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para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

 

Experiencia de Dios y Cultura

 

Alberto Simons Camino, S.J.

 

Introducción

 

Para lograr el propósito de esta reflexión que es ver la relación entre la experiencia de Dios y la cultura en sus diversas expresiones, partimos de la visión que se da de la dimensión cultural en la actualidad, siguiendo el documento sobre "Nuestra misión y la cultura" de la Congregación General 341. Luego examinamos lo que podemos entender por experiencia teniendo en cuenta los diferentes niveles en que se da y nos centramos en la experiencia de Dios que se nos da en Jesucristo. Finalmente tratamos de vislumbrar cómo se pueden recoger las diferentes manifestaciones culturales y religiosas de la humanidad desde un eje en el que se puedan entroncar todas, sin dejar de lado la originalidad y fecundidad le son propias a cada una.

 

Creemos que ese eje y también criterio de verificación de la validez de las diferentes experiencias, se puede dar en la búsqueda común de aquello que humaniza auténticamente al ser humano. Aquello que da sentido a su vida y le es característico: el descubrimiento de la verdad, la libertad, el amor, la justicia, la paz y el bien que es común a todos solidariamente. Aquello que los lleva más allá de sí mismos hacia la Realidad en que nadie quede excluido y todos se sientan incluidos, no en la abstracción de lo general sino en la concreción de lo personal corporativo.

 

La hipótesis que proponemos es que el camino para nuestro propósito no tiene mucho futuro si se realiza al nivel de ideologías, doctrinas o credos. Nos parece que el camino más promisorio está en la profundización radical de nuestras experiencias singulares hasta encontrarnos en lo que es común y propio a todos los seres humanos en su radicalidad, hallando así la unidad en la pluralidad. Ahí podremos encontrar la realidad de Dios, desígnesele como se le designe, y a Jesucristo como paradigma de esa humanidad que el ser humano está buscando. Para lograrlo debemos enfrentarnos sin miedo a la verdad allí donde se encuentre, como lo hizo Jesús, aunque no sea en aquellos que son de nuestra misma raza, nación, grupo social, género, moral, religión o cultura.

 

 

I Fe y Cultura2

 

El texto sobre misión y cultura no es un documento aislado; hay que leerlo en el conjunto de los otros tres referidos a la misión: Es lo que afirman los últimos números (15-21) del documento denominado "Servidores de la misión de Cristo"3. En breve, las afirmaciones fundamentales son:

 

1. El fin de nuestra misión (el servicio de la fe) y su principio integrador (la fe dirigida hacia la justicia del Reino) están dinámicamente relacionados con la proclamación inculturada del Evangelio y el diálogo con otras tradiciones religiosas como dimensiones de la evangelización;

2. La justicia (preocupación de la CG 32) sólo puede florecer de veras cuando comporta la transformación de la cultura, ya que las raíces de la injusticia están incrustadas en las actitudes culturales y las estructuras económicas;

3. En este proceso, el Evangelio no queda inmune: cuando el diálogo entre Evangelio y cultura se realiza "en el corazón mismo de la cultura", el mismo Evangelio "se enriquece, se renueva y hasta se transforma";

4. Por ello, "no puede haber promoción dela justicia sin comunicar la fe, transformar las culturas, colaborar con otras tradiciones religiosas".

5. Por último, "la fe que busca la justicia es, inseparablemente, la fe que dialoga con otras tradiciones y la fe que evangeliza la cultura".

 

No hay cabida, por tanto, para una lectura "culturalista" de lo cultural, para una especie de "lectura fundamentalista" en la que esta dimensión se encierra en sí misma y se sobredimensiona en relación a otras (en este caso, la relación fe-justicia, el diálogo interreligioso). Como afirma claramente el texto "Servidores de la misión de Cristo", se llega al tema de lo cultural porque es cada vez más claro que no se puede prescindir de él si realmente deseamos transformar las estructuras sociales, económicas y políticas.

 

El texto de la CG se atreve a presentar una definición de cultura. La tarea no es nada fácil. A. Tornos4, por ejemplo, nos habla de la multiplicidad de definiciones que este término ha provocado entre los académicos: a entender la cultura se ha dedicado toda una ciencia social como es la antropología.

 

Si bien no pretendemos dar una definición precisa y adecuada del término, sí podemos al menos evitar algunas acepciones que nos desorientarían bastante para lo que pretendemos pero que, sin embargo, forman parte de lo que el así llamado "sentido común" entiende por cultura. Es el caso, por ejemplo de la cultura entendida como refinamiento social o nivel de instrucción. Tal acepción no nos ayuda por ser muy parcial y discriminatoria, pero no podemos desconocer su popularidad y la posibilidad de su uso con una intencionalidad política y social. Tampoco nos ayudan mucho las acepciones de cultura más bien estáticas y de museo que uno aprende en los centros educativos (cultura chavín, cultura maya o azteca). Ni siquiera las acepciones que encontramos en ambientes más reivindicativos como aquellos que invitan a defender los valores culturales propios fomentando el folklore nos ayudan mucho, pues asocian lo cultural a lo particular y no como una dimensión que impregna toda la realidad.

 

La CG 34 nos da la siguiente definición, definición que distingue diferentes niveles en la vivencia, fundamentación y expresión de la cultura:

‘Cultura’ significa la manera en que un grupo de personas, vive, piensa, siente, se organiza, celebra y comparte la vida. En toda cultura, subyace un sistema de valores, de significados y de visiones del mundo que se expresan al exterior en el lenguaje, los gestos, los símbolos, los ritos y estilos de vida.5

Hay, sin embargo, otros dos textos que son tanto o más indicativos de lo que cabe entender por cultura:

 

El primero es el n. 25: al hablar de los procesos de transformación cultural, este párrafo incluye dentro de la cultura "las relaciones sociales", "el patrimonio" (=tradición), los "proyectos intelectuales" (en el campo de la ciencia y de la innovación tecnológica), "sus perspectivas críticas sobre la religión, la verdad y la moralidad" (es decir, lo santo o lo profano; lo que se considera falso, erróneo o verdadero y acertado; el campo del bien y del mal) y finalmente el campo de la "interpretación" de sí mismo y del mundo en que vive. La cultura es, pues, lo objetivo (el campo de las relaciones sociales o de la tradición) pero es también el campo de lo subjetivo (ahí donde se juegan las interpretaciones sobre la propia identidad o los juicios de valor).

 

El otro es el n. 18: la cultura incluye categorías mentales, hábitos del corazón y metáforas-raíces (radicales) y el mismo proceso que nos permite vivir una experiencia intensa, una experiencia fundante. La referencia a las "metáforas radicales" (término acuñado por S. Pepper) tiene que ver con las tendencias que guían a todo un colectivo y que marcan sus hábitos del corazón. El trabajo de Bellah sobre el individualismo norteamericano remite a la metáfora de la competencia como la metáfora radical de una cultura.

 

Ambos párrafos nos dicen, pues, que la cultura se sitúa en el ámbito de lo dado-por-supuesto. La mejor manera de captar esto es entrar en contacto con otras "culturas", como lo fomenta el documento (n. 28.6). Es el caso del llamado shock cultural: nuevas e inesperadas experiencias remecen nuestros modos de interpretar y valorar la realidad, aquello que no sólo dábamos por supuesto sino que pensábamos como universalmente válido.

 

Pero resulta que lo cultural es la dimensión de lo particular, lo que nos remite a nuestros propios condicionamientos y nos hace tomar conciencia de que estamos siempre parados en la realidad en una determinada ubicación que nos aporta una perspectiva. En un segundo momento, incluso, llegamos a tomar conciencia que tampoco se trata de una "reciprocidad de perspectivas" al decir de las sociologías de la cultura. Esto es, no vale la suposición de que si el otro estuviera aquí vería las cosas como yo las veo; se trata de que las ve diferente, incluso aunque se encuentra en el mismo lugar que yo, porque la cultura de la que procede así se lo hace ver.

 

Entendida así la cultura, no hay personas cultas e incultas, culturas ancladas en el pasado o en la periferia. Existimos personas que somos cultura. "En cada hombre habla la cultura" dice Derrida. A. Tornos, señala que "el hombre es un lugar en el que anda la cultura" y G. Simmel que "cada cultura es un camino del alma hacia sí misma". Por eso, el documento puede decir que "evangelizamos a las personas en su cultura respectiva" (n. 27,4).

 

Si la sociedad moderna ha resaltado el tema de la cultura es porque es característica de ella una situación de pluralismo por el cual coexisten en el mismo espacio físico mundos culturales distintos. Es más, como somos transeúntes entre ellos, debemos trabajar mentalmente con diversos códigos que nos permitan movernos y manejarnos en cada uno de ellos.

 

Una situación particular de la Iglesia de este cambio de siglo es la cada vez mayor toma de conciencia de este pluralismo cultural y del modo como la afecta en sus relaciones con la cultura. "Por eso - dice Juan Pablo II – he afirmado que una fe que no se hace cultura, es una fe ‘no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida’" (Christifideles Laici)

 

La Congregación tuvo sesiones de debate teológico. Es verdad que no fueron muchas pero sí las suficientes como para orientar la redacción de los textos más importantes y, entre ellos, los de misión. Una muestra de ello fue el debate que se produce a raíz de la primera redacción del decreto "Servidores de la misión de Cristo". Esta redacción, producida en ambientes europeos, iniciaba el decreto con la reflexión sobre el Cristo Resucitado porque, según lo decían en su justificación, "había que alentar la esperanza de los compañeros desanimados por las muertes y fracasos de los últimos años". La reacción latinoamericana, española y de muchos norteamericanos no se hizo esperar: había que incluir la experiencia de los pueblos permanentemente crucificados. Había que hacerlo desde la experiencia de fe de esos pueblos y también desde el entronque con la experiencia espiritual que funda la Compañía.

 

Este debate se hace, por lo demás, con plena conciencia de formar parte de los procesos culturales que se van dando, con sus posibilidades y límites. Algo de esto recoge el texto mismo al señalar que el así denominado "dialogo fe–cultura", que el texto menciona con frecuencia, pasa por una experiencia personal (n. 20).

 

Lo teológico no escapa a las coordenadas culturales en que se presenta; la teología, como todo saber, se encuentra condicionada por la realidad histórica en que se da. En ese sentido, el texto se encuentra con un camino ya bastante recorrido. Como sabemos, durante un buen tiempo el tema de la "inculturación" estuvo vinculado a la "adaptación" del mensaje evangélico a la cultura a la que estaba destinado. Fueron los tiempos del uso de la metodología exegética de la "equivalencia dinámica" usada para "traducir" la simbología bíblica en conceptos para luego buscar los paralelos en la nueva cultura y traducirlos entonces en una nueva simbología. En liturgia, esto se concretó en la búsqueda de nuevas formas de celebración, más adaptadas a cada lugar, y en una posible sustitución de ritos o de fórmulas sacramentales. En la formación de agentes pastorales (seminaristas, catequistas) se trató de incorporar nuevos contenidos a los ya tradicionales bajo el rubro de "religiosidad popular" (magia, etc.). Sin embargo, estas aproximaciones hicieron agua muy pronto por su restringido manejo de la cultura y por su incapacidad de captar sus aspectos más dinámicos. Además, se asociaba el término a la misionología de este siglo para la que la doctrina estaba clara y había que transmitirla a los pueblos no creyentes. No se aplicaba por tanto a las culturas consideradas cristianas.

 

El documento de la CG no va por ahí. Quizá por ello prefiere más bien usar las expresiones "inculturación" y sobre todo "diálogo entre la fe y la cultura". Por ellos entiende fundamentalmente el proceso por el cual los cristianos, reunidos en una comunidad local denominada iglesia, intentan hacer significativa su fe en Jesús en los términos del medio cultural en que viven y conviven a sabiendas que el Evangelio que anuncian es, también él, un producto culturalmente condicionado pero que sin embargo puede enriquecer, para sí y para los hombres y mujeres de cada cultura, su misma convivencia diaria. Este encuentro, de lograrse, es fuente de innovaciones en la cultura y de nuevas formas históricas de vivir la fe6.

 

No es posible hacer un estudio teológico detenido pero sí se puede indicar los elementos esenciales de la visión ignaciana del mundo, que late en el texto que comentamos y que va a marcar el modo ignaciano de estar en el mundo. Trataremos de recoger las afirmaciones fundamentales del documento:

 

El único punto de partida válido para el diálogo fe y culturas es un intento sincero de trabajar dentro de la experiencia compartida de cristianos e increyentes en una cultura secular y crítica. Esto se deberá dar en una actitud de diálogo basada en compartir la vida, compartir un compromiso de acción a favor de la liberación y de derechos humanos, compartir valores y compartir la experiencia humana. Al mismo tiempo, si la teología se desarrolla teniendo en cuenta la cultura crítica contemporánea, puede ayudar a descubrir los límites de la inmanencia y la necesidad humana de la trascendencia (n. 23).

 

La visión es una visión fundamentalmente positiva del mundo: la mística ignaciana nos conduce simultáneamente hacia el misterio de Dios y su presencia activa en la creación. El carácter simultáneo es lo propio de un Ignacio que es capaz de ver a Dios en todas las cosas ("contemplación para alcanzar amor") como fruto de su experiencia fundante. Por ello, la mística ignaciana es una mística relacional: ni solo Dios ni solo el mundo sino "contemplativos en la acción", capaces de ver la presencia (o ausencia) de Dios en el mundo. Esto es lo que, por otra parte, se expresa en el término evangélico de Reino de Dios. No hay, pues, lugar teológico más importante que el mundo mismo, que el corazón de la cultura humana. Por ello, se puede decir que Cristo "nos llama a situarnos en lo más íntimo de la experiencia humana" (n. 6).

 

Nunca se plantea la disyuntiva entre Dios o el mundo; por el contrario, siempre se trata de Dios en el mundo para llevarlo a su plenitud de modo que el mundo llegue a ser plenamente en Dios (n. 7). Esa es la tarea del Espíritu de Dios en la historia. El Espíritu Santo no suele ser un protagonista en la teología católica; tampoco está muy presente en el conjunto de los documentos de La CG 34. Sin embargo, es en este documento donde más se le cita. Y se le cita siempre para indicar que la acción del Espíritu colabora con la de los hombres en la cultura para llevar a plenitud la historia humana, prolongando así el misterio de la Encarnación. Es el Espíritu "que sopla donde quiere" el que va abriendo siempre nuevos caminos.

 

Nuestro papel es colaborar con la actividad de Dios (n. 17): el texto deja bien claro que no somos nosotros quienes plantamos su semilla en la cultura (las "semina Verbi"); es Él quien lo hace, a nosotros nos toca colaborar a que esa semilla fructifique. Se trata de ver cómo el Señor se hace presente en la diversidad de las experiencias culturales humanas con el fin de presentar el Evangelio como la presencia explícitamente liberadora de Cristo (n. 8).

El uso del término "liberador" nos remite también a la experiencia pascual: La perspectiva desde la que se ve el mundo y las culturas humanas es la cruz de Cristo. Toda cultura produce crucificados. En toda cultura hay drama y conflicto: el decreto se abre con la cita de la Evangelii Nuntiandi en la que Pablo VI se refiere a la ruptura entre evangelio y cultura como el "drama de nuestro tiempo" (n. 2). Eso nos permite una visión positiva pero realista. De lo que se trata es de que el vector de crecimiento que brota del corazón de una cultura la conduzca hacia el Reino (n. 8). Por eso, el análisis cultural debe apuntar a descubrir las "metáforas radicales" de la cultura; no quedarse en los signos sino descubrir el entramado en el que esos signos adquieren significación.

 

En cuanto al aspecto contracultural, podemos decir que en todo proceso de inculturación hay una doble tensión, porque, por una parte, el Evangelio debe continuar siendo siempre buena noticia para sus destinatarios al mismo tiempo que se va concretando en expresiones culturales visibles, para que tenga validez histórica. Por otra parte, el Evangelio debe continuar siendo católico al mismo tiempo que se inserta e innova formaciones socio-culturales particulares; más aún, cuanto más lograda es la formación particular, tanto más posible será que ella se universalice y aporte a toda la Iglesia. Ejemplo de esto es la teología de la liberación. En este sentido, todo proceso de inculturación tiene dos momentos: continuidad con la tradición y ruptura y creación de nuevas modalidades de ella.

Se puede ser contracultural si uno ha entrado realmente en la cultura, si ha habido un proceso de inculturación. Está lejos del horizonte conceptual del texto el que el término contracultural pueda asociarse a aislacionismo del mundo, a una especie de nueva "fuga mundi" o a una reafirmación integrista de los valores cristianos que no pasen por los necesarios condicionamientos culturales. Lo que el texto sí expresa es que inculturación no es asimilación, es decir, validación de todo lo que hay en la cultura. El texto ilustra esto remitiéndonos al carácter racionalista y secular de la cultura moderna, destructor de valores espirituales (n. 24). Por ello, el evangelio provoca resistencia; es contra-cultural: la llamada de Cristo va siempre en contra de los valores que rechazan la trascendencia espiritual y fomentan un tipo de vida centrado en sí mismo (n. 24). Pero es también contra-cultural porque nunca se encuentra satisfecho con lo logrado; en ese sentido, más que contra...es pro-cultural; provoca a la cultura hacia delante, hacia su plenitud.

 

Una evangelización inculturada no tiene por objeto secularizar o diluir el Evangelio acomodándolo al horizonte cultural sino que apunta a introducir la posibilidad y realidad de Dios a través del testimonio y del diálogo (n. 22). El texto va por otro camino: "Nuestra intuición es que el Evangelio sintoniza con todo lo que hay de bueno en cada cultura" (n. 11). Pero eso sólo será posible en la medida en que cada cultura asuma el evangelio "desde dentro" de ella misma, dando "testimonio del Espíritu creativo y profético". Esto hará posible tanto "que el Evangelio enriquezca esas culturas" como que "sea a su vez enriquecido por su presencia inculturada en diferentes contextos" (n. 13).

 

 

II La experiencia de Dios

 

Lo que hemos visto hasta ahora nos da pie a que podamos tratar de la experiencia de Dios ubicados en nuestros contextos culturales. Pero antes es conveniente ver:

 

a) Qué podemos entender por experiencia

 

Por experiencia vamos a entender aquí el "éthos", el modo o forma como vivimos la realidad de forma inmediata consciente, la manera particular como existimos en el mundo y el modo como el mundo se da en nosotros. La experiencia tiene su origen en la recepción de impresiones producidas por realidades a lo largo de la vida, tiene carácter de acontecimiento y descubrimiento. No es un saber sólo teórico, sino práctico, adquirido por el contacto con cosas y personas en el tiempo. Nuestro tema no es, pues, considerar las formas extraordinarias de experiencia de Dios o únicamente personales, sino cómo se experimenta a Dios o por lo menos sus huellas en las particularidades culturales. Las experiencias humanas, como hemos visto, siempre tienen una dimensión social y cultural. Cada experiencia la insertamos en unos contextos y formas de experiencia más amplios que nos proporciona la sociedad y cultura en la que estamos insertos (especialmente por el lenguaje que traduce la memoria de una experiencia ancestral). La experiencia entraña tradición y pasado pero también se vive en el presente y está abierta al futuro. El presente y la visión del futuro pueden poner en cuestión las experiencias pasadas, sin eliminarlas necesariamente. Por otra parte, la experiencia junta a un elemento que es pasivo, recibido, otro que es activo, práxico. Como señala W. Kasper:

experiencia es la totalidad del horizonte concreto y pre-reflejo en el que tiene lugar nuestro encuentro inmediato con el mundo; el modo concreto de comprender y "practicar" la realidad.7

 

b) Diferentes niveles de experiencia

 

El punto de vista del mundo occidental actual está todavía muy marcado por las ciencias naturales positivas y por la técnica, y por ello, por el tipo de experiencia que brota de ellas, de tal manera que se suele identificar el término "experiencia" con el de experiencia empírico-positiva. Sin embargo sabemos que esta forma de experiencia tiene sus límites. De alguna manera las ciencias y sus leyes son interpretaciones, más o menos exactas que hace el ser humano de la realidad, pero no son la realidad misma. Por otra parte, tanto su fundamento como su finalidad están más allá de ellas, las trascienden. Las preguntas de las ciencias y técnica son por el qué y como, pero las pregunta sobre por qué (fundamento) y el para qué (finalidad), remiten al ser humano en quien está tanto el fundamento como la finalidad de las ciencias y la técnica. Éstas plantean una serie de cuestiones éticas, humanas y espirituales.

 

Esto nos sitúa en un segundo nivel que es el propiamente humano. El ser humano, en el plano experimentable externamente, es estudiado por las ciencias humanas. Al ser humano, sin embargo, también se le aplican las preguntas del por qué y para qué de su existencia que finalmente remiten al por qué y para qué todo (el "¿por qué existe algo (todo) en vez de no existir nada" de Leibniz y Heidegger). Y también aparece la pregunta, no sólo respecto a qué es el ser humano, sino a quién es el ser humano, apareciendo con ello la cuestión de su subjetividad propia.

 

Estas preguntas remiten a la filosofía; son las preguntas de la filosofía que se refieren a la experiencia de sentido de la vida humana y con ella de todo lo existente y a la identidad del ser humano. Esto nos coloca en un tercer nivel de experiencia. La filosofía plantea las preguntas respecto al sentido de la vida humana, las estudia y examina las diferentes respuestas que se han dado en la historia y se dan en la actualidad.

 

Sin embargo queda planteado el problema de la respuesta personal de cada uno a esas últimas preguntas a partir de su experiencia más personal. Este es un cuarto nivel que corresponde al de la experiencia propia de la fe, que puede tener una respuesta religiosa, pero también un sentido más amplio que podemos llamar "fe humana"8, entendida como la opción real respecto al sentido de la propia vida y de la vida en general por el cual optamos concretamente. Es la respuesta personal a las preguntas: ¿por qué vivo?, ¿para qué vivo?, ¿quién soy y quién quiero, puedo y debo ser?. También se puede decir que la fe humana es la manera que tiene una persona de verse a sí misma en relación con los demás a la luz de un trasfondo compartido de sentido y finalidad en la vida, siendo así la forma propia de comprender, vivir y actuar en el mundo que orienta y da forma a la propia vida y se da siempre en relación con los demás.

 

La experiencia que da origen a esta fe no es una experiencia privada arbitraria sino una experiencia personal. La fe humana es nuestra manera de elegir y comprometernos con determinados valores que ejercen una fuerza ordenadora en nuestras vidas. Gracias a su fe una persona puede decirse a sí misma y a los demás que su vida tiene sentido y merece la pena ser vivida. La cuestión del sentido, y por ende la fe en el significado amplio que le estamos dando es expresión de que el ser humano no es un mero hecho natural, sino cultural; es eminentemente cultural. Esta fe es en buena parte implícita y no reflexiva, y es una experiencia compartida por nuestros pueblos.

 

Esta respuesta personal (pero que no sólo es personal), no la pueden dar ni las ciencias ni la filosofía pues corresponden al plano o dimensión de la fe que es ineludible en toda existencia humana aunque muchas veces no se presente de forma explícita. La apertura que constituye la fe es un estar abierto a lo que está más allá de lo asequible de forma objetivante, pues existe un saber que se experimenta sólo entregándose confiadamente en la apertura y el riesgo. En ese sentido amplio, se puede decir que todo ser humano tiene fe pues necesariamente busca encontrar y dar un sentido a su vida, y vive desde un proyecto vital totalizante. Al preguntarse sobre sí mismo el ser humano está llamado a tomar posición, porque la cuestión interpela su libertad. Por eso no es una cuestión meramente teórica sino eminentemente práxica. El origen de esta cuestión del ser humano está en su actitud reflexiva, es conciencia de sí mismo que le hace experimentar la limitación de su ser y de sus actos, al mismo tiempo que su inagotable aspiración a realizarse siempre más allá de lo logrado.

 

Por otra parte, el problema del sentido de la existencia no es un privilegio o responsabilidad de "pensadores" o de refinados, sino una cuestión vital a todos los seres humanos y respondida también vitalmente por cada ser humano. El ser humano no puede eludir esta cuestión. Puede huir sumergiéndose en el torbellino del activismo, el ruido y la irreflexión, pero la pregunta y la opción estarán allí como un vacío creciente; es la única cuestión que afecta al ser humano en la totalidad de sus aspectos. Es pregunta que está dirigida a su inteligencia y tarea asignada a su libertad. Al "conócete a ti mismo" como cuestión fundamental, se añade el "hazte a ti mismo" como opción fundamental. El paso del conocer el sentido de la vida a la decisión de darle sentido en la práctica de cada día, así como en la opción del corazón, no se dan mecánicamente y sin esfuerzo. Todo esto supera el campo de lo "verificable" y por ello supera la competencia de las ciencias.

 

Ahora bien, todos estos niveles o dimensiones mencionados anteriormente, no sólo no se excluyen los unos a los otros si no que, más bien, se complementan y remiten los unos a los otros en la unidad de la experiencia humana. Unos suponen a los otros. Es más, si se quiere trabajar con seriedad, es necesario que los unos tengan en cuenta a los otros. Así, por ejemplo, la teología debe tener en cuenta a las ciencias y a la filosofía; las ciencias y la filosofía no pueden obviar esa dimensión imprescindible en todo ser humano que es la fe, y por tanto a la teología, entendida como inteligencia de esa fe y de la experiencia de Dios.

 

c) La Experiencia de Dios

 

A partir de lo anterior nos estamos situando en una experiencia cuyo contenido es el sentido total de la historia y de la existencia humana en la que queda en cuestión el todo. En las situaciones límite y decisivas de la vida, en los sufrimientos, dolores, temores y fracasos como también en las luchas, alegrías, realizaciones y esperanzas; cuando, muchas veces atemáticamente, se le presenta al ser humano una verdad por descubrir, una libertad por realizar, un amor por encontrar, una justicia por cumplir, se sitúa necesariamente frente a la cuestión del sentido o no-sentido de la totalidad. Un problema actual en relación a esto, es la dificultad para muchos, sean posmodernos o no, de tener una visión global aun de su propia vida pues la experiencia de ésta como del mundo resulta fragmentada y a veces quebrada.

 

Se trata de comprender las diversas manifestaciones culturales en la historia como posibilidades diversas que tiene el ser humano de comprenderse a sí mismo y a su mundo y comportarse con responsabilidad y sentido en su realidad. En este sentido, la fe religiosa entendida como experiencia de Dios aparece como una posibilidad de comprenderse a sí mismo y al mundo en un marco trascendente. Y en nuestra realidad no sólo es una posibilidad sino una experiencia vivida por nuestros pueblos, por más ambigua que pueda parecer. En las situaciones decisivas de la vida, en la amistad y en el amor, en sus luchas y esperanzas, pero también en el dolor, en sus temores y fracasos, se le presenta inevitablemente la cuestión del sentido o ausencia de sentido.

 

La teología significa aquí la conciencia de que el mundo es un fenómeno, de que no es la verdad absoluta ni lo último. Es la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no puede permanecer así, que lo injusto no puede considerarse como la última palabra. Es "la expresión de un anhelo, de una nostalgia de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente". En este contexto añadirá Max Horkheimer que "es imposible salvar un sentido absoluto sin Dios", aunque precise poco después: "No podemos basarnos en Dios". "Se eliminará – dice, refiriéndose al mundo burocratizado -- el aspecto teológico, desapareciendo con ello del mundo lo que nosotros llamamos ‘sentido’". Por su parte L. Wittgenstein señala que: "Podemos llamar ‘Dios’ al sentido de la vida, eso es el sentido del mundo". "Creer en un Dios quiere decir que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir que la vida tiene un sentido". Y añade; "No cómo el mundo sea, sino que el mundo es: eso es lo místico" – un orden del que por no poder hablar en los términos dominables del saber científico, dirá Wittgenstein "es preciso callar".9

 

La experiencia humana de la realidad y su interpretación nos ofrecen toda una serie de posibilidades y criterios para vivir nuestro mundo y conformarlo de una forma consciente, reflexionada, libre, responsable y madura que sea digna del ser humano.

Como indica Kasper10, es frecuente distinguir tres formas de experiencia de Dios: la cosmológica-ontológica, la antropológica-trascendental y la histórica. No son mutuamente excluyentes ni tampoco – como parece entender Kasper -- "modelos diversos que responden a épocas diversas", sino aspectos o dimensiones de la experiencia de Dios que se dan de modo diverso según los mundos culturales en los que se expresen, sin llegar a confrontar – como veremos luego -- la realidad de Dios en sí misma.

 

En la primera, la cosmológica, se experimenta a Dios como el Creador de un mundo ordenado, armónico y de alguna manera maravillosa dando paso a una dimensión trascendente. El culto a diversas expresiones de la naturaleza, como puede ser su fecundidad, da cuenta de esto en varias culturas de nuestro continente. En el mundo cristiano encuentra su manifestación racional en las cinco vías de Santo Tomas y de manera más vivencial en el "Cántico de las criaturas" de San Francisco de Asis. En la modernidad y posmodernidad esta forma de experiencia resulta problemática pues se vive en más en un mundo creado o transformado por el hombre, para bien o para mal, que en el de la naturaleza. Por otra parte, como indica Max Weber se da con la modernidad una percepción diferenciada y pluralista de la realidad que conducirá a su fragmentación o desintegración, y a la pérdida de orientación y visión de la totalidad en la posmodernidad. Tiene también el peligro de concebir a Dios como el garante de un orden establecido no sólo en la naturaleza sino también en la sociedad.

 

Una segunda forma, es la de experimentar a Dios en el ser humano mismo; en su propia profundidad e intimidad. Esta experiencia se ha dado en diferentes épocas y culturas al vislumbrar el misterio el hombre tanto en sí mismo como en el otro. En el contexto bíblico, el salmo 139 expresa conjuntamente la presencia de Dios tanto en el universo como en la interioridad del ser humano, pero será en Jesús en quien se concentrará la vinculación particular de Dios con el ser humano que cruza la Biblia desde su creación a imagen y semejanza de Dios en el Génesis, hasta Mateo 25, 31ss. y 1 Juan 4, 20. En la teología y espiritualidad, esta segunda forma de experiencia de Dios encuentra quizás su mejor expresión en San Agustín cuando dice que Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. En la llamada cultura occidental al desplazarse, con la modernidad, el centro de atención de la naturaleza al ser humano, éste mismo descubre en su subjetividad una apertura que lo lleva más allá de sí mismo, en la cual K. Rahner, por ejemplo, encuentra inspiración para toda una veta teológica.

 

Actualmente, sobre todo los jóvenes, empatan más fácilmente con una tradición en la Iglesia que se aleja de la teología especulativa y pone en acento en la dimensión más existencial: la experiencia de testigos que han encontrado a Dios fuera de la teología (Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, C. de Foucauld). Hace falta tematizar mejor las vivencias de muchos jóvenes que perciben a Dios en la gratuidad, en los otros, en lo estético, y que incorporan elementos de distintas tradiciones religiosas sin percibir necesariamente, en dicho recurso, una contradicción o incompatibilidad, elaborando una teología más evangélica y sencilla que recoge estas experiencias de Dios.

 

La Congregación General 34 al tratar sobre la cultura crítica posmoderna, nos advierte que no debería perderse nunca de vista la tradición mística cristiana que trata repetidamente de la experiencia de Dios sin imágenes y sin palabras, más allá de todo concepto humano, pues puede que muchos contemporáneos partan de la experiencia del silencio que rodea la naturaleza de Dios, experiencia que se encuentra también en el fondo de la experiencia y fe cristianas. También tratan de encontrar sentido en el ámbito de la propia estructura de la experiencia humana y corporal, que está relacionada con la creencia cristiana en que ‘el significado’ del mundo (el "Logos") se nos da a conocer en la humanidad de Jesucristo. Por otra parte, la preocupación por el medio ambiente que expresa un deseo profundo de respetar el orden natural como lugar de una presencia inmanente, pero trascendente, está relacionada con lo que los cristianos llamamos el "Espíritu". (n.21)

 

La cuestión a ese nivel aparece a partir de Feuerbach cuando se percibe la posibilidad de que el ser humano esté proyectando un Dios a su imagen y semejanza y todos los problemas que esto conlleva. Pero lo que resulta indudable es que la misma existencia del ser humano es un hecho que requiere explicación, significación y sentido. Lo cual nos remite a tercer tipo de experiencia.

 

Esta tercera forma de experiencia es la histórica. La experiencia histórica implica un proceso que brota de la acción y reflexión del ser humano (praxis) en su triple relación con la naturaleza, con el otro ser humano (sociedad) y consigo mismo en un proceso vital y complejo que se da en el marco de una cultura determinada. En este modo de experiencia de alguna manera se recogen los otros dos señalados anteriormente, pero de forma dinámica. La experiencia bíblica de Dios se sitúa no únicamente pero si fundamentalmente como sentido de la historia, entendido no sólo como el fin al que apunta el proceso sino también como su presupuesto y fundamento. Pero hablar de historia no es hablar de un proceso prefijado de antemano sino que implica las decisiones libres de los seres humanos. Por ello la historia es compleja y conflictiva y su sentido - como la presencia de Dios en ella – no resulta evidente: injusticia, opresión, odio, sufrimiento y dolor socavan desde el fondo del ser humano la percepción conciente o simplemente vivida del sentido de la vida y de la historia.

 

El sin sentido de la vida puede expresarse en la carencia de bienes que responden a las necesidades primeras y fundamentales del ser humano, pero no se identifica simplemente con esa carencia. Detrás de esas necesidades hay una insatisfacción que ningún bien particular puede llenar y por ello puede hablarse de sed de Infinito. Juan Pablo II en visita al Perú en 1985 hablaba en una barriada de Lima de que nuestro pueblo tenía "hambre de pan y hambre de Dios". La situación de disconformidad en la que el ser humano se encuentra, se manifiesta, por ejemplo, cuando el sujeto religioso

...se descubre sumido en la ilusión (maya), el sufrimiento (dukkha), la alineación, el pecado, según las diferentes religiones, es la forma peculiar de vivir y expresar religiosamente la situación de desproporción interior, que traduce a su modo, de la pregunta por el sentido.11

 

Por ello, el sentido no puede ser percibido como desde fuera sino como gestándose desde dentro, porque la acción y la experiencia de Dios no se dan por encima de la libertad humana, sino a través de ella y allí hay que descubrirlas a pesar de que las trasciende. Así caemos en la cuenta de que esta experiencia nos remite al Misterio, pero no entendido como lo inexplicable sino como aquella plenitud que nos desborda y de la cual no podemos disponer, pero que al mismo tiempo nos posee y de alguna manera nos invade porque no se da en un "más allá" de nuestro mundo sino que lo constituye en su verdad profunda y le da sentido. Aquí es donde tiene lugar la experiencia mística entendida como la relación íntima con Dios, una relación de profundidad extraordinaria.

 

Esto guarda relación con lo que son las culturas como "éthos", como formas de sentir, pensar, organizarse, celebrar y buscar sentido a la vida, detrás de lo cual se da un sistema de valores, se significados y visiones del mundo que se expresan en el lenguaje, los símbolos, los ritos y estilos de vida.12

 

El problema se da cuando a partir de las religiones o de determinados sistemas teológicos se tiene la ilusión o la pretensión de abarcar o comprender a Dios, porque si la experiencia auténtica de Dios se da como respuesta a la cuestión del sentido de la vida, es experiencia del Misterio inagotable para el ser humano al cual sólo se accede por la fe confiada y no a través de ilusiones o soluciones calmantes y elusivas. Al ser humano sufriente Dios no le responde eliminando "milagrosamente" sus males sino, como lo hace frecuentemente en la Biblia, diciéndole: "No temas; yo estoy, yo estaré contigo", como fue su gran respuesta en y a Jesucristo, haciéndose solidario del ser humano, de su dolor y sufrimiento.

Por otra parte, la experiencia de Dios, si bien tiene como referencia la trascendencia del Misterio, esto no significa lejanía inalcanzable de la cual no se podría tener propiamente experiencia. Es el Dios de la historia y, sobre todo, como aparece en el Nuevo Testamento es el Dios de la proximidad, que sale al encuentro en la relación histórica con los demás seres humanos y se da de forma radical en el encuentro con Jesucristo. Por ello, el término frecuentemente utilizado en teología de "el absolutamente Otro" referido a Dios, me resulta impropio, porque si bien el ser humano tiene que dejar a Dios ser Dios, su experiencia puede ser la más profunda, intima y entrañable, como lo manifiesta San Agustín al decir que Dios le era más íntimo que su misma intimidad. En ese sentido Dios puede ser justamente lo "no otro" en relación con el hombre y el mundo mismo pues, al decir de Pablo, "no se encuentra lejos de nosotros pues en Él vivimos, nos movemos y existimos [...] porque somos de su linaje" (Hc 17,27-28).

 

Creer en el sentido de la historia significa, como decíamos antes, creer en una verdad por descubrir, una libertad por realizar, un amor por encontrar, una justicia por cumplir y una paz por alcanzar. Experimentar a Dios desde esta perspectiva es experimentar la historia y la propia vida como integradas y posibilitadas de sentido. A partir de ella se abre el sentido de nuestra vida y se despeja el sentido de la realidad.

 

En la Biblia no se nos da un concepto de Dios, sino una experiencia, o mejor quizás, diversas experiencias vitales de Dios. No hay en ellas una exposición de su ser, sino más bien de su actitud respecto al ser humano. El conocimiento de Dios no se alcanza por pruebas, análisis o deducciones, sino en relación existencial con él. Dios es el apasionado por el ser humano y por ello se ha dicho que nunca se ha tomado tan en serio al ser humano como en la Biblia. En ser humano no sólo es la imagen y semejanza de Dios sino su preocupación perpetua.

 

d) La experiencia de Dios en Jesucristo

 

Esta experiencia de la que estamos hablando aparece – para los cristianos -- en su plenitud y máxima radicalidad en Jesucristo, en su vida, muerte y resurrección como experiencia de sentido en medio del no-sentido. Su testimonio se convierte así en criterio de nuestra propia experiencia. "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único que está en el seno del Padre, nos lo ha narrado" (Jn 1,18). Esta experiencia no es demostrable, los seres humanos sólo podemos acceder a ella por signos. Se hace presente en nuestra humanidad pero al mismo tiempo es trascendente en ella. A Dios no lo podemos conocer y menos explicar porque nos desborda; pero en Jesucristo Él se nos a dicho, se nos a narrado y revelado en su misma historia humana (cf. Jn 1,18). Esto se da porque el misterio del ser humano es Dios mismo: nuestra vida "está escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3) y por eso en el misterio que es el ser humano se puede revelar el Misterio de Dios. En consecuencia, la verificación de la experiencia de Dios se da, a partir de Jesucristo, en la experiencia del encuentro con el hombre.

 

Todo lo que hace Jesús es acción humana pero en ella se nos esta diciendo algo de Dios. En todo gesto de Jesús hay lo que puede decirnos ese gesto humano, pero siempre se nos está diciendo más que eso. Así, cuando Jesús lava los pies a sus discípulos está enseñando el valor del servicio y más, pero también se nos está diciendo algo increíble de Dios.

 

Estamos hablando de lo que en el cristianismo se denomina el misterio de la encarnación, pero es oportuno aclarar el sentido del término "carne" en la Biblia para poder entender lo que significa la encarnación. El concepto de "basar" en hebreo significa al mismo tiempo la condición humana en cuanto débil, pobre y aún inclinada al pecado, como también lo que une en parentesco a todos los seres humanos y nos hace justamente, como dice la Biblia "una sola carne". Así, pues, cuando se nos dice que el Verbo se ha hecho carne (Jn. 1,14) se está diciendo al mismo tiempo que Dios se ha hecho humano, pobre, débil, ignorante, etc., y que ha unido su suerte, se ha solidarizado, con todos los seres humanos, con todo el género humano en su misma debilidad y pecado (Cf. 2 Cor 5, 21).

 

Esta experiencia de Dios que encontramos en Jesucristo nos puede servir de clave para comprender con profundidad no sólo la experiencia de Dios que se encuentra en la mal llamada cultura occidental y cristiana sino en lo que se ha dado por llamar cultura poscristiana y las experiencias religiosas que se dan en otras culturas, y entrar en dialogo con ellas. Para ello es necesario percibir a fondo el significado de la encarnación y, a partir de ella, de la salvación universal que encontramos en Jesucristo.

 

e) Encarnación y salvación en Jesucristo

 

La encarnación y, sobre todo, la salvación sólo se pueden entender bien si se nos concibe a los seres humanos, a la historia y al mundo entero formando una unidad en la diferencia. Sabiéndonos diferentes pero complementarios. Es necesario aceptar al otro ser humano en cuanto otro, en cuanto diferente. Pero ese otro ser humano es al mismo tiempo lo no-otro porque se muestra como un momento del propio existir, puesto que nos constituye. Esta ex-sistencia que es el ser humano se halla totalmente penetrada y conformada por lo otro, que es el mundo y, sobre todo, por los otros. La existencia humana muestra estar más allá de sí misma. Se expande constantemente como un círculo luminoso hacia lo otro. Ser humano es ser-más-allá-de-sí-mismo, en las más diferenciadas formas, de tal manera que el término "del más allá de sí" pertenece de manera peculiar al ser humano mismo.

 

Ser cristianos, creer en Jesucristo, es creer en el misterio de la Encarnación y esto significa que Dios se ha hecho humano en Jesús de Nazaret y que a partir de él, en él y por él se ha encarnado de alguna manera en todo ser humano como lo afirma el Concilio Vaticano II. En consecuencia toda cultura podría ser lugar de experiencia de Dios por el misterio de la encarnación y salvación en Jesucristo.

 

Por el misterio de la Encarnación Dios se hace humano, se hace historia, se hace mundo en Cristo. Así, Dios asume en sí toda la historia y la humanidad desde sus raíces. Según el aforismo de la más antigua tradición patrística "lo que no a sido asumido no ha sido salvado". En consecuencia, quien entra en relación con un ser humano concreto, Jesús, haciendo propia su historia, toma también a toda la historia y la humanidad como englobándolas en su propia vida. Por ello, Jesucristo es el principio, la plenitud y el fin de la historia, porque en él se realiza en su plenitud lo que está como en germen en el ser humano y en la historia (ser humano = imagen y semejanza de Dios); y a su vez, Jesucristo es futuro para sí mismo hasta cuando en él Dios sea todo en todos y en todo (1 Cor 15, 28; Col 3,11).13

 

 

Es ciertamente necesario – dice Pannemberg14 - examinar aquello que hay de particular, de individual en Jesús, y no sólo los rasgos comunes de la humanidad, de los cuales evidentemente Jesús participa. Pero la cristología sólo se interesa por la singularidad de Jesús bajo un aspecto determinado, en la medida en la que tiene una significación universal, que esclarece la condición del hombre en general. Más precisamente, se trata de la singularidad del hombre Jesús en cuanto ella tiene una significación de salvación para todos los hombres. La significación de salvación implica en efecto la universalidad, es decir, una relación con la totalidad del destino humano que concierne a los individuos en cuanto hombres y les concierne así a todos. Ello comporta la liberación de los hombres para el destino que les es común en cuanto hombres. Ese sentido del hombre no se encuentra todavía en los individuos como su elemento común, les viene, por decir así, del exterior, como su porvenir, como también lo que puede constituir la particularidad de Jesús es que, con él, ha aparecido por primera vez en un individuo aquello que constituye el sentido del hombre en general, y que ese sentido solo es accesible al resto de los hombres por este individuo.15

 

La significación salvadora de Jesús sólo puede adquirir carácter universal si la presencia de Dios en Jesús, que implica una unidad de ser con El se da también, de alguna manera, en el mundo y en la historia desde su culminación hasta su principio. El problema está en concebir esta presencia de tal modo que dé cuenta de todo lo que implica la salvación en Jesucristo.16

 

El carácter retrospectivo de la Resurrección permite a Pannemberg sobrepasar el dilema entre una unidad acabada desde el principio, o bien realizada solamente por un acontecimiento posterior de la carrera de Jesús. Por otra parte, afirmará que en el mismo Dios eternal se produce un devenir, un movimiento hacia la Encarnación. Sin embargo, cree necesario decir que en Jesús, Dios mismo ha venido de su más allá a nuestro mundo bajo forma humana, y que así la relación Padre-Hijo que, se sabe retrospectivamente, ha pertenecido siempre al ser de Dios, ha tomado una forma corporal17.

 

Pero entonces aparece un hiato que va desde el nacimiento de Jesús hasta la creación (en realidad toda la historia humana). Con ello queda en cuestión el problema de la salvación universal y se vuelve a caer en el peligro que se quería evitar: el mito de un ser divino que desciende del cielo y a él remonta.

 

Evidentemente, esto no refleja la posición de Pannemberg que es mucho más compleja e inteligente. Pero el temor de no respetar la singularidad de la persona de Jesús, de caer en una especie de determinismo biológico físico y el peligro de no dejar en claro la contingencia y libertad que son propias de una concepción verdaderamente histórica, evita, a nuestro parecer, que Pannemberg plantee con más radicalidad la cuestión sobre el fundamento ontológico de la salvación universal, es decir, la presencia de Dios en cuanto revelación de sí mismo en toda la historia.

 

No se puede negar el peligro que esto implica, pero creemos que la única manera de evitar el hiato que señalábamos antes, es extender el carácter retrospectivo de la Resurrección no sólo al conjunto de la vida de Jesús, sino desde la revelación escatológica de Jesús a toda la creación en la historia.

 

Pannemberg tiene, pues, razón al pensar que la teología de la Encarnación y de la Creación se deben establecer a partir de la revelación de Dios en Jesús que sólo se deja descubrir en la singularidad histórica del hombre Jesús, de su mensaje y destino. Solo a posteriori se puede comprender el mundo como ordenado a la relación de Padre e Hijo revelada en Jesucristo. Respecto a Jesucristo, esto significa que todas las cosas y todos los seres han sido hechos por él, para él y en él. Según la concepción bíblica es solamente el futuro el que decide sobre el ser de las cosas; lo que ellas son se determina por lo que ellas devienen. La Creación parte, pues, del eschaton que aparece en Jesucristo18.

 

La necesidad de la presencia de Jesucristo en la Creación no es nueva en teología, es ya uno de los temas fundamentales en la Escritura (Col 1,15ss; Jn. 1,3; Heb 1,2; etc.) Si esto es así, no se puede pensar la Revelación como un acontecimiento tardío y aislado en un mundo ya terminado – separando así Creación y Salvación-. No puede ser una intervención súbita de la acción de Dios en el mundo que parecería corregirlo a posteriori. Al contrario, la revelación personal de Dios en Jesús (situándose en un mundo esencialmente histórico, es por ello un acontecimiento histórico y así único) aparece como ontológicamente (y no solamente a posteriori y moralmente) el fin indiscutible del movimiento creador en su totalidad. Fin para el cual todo lo que precede está para prepararlo y acogerlo. La revelación, pues, está orientada desde el comienzo hacia ese instante en el cual Dios se hace a la vez el más próximo y el más distante de aquello que le es lo más radicalmente personal19.

 

Por ello, Dios no es el fundador de una historia que le sería extraña, sino Aquel cuya propia historia está en juego. Pero no se puede olvidar que el mundo y la historia son una unidad en la cual todo está relacionado con todo (única manera de entender la solidaridad en la historia de culpa y salvación), y que en consecuencia, quien entra en relación con un ser humano, haciendo de la historia de este ser humano su propia historia, toma también al mundo y su historia como englobándolos en su propia vida.

 

Si lo que dice San Pablo en Colosenses (1,15ss), es real, si Jesucristo es el centro y fin de la historia, si en él Dios será todo en todas las cosas (1 Cor 15,28; Col 3,11); significa que Dios se ha hecho verdaderamente mundo en Cristo, y que en él la historia encuentra también su origen.

 

Parece, pues, posible describir la historia de salvación desde la escatología hasta la creación como la asunción histórica progresiva del mundo por Dios, como la revelación de Dios mismo a la vez siempre más presente y más escondido por Jesucristo en el mundo.

 

Para comprender y profundizar todo esto, es necesario ver cuál es el significado que adquieren (y que tienen como su realidad más profunda) el mundo, la historia y el ser humano en cuanto revelación de Dios mismo en Jesucristo, y lo que ello implica de parte de Dios.

 

Lo primero que conviene decir es que la comprensión cristiana de la historia se encuentra colocada bajo el signo de la cruz, es decir, bajo el signo del misterio de la libertad humana y por lo tanto, de la siempre posible cerrazón del ser humano sobre sí mismo y con él del mundo. Pero inmediatamente hay que decir que Dios ha aceptado y asumido el mundo en su Hijo Jesucristo y que esta aceptación y asunción tiene el carácter definitivo del fin de los tiempos. En efecto, "el hijo de Dios, Jesucristo... no es a la vez sí y no; con él, el "sí" ha entrado (gégonen) en la historia; todas las promesas de Dios, en efecto, son "Sí" en él, es también así que por él es nuestro "amén" a Dios por su gloria (2 Cor 1,19ss ; Cf. Ap 3,14).

 

Por ello Jesucristo no puede ser un hecho cualquiera al interior de la historia y del mundo. La revelación de Dios mismo en él, no es un "principio" que se aplica a posteriori a fenómenos bien determinados, sino el principio interno de la historia misma, es su "consistencia" (Col 1,17), su "fundamento último" (Ap 3,14) su razón de ser primordial que abraza todo, su "Alfa y Omega" (Ap 1,8), su absoluto, solamente en el cual el pasado y futuro del tiempo deviene en historia auténtica. Sólo desde el momento en que el fundamento que preside la historia es él mismo pensado de una forma histórica es que la historia es totalmente tomada en serio.

 

Se hace necesario alejarse de una representación de la realidad del mundo como cuadro fijo en el cual la historia se desarrollaría como un retorno incesante, indiferente, y finalmente mortal, de lo idéntico. El mundo no es primariamente un "estado" sino originalmente un "devenir". La historia no viene a añadirse posteriormente a un mundo ya constituido, sino es más bien parte de la constitución ontológica del mundo mismo. Esa es la razón por la cual el mundo, en su esencia, es siempre más de lo que una reflexión puramente metafísica nos puede decir.

 

Todo el futuro del mundo encuentra su origen en la obra de Jesucristo (Cf. 1 Cor 10, 11; Ef 1,10; Ap 4,7). En su marcha hacia delante, el mundo se sumerge siempre más profundamente en su origen, se coloca cada vez más y más seriamente bajo la ley (de libertad y no de necesidad) de su comienzo: la realización de Dios en Jesucristo.

 

Pero hay que precisar muy claramente que el mundo, por el hecho de ser asumido por Dios en Jesucristo, al igual que la humanidad de Jesús, no deviene de alguna manera un "pedazo" de Dios, ni Dios un "sector" del universo, sino que por esta asunción y en ella, el mundo aparece al fin plenamente como mundo y Dios plenamente como Dios con relación a él.

 

Por lo dicho anteriormente, se puede ver que la significación teológica del mundo es cristocéntrica. Pero si es cristocéntrica es necesariamente antropocéntrica; si el mundo es revelación de Dios en Jesucristo, lo es porque Jesucristo es la revelación plena de Dios en tanto ser humano. Es, pues, necesario que recordemos algo de lo que hemos dicho sobre el significado del ser humano desde la perspectiva en que nos situamos ahora. De este modo, y sólo así, podremos profundizar en el significado del mundo y de la historia.

 

El ser humano no es una perfección absoluta que haría su camino indiferente, cerrado sobre sí mismo, y que sólo estaría ligado a Dios por un milagro, el cual le quedaría totalmente exterior. Ser humano es, sobre todo, estar plenamente abierto a la trascendencia de sí mismo, tender a su suprema realización que es siempre gratuita porque es libre, y que alcanza su fin cuando entra en comunión personal con Dios en Jesucristo.

 

De hecho el ser humano solo deviene verdaderamente humano y realidad cumplida en Jesucristo, que es al mismo tiempo donación absoluta de sí mismo a Dios, y Dios que se da (se revela a sí mismo) de manera también absoluta en el ser humano, hasta devenir uno con él. Por ello, como dice San Pablo, "nuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

No se puede olvidar, sin embargo, que si bien el ser humano es radicalmente libre, revelación del ser mismo de Dios en cuanto elegido desde la eternidad por Él como su propia alteridad en Jesucristo (Cf. Gén 1,26; Ef 1,4) y así abierto a la comunicación y comunión con Él; por el misterio de esa misma alteridad, el destino del ser humano depende de su libre elección. Por ello existe la posibilidad – y se ha dado en la historia culpable de la humanidad -- de que el ser humano renuncie a su destino de auto-creación y trascendencia en la apertura y don de Dios y a los otros seres humanos, para confinarse en sí mismo y creyendo poseerse dejar de crearse para ser poseído por los condicionamientos que lo habitan, negando así su propio ser-en-libertad.

 

Dios no crea algo para luego asumirlo, sino que lo asume al crearlo. Es Dios mismo el que se dice en su verbo Jesucristo en la Creación. Pero justamente hay devenir en el sentido que la Creación no es un hecho instantáneo, sino una historia que se hace en el tiempo, que tiene su centro en Jesucristo y llega a su plenitud definitiva en el Reino escatológico, pero como revelación de Dios ha estado presente a toda la historia asumida por Cristo, que, por otro lado, solo así puede haber sido verdaderamente asumida. En este sentido toda la creación, por la libre abertura y don de sí mismo del ser humano en Jesucristo, se define, encuentra su "límite" en la referencia sin límite al misterio infinito de plenitud que es Dios. Esta creación encuentra su realización si Dios hace de ella su propia realidad, allí donde, por su propia esencia ella tiende constantemente. Es el sentido mismo de la creación el solo poder realizarse y poseerse, abandonándose, sin por ello disolverse en el misterio de Dios.

 

Sin hacer concordismo, podemos buscar una mayor inteligencia de nuestra fe y decir con Rahner que Dios,

...lo absoluto, o mejor dicho, el Absoluto posee, en la pura libertad de su infinita carencia de relación, que siempre conserva, la posibilidad de devenir lo otro, finito: la posibilidad de que Dios precisamente al y por alienarse a sí mismo, por entregarse, constituya lo otro en tanto su propia realidad20

o también

...recíprocamente: quiere verdaderamente tener lo otro como suyo propio lo constituye en su auténtica realidad.

Dios sale de sí, él mismo, él en tanto la plenitud que se entrega. Dios quiere hacerlo. El poder-devenir-histórico es su libre posibilidad primigenia -- ¡no su primigenio "tener que" (Urmüssen)! – a causa de la cual es definido en la Escritura como el Amor cuya libertad dilapidada es lo absolutamente indefinible21.

 

Lo primero que hay que evitar, es pensar Dios y la creación como términos opuestos, como realidades incompatibles que se excluirían mutuamente. Dios y el mundo no se sitúan en el mismo plano, ni tampoco en planos paralelos. Dios posee en sí, engloba y penetra por entero toda realidad creada, al mismo tiempo que la trasciende. Si se es consecuente, hay que pensar que la suprema trascendencia de Dios respecto a la creación, sólo es posible si al mismo tiempo Él es la suprema inmanencia y viceversa. Por ello San Pablo dirá que en Dios

"...vivimos, nos movemos y somos... porque somos de su linaje. Así, puesto que somos del linaje de Dios, no debemos pensar que la divinidad es semejante al otro, la plata o el mármol, escultura de arte y de imaginación de hombre." (Hc 17,28-29)

 

La Escritura nos deja sentir que Dios es ante todo y primariamente Amor gratuito y por tanto libertad suprema. Es más, podríamos decir que Dios es Amor y que porque es Amor es Dios, es decir: omnipotente, omnisciente, etc... Por ello el omnisciente ha podido pasar por la ignorancia, el omnipotente ser sometido al poder de los seres humanos, el bienaventurado y el que no podría conocer el pecado hacerse pecado y maldición (cf. 2 Cor 5,21; Gál 3,13; Is 53), El-que-es anonadarse hasta alcanzarnos en la nada de nuestro mal siendo abandonado de sí mismo en la cruz (Fil 2,7; Mc 15,34), la vida asumir la muerte para que la muerte sea absorbida por la Vida (Ef 4,9; 2 Cor 5,4; Ap 1,18).

 

Dios se revela justamente en la humildad, en la pobreza y en el abandono del sufrimiento, porque así manifiesta su absoluta libertad frente al orden del poder y del mal en el mundo, en amorosa comunión con el ser humano, por lo cual Dios aparece en su trascendencia absoluta como el amor libre y gratuito que no se impone, ni se deja poseer ni utilizar y que por ello mismo, constituye al mundo en su autonomía y al ser humano en su libertad.

 

Sólo del Dios amor y libertad, Padre de Nuestro Señor Jesucristo es posible pensar que pueda revelarse Él mismo en aquello que lo diferencia de Él, constituir una realidad que le sea íntima y al mismo tiempo tenga autonomía y libertad. La dependencia radical de Dios no crece en proporción inversa, sino igual con una verdadera autonomía respecto a Él, porque como hemos visto, cuando el ser humano se encuentra con su libertad, es decir, consigo mismo, con su singularidad, se encuentra con un absoluto y este absoluto solo puede ser referencia al Absolutamente-no-condicionado que es Dios; sólo puede ser Dios en cuanto con-comunicado.

 

Pero hay que repetir una vez más que toda la creación sólo adquiere su carácter de revelación del ser mismo de Dios, allí donde esta revelación adquiere un carácter personal, es decir en Jesucristo. Porque en él, se da al mismo tiempo el don libre y gratuito del ser humano y el mundo a Dios.

 

Por la filiación de Jesús y en ella, todos los seres humanos han adquirido esa filiación (cf. Gál. 4, 5 ss.; Rom. 8,15) y si en Jesucristo se da una unidad personal de ser con Dios, por él y en él, los otros seres humanos han adquirido la participación en el ser mismo de Dios, participación no en una unidad de ser – como es la de Jesucristo-, sino en comunidad de ser (cf. 2 P 1,4). Ahora bien, esta participación se realiza por el don del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, que es la prolongación de la encarnación de Dios en nosotros, de su vida en nosotros; somos "hijos en el Hijo", "no sólo nos llamamos hijos de Dios sino que lo somos (1 Jn.3, 1, cf. Rom 8,17-18.29). Si el Padre es Dios para nosotros y Jesús es el Emmanuel, es decir Dios con nosotros, el Espíritu Santo es Dios en nosotros.

 

Como dice González Faus22, sin el Espíritu la Encarnación sería sólo un recuerdo muerto y es el Espíritu lo que mantiene la encarnación como una realidad viva y vigente. De allí que el mismo Jesús señaló la conveniencia de su partida de entre nosotros para que nos llegara el Espíritu, al cual connota como nuestro Defensor y Consolador. Es decir, Dios a través del Espíritu, libera la Encarnación, de sus necesarias limitaciones o particularidades históricas, y por tanto universaliza a Cristo y nos muestra no sólo lo que Jesús hizo o dijo en su época, sino lo que, en la actualidad haría o diría. Y es que la Trinidad es la perfecta comunicación de Dios en la unidad y en la diversidad. Dios Padre (Madre) para nosotros, Dios Hijo, Dios solidario, compartiendo, encarnado, y Dios Espíritu haciéndose extensible a todos nosotros y posibilitándonos a realizarnos como verdaderos humanos. De acuerdo a esto, podemos definir al Espíritu Santo como el poder de Dios que se hace palpable en el ser humano. Es sólo a través de él posesionándose de nuestro espíritu humano, que podemos situarnos ante él y entender a Dios en la cruz, en la encarnación, así como a Jesús re-encontrándose en lo más humano de nosotros.

 

Es por la presencia del Espíritu que se extiende la filiación de Jesús hasta nosotros mismos. Quiere decir que el Espíritu de Dios se constituye en la "interiorización" en nosotros, de la "exteriorización" de Dios que se da en su palabra. Es en el Espíritu Santo que se hace posible la extensible filiación divina de Jesús hasta el ser humano. Ese Espíritu que se une a nuestro Espíritu y proyecta una conversión. El Espíritu rompe barreras de tiempo y circunstancia.

 

En las posiciones actuales de J. Dupuis y C. Geffré, coincido con éste último cuando dice:

la teología cristiana busca superar un exclusivismo cristológico e incluso un inclusivismo demasiado estrecho. Muchos están dispuestos a adoptar una posición pluralista o aun un teocentrismo radical, la mayoría de los cuales han abandonado el exclusivismo. Como J. Dupuis, mantengo un inclusivismo constitutivo. Pero no apelo como él a una cristología trinitaria. Sabiendo que toda cristología es trinitaria, prefiero sacar todas las consecuencias de una cristología en que Jesucristo es comprendido como Universal concreto. Es el misterio mismo de la encarnación – la manifestación del Absoluto en y por una particularidad histórica – en que nos invita a no absolutizar el cristianismo como religión que excluye todas las otras.23

 

Para el cristiano no hay una promesa futura "intrahistórica" sino una "densidad divina" de la historia. Lo que significa que, ser cristiano no es pensar que habrá un día en que veremos una tierra donde todo será libertad, justicia y fraternidad, sino que, el cristiano debe pensar (asistido por el discernimiento que el Espíritu le da) que está capacitado para buscar en el "presente" el camino que lo haga encontrar ese mundo con sentido de libertad, paz y amor.

 

Para el cristiano la vida no debe ser un "pasa-tiempo", en la que existen fragmentos aislados de la más grande diversidad de actividades, sino que la vida en sí es una vocación que está centrada y orientada en base a libertad, fraternidad y a la filiación divina que a través de Cristo se extiende al ser humano y que permite una postura clara y definida del cristianismo, la cual concibe una vida con vocación unitaria y armónica. La encarnación nos exige una vocación de ser prójimos, totalmente humanos, para poder ser divinos. Y para eso hay que tener "vocación", hay que vivir la vida como un proyecto existencial, y no como un "pasa-tiempo". Este proyecto existencial, esta vida con sentido se da en el ser humano porque éste "trasciende la pequeñez del ser humano".

 

Conclusión

 

La experiencia y revelación de Dios en la historia, en la concreción de la encarnación y salvación en Jesucristo, en su dimensión de universalidad tal como lo hemos señalado antes, puede hacernos percibir la posibilidad del encuentro de las diferentes formas de experiencias religiosas y culturales a partir de aquellas experiencias en las cuales los seres humanos se descubren viviendo su vida con sentido en la autenticidad de su humanidad. Ello permite un criterio de verificación de la verdad de esas experiencias siguiendo el criterio de S. Juan: "El que dice ‘yo amo a Dios’, y odia a su hermano es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios a quien no ve, si no ama a su hermano, a quien ve?" (1 Jn 4,20). Esto mismo lo vemos reflejado en el relato del juicio final de Mateo 25. En consecuencia, la verificación de nuestro encuentro con Dios se da en el encuentro con el ser humano, con todo ser humano; en la ortopraxis del amor, la libertad, la verdad, la justicia, más que en la ortodoxia dogmática. La causa del ser humano se ha convertido en Jesucristo en la causa de Dios. Para el cristiano, por tanto, quien defiende la causa del ser humano está defendiendo la causa de Dios aunque no lo conozca. Al mismo tiempo, cualquier manifestación religiosa o cultural que atente contra la humanidad del ser humano, queda desvirtuada.

 

Lo propio del cristiano no sólo es creer en Dios sino también creer en el ser humano. Este es el misterio de Jesucristo y de la Encarnación: Dios y ser humano unidos para siempre e inseparables. A partir de Jesucristo ya Dios es para siempre humano y el ser humano divino: "partícipes de la naturaleza divina" (1 Pe 1,4). En consecuencia, la verificación de nuestro encuentro con Dios se da en el encuentro con el ser humano, con todo ser humano.

 

Por lo visto anteriormente y sustentado en ello, al terminar nuestra reflexión podemos decir que la cuestión central es la de experimentar la vida con sentido o sin él, que es a fin de cuentas experimentar consciente o inconscientemente la presencia de Dios de forma vital en la existencia humana. Creo que la cuestión se puede plantear de la forma como lo hace Juan Alfaro:

la cuestión de Dios (si la hubiera) no sería posible sino en cuanto la experiencia de la que surge la cuestión del hombre culmina por sí misma en ‘algo’ más allá del hombre, el mundo y la historia, de tal modo que la reflexión interpretativa de la experiencia existencial tendría que plantearse la cuestión de una realidad trascendente. Esto quiere decir que la cuestión de Dios no podrá surgir sino en cuanto implícita en la cuestión del hombre, a saber, en cuanto exigida y necesaria para responder (hasta la última instancia) a la cuestión del hombre sobre sí mismo: solamente así será posible justificar la cuestión de Dios a nivel de cuestión (...) Se podría decir, por consiguiente, que como en el fondo no es el hombre el que lleva la cuestión del sentido de su vida, sino el llevado e interpelado por ella, así será él llevado e interpelado por la cuestión de Dios. Propiamente hablando, no sería el hombre el que busca a Dios, sino Dios el que vendría al encuentro del hombre.24

¿Es posible para los hombres y mujeres de nuestros pueblos y culturas experimentar fe, esperanza y posibilidad de amar de forma auténtica que no sea refugio, falso consuelo o escape de la realidad en que viven? Las opciones a los otros niveles: científico-técnico, económico, social, político, cultural y religioso deben juzgarse a partir de ese problema central en el que está en juego la totalidad de la experiencia humana: la posibilidad personal y estructural de amarse y ser libres, la posibilidad de ser humanos entre humanos y no lobos entre lobos. Tenemos que examinar si todo lo que se da en todos los otros niveles de experiencia sirve para racionalizar y justificar, para adormecer la ansiedad del ser humano frente a la realidad y sus problemas o si le ayuda e impulsa a resolverlos. El camino del dialogo intercultural e interreligioso no lo encontraremos en los fanatismos o integrismos dogmáticos excluyentes, ni en los sincretismos relativistas o globalizantes, también excluyentes, sino allí donde el ser humano experimenta que se está jugando lo más importante de su vida y de su ser en cuanto humano.

 

Aquí entra en cuestión aquel criterio que es tan central en el evangelio; el de que el sábado está hecho para el ser humano y no el ser humano para el sábado (Mc 2,27). Y quien dice sábado, dice lo económico, político, cultural, y hay que decirlo también, lo religioso.

 

Es coherente, por ello, la Congregación General 34 cuando relaciona el servicio de la fe (experiencia de Dios), promoción de la justicia (causa del hombre), inculturación y dialogo con la otras tradiciones religiosas. Por ello el decreto "Servidores de la misión de Cristo" concluye diciendo:

A la luz de estas reflexiones, podemos ahora decir de nuestra misión actual que la fe que busca la justicia es, inseparablemente, la fe que dialoga con otras tradiciones y la fe que evangeliza la cultura.

 

Como señalábamos en nuestra hipótesis al comienzo de nuestra reflexión, creemos que el dialogo entre diferentes formas culturales y religiosas no tendría su mejor espacio en el intercambio entre las formas de pensar o concebir la vida, sino sabiendo que el Dios verdadero es precisamente lo que desborda todo lo mundano, todas las visiones e intereses particulares. Él es justamente quien es capaz de poner una dimensión de respeto a los otros. Se podría decir en cierto sentido que Dios son los otros en cuanto nos hacen mirar hacia fuera e impiden que nos convirtamos en absoluto o que convirtamos en absolutas nuestras maneras de ver. La inculturación pasa por la experiencia onda de desprendimiento que hace dejar a mi o a nuestro Dios para encontrarnos simplemente con Dios, el Dios de todos los pueblos denótesele como se le denote.
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1Compañía de Jesús, Nuestra misión y la cultura, Congregación General 34, Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae, 1995, pp. 105-132.

2Para toda esta parte me he valido de la exposición que hizo Ernesto Cavassa, S.J. quien participó en la Congregación General 34, en un taller que se llamó "Ante la Cultura de Hoy" en Lima, en Agosto del 2000.

3Compañía de Jesús, Congregación General 34, Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae, 1995, pp. 59-83.

4A. Tornos: Interculturalidad y Tolerancia. (Apuntes) Universidad Pontificia Comillas. Madrid.

5Compañía de Jesús, Nuestra misión y la cultura, p. 114, nota 3..

6Cf. Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 52, citado en "Nuestra misión y la cultura", n. 2.

7W. Kasper: Posibilidades de la experiencia de Dios hoy. Selecciones de Teología 34(1970), 206.

8Tomo este concepto de James W. Fowler. En relación a ello Cf. E. Schmidt: Moralización a fondo. Un aporte a la luz del desarrollo humano de James W. Fowler, 2ª. Ed., Lima: Universidad del Pacífico, 1996, pp. 19 y ss.

9Ambos autores son citados en J. Martín Velasco, Religión y sentido de la vida en las sociedades postreligiosas, Sal Terrae 89(2001), 88.

10o.c. , 209.

11J. Martín Velasco, 91.

12Cf. Congregación General 34, nota 3

13Cf. K. Rahner: Problemas actuales de cristología, Escritos de Teología, t. I, p. 184.

14En toda esta parte dialogamos con las reflexiones que hace W. Pannemberg en su obra Fundamentos de Cristología, Salamanca: Sígueme, 1974.

15W. Pannemberg, "Esquise d’un Christologie", 236

16Cf. Id., Cap. IV; II C; cap. VIII, III; Cap. IX, II C; Cap. X.

17Cf. Id., p. 190.

18Cf. Id., pp. 157, 183, 206, 412.

19En esta parte seguimos de cerca de K. Rahner, Problemas actuales de Cristología, EdT, t.I, pp. 167ss.; Para la Teología de la Encarnación, EdT, t. IV, pp. 139ss.; y J.B. Metz, Por una teología del mundo. [REFERENCIA DE METZ]

20K. Rahner, Para la Teología de la Encarnación, EdT, t. IV, p. 150. Rahner dirá también que "Dios puede devenir algo, él en sí mismo inmutable puede ser, él mismo, mudable en lo otro", EdT, t. IV, p. 149. Pannemberg discutirá esta fórmula porque según él no es suficiente hablar de un devenir "en el otro", porque la producción de otra cosa y su formación modifican al que lo produce, cf. o.c., p. 409). Nos parece que la diferencia sólo es de formulación y que en realidad lo que ambos quieren salvaguardar es la fidelidad de Dios a su propia identidad eterna. Rahner mismo dirá que el enunciado de la inmutabilidad de Dios es dialéctico, cf. EdT, t. IV, p. 149, nota 3.

21EdT, t. IV, p. 151.

22J. I. González Faus, La fe en Jesucristo: de la historia al Misterio. El Factor Cristiano. Salamanca: Sígueme, 1994, pp. 25 –38.

23C. Geffré: Pluralismo religioso e indiferentismo, Selecciones de Teología 40(2001) 91. Cf. J. Dupuis: El pluralismo religioso en el plan divino de salvación, Selecciones de Teología 38(1999) y J. Dupuis: El diálogo interreligioso en época de pluralismo, Selecciones de Teología 39(2000).

24J. Alfaro, De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Salamanca: Sígueme, 1988, pp 25 –27.

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