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Gentileza de http://www.geocities.com/teologialatina/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

La construcción de un futuro distinto para la humanidad

 

Ignacio Ellacuría

 

El hecho de que la Academia de Artes de Berlín, a través de su Departamento de Cine y medios, haya reunido creativa y generosamente a intelectuales y hombres de cultura de Centroamérica y el Caribe con colegas suyos, fundamentalmente alemanes, para compartir cómo lograr desde la cultura un futuro mejor no sólo para los pueblos en vía de desarrollo sino para la humanidad entera, merece, por un lado, todo género de felicitación y agradecimiento; pero, por otro, exige unos planteamientos, a la par, rigurosos y ambiciosos, tanto para el conjunto del Congreso como para cada una de sus actividades. Quisiera ayudar a esto último con un par de reflexiones.

Dejo de lado, provisionalmente, el viejo tema debatido del compromiso de la cultura con la transformación ética de la historia. Soy un profundo creyente en este compromiso ético del intelectual. Pero independientemente de ello, lo que me interesa subrayar, es la necesidad de empezar a construir un futuro distinto, radicalmente distinto para la humanidad. Y esta feliz coincidencia de encontrarnos reunidos intelectuales y creadores de dos mundos tan distintos como el europeo y el centroamericano-caribeño, facilita mucho el planteamiento de esta cuestión. No es que los europeos estén contentos con el mundo, ni siquiera con su mundo, como lo demuestran múltiples manifestaciones de ayer y de hoy. Pero es que este descontento y la consiguiente protesta radical surge más radicalmente de quines viven en lo que se ha venido en llamar el revés de la historia y a lo que se nos ha invitado gentilmente a decir nuestra voz.

No todo es negativo en el mundo actual, ni siquiera en el mundo actual dominante, en la civilización que domina el mundo y que trata de imponer como el ideal, que todos los pueblos y todos los hombres debieran anhelar. Quiere esto decir que aun los radicales promotores del lema "comencemos todo de nuevo", no sostienen que haya de hacerse tabla rasa de todo lo acumulado hasta ahora por la llamada civilización occidental. Hay mucho en el arte, en la ciencia, en la tecnología, en la religión y aun en la política, que merecería ser reasumido, en la medida de lo posible, dentro de un orden histórico nuevo. Pero, concedido esto, inmediatamente ha de decirse que este mundo dominante lleva en su propio dinamismo intrínseco una enorme potencia de dominación, de opresión y, en definitiva, de muerte. La mejor demostración de ello es que nunca ha habido tantos hombres que hayan vivido tan mal. Tal vez pueda decirse también que nunca ha habido tantos hombres que vivan tan bien. Pero, aun sin insistir en que este "vivir bien" no es evidente que sea realmente un "vivir bien", ha de afirmarse contundentemente, primero, que la maldad impuesta de ese "vivir mal", de ese vivir "muriendo" en lugar de vivir "viviendo", se impone por sí misma y, sobre todo, en relación con quienes dicen vivir bien, últimamente a costa de quines viven mal. Ha de afirmarse, en segundo lugar, que mientras, en el mejor de los casos, se multiplica aritméticamente el número de los bien vivientes, se multiplica exponencialmente el de los mal vividos.

No es menester, ni hay tiempo para ello, regresar otra vez a las estadísticas. Ciertamente el propio mundo occidental, tanto el primer mundo como el segundo más desarrollados, tienen sus gravísimos problemas de supervivencia biológica y de supervivencia moral. Quizá su síntoma más expresivo sea el de que no sepan convivir si no es, como ultima ratio, por la vía de la violencia, por el temor inducido del aniquilamiento mutuo en una conducta generalizada que supera con mucho la presunta irracionalidad de los animales. No es ésta una decisión de bandoleros individualizados, sino que es la conducta normal y casi universalmente aceptada por cuantos dicen mirar sesudamente por el bien del propio país, del propio sistema, incluso de la civilización occidental. Tal es el discurso fundamental de los estados, de los partidos, incluso de las iglesias. Otros síntomas podrían mostrarse para probar, no lo que Freud llamó piadosamente el malestar de nuestra cultura, sino lo que debería denominarse el fracaso y la vergüenza de nuestra cultura.

Pero donde el problema se aprecia más claramente es en la realidad casi universal de lo que se ha venido en llamar el Tecer Mundo, representado aquí por los países de Centroamérica y del caribe, que no son, sin embargo, los más dolientes de la humanidad. La pobreza extrema a la que están sometidos, la injusticia estructural secular que domina de alto en bajo a los pueblos de casi todo el mundo, el tratamiento esclavista que reciben de los poderosos tanto internos como externos, la negación permanente de si identidad y de la posibilidad misma de vivir y tantos y tantos otros argumentos, muestran, primero, que una civilización, que no es históricamente universalizable, no es humana; y, segundo, que una civilización capaz de convivir, cuando no de producir la miseria de la mayor parte de la humanidad, es una civilización nefasta, que de ninguna manera puede ponerse como ideal de la humanidad. El Tercer Mundo debe decir claramente a los otros dos mundos que no quiere ser como ellos y esto por bien de la humanidad.

No tengo tiempo en esta breve introducción para mostrar y probar la verdad profunda del primer mundo, aquella que se esconde tras apariencias de autosuficiencia y autoengaño, analizando cuál es la conducta de Estados Unidos con Centroamérica. Otros podrían exigir hacer lo mismo respecto de la conducta de la Unión Soviética con sus países limítrofes o de las potencias colonialistas en el pasado con sus propias víctimas. Quiero sólo subrayar que no se capta la verdad de uno mismo si no es analizando los efectos que nuestras acciones producen en otros y las heces que se dejan con la propia acción. Pero sí quiero, por lo que importa para construir un mundo nuevo, desenmascarar la hipocresía fundamental de querer lograr la democracia por medio de la violación del derecho, de los derechos humanos y del derecho internacional; de querer promover el bien de los pueblos poniendo siempre por delante los intereses mezquinos de la propia seguridad y aun capacidad de dominación; de querer buscar el desarrollo económico de los otros principalmente en función de multiplicar las ganancias propias; de propugnar la libertad de unos pocos sin importar nada la muerte terrorista de muchos y la necesidad de que la justicia regule las posibilidades reales de la libertad.

Pero no es tanto hora de reclamos como hora de construir unitariamente un mundo mejor para todos los hombres y todos los pueblos, que no suponga el desarrollo de unos a costa de los otros, ni siquiera el desarrollo de unos sin el desarrollo de los otros, la propia liberación sin la liberación de los demás. Quizá el mejor modo de lograrlo es partiendo de la negación positiva del presente. Para que el futuro no sea un mero sueño, que evada la verdad y la carga del presente, tiene que enlazarse con éste radicalmente por medio de su negación superadora. No habrá novedad sufuciente en el futuro esperado y buscado, si no es por la vía de la negación. La mejora de lo mismo no lleva sino a lo mismo mejorado. Y ya estamos viendo que la mismidad del mundo dominante no es aceptable y, menos aún, compartidamente universalizable. Un futuro no trabajado sobre la negación activa y real del propio presente, sería en el mejor de los casos un futuro eidéticamente dibujado y no un futuro noérgicamente elaborado. Dicho en otros términos, la utopía debe estar construida desde la profecía, una profecía que es, ante todo, negación de los males presentes y que por la vía creadora de la negación, apunta y lanza hacia un futuro de esperanza, que mucho tiene que ver con el presente, porque lo que pretende es sacarnos de él, sacarnos de la tierra de la esclavitud a través de un éxodo histórico, como proceso de liberación conducente a la tierra prometida.

Pues bien, lo que parece ser la raíz originaria de los males del mundo presente, tal vez pudiera definirse como civilización de la riqueza, entendido el término riqueza en toda su complejidad. No en vano dividimos el mundo entre países ricos y países pobres, entre sectores ricos y sectores pobres. La civilización dominante en nuestro mundo, no obstante las diferencias que se dan en él, está construida básicamente sobre la necesidad de acumular; se piensa y se estima que sólo la acumulación de riqueza puede ofrecer seguridad personal, libertad, posiblidad de no ser dominado por los otros y dominar a los demás, posibilidad última de alcanzar el poder, la estima, el placer y aun la capacidad misma de desarrollo cultural. Y, lo que es más grave, no se trata de un fenómeno tan sólo personal o colectivo, que surja primariamente de una opción razonada y libremente escogida, sino que se trata más bien de haber dejado que la dinámica propia del capital se convierta en la fuerza dominante de nuestro mundo, tomado éste como un todo y aceptadas las diferencias dadas dentro de ese todo. Pudiera decirse que en globo lo económico determina en última instancia todo lo demás, pero entendiendo lo económico como determinado a su vez por la acumulación de capital. No sólo se sitúa la dinámica del capital sobre la naturaleza del trabajo, sino que se desvirtúa el trabajo mismo y se lo valora conforme a su capacidad de acumular capital. El problema es ciertamente complejo y no admite simplificaciones, pero tampoco puede ser arrinconado a la hora de construir un futuro nuevo.

Si una de las raíces profundas de nuestros males estriba en haber configurado la civilización dominante como una civilización de la riqueza, y si el modo de construir el futuro debe hacerse mediante una negación activa del presente, parecería que la solución ha de buscarse por la creación de una civilización de la pobreza. Para muchos el término resulta desagradable y esto no sólo en razón de la presión ideológica de quienes dominan el mundo y son los beneficiados principales de la civilización de la riqueza, sino porque es un hecho que el mundo en su inmensa mayor parte está sumergido en unos niveles de pobreza y de miseria, que son de todo punto inaceptables. Pero es que la civilización de la pobreza no se denomina así porque propugne una vida materialmente miserable, la cual se da mundialmente precisamente por o con el predominio de la civilización de la riqueza, sino porque es lo contrario de ésta, porque es su negación superadora y no simplemente una búsqueda de la pobreza por sí misma. Si la civilización de la riqueza pone su centro en las demandas del capital y en la acumulación privada (nacional o personal) y hace de ello no sólo el motor de la historia sino que deja en sus manos la dirección de la misma, la civilización de la pobreza pone ciertamente como condición básica la satisfacción segura y permanente de las necesidades básicas de todos los hombres, pero, logrado esto, hace del desarrollo libre de la persona y de los pueblos la fuerza motriz principal y la utopía orientadora del presente.

En términos culturales la civilización de la pobreza implica la superación de la división nacionalista o de bloques, alentada por la necesidad de acumulación de capital, de poder y de bienestar consumista, por la unidad de la humanidad, la solidaridad entre los hombres, respetada eso sí la diversidad de los pueblos y la riqueza de sus culturas, tantas veces negada por la uniformidad exigida para el mayor rendimiento del capital. La civilización de la pobreza intenta liberarse de la presión inmisericorde del tener más y del tener que competir para llegar a la libertad de ser más, de plenificarse desde dentro como hombre en comunión con todos los demás en la línea de que es más feliz quien da que quien recibe. La civilización de la pobreza trata de liberarse de la presión del consumismo, de la distinción que viene del lujo adquirible por la riqueza para recuperar la gratuidad de la naturaleza, que se ofrece por igual a todos y que todos pueden disfrutar. La civilización de la pobreza trata de fomentar la creatividad libre de todos los hombres, pero no al servicio de un armamentismo cada vez más sofisticado o de un cientificismo al servicio de tecnologías orientadas principalmente a la conquista de nuevos mercados, sino al servicio, primero, de la liberación de las opresiones y, después, al disfrute de la libertad ofrecida por la creación artística y, más ampliamente, por la creación intelectual en todos sus campos y por toda clase de sujetos sociales e individuales.

Sirva este breve planteamiento como introducción a un Congreso en el que se van a abrazar más que a confrontar representantes culturales del Primer y del Tercer Mundo. El desafío de construir un mundo nuevo desde un principio radicalmente nuevo es el propósito de muchos. Unos hablan de pos-modernidad, cansados y hastiados de lo que la modernidad ha ofrecido. Sin querer hablar de anti-modernidad, por lo que el término pudiera suponer de vuelta al pasado o de desconocimiento de valores fundamentales de la modernidad, es menester fijarse en que la mayor parte de la humanidad no está cansada o hastiada de la modernidad, sino que está indignada con ella. Esto significa una llamada a empezar de nuevo con la vista puesta en los desheredados de la historia, en las víctimas de la civilización de la riqueza. Su negación activa, su superación radical, podría conducirnos a un futuro realmente nuevo, mucho más favorable cuantitativa y cualitativamente para la humanidad.


  1. Estas palabras fueron pronunciadas por Ellacuría en la inauguración de un Congreso realizado en Berlín en octubre de 1988. Participó como co-presidente del Congreso.