de Dios por Dios es
verdaderamente liberador precisamente porque no se da una ruptura en la
divinidad. Sigue habiendo un lazo de unión entre el Padre y el Hijo. Y este
lazo de unión es precisamente el Espíritu. La identificación de Dios con
Cristo no significa solamente que Dios mismo experimenta el abandono de Dios. La
identificación de Dios con Cristo significa que la muerte no tiene poder sobre
Cristo (Hch 2,24). Si Dios se ha identificado con Cristo, la muerte ya no puede
dominarle (Ro 6,9). Dicho en otros términos: Cristo está vivo, ha resucitado
de entre los muertos. La resurrección nos muestra que el abandono sufrido por
el Hijo no es una ruptura en la divinidad. Aunque Dios no se ha hecho presente
salvando a Cristo de la Cruz Dios estaba siempre presente porque el lazo de unión
entre el Padre y el Hijo nunca se ha roto. La identificación de Dios con Cristo
es posible porque la diferencia real entre el Padre y el Hijo no es una ruptura,
sino ese lazo de amor que llamamos Espíritu. Por eso no nos debe extrañar que
Pablo nos diga expresamente que el Espíritu resucitó a Jesús de entre los
muertos (Ro 8,11).
De esta manera se hace claro entonces que la obra de Cristo
solamente puede ser entendida plenamente como una obra trinitaria. Solamente si
Dios es Padre, Hijo y Espíritu es posible nuestra reconciliación. Y solamente
si esas diferencias reales en Dios no significan una escisión triteísta de la
divinidad, es posible que la lógica adámica de autojustificación pierda su
poder sobre nosotros. La pérdida de ese poder solamente se explica por la
presencia del Espíritu en la historia, soplando allí donde quiere. Y es que la
abolición de la pretensión humana de autojustificación solamente es posible por
la fe. No se trata de ninguna arbitrariedad. La fe cristiana es justamente
la confianza en que Dios mismo, en la cruz de Cristo, ha anulado el esquema de
una correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados. Y esto significa,
a la vez, el perdón de los pecadores (que no reciben su castigo) y la
justificación de los pobres (que son liberados de su presunta culpabilidad y de
su presunto abandono por Dios). En cuanto que creemos en esa obra de Dios en
Cristo, en esa misma medida somos liberados de la pretensión de justificarnos y
de la culpabilidad que nos declara merecedores de nuestras desgracias.
Ahora bien, la fe cristiana no puede ser concebida como un nuevo mérito
nuestro. Si así fuera, nosotros mismos seríamos los autores de nuestra
justificación, y no habríamos salido de la lógica de Adán. La fe no puede
ser más que un don de Dios. Es la obra de Dios en nosotros. Más concretamente:
es la obra del Espíritu. ``Nadie puede decir 'Jesús es el Señor', si no es
por obra del Espíritu'' (1 Co 12,3). Y esto tiene una importancia crucial,
porque nos muestra el sentido trinitario de la fe. Por la fe, sabemos que Cristo
ha cargado con los presuntos castigos que nos corresponden por nuestros pecados.
No necesitamos más sacrificios expiatorios, porque la muerte de Cristo es el
sacrificio que acaba con la lógica interna de todos los sacrificios. Por la fe,
sabemos también que Cristo se ha solidarizado con los pobres, los marginados,
los derrotados y los enfermos, mostrándoles su amor y liberándoles de la
culpabilidad que declara merecida su situación. De este modo, por la fe somos
reconciliados con Dios, al que podemos llamar Abba, Padre. Dicho de
otra manera, por la fe podemos participar en la relación del Hijo con el Padre.
Y es justamente el Espíritu que nos inspira la fe el que posibilita esto. Dicho
en términos paulinos: ``no recibisteis el espíritu de esclavitud para estar
otra vez bajo el temor, sino que recibisteis el Espíritu de filiación
adoptiva, en el cual gritamos 'Abba, Padre''' (Ro 8,15; Gl 4,6).
Esta liberación está cargada de consecuencias. Ante todo, en ella Cristo es
experimentado como una persona viva, capaz de realizar en nuestra vida personal
y comunitaria aquello mismo que realizó de una vez por todas en la cruz. Si la
lógica de Adán hace aparecer ídolos y señores que pretenden garantizar una
correspondencia entre nuestras acciones y sus frutos, en la lógica de Cristo
todo se invierte. Los discípulos de Cristo ya no tienen ídolos, ni padres, ni
reyes, ni señores, ni maestros (Mt 23,1-12). Sobre ellos solamente reina Cristo
mismo, que es ahora quien ejerce el reinado en nombre del Padre. La identificación
de Dios con Cristo no sólo implica su resurrección, sino también su exaltación
a la diestra trono de Dios (Heb 8,1; 12,2), en el que ha sido constituido como Señor.
Este trono no es ningún sillón celestial, sino el símbolo del reinado de
Dios, que ahora es ejercido por Cristo. En la medida en que este reinado es
posibilitado por el Espíritu que resucitó a Cristo y que nos resucita a
nosotros mismos del pecado, puede decirse también que ``el Señor es el Espíritu''
(2 Co 3,12). Este reinado no es una entidad espiritual, sino una realidad en la
historia. Dios reina allí donde, por la fe, desaparecen las consecuencias del
pecado de Adán, y aparece una comunidad reconciliada en la que se comparten los
bienes, desaparecen las diferencias sociales y se supera la pobreza.
Esto supone un desafío a los poderes de este mundo, no sólo por la aparición
de una forma de vida alternativa, sino porque el reinado de Jesús como Mesías
en el presente entra en contradicción con toda otra forma de soberanía
presente en la historia (Hch 17,7). La redención operada en Cristo no es un fenómeno
puramente individual o espiritual, sino que entraña una transformación de
todas las relaciones de poder en la historia. Dicho en términos bíblicos: Dios
``anuló el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era
contraria, y la ha quitado de en medio al clavarla en la cruz, y despojó a los
principados y autoridades, y los exhibió como espectáculo público, habiendo
triunfado sobre ellos en la cruz'' (Col 2,14-15). De hecho, el reinado del Jesús
implica que todos los demás reinados pertenecen al viejo eón y, aunque cumplan
una función histórica allí donde todavía rige el esquema adámico de los
merecimientos, están llamados a desaparecer cuando el reinado de Cristo llegue
a su plenitud, y sea finalmente devuelto al Padre. Entonces habrá desparecido
de la historia toda injusticia y toda dominación, y Dios lo será todo en todos
(1 Co 15,23-24).
El reinado de Dios, por tanto, no es una utopía para el
porvenir, sino un dinamismo que ya está actuando en la historia. El reinado ya
está presente allí donde Jesús reina, en la comunidad de sus discípulos. Y,
sin embargo, esta comunidad no es el reinado de Dios. El reinado de Dios es el
ejercicio dinámico de su soberanía en la creación y en la historia, ejercido
por el Hijo por medio del Espíritu. Este Espíritu, aunque sopla donde quiere,
se hace explícitamente presente allí donde los creyentes pueden llamar sin
temor a Dios ``Padre'', formando comunidades fraternas de hermanos y de
hermanas. Otras luchas por la transformación de la historia siguen siendo tan
urgentes y necesarias como antes. Sin embargo, en las comunidades cristianas se
inicia la transformación más subversiva y radical, porque en ellas ha
desaparecido el poder del pecado de Adán y, con él, todas sus formas
consecuentes de dependencia, de opresión y de muerte. Por supuesto, esa
transformación de la historia solamente es posible de una forma trinitaria.
Dios es el que nos libera, y esa liberación tiene un carácter estrictamente
trinitario. Solamente en el abandono de Dios por Dios, en la novedad de la fe, y
en la inclusión, por el Espíritu en la relación de Dios con Dios, es posible
una transformación radical de la historia.
Desde este punto de vista, resulta también obvio que la trinidad no es
primeramente un modelo abstracto de comunidad. Más que modelo, la trinidad es
la forma concreta en que nuestro Dios realiza en la historia una comunidad que
no es nuestra comunidad, sino su propia comunidad, la
comunidad entre el Padre y el Hijo por obra del Espíritu. El Espíritu, al
incluirnos por la fe en la relación entre el Hijo y el Padre, no nos
proporciona un modelo, sino que nos incluye en su propia vida trinitaria,
transformando radicalmente la historia humana, desde ahora y desde abajo. Por
eso, cualquier modalismo carece de sentido liberador, puesto que la Trinidad no
es sólo el modo en que Dios se manifiesta ad extra en la historia de
la salvación. Precisamente porque la Trinidad expresa análogamente la realidad
misma de Dios, resulta entonces que nuestra participación en la relación de
Cristo con Dios no es otra cosa que una inclusión en la misma vida divina. Las
comunidades que Dios crea en la historia, no son el ámbito de un reinado
meramente externo. Ellas son el ámbito donde la vida trinitaria misma de Dios
tomar cuerpo en la historia. La salvación no es sólo santificación en cuanto
separación alternativa al mundo. La salvación es inclusión en la vida
trinitaria. Y entonces sí hay algo nuevo en la historia.
Desde este punto de vista, la Trinidad expresa una esperanza real para los
pobres. Ante todo, para los pobres con Espíritu, porque de ellos es el reinado
de Dios. Entre los pobres, Dios sorprende continuamente a los sabios y
entendidos de este mundo, creando comunidades en las que ellos mismos salen de
la desesperación y de la culpabilidad, y se convierten en administradores
libres de sus propias vidas. En esas comunidades, se experimentan las primicias
de un mundo nuevo, y se comienzan a superar, desde ahora y desde abajo, la
pobreza, la desigualdad y la injusticia. Estos pobres experimentan que no son
otros bienhechores los que van a transformar el mundo en su favor, sino que es
Dios mismo el que ya desde hoy ha iniciado esa transformación. Por eso, ellos
mismos toman la palabra y ``hablan en lenguas'' sin necesitar que otros hablen
en su nombre. Para los pobres sin Espíritu, las comunidades cristianas
constituyen la señal visible, ya desde ahora, de lo que Dios quiere hacer con
todos pobres de la tierra, que no es otra cosa que sacarlos de la pobreza, de la
dominación y de toda forma explícita o velada de dependencia.
Esta esperanza, sin embargo, es para todos. Los verdugos y los pecadores reciben
el anuncio del perdón de sus pecados, y la posibilidad de integrarse en una
nueva fraternidad. Los ricos y los poderosos reciben la posibilidad concreta de
renunciar a su riqueza y a su poder, para pasar a formar parte de las nuevas
realidades que Dios crea en la historia. De ellos no se esperan primeramente
grandes obras caritativas o políticas. Lo que se espera de ellos más
radicalmente es que dejando lazos materiales y familiares, pasen a formar parte,
como iguales, como hermanos y como hermanas, de aquellas comunidades en las que
Dios va haciendo presente en la historia su reinado trinitario. Obviamente, todo
esto no es posible sin el trabajo y sin el esfuerzo humano. Sin embargo, la
iniciativa última que posibilita toda renuncia no es otra que la del Dios que
nos capacita, por el Espíritu, para poner nuestra confianza en Él. Solamente
así es posible colaborar con Dios en el ejercicio de su reinado. De esta manera
se abre para toda la humanidad la posibilidad de una transformación radical de
la historia. Una transformación en la que todos están invitados a formar parte
del gran banquete fraterno con el que nuestras pobres analogías reflejan la
misma vida trinitaria de Dios.
En el lenguaje teológico, la ``inmanencia'' de la Trinidad se distingue de su ``economía''. La primera se refiere a la Trinidad en sí misma, con independencia de su obra en el mundo, mientras que la segunda se refiere a su actuación en la historia de la salvación.
``Jésus annonçait le royaume, et c'est l'eglise qui este venue'', en Alfred Loisy, L'Evangile et l'Eglise, París, 1902, p. 111. En realidad, Loisy criticaba el individualismo liberal de Adolf von Harnack, subrayando la continuidad entre el reinado de Dios y la iglesia.
Sobre la interpretación de Gn 3, puede verse mi libro Teología de la praxis evangélica. Ensayo de una teología fundamental, Santander, 1999, pp. 184ss.
Sobre la gravedad socio-política de este modo de pensar puede verse P. Krugman, El retorno de la economía de la depresión, Barcelona, 2000, pp. 171ss. También A. Costas, ``Más ricos y desiguales'', en El País, 30/1/99, p. 12.
Tal como
planteaba en su Der gekreuzigte Gott. Das
Kreuz Christi als Grund und Kritik christlicher Theologie,
München, 1972, p. 142.