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ANTÍGONA O EL PODER DE LO REAL


Enzo Solari Alliende*


Antígona es el título de una celebérrima tragedia, pero es también el acontecimiento de un enigma. En el relato de la joven desgraciada que por tiránico decreto sufre la muerte luego de dar entierro -tal como prescriben las leyes divinas- al cadáver de su hermano, emerge una voz que no puede ser desoída, un mandamiento de lo alto, un poder tremendo, algo terrible.

En Antígona comparece muy realmente, si bien de diversos modos, un poder, un cierto dominio que transciende todas las determinaciones y posibilidades humanas. Mas, antes de mostrar este poder es preciso caracterizar la tragedia de Sófocles y, en particular, los rasgos más distintivos de su Antígona.

 

1. Durante largo tiempo fue canónica la interpretación que de Antígona dio Hegel:

"[Antígona es]... una de las más sublimes obras de todos los tiempos, primorosa bajo todos los aspectos. En esta tragedia todo es consecuente: están en pugna la ley pública del Estado y el amor interno de la familia y el deber para con el hermano. El pathos de Antígona, la mujer, es el interés de la familia; y el de Creonte, el hombre, es el bienestar de la comunidad. Polinices, luchando contra la propia ciudad patria, había caído ante las puertas de Tebas; y Creonte, el soberano, a través de una ley proclamada públicamente, amenaza con la muerte a todo el que conceda a dicho enemigo de la ciudad el honor de los funerales. Pero Antígona no se deja afectar por este mandato, que se refiere solamente al bien público de la ciudad; como hermana cumple el deber sagrado del sepelio, según la piedad que le dicta el amor a su hermano. A este respecto apela a la ley de los dioses; pero los dioses que ella venera son los dioses inferiores del Hades (Sófocles, Antígona, v. 451; he xýnoikos tôn káto theôn Díke), los interiores del sentimiento, del amor, de la sangre, no los dioses diurnos del pueblo libre, consciente de sí, y de la vida del Estado"1.

 

Empero, Reinhardt dio un vuelco a tal interpretación, concibiendo de otro modo la tragedia de Sófocles:

"Los dioses de Sófocles no proporcionan consuelo al ser humano y, aunque dirigen su destino para que se conozca, el ser humano como tal se concibe primeramente como ser expuesto y abandonado. Sólo a partir de su aniquilación parece que su esencia, al purificarse, consigue pasar de su disonancia a un estado de armonía con el orden divino. Por esta razón, los personajes trágicos de Sófocles son seres solitarios, desarraigados, rechazados: monoúmenoi, áphiloi, phrenòs oiobôtai, como señalan todas las palabras que los definen. Pero el desarraigo violento no lo padecerían de forma tan dolorosa si no estuvieran tan entrañablemente enraizados en su naturaleza... Los dramas de Esquilo no conocían ese arraigo ni su contrario: desconocían por completo esas formas de desnudez y desamparo; el ser humano, el semidiós o el héroe, sea cual fuera el lugar que ocupara, no estaba solo, siempre permanecía en el interior de las relaciones divinas y humanas... El héroe de Esquilo podía caer víctima de la lucha por la preeminencia de un orden sobre otro, podía ser precipitado en la más espantosa de las desgracias, ser cazado, atropellado y atormentado, pero no podía perder de golpe su pertenencia al entorno, su estado de inclusión en el mundo y quedar tan ajeno, tan abandonado y traicionado como el ser humano de Sófocles. Porque en Esquilo todavía no se había disociado del cosmos divino un ámbito puramente humano... La voluntad de los dioses también se impone en las tragedias de Sófocles, pero ya no como un poder omnipresente e igualmente inmediato, perceptible en los propios actos y la naturaleza del ser humano, sino que sale repentinamente al encuentro del ser humano como algo ajeno, ininteligible, como un hálito que surge de un mundo distinto al del hombre, ante el cual sólo queda como salvación la humildad sofoclea de la ‘reflexión’ -que no es la humildad cristiana, trascendente, sino la que recuerda el pesimismo de la modernidad. Si el ser humano quiere orientarse en su camino, sólo lo puede conseguir conociendo sus límites -en cierto modo mediante el tanteo doloroso y siempre renovado de su exterioridad que, como una piel vulnerable y desprotegida, deslinda lo humano del hálito y de la esfera de las relaciones daimónicas. Y, no obstante, si la humildad 'reflexiva' no se apreciara así, el ser humano, grande y auténtico, no sería tan indeterminado, tan altivo, tan desmesurado, tan entregado exclusivamente a su virtud, tan arriesgado y orgulloso. En cierto modo todos los personajes trágicos de Sófocles son disidentes. Lo que vale para ellos, no se mide con la escala común; lo que para ellos es central no es el centro de los acontecimientos a su alrededor"2.

 

Reinhardt propuso, por lo mismo, una nueva manera de entender Antígona:

"De la misma manera que lo trágico en Sófocles consiste en determinar el lugar de los centros humanos y fijar su excentricidad con respecto al centro de las relaciones divinas o, lo que es lo mismo, las relaciones daimónicas, también esa misma discordancia trágica puede convertirse en drama... [En Antígona esto se verifica]... a través del movimiento de dos centros humanos y sus mundos respectivos, ambos igualmente excéntricos, alrededor de un único centro invisible, cada uno de ellos privado por igual de su equilibrio y mesura y desviado brutalmente de su trayectoria. En ese caso, la unidad del proceso ya no se manifiesta en el aislamiento de un solo individuo, sino en la situación de reciprocidad entre ambos y en la relación respectiva con el centro inaprehensible del contexto de relaciones daimónicas, que sólo se puede intuir y puede ser interpretado mediante signos... Por otro lado, las categorías y concepciones usuales con las que, desde Hegel, se han esforzado en penetrar en la esencia de Antígona -la causa triunfante y la causa perdida, el juego y el contrajuego, derecho contra derecho, idea contra idea, familia contra Estado, culpa trágica y expiación, libertad personal y destino, individuo y comunidad política (Estado, polis)- y que han sido extraídas de la estética clásica o neoclásica, son tan generales que también se pueden aplicar al teatro alemán -y, por consiguiente, son excesivamente amplias-, o parece que coinciden con Antígona, pero ya no con cualquier otra tragedia que se conserve de Sófocles -y, por lo tanto, son criterios demasiado limitados-... En Antígona las oposiciones se amplían y se profundizan de tal modo que se convierten en algo que es excesivamente heterogéneo para nuestros conceptos como, por un lado: la sangre, el culto, el amor fraternal, el imperativo divino, la juventud y la entrega de uno mismo hasta el sacrificio, y por el otro: la voluntad de dominio, la razón de estado, la moral de la polis, la ruindad, la rigidez, la mezquindad, la ceguera de la edad, la afirmación del yo en nombre de la justicia hasta llegar a transgredir los preceptos divinos. Con semejante despliegue de elementos es comprensible que se llegara a creer que esta gran diversidad que aparece ante nuestros ojos tiene que proceder necesariamente de una unidad, de una idea, precisamente de una lucha de ideas... Sin embargo, la oposición existente en esta tragedia, encarnada en los personajes de Antígona y Creonte, no es conflictiva por sí misma, ninguno de los dos constituye un objetivo de ataque para el otro, no busca adaptar a la otra forma de ser, la otra legalidad, la otra idea o la otra moral, al sentido propio...; para Creonte, Antígona no es una víctima que por razones de Estado tendría que sacrificar y Antígona tampoco tiene que forzar su naturaleza y su inclinación innata hacia la obediencia para llegar a la autoinmolación. Aún menos se podría decir que Creonte llega a tomar conciencia de haber incumplido en la persona de Antígona una ley ajena, que va contra él. Por esta razón, él no perece finalmente porque haya sido justo el curso de las cosas (según los conceptos humanos), ni por el pecado de la sangre que él ha derramado, sino porque él, perdiendo toda mesura, se precipita en la hýbris por su propia ceguera. Por su concepción, Antígona tampoco es un conflicto de normas, sino la tragedia de dos ocasos humanos, separados por su naturaleza pero unidos por el daímon, que se suceden uno detrás del otro como imágenes contrapuestas... En Antígona se desarrolla única y exclusivamente una lucha, una forma de ser se dirige contra la otra, desplegando su pro y su contra y, simultáneamente, los ámbitos que entran en conflicto son más amplios y más esenciales, tienen un mayor alcance tanto por su elevación como por su profundidad y el antagonismo llega a cuestionar la diferencia entre los imperativos humanos y los divinos, entre los preceptos efímeros y las normas eternas. De esta manera, al llegar al final se vuelve a una especie de ‘dialéctica’ que, sin embargo, no se ha pretendido, sino que es consecuencia de la manera de ser y de la situación peculiar de ambos centros... [Antígona]... es un fenómeno nuevo del teatro ático..., una colisión gradual y continuada que se dirige hacia un final oscuro y pasa de una a otra situación, cambiando de un lado a otro, ya no como una contraposición de actitudes ni un destino contra otro, sino una voluntad frente a otra, un poder contra lo que se le resiste, una acción contra otra..., la experiencia teatral en la que lo divino se complace en descubrir lo humano en su humanidad y en transformar intenciones y objetivos en destino y fatalidad"3.

Esta concepción de Reinhardt ha hecho fortuna en los estudios sobre Sófocles y, en particular, sobre Antígona4.


2. Pueden presentarse, ahora, de mejor manera algunos pasajes de Antígona que dan fe de una poderosa presencia5.

 

a) Primero, en perspectiva divina, este poder aparece en Antígona como Díke, justeza o ensamble de todas las cosas y, en especial, entre los hombres y respecto de lo divino. Y también como el poder irreprimible y dominante de Zeus, como ley no escrita e inquebrantable de los dioses.

Así, cuando Creonte averigua que Antígona conocía el decreto de prohibición que luego transgredió, le pregunta cómo pudo atreverse a violarlo, respondiéndole Antígona:

 

"No era Zeus quien me imponía tales órdenes, ni es la Díke, que tiene su trono con los dioses de allá abajo, la que ha dictado tales leyes [nómous] a los hombres, ni creí que tus bandos habían de tener tanto poder [sthénein tosoûton] que habías tú, mortal, de prevalecer por encima de las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses [ágrapta kasphalê theôn nómima]. Que no son de hoy ni son de ayer, sino que viven en todos los tiempos y nadie sabe de dónde aparecieron. No iba yo a incurrir en la ira de los dioses violando esas leyes por temor a los caprichos de hombre alguno. Que había de morir ya lo sabía, ¿cómo no?, aunque no lo hubieses anunciado. Pero si muero antes de sazón, yo lo reputo por ganancia; porque quien vive como yo, metida en males sin cuento, ¿cómo no ha de salir gananciosa muriendo? Así que a mí, al menos, sucumbir en este lance nada me duele; por el contrario, si hubiera consentido que el cadáver del que ha nacido de mi madre estuviera insepulto, entonces sí sentiría pesar; ahora, en cambio, no me aflijo. Y si a ti te parece que es locura lo que hago, quizá parezco loca a quien es un loco" (450-470)6.

 

Ni Zeus ni Díke han dictado tales proclamas tiránicas; éstas, pues, no poseen ni pueden poseer el poder que es propio de las leyes divinas. La convicción de que lo divino se está haciendo presente ya ha aparecido antes: habiendo relatado un guardián la violación del decreto tiránico, en el Corifeo prorrumpen las siguientes palabras:

"Tiempo hace, ¡oh rey!, que me está diciendo el corazón si no andará en todo esto la obra de los dioses [theélaton toúrgon]" (278-279).

Después, en pleno canto abismático del Coro (v. 334: "muchos son los misterios; nada más misterioso/maravilloso/terrible que el hombre"= pollà tà deinà koudèn anthrópou deinóteron pélei), se declara feliz a quien junta la justicia divina con la ley humana:

"Será un alto cargo en la ciudad si armoniza las leyes de su patria [nómous khthonòs] y la díke jurada de los dioses [theôn t’énorkon díkan]" (368-370).

Posteriormente, a propósito del infortunio de Antígona, que es llevada para ser condenada a muerte, el Coro otra vez canta:

"¿Cuál será la insolencia [hyperbasía] de los hombres que alcance a atajar tu poder [dýnasin], oh Zeus? Ni el sueño le sorprende que todo lo sujeta; ni le rinden los Meses infatigables de los dioses; soberano sempiterno, intangible a la vejez, tú dominas poderoso [dynástas katékheis] en los reverberantes resplandores del Olimpo" (604-610).

Finalmente, habiéndose consumado la tragedia, el Corifeo espeta al tirano esta exclamación:

"¡Oh qué tarde parece vienes a entender lo que es díke!" (1270).

b) En perspectiva humana, este poder se presenta como una pasión que no se puede domeñar o desoír, como un viento que agita y arrebata el alma. Y ante este poder, el tirano finalmente debe ceder. Algunos ejemplos.

El Corifeo lanzará a Antígona un reproche -al fin y al cabo sólo aparente- por haber violado el mandato del poder humano:

"A ti una pasión impulsiva te ha arruinado [autógnotos óles’orgá]" (875).

Cuando, en medio de su atroz sufrimiento, Antígona sigue creyendo estar del lado de la justicia, el Corifeo dirá:

"Las mismas ráfagas de los mismos vientos [tôn autôn anémon hautaì hripaì] aún dominan [ékhousin] esta alma" (929-930).

Mas, a la larga, el tirano sucumbe ante una pasión movida por los dioses y no puede sino decir:

"... es terrible ceder [tó t’eikatheîn gàr deinón]" (1096).

Ya que no tiene objeto enfrentar al destino, ni aun tratándose de alguien humanamente poderoso:

"... es vano luchar contra la necesidad [anágke(i) d’oukhì dysmakhetéon]" (1106).

c) Luego, otra vez en perspectiva humana, el poder de la realidad irrumpe en cuanto respeto o piedad para con los mandamientos de lo alto. Y también como cordura. Nuevamente, algunos ejemplos así lo demuestran.

El Corifeo proclama todo el absurdo de la situación de Antígona, cuya piedad ha chocado contra el mandato del poderoso:

"Ser piadoso es una cierta forma de piedad [sébein mèn eusébeiá tis], pero de ninguna manera se puede transgredir [parabatòn] el poder del poderoso" (872-874).

Poco antes de morir, Antígona proferirá palabras terribles y desazonadas:

"... mirad qué males y de quién los padezco, por lo piadoso de mi piedad [tèn eusebían sebísasa]" (942-943; vid. 923-924).

La tragedia concluye con lo único sólido e indisputable: atentar contra la piedad y la cordura sólo acarrea males sin fin:

"Es con mucho la cordura lo primero para la felicidad. Contra los dioses jamás hay que cometer impiedades. Las palabras arrogantes acarrean a los soberbios grandes desgracias y les enseñan en la vejez la cordura [pollô(i) tò phroneîn eudaimonías prôton hypárkhei· khrè dè tá g’es theoùs medèn asepteîn· megáloi dè lógoi megálas plegàs tôn hyperaúkhon apoteísantes géra(i) tò phroneîn edídaxan]" (1348-1353).


II

¿Qué decir de este poder que acontece en Antígona? Para entender lo que ocurre en Antígona hay que dar el rodeo de un pensar meditativo7, único modo de esclarecer lo que sea dicho poder. Para meditar, en todo caso, no hay que evadir los propios prejuicios, sino manejarlos crítica e históricamente, revisándolos siempre desde las cosas mismas, como sugiere Gadamer: la Ilustración, que fue el prejuicio contra todos los prejuicios, está superada.

En la historia del pensamiento se ha conceptuado abundantemente la comparecencia mundanal de lo poderoso: arkhé en Anaximandro, lógos en Heráclito, der Wille zur Macht en Nietzsche, das Mystische en Wittgenstein, das Ereignis en Heidegger, etc. Aquí utilizaré la idea del poder de Xavier Zubiri -auténtico prejuicio- para mejor comprender Antígona.

1. La de Zubiri es una filosofía del poder. Según Zubiri, el poder es un carácter transcendental de la realidad en tanto que realidad. Transcendentalmente hablando, toda realidad y toda la realidad es formalmente poderosa:

"Real, decimos, significa ‘de suyo’. Pero este ‘de suyo’ tiene a su vez tres momentos formales distintos. Tiene un momento según el cual la cosa es lo que es ‘de suyo’ en y por sí misma como es. Es lo que llamo la nuda realidad. No es algo idéntico al ‘de suyo’... El ‘de suyo’ tiene también aquel momento que expresamos en español cuando decimos que tal o cual cosa ocurre, o tiene que ocurrir por la fuerza de las cosas. Aquí fuerza no es lo que significa en la mecánica de Newton. Es más bien la forzosidad de que la cosa sea así ‘de suyo’. La forzosidad compete al ‘de suyo’, compete a lo real. Pero además el ‘de suyo’ tiene el momento de poderosidad. La realidad de lo real es... ‘más’ que su contenido talitativo. Este ‘más’ significa que la realidad domina sobre su contenido. Esta dominancia es lo propio de la poderosidad. Evidentemente no es forzosidad. Toda forzosidad puede ser poderosidad, pero no toda dominancia es forzosidad. Poderosidad es la dominancia de lo real... Nuda realidad, forzosidad y poderosidad se recubren en cierta manera... en toda intelección sentiente. Pero como momentos del ‘de suyo’ no son idénticos. Por esto han dado lugar a conceptos distintos. No hago sino citar algunos casos para aclarar las ideas que vengo exponiendo. Así, el ‘de suyo’ como nuda realidad es lo que concibió el griego en el concepto de lo que llamó naturaleza, phýsis. La forzosidad se expresó en el concepto de lo necesario, anánke. Evidentemente no todo lo natural es necesario, ni todo lo necesario cuando no es necesidad de la nuda realidad es natural. La poderosidad concebida explícita y formalmente como real no es dominancia simplemente, sino que es dominancia de lo real en cuanto real. Es el poder de lo real en cuanto real. Pero cada uno de estos tres momentos es tangente, por así decirlo, a los otros dos. No hay fuerza de las cosas, no hay necesidad, que de alguna manera no roce más o menos a la nuda realidad; y no hay poder que no tienda a ser forzosidad y alcance de alguna manera a la nuda realidad. El predominio de uno de estos tres momentos sobre los otros dos puede incluso constituir distintos tipos de intelección; pero siempre están presentes los otros dos. El predominio del momento de nuda realidad constituyó el orto de nuestro saber. Sin embargo la forzosidad estuvo siempre presente en el pensamiento griego. Así Aristóteles nos dice (Met 984 b 10) que los primeros presocráticos se vieron forzados (anankatsómenoi) por la verdad. El predominio de la forzosidad es lo que subyace por ejemplo a la matemática egipcia y asirobabilonia. Descubrieron por ejemplo lo que para nosotros constituye el teorema de Pitágoras. Pero su necesidad es mera forzosidad, no tiene el carácter de la necesidad propia de los elementos de Euclides, fundados en la nuda realidad y no en la forzosidad. El problema del poder dio lugar a la interpretación animista del poder. Poderosidad no significa ni ánima ni animismo, sino que el animismo es tan sólo un desarrollo conceptivo de la poderosidad. Incoativamente, por así decirlo, cada momento... es tangente a los otros dos. Su unidad intrínseca es formalmente constitutiva de toda intelección sentiente. Tal vez esta unidad de los tres momentos es lo que transparece expresamente en el sentido, tan debatido, del arkhé de Anaximandro... Nuestro saber, afincado en la nuda realidad, ha olvidado los otros dos momentos de forzosidad y poderosidad. Urge recuperarlos"8.

2. Lo que de poder tiene el pensar de Zubiri aparece con máxima nitidez cuando aborda la cuestión teologal, en lo que aquí concierne expuesta sobre todo en El hombre y Dios. El problema teologal del hombre, por lo demás, es el punto en el cual alcanza máxima tensión toda la metafísica de Zubiri.

Hay que decir, a este respecto, que Zubiri intenta una reflexión teologal más que teológica. Quiere hacer ver que la realidad, por sí misma, se apodera del hombre y que, por su propia fuerza, plantea la cuestión del fundamento. El hombre qua hombre padece el poder inexorable de la realidad. Él es el absoluto que, en medio de tantas cosas y problemas, está arraigado firme y férreamente en la realidad pura y simple. Religado a la realidad, está forzado por ella a inquirir respecto del fundamento de ese poder de lo real. Con ser una dimensión humana, lo teologal es aquella dimensión por la cual el hombre está fundado en el poder de lo real. Y esto, según Zubiri, puede ser descrito por mero análisis de los hechos: tal es la tarea de una reflexión teologal, previa a todo saber teológico9.

El hombre, dirá Zubiri, es una realidad relativamente absoluta. Que sea una realidad absoluta significa que el hombre está ‘enfrentado’ a todo lo demás. Más aún, el hombre está forzosamente enfrentado, con necesidad impuesta por su propia realidad: esta imposición hace que su realidad absoluta lo sea relativamente. Entonces, el hombre guarda frente a las cosas una respectividad que intrínseca y formalmente constituye su propia realidad personal. Pero, ¿frente a qué está el hombre?

Frente a todas las cosas, responde Zubiri. Para el hombre, vivir es poseerse realmente estando ‘con’ las cosas ‘en’ la realidad. Y estando ‘con’ las cosas, el hombre está verdadera y radicalmente ‘en’ la realidad. Las cosas hacen estar al hombre en la realidad: en cada acción, el hombre toma posición en la realidad. De ahí que, como persona, el hombre esté fundado en la realidad qua realidad. La realidad, entonces, adquiere fundamentalidad. Estar enfrentado viene a ser un aspecto del estar fundado. Zubiri pregunta: ¿qué es la fundamentalidad?10.

El hombre, afirma, se apoya esencialmente en la realidad para ser lo que él es. La realidad como apoyo para ser persona es fundamento. Fundamento, primero, es la realidad como lo último en las acciones humanas, la suprema y definitiva instancia a la que el hombre puede recurrir. Es la ultimidad de lo real. Segundo, fundamento es la realidad en cuanto raíz de todas las posibilidades humanas. Teniendo el hombre que optar por alguna posibilidad para configurar su propia realidad, haga lo que haga tendrá que echar mano de la realidad como fuente de posibilidades. Es la posibilitancia de lo real. Y tercero, fundamento es la realidad en tanto que se le impone al hombre en cada una de sus acciones. El hombre tiene que realizarse por una imposición de la realidad. Es la impelencia de lo real. En suma, el hombre vive en la realidad (ultimidad), desde la realidad (posibilitancia) y por la realidad (impelencia). Fundamentalidad de lo real es, justamente, la realidad como última, posibilitante e impelente. Realidad, pues, es lo más ajeno, lo que hace ser al hombre; pero es también lo más íntimo, porque es la propia realidad del hombre siendo11.

La realidad determina físicamente al hombre como absoluto relativo: en una palabra, dice Zubiri, lo domina. Dominar es ser más, es tener poder. Y, en efecto, la realidad es ‘más’ que una cosa real, pero es más ‘en’ ella misma. En cada cosa, la realidad domina sobre la talidad, justo porque es más que la talidad. La realidad ejerce un poder: el poder de lo real. Pues bien, el poder de lo real se apodera del hombre, lo domina porque es más que él. La realidad funda apoderándose12.

No hay una relación del hombre con el poder de lo real, asegura Zubiri. Sí hay una constitutiva respectividad del hombre al poder de lo real, sólo gracias a la cual el hombre es persona. El hombre es persona porque la realidad se apodera de él y lo hace hacerse a sí mismo. No se trata de que la realidad ayude al hombre a vivir, sino de que ella le permite ser real. El hombre viene de la realidad: apoderado por ella, está implantado en ella. Mas, al estar apoderado, el hombre también está suelto de todas las cosas. El apoderamiento liga al hombre al poder de lo real precisamente para que sea relativamente absoluto. Es el hecho -perfectamente analizable- de la religación. Hecho constatable, total y radical. El hombre está religado al poder que lo hace ser real. Y ante la religación, no cabe más que doblegarse y reconocer que hay lo que hace que haya.

La religación tiene tres caracteres, según Zubiri. Primero, al hacer religadamente su propia persona, el hombre hace una experiencia del poder de lo real, una probación física de la realidad como poder que sigue rutas individuales, sociales e históricas. Segundo, si toda cosa tiene cierta riqueza de notas, las cuales manifiestan la realidad de la cosa, la religación manifiesta el poder de lo real, es una ostensión de la realidad como poder. Tercero, dicha experiencia manifestativa del poder de lo real es enigmática, porque si bien las cosas exigen al hombre estar en la realidad, ninguna de ellas es la realidad en la que exigen estar. La realidad es ‘más’. ‘La’ realidad está en ‘tal’ realidad, pero está enigmáticamente. Resumiendo: el hombre está físicamente lanzado a un enigma que se apodera de él ostensiva y experiencialmente13.

Zubiri concluye de lo anterior que la fundamentalidad de lo real es problemática. Y este problematismo se expresa de varios modos. Primero, la inquietud. El enigma de estar religado inquieta al hombre, aunque la inquietud pueda ser preterida o silenciada. Dos preguntas expresan esta inquietud: ¿qué va a ser de mí? y ¿qué voy a hacer de mí? Segundo, la voz de la conciencia. Del fondo absoluto de cada hombre surge una voz que de alguna forma -clara, oscura o variable, pero siempre inapelable e irrefragable- le dicta lo que debe hacer o no hacer y, sobre todo, lo que ha de ser. La voz de la conciencia es la voz de la realidad camino de lo absoluto: es un clamor que lanza físicamente al hombre al enigmático poder de lo real. Tercero, la volición. El hombre tiene que adoptar alguna posibilidad y hacer de ella la forma de su realidad: a ello está inexorablemente lanzado por la enigmática fundamentalidad de la realidad, por la realidad-fundamento. Como apropiación de posibilidades en orden a una forma de realidad, la volición es voluntad de realidad. Y como la realidad actualizada en la intelección es la verdad, la voluntad de realidad es voluntad de verdad. Pues bien: en vista de los tres momentos que tiene la verdad real, hay que decir que la voluntad de verdad es intrínsecamente y ‘a una’ manifestación, fidelidad y efectividad.

La realidad-fundamento es verdad real. Siempre lanzado a esa verdad real, dice Zubiri, el hombre debe hoy más que nunca atender a ella. La voluntad de verdad real se plasma en búsqueda. Búsqueda de la manera como las cosas reales se articulan en la realidad para poder adoptar una forma de realidad. Esta experiencia de la fundamentalidad que funda la realidad del hombre es una experiencia teologal. Y lo teologal es lo que envuelve el problema de Dios14.

El hombre no tiene un problema de Dios, dice, sino que es formalmente el problema de Dios. Es justamente la vía de la religación, vía clara y distinta, ya que en ella acontece toda la realidad en el hombre y el hombre en la realidad. Por su propia naturaleza, la religación no es cósmica ni antropológica, sino que incluye ambos aspectos por elevación. La misma idea de Dios de que parten el teísta, el ateo y el agnóstico es una idea que implica que Dios es el fundamento último, posibilitante e impelente del poder de lo real, una realidad suprema y no un ente supremo (olvidar que el ser es un acto ulterior de lo real es típica consecuencia de la entificación de la realidad) y una realidad absolutamente absoluta (absoluta no a su modo, no frente a lo real, sino en y por sí misma, simpliciter). Solamente por la religación puede llegarse a Dios en tanto que Dios15.

Pero hay más. Zubiri añade que la plasmación individual, social e histórica de la religación es la religión. Y que las religiones tienen una historia, cuyo significado estriba en ser la experiencia teologal que hace la humanidad del poder de lo real (como poder de lo alto, del tiempo, de separación de formas, de germinación de la realidad, de organización, del futuro, de la realidad material e intelectual del hombre, de la intimidad personal, que lo llena todo, que se cierne sobre la vida y la muerte, que dirige la vida social, que se llama destino, que rige la justeza -díke- y la estructura cosmo-moral del universo, sacralizante y perdurante, etc.). Y que el cristianismo es más que religión verdadera, es la verdad radical y formal de todas las religiones, pues la mayor forma de ser real en Dios es serlo deiformemente: el cristianismo es una religión de deiformidad, o sea, es una forma como el fundamento del poder de lo real -Dios- ejecuta (en la experiencia) un apoderamiento deiformante de lo real y del hombre. De lo cual resulta que toda la magna experiencia teologal de la humanidad es cristianismo en tanteo16.

 

3. Lo que antecede ratifica una de las afirmaciones comúnmente aceptadas por la literatura crítica17, a saber, que Zubiri intenta romper con el conceptismo occidental. Siempre y tratándose de cualquier materia. Como en el caso de Dios: "Pensando en lo que Leibniz pensaba, a saber en la realidad de Dios, lo que hay que decir es que Dios está por encima de toda razón; afirmar, como suele hacerse, que Dios es razón de sí mismo constituye una huera logificación de la realidad divina. Dios es realidad absoluta"18. Por lo que incumbe a Dios, dice Zubiri, todo arranca de la religación, basada a su vez en la fuerza de imposición de las cosas, que está dada en la aprehensión primordial de realidad y que, como tal, es un hecho inmediatamente analizable. Mas, este hecho no hace más que plantear el problema de Dios. Es decir, la religación abre una vía, un camino para que la razón vaya en pos de su fundamento allende la aprehensión. La razón posee un método, cuyos pasos son el sistema de referencia, el esbozo, la experiencia y la verificación. Pues bien. El sistema de referencia, aquí, es la religación en la voluntad de verdad. Desde dicho sistema de referencia, la razón esboza a Dios como realidad absolutamente absoluta: Dios es un esbozo construido por postulación de la razón como posible fundamento de la religación al poder de lo real. Y al esbozo de Dios ha de seguir la experiencia de Dios, a través de la cual la realidad aprobará o reprobará el esbozo. Lo decisivo, en este punto, es el modo como el hombre, al compenetrarse con la persona divina, va conformando el fundamento al hacer su vida. La compenetración y la conformación incluyen la donación de Dios y la entrega del hombre. Así, la ultimidad provoca acatamiento y adoración y funda la fe teologal, la posibilitancia acarrea súplica y oración y funda la esperanza teologal, y la impelencia se manifiesta como refugio y funda el amor teologal. Por fin, la débil verdad de la razón lleva a una verificación que siempre es lógica e históricamente abierta. En el caso de Dios, la verificación es fe, un proceso continuo y abierto que consiste en ‘ir creyendo’19.

 

4. Antígona, pues, según Zubiri, sería una pulcra actualización del poder de lo real, su presencia en cuanto ajuste total, mandato absoluto, pasión irresistible y cordura piadosa. Antígona da bella cuenta de un deber irresistible, que ha de obedecerse aun en contra de una norma puesta por el hombre y cuyo fundamento último, posibilitante e impelente es el carácter transcendentalmente poderoso de la realidad y, en particular, la religación originaria de la realidad humana al poder de lo real. El hombre, empero, quiere con frecuencia desatender a la realidad, cosa que, por imposible, no es más que un desajuste, una infracción y una impiedad20.


III

¿Qué se puede decir de Antígona en nuestra actualidad? ¿Posee relevancia para el mundo contemporáneo? Pareciera que no. Mientras las cuestiones políticas, éticas y jurídicas de hoy hablan de un mundo puramente humano, de los haberes y capacidades del hombre y de sus mínimas y perentorias obligaciones, todo en Antígona remite a una cierta pasividad fundamental del ser humano. El hombre debe dejar que las cosas sean lo que son, ha de respetar el ser de todas ellas, incluido su propio ser. A propósito del mundo técnico, Heidegger llama a esta pasividad con un término tomado de la mística alemana: Gelassenheit, es decir, serenidad, abandono, desasimiento o dejamiento, a lo cual une la apertura al misterio:

"Podemos usar los objetos técnicos, servirnos de ellos de forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos (loslassen) de ellos. Podemos usar los objetos tal como deben ser aceptados. Pero podemos, al mismo tiempo, dejar que estos objetos descansen en sí, como algo que en lo más íntimo y propio de nosotros mismos no nos concierne. Podemos decir ‘sí’ al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles ‘no’ en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia... Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente ‘sí’ y ‘no’ al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheit) frente a las cosas... Rige así en todos los procesos técnicos un sentido que reclama para sí el obrar y la abstención humanas (Tun und Lassen), un sentido no inventado ni hecho primeramente por el hombre... El sentido del mundo técnico se oculta. Ahora bien, si atendemos, continuamente y en lo propio, al hecho de que por todas partes nos alcanza un sentido oculto del mundo técnico, nos hallaremos al punto en el ámbito de lo que se nos oculta y que, además, se oculta en la medida en que viene precisamente a nuestro encuentro. Lo que así se muestra y al mismo tiempo se retira es el rasgo fundamental de lo que denominamos misterio. Denomino la actitud por la que nos mantenemos abiertos al sentido oculto del mundo técnico la apertura al misterio... La Serenidad frente a las cosas y la apertura al misterio se pertenecen la una a la otra. Nos hacen posible residir en el mundo de un modo muy distinto. Nos prometen un nuevo suelo y fundamento sobre los que mantenernos y subsistir, estando en el mundo técnico pero al abrigo de su amenaza"21.

Gelassenheit alude, pues, a una manera originaria de estar en el mundo, esa manera que consiste en no querer nada de las cosas, puro apreciar el misterio de que sean aquello que son y como son. Todo lo contrario de la actitud técnica, manipuladora, que viene a ser un comercio de agresivo aprovechamiento de todo lo que hay en la tierra. Con obvias diferencias, de esto mismo hablaba la mística española del siglo XVI:

"Pongamos una comparación: Está el rayo del sol dando en una vidriera; si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla; antes tanto menos la esclarecerá cuanto ella estuviere menos desnuda de aquellos velos y manchas, y tanto más cuanto más limpia estuviere. Y no quedará por el rayo, sino por ella; tanto, que, si ella estuviere limpia y pura del todo, de tal manera la transformará y esclarecerá el rayo, que parecerá el mismo rayo y dará la misma luz que el rayo, aunque, a la verdad, la vidriera, aunque se parece al mismo rayo, tiene su naturaleza distinta del mismo rayo; mas podemos decir que aquella vidriera es rayo o luz por participación. Y así el alma es como esta vidriera, en la cual siempre está embistiendo o, por mejor decir, en ella está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza, que habemos dicho... En dando lugar el alma -que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios-, luego queda esclarecida y transformada en Dios y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada; como también la vidriera le tiene distinto del rayo, estando dél clarificada"22.

De un modo que habría que aclarar, se necesitan virtudes, felicidad y una idea más ancha de la racionalidad, mínimos de justicia, deberes y una situación ideal de comunicación que opere como patrón utópico para enjuiciar nuestras comunicaciones reales, no sólo tradición y modernidad sino también una apoteosis de la vida humana con sentido de la tierra. Tales son, en efecto, algunos de los términos del debate ético de estos tiempos, cuya adecuada articulación constituye todavía un grave problema.

No obstante, quizá con prioridad, urge el abandono sereno, el desasimiento que permite bien estar en el misterio que nos cobija. Corresponder al enigma que habita este mundo, como Antígona. Si no, todo se irá al demonio.

 

*El autor agradece las observaciones y sugerencias de Anna Torné y Juan Pablo Contreras, quienes -por supuesto- no son responsables de las líneas que siguen (y que han de datarse –no se olvide- en 1998).

1HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich, Estética (trad. R. Gabás, Ediciones Península, Barcelona 1991) 2, p. 43.

2REINHARDT, Karl, Sófocles (trad. M. Fernández-Villanueva, Destino, Barcelona 1991), pp. 15-17.

3REINHARDT (n. 2), pp. 95-99.

4Vid. JAEGER, Werner, Paideia. Los ideales de la cultura griega (trad. J. Xirau y W. Roces, Fondo de Cultura Económica, México 1996), sobre todo pp. 250-251, 255-256 y 258-261; FERNÁNDEZ-GALIANO, Manuel, "Introducción", en SÓFOCLES, Tragedias (trad. Manuel Fernández-Galiano, Planeta, Barcelona 1985), sobre todo pp. XXXI, 389 y 399; PINKLER, Leandro y VIGO, Alejandro, "Introducción", en SÓFOCLES, Antígona (trad. Leandro Pinkler y Alejandro Vigo, Biblos, Buenos Aires 1987), sobre todo pp. 50-51 y 58-59; LASSO, José, "Introducción general", en SÓFOCLES, Tragedias (trad. Assela Alamillo, Gredos, Madrid 1992), sobre todo pp. 46, 47-52 y 81: "Antígona y Creonte se contraponen tajantemente. Antígona es una muchacha, como debe ser una muchacha de elemental ingenuidad. Nada de heroísmo romántico, ni de figura ideal. Sabe y está segura de pocas cosas: que hay unos dioses arriba y otros de abajo, que aquende están los vivos y allende los muertos y que a los difuntos, que son del reino de los dioses de abajo, menester es enterrarlos. Esto lo cree firmemente y desde ésa su convicción saca fuerzas para enfrentarse al tirano y a la muerte. Al otro lado, Creonte, tan estricto en el cumplimiento de sus obligaciones de rey y de padre y, en el fondo, tan débil. En lugar de abrirse a la comprensión y corregir actitudes, se enrigidece, se endurece más cada vez y acaba por asistir al fracaso de sus principios demasiado estrechos y, ¡cosa para él más terrible!, los que más quería (su hijo, su esposa) declinan también. Pierde lo que tenía. Antígona gana lo que era".

5Para la versión castellana he utilizado libremente las traducciones de Ignacio Errandonea: SÓFOCLES, Tragedias: Antígona-Electra (Ediciones Alma Mater, Barcelona 1965) 2, pp. 17-95, y de Assela Alamillo: SÓFOCLES (n. 4), pp. 239-299.

6Comenta Reinhardt que Antígona, aunque víctima e instrumento de los dioses, está lejos de todo entusiasmo: "no está poseída por el dios como una fuerza que la impulse a la acción. Lo que, sin embargo, sí la posee es la certeza que le asegura que al igual que la comunidad humana tiene sus tribunales para castigar a los culpables, asimismo los dioses disponen de los suyos, aunque dónde y cómo ella no pueda precisarlo; si quisiera pronunciarse de forma más precisa, pasaría entonces ilícitamente de lo humano a lo divino. Pero ¡cuánto se aleja esta forma de actuar de la naturaleza de una mártir o de una santa! La garantía y la seguridad de ese otro orden no le llega desde arriba, su certeza no es de origen celestial ni ha surgido de las fuentes subterráneas y misteriosas, sino que nace del propio ámbito de Antígona, de sus lazos de sangre, de lo más natural de este mundo... Desde el momento en que [Antígona] se pone en manos de la totalidad divina, eterna, y guarda asimismo obediencia a Zeus celestial y a la Justicia de las profundidades cumpliendo la ley que no está escrita, lo que ha hecho por su hermano... se somete a su orden y se llena de un sentido universal que proviene de la naturaleza. Eso que ella designa con el nombre de Zeus y de Díke, del cielo y de la tierra, es la plenitud, el todo, del cual su acto sólo es una parte. (‘Zeus’ y Díke’ es una ‘expresión polar’)... Cuanto más abiertas y libres se presentan las cosas, cuanta más clara se presenta la verdad divina, tanto más estrechamente queda encerrada la fuerza humana en su círculo. Todo lo que se le oponga será necesariamente ‘hýbris’, consternación, y lo que no quiera encajar ahí, aparecerá como un disfraz y un ‘disimulo’. Como si se tratara de reducir a un adversario igual en fuerza, el soberano se rodea de las imágenes de su mundo... sin sospechar el reflejo de su propio ser en ellas. Su propia estrechez le empuja, prisionero de sus propios votos, atado a su propio edicto. Para autoafirmarse, Creonte necesita que la rebelión quede humillada, reducida a las dimensiones de su propio mundo, castigada con los medios que tiene a su alcance. Aquí no se contrapone su justicia a otra justicia, ni su idea a otra idea, sino lo divino, como aquello que todo lo envuelve y con lo que la muchacha se sabe en armonía, frente a lo humano que, en su limitación, en su ceguera, finge, se da caza y se falsea a sí mismo": REINHARDT (n. 2), pp. 110-113.

7Cfr. HEIDEGGER, Martin, Serenidad (trad. Y. Zimmermann, Odós, Barcelona 1994), pp. 17-19.

8ZUBIRI, Xavier, El hombre y Dios (Alianza Editorial, Madrid 1988), pp. 27-29.

9ZUBIRI (n. 8), pp. 11-13 y 382-383.

10ZUBIRI (n. 8), pp. 79-81.

11ZUBIRI (n. 8), pp. 81-84.

12ZUBIRI (n. 8), pp. 84-88.

13ZUBIRI (n. 8), pp. 92-99.

14ZUBIRI (n. 8), pp. 99-108.

15ZUBIRI (n. 8), pp. 118-133.

16ZUBIRI (n. 8), pp. 89-91 y 379-382.

17Por todos, vid. PINTOR-RAMOS, Antonio, "Religación y ‘prueba’ de Dios en Zubiri", en Razón y Fe 38 (1988) 1-2, pp. 319-336; Realidad y verdad. Las bases de la filosofía de Zubiri (Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca-Caja Salamanca y Soria, Salamanca 1994), 374 pp.; "Intelectualismo e inteleccionismo", en VV.AA., Del sentido a la realidad (Trotta, Madrid 1995), pp. 109-128; y Zubiri (Ediciones del Orto, Madrid 1996), 91 pp.; GRACIA, Diego, Voluntad de verdad. Para leer a Zubiri (Labor, Barcelona 1986), 268 pp.; FERRAZ, Antonio, Zubiri: el realismo radical (Ediciones Pedagógicas, Madrid 1995), 242 pp.; y BAÑÓN, Juan, "Zubiri hoy: tesis básicas sobre la realidad", en VV.AA., Del sentido a la realidad (Trotta, Madrid 1995), pp. 73-105.

18ZUBIRI, Xavier, Inteligencia y Razón (Alianza Editorial-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1983), p. 284.

19Cfr. ZUBIRI (n. 8); ZUBIRI (n. 18); PINTOR-RAMOS, "Religación..." (n. 17) y GRACIA, Diego, "Religación y religión en Zubiri", en VV.AA., Filosofía de la religión (Trotta, Madrid 1994), pp. 491-503.

20Hay que dejar insinuado, al menos, que religación y obligación, religión y moral son ámbitos formalmente distintos según Zubiri, aunque éste arraiga en aquél. En una fórmula sumaria, puede decirse lo siguiente: porque estamos religados al poder de lo real (y lanzados al problema de su fundamento) es por lo que estamos ligados a nuestra propia felicidad o buena forma (como posibilidad radical y siempre apropiada) y, en seguida, obligados a optar por aquellas posibilidades de vida más apropiadas en orden a la felicidad humana (las cuales están siempre dimensionadas individual, social e históricamente). Cfr. ZUBIRI, Xavier, Sobre el Hombre (Alianza Editorial-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1986), pp. 343-440. Sobre todo, debe dejarse bien claro que no hay un paso automático ni fácil desde la originaria y radical religación hacia los deberes que se presentan en cada situación, pese a que los haya de carácter más o menos irrefragable y absoluto. Quede insinuado este tema para otra ocasión.

21HEIDEGGER (n. 7), pp. 26-28.

22JUAN DE LA CRUZ, Noche Oscura de la Subida del Monte Carmelo, en Obras Completas (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1994), 2, 5, 6-7, pp. 303-304. Vid. también TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, en Obras Completas (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986), 14, 1-2, pp. 276-277: "Desasiéndonos de esto y puniendo en ello mucho, como cosa que importa mucho -miren que importa-, y encerradas aquí sin poseer nada, ya parece que lo tenemos todo hecho, que no hay nada que pelear... Es más, que si no se anda con gran cuidado y cada una -como el mayor negocio que tiene que hacer- no se mira mucho, hay muy muchas cosas para quitar esta santa libertad de espíritu que buscamos, que pueda volar a su Hacedor sin ir cargado de tierra y de plomo... Gran remedio es para esto traer muy continuo cuidado de la vanidad que es todo y cuán presto se acaba, para quitar la afeción de todo y ponerla en lo que ha para siempre de durar; y aunque parece flaco medio, viene a fortalecer mucho el alma; y en las muy pequeñas cosas traer gran cuidado; en aficionándonos a alguna, no pensar más en ella, sino volver el pensamiento a Dios, y Su Majestad ayuda. Y hanos hecho gran merced, que en esta casa lo más está hecho; mas queda desasirnos de nosotros mismos. Este es recio apartar, porque estamos muy juntas y nos queremos mucho".