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AL VIENTO DEL ESPIRITU

Por Juan Hernández Pico, S.J.



El Pluralismo de los Sentidos

Tal vez puedo comenzar este aporte con el informe sobre un sueño que tuve en Ejercicios hace dos años: Sueño que estoy en una reunión con jóvenes y algunos adultos. El tema es un acontecimiento histórico sobre el que podamos encontrar un lugar común para asentar nuestro apostolado, nuestra convivencia. Yo defiendo que ese acontecimiento ha de ser el mundo que salió del 89, el mundo globalizado. Otro compañero, miembro de mi generación, quien tal vez tiene el rostro de G., defiende que esa es una base muy estrecha para fundar algo. Entonces yo le digo, en tono de desafío, que busque alguno más o algunos. Piensa y no puede encontrarlos. Yo le digo: es que no hay ningún otro acontecimiento común a nosotros y a los jóvenes. Claro que hay acontecimientos; de hecho empiezo a relatar a flashazos la historia del siglo XX; pero no son acontecimientos comunes, las generaciones jóvenes no los han vivido...”

Este sueño dice claramente lo difícil que es hablar con sentido de la experiencia de Dios “en el umbral del siglo XXI”. Para algunas personas ese umbral es el mero comienzo de la aventura de la vida, para otras ese umbral les ha sobrevenido en la cumbre madura de sus vidas, y para otras, entre las que me cuento, el umbral se ha presentado en la última etapa de la vida, de sabiduría o de declive de la madurez. Evidentemente este planteamiento de la diversidad del sentido está fundamentado sobre la categoría de la edad, o sobre la experiencia del paso de las generaciones. Más compleja aún se hace la diversidad si sus bases se amplían para recoger la resonancia del umbral en las culturas, en las condiciones económicas o en las oportunidades políticas para la libertad. Pero voy a atreverme a responder al tema desde mi edad de 65 años, desde mi cultura occidental matizada por mis 40 años en Centroamérica y mi ventana abierta a las culturas mayas, desde una situación económica en la que nunca he pasado hambre ni me han faltado la preparación para un trabajo y los medios para ejercerlo, y desde la oportunidad de expresarme públicamente con libertad.

Sobresaltos, Emociones y un Llamado

Nací en los años de la Guerra Civil en España y en el seno de una burguesía, dentro de los cuales, en el País Vasco, era normal creer en Dios y sentirlo cerca como legislador exigente de una vida moral estricta volcada sobre todo en los desafíos del sexto mandamiento. Dios era además el protector de las propiedades de las familias, una especie de amigo todopoderoso de la gente rica. La primera emoción religiosa que recuerdo es un sobresalto de pánico en la cama, cuando a punto de dormirme como a los nueve años sentí que me iba a morir, no entonces sino algún día, y viví con llanto una angustia indescriptible. De esa angustia me rescató el abrazo entrañable de mi mamá. Sobre esa angustia trabajó, sin saberlo, un sacerdote jesuita que nos predicó en el colegio, a los doce años, unos Ejercicios Espirituales con el telón de fondo del Infierno del Dante (“ustedes los que por aquí pasan, pierdan toda esperanza”), mientras que de ese peligro mortal nos liberaba la Virgen María, nuestra madre. Descubiertos clandestinamente en los viejos y grandes armarios de la casa, no muchos meses más tarde, los grandes libros de “La Biblia” y de “La Divina Comedia”, ilustrados por Gustavo Doré, con sus espléndidos desnudos, introducían una cierta esquizofrenia en el cuadro. Empecé propiamente mi vida religiosa por un encuentro con Dios que se concretó en un llamado misionero a la Compañía de Jesús, en un retiro de tres días a los 16 años, al “oír” de un Cristo Crucificado las palabras “tengo sed”. Después los enamoramientos adolescentes y las ambiciones profesionales estuvieron a punto de frustrar el llamado. Pero sobre todo, la obsesión sexual de un prefecto de disciplina del colegio, que nos espiaba las películas que íbamos a ver y me castigó a seis semanas sin domingos (sin ir al estadio) incluida la Navidad, por haber ido a una película censurada para mayores de 18 años (“Mañana será tarde”, con Alida Valli) ¡con mi hermana mayor y mi mamá! Yo lo odié y decía: “no quiero estar con gente que hace esas injusticias”. Todo eso sucedía bajo el nacional-catolicismo de la dictadura franquista. El Rector –mi director espiritual- me sacó del clavo. Quiero destacar varias cosas que serán constantes en mi vida, a la hora de la experiencia de Dios: la muerte, la responsabilidad moral, el misterio de la sexualidad, la polaridad entre gente justa e injusta, y el enamoramiento de Jesucristo con una misión.

Horizonte: Con Jesucristo en Centroamérica

En el Noviciado, durante el mes de Ejercicios Espirituales, se profundizan dos vivencias: el amor personal a Jesucristo, ya nunca desaparecido, y el llamado misionero, que se concretó en la petición de ser enviado a Centroamérica. El Noviciado tuvo un tono muy espiritualista, tal vez incluso fundamentalista. Se vivía un ambiente de integrismo concretado en la desorbitación de la devoción al Sagrado Corazón, como devoción al Sagrado Corazón de Cristo Rey. De alguna manera la consagración al Sagrado Corazón de Cristo Rey, es decir la lectura fervorosa de la fórmula de consagración e incluso la construcción de monumentos en todos los pueblos que circundaban al Noviciado (y para ello la recaudación de dinero), así como la representación de Autos Sacramentales, proyectaban la ilusión de un país socialmente cristiano. Mientras tanto, mucha gente en España, en los años 50, era aún muy pobre y tenía en carne viva las heridas de la guerra civil. En la prueba de peregrinación, en la que salíamos por treinta días a caminar una determinada ruta sin dinero, pidiendo de puerta en puerta, no olvidaré la agria respuesta de una mujer campesina a nuestra petición de alimentos en limosna (íbamos con sotana): “¡Tan jóvenes! Yo los enviaría a cosechar remolacha.” Y no nos dio nada. Entonces casi nos pareció un sacrilegio. Más tarde lo entendimos claramente como uno de los efectos de la guerra civil: el resentimiento contra una iglesia aliada con el poder y la eclosión de la increencia que el régimen nacional-católico mantenía encubierta.

La Esperanza de los Pobres no perecerá

Durante los estudios de humanidades, leí la obra de Charles Moeller, “Literatura del Siglo XX y Cristianismo”. En ella me salió al encuentro la valoración cristiana de la justicia en una lectura profunda de la vida de los pobres (por ejemplo en Bernanos o en Graham Greene, y en Simone Weil o Sartre). Y se me quedó grabado como a cincel en mi corazón la frase del Salmo 9: “La esperanza de los pobres no perecerá”. Fue ver el rostro de Dios desde otra perspectiva. Luego, estudiando filosofía, desperté a la sensibilidad por la justicia a través de la comprensión del problema vasco e hice mi tesis de licenciatura sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos.

En 1960, antes de ir a Panamá, hice Ejercicios con los compañeros que salíamos a magisterio. Viajé solo en bus a una casa de retiros del Pirineo aragonés. Era el único del grupo que tenía un destino fuera de España. En el camino, en una larga espera en Jaca, una pequeña y medieval ciudad-fortaleza de montaña, entré en la catedral y bajo sus naves románicas (cerraron las puertas después de Misa, la sacristía también, y yo quedé encerrado) tuve una experiencia de tremenda soledad. Fue una soledad interior aterrorizante. Inconmensurable con el aislamiento físico, que sabía no iba a durar más de seis o siete horas hasta la Misa de la tarde. Me ha acompañado después como arquetipo de otras horas de soledad abrupta en mi vida. Con ella entré a Ejercicios. La otra experiencia que recuerdo es en una oración, de nuevo creo que en la pasión, en que con mucha claridad y no poco estremecimiento vi que si uno conociera, como en una película anticipada, todos los sufrimientos de toda la vida, no lo aguantaría, moriría ahí mismo de horror. Parece, pues, que ambas experiencias resonaron sobre aquel pánico infantil de la certeza de morir (solo) un día.

La Pobreza de los Barrios Brujos

Al llegar a Panamá para empezar mi magisterio en 1960, los veinte kilómetros de camino entre el aeropuerto de Tocumen y el Liceo Javier fueron un choque emocional y ético enorme. Nunca había visto tal pobreza con mis ojos antes. Lo que había oído de Centroamérica, y me había atraído, era más en la onda de la falta de sacerdotes para tanta gente. La pobreza inenarrable de los barrios brujos de Panamá golpeó mi corazón en otro registro, el de la sensibilidad ante la injusticia. Sobre todo, viéndola luego en el contraste con las viviendas de la mayoría de nuestros alumnos. Fue en Panamá donde César Jerez se convirtió en mi amigo del alma y me habló del sueño de crear en C.A. el Centro de Investigación y Acción Social CIAS), que ya existía en otras provincias jesuíticas de A.L.., aunque no siempre con ese nombre. Nuestro Superior Provincial Luis Achaerandio nos envió ya a César, a mí y a otros compañeros a teología con el encargo de preparar la fundación del CIAS. Además, en Panamá, ayudamos al P. Manuel Aguirre, jesuita de Venezuela, director del Centro Gumilla, a dar el primer Cursillo de Capacitación Social en nuestra provincia. Nos metimos por las noches en la Universidad Nacional –como las demás del Istmo, bastante marxista y por ello anticlerical y poco religiosa- para tratar de dar testimonio de nuestra preocupación por la justicia siendo religiosos (íbamos aún con sotana). Regresábamos retarde al colegio. César y yo fuimos a pedirle al Rector Jon Iriarte que nos dispensara de la oración matutina en la mañana, antes de la Misa, porque el sueño nos vencía. Y nos pidió comprometernos a compensarla con más oración en teología.

Vino nuevo en odres nuevos

Durante los estudios de teología lo más importante en nuestras vidas fue la celebración del Concilio Vaticano II. En la Facultad de Teología de Frankfurt teníamos tres profesores jesuitas que eran peritos conciliares, es decir asesores de los obispos. Vivíamos el desarrollo del Concilio con mucha información de primera mano y con grandes expectativas. La experiencia fundamental era ver de cerca la lucha de las tendencias conservadora y progresista en la Iglesia. Nosotros nos identificábamos con la tendencia progresista, representada por obispos admirables, de una gran consistencia teológica y de una no menor coherencia de vida, como Lercaro (Bolonia), Léger (Montreal), Koenig (Viena, todavía vivo, ya casi centenario), pero también Helder Cámara (Recife), Larraín (Talca), McGrath (Panamá), etc. Y sobre todo éramos testigos de la juventud de la Iglesia y de la capacidad del Espíritu de “hacer nuevas todas las cosas”. Hombres de nuestro tiempo, nos había alegrado Juan XXIII diciéndonos al inaugurar el Concilio que disentía “de esos profetas de calamidades” que “en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina”. Mucho nos impactó el Mensaje de los Obispos del Tercer Mundo, con un valiente compromiso con los pobres y con la pobreza de vida. Y también el mensaje de Pablo VI al final del Concilio, en el que afirmaba “el valor humano del Concilio” y decía que la Iglesia en Concilio, al enfocarse hacia “la dirección antropocéntrica de la cultura moderna” no se había “desviado”, sino que se había “vuelto” hacia ella. Afirmaba también que la religión católica, “en su forma más consciente y más eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre”, de modo que, si “para conocer al hombre...es necesario conocer a Dios”...también “para conocer a Dios es necesario conocer al hombre”. En especial, porque “en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25, 40)”.

Era muy honda la experiencia de Dios que vivíamos en la historia del Concilio Vaticano II. Para nosotros , que habíamos recibido la misión del apostolado social, era un gran aliento leer en la “Gaudium et Spes” estas palabras: “La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas (n. 11).” Es decir, estábamos de verdad en la fidelidad católica cuando nos íbamos a poner a buscar, a través del análisis, de la investigación, de la crítica, de la denuncia y de la propuesta, “soluciones plenamente humanas” para una realidad tan injusta como la que sufríamos en Centroamérica. Eran también los tiempos en que leíamos con honda experiencia espiritual las obras del jesuita Pierre Teilhard de Chardin, y nos sentíamos identificados con ese caminar de la humanidad, del planeta y del universo hacia el Punto Omega, hacia el Cristo Resucitado y hacia la plenitud de la creación en El. Una vez más el Concilio nos decía unas palabras muy pertinentes en la “Gaudium et Spes”: “La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios (n. 39)”. Habíamos dado un paso muy grande, desde la religión espiritualista, de la ley y de los miedos a la religión de la encarnación, de la fe y la justicia y de los grandes deseos y la libertad de los hijos de Dios. Claro, teníamos el peligro de agudizar la contraposición entre el principio de donde habíamos partido y el extremo al que estábamos llegando. Creo honradamente, sin embargo, que siempre supimos que en aquel “principio” estaban algunas de nuestras raíces más auténticas. No había habido ruptura sino novedad y renovación en la continuidad: “vino nuevo en odres nuevos”.

El Escándalo de la Cruz y la Vida al Viento del Espíritu

De la teología seguí a la Tercera Probación, como era costumbre entonces. La hice en Gales, con Paul Kennedy, una de las personas de mayor libertad de espíritu que he conocido. Estamos en 1967 y 68. El tiempo de la Revolución Cultural –el Mayo Francés, la matanza de Tlatelolco en México, Berlín, los tanques soviéticos aplastando la primavera de Praga-. Realmente ahí se plantaron las semillas de la desilusión con el socialismo soviético (incluso antes de saber de los “Gulags”) y con la revolución mexicana institucionalizada. Es también el tiempo de la Encíclica “Humanae Vitae”, de Pablo VI, sobre el control de la natalidad, con sus consecuencias de abismo entre la autoridad jerárquica y la práctica laical. Es el tiempo de la teología de la muerte de Dios. El miedo comienza a agriar en Europa los frutos del Vaticano II. Es una época de secularización exacerbada. Los conflictos entre obediencia y libertad, entre celibato y estallido de la represión sexual, entre pobreza y “milagros” civilizatorios del progreso, comienzan ya a hacer arder la vida religiosa. Tal vez “el mucho saber teológico” se superpone con cierta arrogancia sobre “el sentir de las cosas internamente”. Pero el espíritu de la Iglesia renovada peregrina produce mucho gozo. Y pronto va a ser el tiempo de Medellín.

En el Mes de Ejercicios, paso dos momentos clave. Uno, de “escándalo de la cruz”. Una especie de despegarme de los Evangelios y apelar a un cierto Pablo: “ahora ya no conocemos a Cristo según la carne...;si uno está en Cristo es una nueva creación. Lo viejo pasó...” (2 Cor 5, 16-17). Claro que yo estaba ciego para el contexto (2 Cor 5, 14-15 y 6, 1-10). Si lo hubiera leído y meditado atentamente, tal vez no habría tomado tanto relieve lo de “ya no conocemos a Cristo según la carne”. Leí la biografía de Teilhard (por Claude Cuénot) como lectura espiritual: el amor a la tierra; la primera reacción cristiana ante el dolor es luchar para suprimirlo; el Cristo del progreso, punta de la evolución y Punto Omega. Y leí también a un teólogo holandés: hoy Cristo no tiene otra vida que su vida de Resucitado. Todo lo demás, de “imitación de Jesús pobre y humilde” es mitología piadosa de leyenda. Entonces, el paso por lo que San Ignacio llama la Segunda Semana de los Ejercicios y, en ella, por las meditaciones cruciales de “Dos Banderas”, “Tres Binarios” y “Tres Maneras de Humildad”, me resultó árido e incluso repugnante. ¿Por qué identificarme con ese Cristo, varón de dolores, y no con el Cristo Resucitado, “con el poder de su resurrección” (Fil 3, 10), que hace avanzar al mundo y desarrollarse, como aparece en tantos textos de la “Gaudium et Spes”? Una vez más, el contexto hablaba de también de “la comunicación de sus padecimientos” y de la configuración “con su muerte” (Fil 3, 10), pero yo no me fijaba en eso. De todas maneras insistí en esas meditaciones sin avanzar a otras, pero también sin entender nada, en desolación profunda. Vino al fin la experiencia de gracia y a ella me abrí en forma de clamor: “Que la existencia humana y concreta de Jesús tenga vigencia en mi propia vida”. Fue como una vuelta a mi primer amor, como una conversión ya adulta al amor a Jesucristo crucificado, a su estilo y su camino de vida, a eso que Ignacio de Loyola llamaba “su librea”. Al seguimiento de “Jesús de Nazaret..., a quien llegaron a matar colgándolo de un madero. A éste Dios lo resucitó al tercer día...” (He 10, 38-40). No podía hacer separación entre Jesús crucificado y Cristo resucitado.

En ese mismo mes de Ejercicios hubo otro momento crucial, el de la reforma de vida. Le llevé a Kennedy mi primera decisión: “más oración”, y me dijo que no le parecía, que tal como le había contado sobre la situación centroamericana y el trabajo en el CIAS, “estará contento si puede hacer diez minutos diarios de oración formal. Busque por otro lado.” Después de buscar le llevé una segunda propuesta: “más pobreza”: También me dijo que no le parecía, que “ya la situación y el apostolado en C.A. lo llevarán a ella”. Bien desconcertado, le llevé una tercera propuesta: “juntar acción sacerdotal y acción social”. Me dijo que tampoco le parecía: “su misión en el CIAS lo va a llevar a eso sin necesidad de que lo prometa; siga buscando”. Volví a recorrer todos los exámenes de mi oración y encontré algo que se repetía con mucha frecuencia: “estar al viento del Espíritu”. Pero me parecía tan abstracto, tan etéreo, volátil e inaprensible que se lo fui a presentar a Kennedy con temor y timidez, esperando un mayor rechazo. Con una expresión de chispa y triunfo en sus ojos, me dijo: “¡Eso, padre, eso es!”. Quedé muy sorprendido. Pero eso fue lo que se me confirmó en la oración con mucha alegría. Era como otra conversión: de la elección de cosas a la elección de actitudes vitales, de promesas mías semipelagianas a una apertura fundamental a los caminos de Dios para mí y a su acogida. Fue tal vez mi descubrimiento experiencial de lo que Carlos Cabarrús llegaría a llamar “la consigna”, es decir el modo único de proceder de Dios con cada persona en cualquier tipo de llamado a lo largo de la vida. No sabía entonces cómo me iba a acompañar esa consigna en mis encuentros con la depresión, eso que algunos han llamado “la enfermedad del siglo XX”.

El Tercer Mundo, Siervo de Yavé

Vinieron después, en 1969, los Ejercicios Espirituales a la Provincia Centroamericana de los jesuitas. En ellos, el sujeto que debía hacer los Ejercicios no eran sólo las personas sino el cuerpo provincial de la Compañía. Inspirada iniciativa de Ignacio Ellacuría1 para que la investigación social sobre nuestro apostolado (“Survey”), encargada por el P. General Pedro Arrupe a todas las provincias, nos desafiara también espiritualmente. El mismo Ignacio y Miguel Elizondo fueron los principales acompañantes. La lucha, dos años antes, contra la tentación del Cristo únicamente resucitado, me preparó para asumir la visión del pueblo de los pobres, del Tercer Mundo, de Centroamérica, como actualización del Siervo de Yavé, como Cristo “hoy nuevamente crucificado”, martirizado pero liberador, en la lógica del Cristo “así nuevamente encarnado” de los Ejercicios. Además, yo ya había vivido en magisterio el estupor ante la miseria y la indignación contra ella. Y eso me preparó también para asumir responsabilidad en el pecado de nuestras instituciones apostólicas y en su conversión para servir estructuralmente a la justicia. Pero me fue más fácil acoger este inesperado sesgo de nuestra misión en Centroamérica, en el que se escuchaban ya los ecos de Medellín, por aquello de estar “al viento del Espíritu”. Tenía yo entonces un poco más de treinta años. De alguna manera, Dios, en el camino, me había dejado listo para asumir el amor de mi vida y vivir de él: Jesucristo y, en El, la gente pobre. Y gracias a Dios, “en compañía” de grandes amigos y no pocas amigas, entre los jesuitas sobre todo, pero también en otras congregaciones o con gente laica.

El recorrido que acabo de esbozar por mi experiencia de Dios para el último tercio del Siglo XX es fundamento de cómo siento que se ha configurado mi experiencia de Dios en el umbral del Siglo XXI. Un Dios que se me revela hoy en la lucha por la justicia pero en una paciente y humilde acción con los pobres, un Dios que nos acompaña en el descenso a los infiernos del pecado personal y social y de sus consecuencias en la personalidad herida, y un Dios que nos consuela y estimula en la memoria de nuestros muertos y nos conduce a la desmitificación de la muerte. Antes de llegar ahí, sin embargo, vale la pena permanecer aún en el punto de partida. Claro que el puente entre el punto de partida y donde ahora estamos, es en mi caso, aquel quedar “al viento del Espíritu”.

Experimentando a Dios en los Procesos Revolucionarios

A nuestra generación de jesuitas y a mi grupo de amigos y amigas de otras congregaciones y de gente laica, nos pareció invitación de Dios implicarnos y comprometernos con las luchas revolucionarias de Centroamérica. La invitación venía a través de los rostros concretos de la gente, de la ciudad y del campo, obrera o campesina, mestiza o indígena, a la que veíamos aplastada en su dignidad, sometida a una injusticia que era negación de la presencia de Jesucristo en ella. Nuestro compañero Fernando Hoyos, quien murió luego, en 1982, en la guerrilla, escribió en 1978 un texto que, destinado inicialmente a vertebrar una sugerencia de nuestra reunión provincial de jesuitas al P. General, luego, a través de la mediación de algunos de nosotros2, acabó siendo recibido en el Documento de Puebla. Se trata del famoso texto sobre “los rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo el Señor” (n. 31). Desde esa intuición espiritual, algunos jesuitas trabajamos especialmente al interior del proceso revolucionario nicaragüense, en “apoyo crítico” a él, de acuerdo con la directriz que nos dio quien entonces era nuestro Superior General, el P. Pedro Arrupe. Pero, en realidad, apoyábamos también la lucha en Guatemala y en El Salvador. Y en aquel momento nos pareció estar en la tradición profética de la Biblia y sobre todo de Jesús de Nazaret. Por eso pude escribir entonces cosas como ésta:



La experiencia de Dios, en nombre del cual se pronuncia el mensaje o se hace el gesto profético, no puede dejar de darse en el profetismo cristiano. “Me sedujiste; Señor, y me dejé seducir; me forzaste, me violaste... sentía (tu palabra) como fuego ardiente encerrado en los huesos”, tiene que exclamar Jeremías, abrumado por esta experiencia. Y Jesús les dice a sus discípulos: “Para mí es alimento cumplir el designio del que me envió”. En la experiencia personal de la seducción de Dios, en el amor tierno y leal, sólido y duradero a los más humillados y a los más pobres, está la fuente inagotable de la interpelación profética cristiana. Ese amor, que revela el rostro de Dios y lo funde en una sola imagen en que se juntan el rostro de Jesús crucificado y los rostros de los humillados, de los hermanos más pequeños de Jesús, es el pozo donde hay que beber la profecía cristiana.3



La experiencia de Dios era a la vez experiencia del pecado en la historia. Y por eso también pude escribir así:



Quien no ha experimentado el horror del “misterio de iniquidad” que hay en el desprecio del hombre y de los pueblos pobres, quien da razón de ese mal a partir de equivocaciones de estrategia o errores de cálculo, de la acumulación secular de la ignorancia o el atraso, o del escéptico fatalismo ante la corrupción inevitable de los mejores hombres y proyectos, no puede hacer profetismo cristiano...Sólo desde este “fondo de la fosa” humana (Cfr. Sal 69, 3) se podrá acompañar la denuncia profética con una exhortación a la conversión, basados en que Dios ofrece a la humanidad y a la historia la victoria sobre la muerte y la indignidad. Sólo así las exigencias proféticas de nueva humanidad dejarán de ser utopías de progreso, prometeicas o ingenuas, y pasarán a ser humildes y firmes propuestas de esperanza cristiana, que podrán ser intentadas por el amor político y por el amor personal.4

Y entró en Crisis nuestra Experiencia de Dios

La brutal desilusión que acompañó a nuestro compromiso con las luchas revolucionarias desde los años 90, no tanto por la derrota electoral del proyecto revolucionario sandinista cuanto por la paulatina desvelación de su corrupción ética, hizo entrar en crisis el modo concreto de nuestra experiencia de Dios. Esto sucedió además junto con aquellos otros acontecimientos que, como la caída del muro de Berlín, el desplome del socialismo en Europa Oriental y la liquidación de la Unión Soviética, certificaron el fracaso histórico del “socialismo realmente existente” y dieron la razón a Bloch cuando afirmaba treinta años antes que “la humanización socialista...; la democracia real...” son fronteras de la esperanza, y cuando “el hombre que trabaja, que crea, que modifica y supera las circunstancias dadas” llegue a ellas, “surgirá en el mundo (una patria) que a todos nos ha brillado ante los ojos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía”5. Más vulgar era la reacción triunfal de aquel otro anuncio de Fukuyama: se había llegado a “el final de la historia”. Tenía una interpretación a primera vista ingenua y sencilla: en la historia sólo cabe ya el perfeccionamiento del capitalismo que ha salido triunfador en la contienda con el socialismo. Esa interpretación sucumbía, sin embargo, ante la arrogancia del título mismo. Nosotros lo escuchamos como una frivolidad de quienes, desde la abundancia del bienestar, descartaban como irrelevantes los sufrimientos y los anhelos de tanta gente sumida en la miseria, y tal vez incluso como una blasfemia –literalmente, una maldición- contra las multitudes paupérrimas del planeta: sellar el fin de sus esperanzas y la cancelación de sus sueños. El mismo Bloch había dicho que el “optimismo concluso... es, frente a la miseria del mundo, no sólo abominable, sino imbécil”6.

Nunca fue inútil ni en vano lo que aconteció en Nicaragua y en otros países centroamericanos. Fue una revelación de aquel mesianismo, siempre necesario en el gigantesco esfuerzo por “buscar... el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33). Fue un don, tanto en sus logros –sobre todo de pueblo libre- como en sus fracasos de equivocación de caminos, intentos de vanguardismo y excesos de corrupción, así como sobre todo en la cultura de la violencia. Hubo también una ternura de “pueblo pequeño elegido”, de cantos de júbilo, de liberación y de esperanza. Todo aquello está hoy como un grano de maíz enterrado, pudriéndose en la tierra de estos pueblos, mientras esperamos el germinar de su vida.

Dios no es Util, pero sí es Compañero

Era evidente, con todo, que había pasado, por el momento, una coyuntura histórica favorable para un cambio de estructuras a favor de la gente pobre en nuestros países. No hablemos ya en pasado: es evidente que no existe esa coyuntura en el umbral del siglo XXI. “La noche oscura de la injusticia estructural”7 ha profundizado su oscuridad al dejarnos sin poder vislumbrar horizontes de amanecer en gérmenes y esbozos de nueva sociedad. Frente a este siglo XXI, primero pletórico en el triunfo de la globalización excluyente de personas y países pobres y luego amenazado por el terrorismo y la espiral de violencia alimentada por la venganza, ¿ qué nos queda? ¿Será que Dios es inútil, increíble, un enemigo o una ficción? Hay momentos en que pasa por delante de mí, como una ráfaga de viento estremecedor, la posibilidad de estar delante de un silencio infinito y total, absolutamente abarcador y sin futuro, en donde mis clamorosos gemidos e interrogantes se perdieran sin respuesta alguna, rebotando de espacio en espacio por un universo sin corazón ni alma ni entrañas. Es el rostro de la increencia, de que todo quede sin más allá a la otra orilla del tiempo de la muerte. ¡Entonces parece tan lejano aquello de que “Dios es amigo de la vida” (Sap 11, 26)! No es malo pasar por la purificación de nuestra fe. No es malo hallarnos emparentados con tanta gente para quien Dios es un escándalo o una incógnita en las profundidades del universo. No es malo, sino muy bueno, aprender que Dios no es útil como es útil una herramienta o un programa de computación. Estar solos en el planeta es haber reconocido que somos responsables de la tierra y de la historia. De todas maneras, las opciones del amor a los pobres son auténticas, etsi Deus non daretur, incluso si Dios no existiera. Una cosa es querer que Dios asuma la planeación de la historia o componga nuestros errores, y no es cosa buena, y otra sentirlo y vivenciarlo como compañero de camino e interlocutor de nuestras preguntas y de nuestros clamores, y eso produce vida.

Desde el primer momento del cambio de época, dijimos que pueden haber desaparecido las utopías, pero subsiste el desafío de la esperanza. Podrán haber desaparecido proyectos políticos para encauzar las esperanzas de la gente pobre. Pero no han desaparecido las mismas esperanzas de la gente pobre. Y en todo caso, si, a nuestro parecer, desaparecieran, saldríamos a buscarlas incansablemente linterna en mano, seguros de encontrarnos con ellas. ¿Por qué tan seguros? Porque no han desaparecido los pobres, los tenemos en medio de nosotros, y tanto aliviarlos con el bálsamo de nuestro tierno amor como acompañarlos con vigor en sus tortuosos caminos, es nuestro trabajo y nuestro gozo. Los jesuitas de los años 70 y 80 fuimos, en general, gente que se encontró con Dios en el servicio de la fe y en la lucha por la justicia. Fuimos hombres a favor de” los pobres. Nosotros mismos, en el umbral del siglo XXI, intentamos ser hombres “en solidaridad y en camino con” los pobres, y encontrarnos con Dios compartiendo las dudas y la fe entre nosotros y con los pobres. O como decía, ya hace veinte años, César Jerez, siendo nuestro provincial: “partiendo juntos el pan de nuestra esperanza”.

Caminando Paciente y Humildemente con los Pobres

La gran carta de acción que para nosotros fue el documento sobre la misión en 1974: “Nuestra Misión, Servicio de la Fe y Promoción de la Justicia”, estuvo animada no por una “esperanza contra toda esperanza” (Rom 4, 18), es decir sin signos para fundamentarla, sino más bien por una esperanza fundamentada en algunos signos y lanzada a audaces compromisos. Pero ya en 1974 hay un texto en ese gran documento que es, para mí, un puente entre dos épocas, en cierto sentido un vínculo profético entre ellas, y también, por supuesto, entre dos maneras de experimentar a Dios. Leámoslo:

Caminando paciente y humildemente con los pobres aprenderemos en qué podemos ayudarles, después de haber aceptado primero recibir de ellos. Sin este paciente hacer camino con ellos, la acción por los pobres y los oprimidos estaría en contradicción con nuestras intenciones y les impediría hacerse escuchar en sus aspiraciones y darse ellos a sí mismos los instrumentos para tomar efectivamente a su cargo su destino personal y colectivo. Mediante un servicio humilde tendremos la oportunidad de llevarles a descubrir, en el corazón de sus dificultades y de sus luchas, a Jesucristo viviente y operante por la potencia de su Espíritu. Podremos así hablarles de Dios Nuestro Padre, que se reconcilia la Humanidad, estableciéndola en la comunión de una fraternidad verdadera8.

No se suprime en este texto “la acción por los pobres y los oprimidos”: Sería totalmente irresponsable para los jesuitas no usar toda nuestra preparación emocional e intelectual, nuestras redes globales y regionales y sobre todo nuestra propia experiencia de Dios para apoyar la causa de los pobres, como por ejemplo las usa la red de jesuitas por la condonación de la deuda externa. Pero es la sencillez de un camino compartido con paciencia con los pobres lo que nos puede llevar a descubrir qué forma toma esa misma causa para ellos en los diversos momentos históricos y cómo quieren ser ayudados desde su propio protagonismo responsable. Y es ahí mismo, “en el corazón de sus dificultades y de sus luchas”, donde, junto con ellos, descubriremos a Jesucristo “viviente y operante por la potencia de su Espíritu”. No habrá una experiencia de Dios adquirida sólo en nuestra espiritualidad sino de alguna manera redescubierta acompañando su propio y arduo caminar. Ahí, en la amistad que toma como propias sus afrentas y sus humillaciones y también sus reivindicaciones y sus triunfos, podremos aprender a salir de las intrigas y los enredos del odio en una experiencia común del Padre que reconcilia y nos reconcilia. Por eso este texto se revela como profético para las condiciones históricas en que hoy tenemos que atrevernos a experimentar a Dios, una experiencia que debe asumir, como “servidores de la misión de Cristo”9, la paciencia “popular y prolongada” de no pocos pobres. Cuarenta y cinco años después de mis estudios de humanidades me encuentro, pues, otra vez con aquello de que “la esperanza de los pobres no perecerá” (Sal 9, 19).

Descendiendo a los Infiernos

La experiencia de Dios y la experiencia del “misterio de iniquidad”, es decir del pecado no frivolizado sino visto en sus consecuencias verdaderamente mortales para la gente, se nos ha concretado históricamente -lo repito- en la corrupción de muchas personas entre las que más llegamos a admirar por su compromiso con los proyectos revolucionarios a favor de los pobres. Y también, evidentemente, en el abandono del camino servicial por gentes que fueron nuestros compañeros y que, más allá de la vida consagrada, no han seguido empeñados en el servicio de aquellos pobres que tanto dijeron amar. A nadie juzgamos. Sólo nos sentimos más movidos a conversión. Esto nos ha llevado a aventurarnos por un camino paradójico de crecimiento personal, porque es un camino de descenso a los infiernos de nuestra vida para mirar en sus raíces frente a frente el rostro del mal, el mal en nosotros, sus raíces profundas y las heridas con que nos marcó. Los caminos de liberación social son inseparables de los caminos de liberación personal. Tal vez otro sueño nos sirva en este momento.

Una vez soñé que estaba en medio de una multitud como de pobres, pero a la vez de enfermos, y les empezaba a repartir una flor blanca a todos y cada uno, que a veces parecía como una gran luz. Y luego sentía que me amenazaban, que nos amenazaban –yo no veía a mis amigos, pero estaba seguro que ahí estaba con ellos frente a los pobres-. Y empezaba a quitarles la flor, o la empezaban a perder, y toda la multitud comenzaba a agitarse y se volvía más amenazante, como olas de un mar embravecido. Pero nosotros no teníamos miedo ya, caminábamos en medio de ellos y nos abrazaban, en medio de su dolor y su rabia, y los veíamos como luminosos, transparentes de luz.

Cuando a través de nuestro itinerario durante estos últimos treinta años hemos querido afrontar la realidad de la pobreza, la realidad del sufrimiento y la opresión de los pobres, precisamente con compasión, se nos revela lo ambivalente de nuestro intento. Con la compasión se mezclan el deseo de poder y las ambiciones de dirección protagónica. Si nos amenazan los mismos a quienes hemos deseado entregar la vida, ¿no será tal vez porque hemos ido hacia ellos sin purificar suficientemente las raíces del mal, la matriz de la dominación en nosotros mismos? Nuestra compasión tal vez no llevaba consigo suficientemente la compasión con nosotros mismos. Tal vez no habíamos sabido expresar suficientemente el amor y la ternura a las personas, a hombres y mujeres, mientras ofrecíamos, como flores, nuestros proyectos. Tal vez no habíamos sabido integrar nuestra sexualidad ni reconciliarnos con la mujer y las mujeres. ¿No será que no nos ofrecíamos a nosotros mismos la “flor blanca” cuyo aroma podía pacificarnos, la “gran luz” que podía dejar al descubierto los engaños con que encubríamos nuestros mismos resentimientos o nuestras mismas reivindicaciones? Por eso, nuestra lucha por la fe y la justicia se agriaba – “empezábamos a quitarles la flor” a los pobres. Y también ellos “la empezaban a perder”, es decir también hay que contar con el mal en los pobres mismos en todas estas luchas en cuyo desarrollo pretendíamos la experiencia de Dios. Cuando uno toca el mal social, mortal, y también el mal personal igualmente mortal, el miedo es tremendo, produce horror y amenaza con anegarnos y hundirnos. Sólo caminando por esas aguas embravecidas, sin temor a hundirnos para siempre, sólo descendiendo al abismo, social pero también personal, el nuestro y el de la gente pobre, podremos volver a encontrar el camino. Y ahí, haciendo con ellos ese camino en forma humilde y paciente, empiezan a formarse las nuevas comunidades de solidaridad, las nuevas redes fraternas, siempre desde la nueva base del reconocimiento “del dolor y de la rabia” personales, no sólo sociales. Al final de esa singular peregrinación, la luz ya no se lleva fuera, en la mano, sino que nos hace transparentes desde dentro de nuestro corazón. ¿Será la luz de Dios? ¿Será que podemos ya decir como Jesús, sin miedo a que nos anegue el atrevimiento, que ahora sí “tenemos compasión de esas multitudes? (Mc 8,2)?

La lucha para depurar nuestras personas de sus pasiones malsanas, sin perder la capacidad de un entusiasmo apasionado por encontrarnos con Dios en la lucha por la fe y la justicia, es a veces muy dura. Es la antigua ascesis que conduce a la mística, a la experiencia de Dios salvadora. Pero es una ascesis que, por ser moderna, de hoy, no debe llevarse a cabo sin ayuda de los medios psicológicos o psiquiátricos que nos han hecho más cercanas las honduras de nosotros mismos. Un tratamiento clínico o psiquiátrico puede ser bastante más duro que algunas de las penitencias que nos enseñaron al comienzo de nuestra vida religiosa. Y más difícil a veces que el envío a un puesto de trabajo o de misión nuevo. Precisamente fue un psiquiatra quien me dijo hace años respondiendo a mi queja de que estaba destruyendo mi vida: “yo no estoy destruyendo su vida sino invitándole a desprenderse de la novela de su vida”.

Todas las Sangres

Todo esto ha sido tanto más difícil cuanto ha tenido que asumir la muerte de muchos compañeros y compañeras. El novelista peruano José María Arguedas tiene una maravillosa obra que tituló “Todas las Sangres”. En realidad no viene al caso, porque lo que quiere evocar y desentrañar es la mezcla de las sangres, es decir de las razas, en el Perú moderno, y sobre todo la mezcla de la sangre india y la española o la criolla. Y también el enfrentamiento de las razas india y mestiza en el altiplano y en los valles del Perú andino. A mí, sin embargo, antes de leer la novela, me persiguió durante años su título, como una especie de memoria de toda la gente a quien he amado y de quien he sido separado prematura y violentamente, la mayor parte de las veces. Los nombres son muchos, pero voy a mencionar sólo algunos de los más entrañables para mí, no todos “mártires” nni todos muertos violentamente, pero sí todos caídos en este trayecto confesando su empeño servicial: Oscar Romero, Fernando Hoyos, Alvaro Aviléz, Ignacio Ellacuría, Amando López, Myrna Mack, Guillermo Ungo, César Jerez, Toño Cardenal, Jorge Tello.

Desde hace muchos años, la primera sensación que tuve al escuchar la noticia del asesinato de algún amigo, y especialmente en el caso de Monseñor Romero, no fue la de celebrar la gloria de un mártir. Lo primero que se me venía es la horrible realidad de un asesinato. Para ser mártir, primero hay que haber sido asesinado. El asesinato es la base material de cualquier proclamación espiritual de un martirio. Y el asesinato político es el rostro del mal en su más pura esencia. Por eso Jesús dijo, cuando lo apresaron y ya se dio cuenta de que lo iban a condenar: “Esta es vuestra hora, y el poder de las tinieblas” (Lc 22, 53). Precisamente la renovación de la cristología que hizo Ignacio Ellacuría cuando planteó aquellas famosas preguntas sobre la muerte de Jesús, “¿Por qué muere Jesús y por qué lo matan?”, me hicieron a mí casi imposible no vivir una tras otra las muertes de mis amigos con esas mismas preguntas.

El problema fundamental con los asesinatos, es que quienes asesinan, sobre todo políticamente, no pretenden únicamente matar a la víctima escogida, sino que pretenden matarnos también a todos los amigos y amigas de la víctima, a los correligionarios, a las personas que han tomado opciones parecidas. En nuestra vida, los asesinatos de nuestros amigos llevaban esa teleología polimortífera. Los asesinos querían chantajearnos con la muerte, obsesionarnos y sellarnos con ella. Es la finalidad directa de todo terrorismo y el subproducto de toda guerra y de toda violencia, especialmente de la violencia contra las mujeres, la violencia raíz de todas las demás. Recordemos cuánto silencio encubre, también de parte de las mujeres, el despliegue de la violencia de los hombres contra ellas, precisamente por el temor de quedar abandonadas o de no ser creídas.

El enorme y sutil peligro de una espiritualidad del martirio es terminar como guardianes del santo sepulcro. Lo que acaece entonces es la conversión del acontecimiento histórico en mito. Fue muy importante para nuestra generación venerar la memoria de los mártires y a la vez escuchar el llamado a seguir viviendo creativamente. Después de haber sido herido por la muerte de tantos amigos y amigas, se puede pasar la vida o no entendiendo nada, ni su muerte, ni la muerte histórica que está simbolizada en el fracaso de los proyectos revolucionarios a favor de la justicia, ni la muerte personal, es decir rendidos a la entropía, o, como otra alternativa, se puede vivir heroificando la vida de los mártires, desmadejando una y otra vez el ovillo de sus vidas, y haciendo de su legado un baluarte que nadie puede recrear con la misma energía con que ellos y ellas crearon. Obviamente, ninguna de las dos alternativas conduce a la experiencia de Dios que se nos ha dado y que es la experiencia de que Dios sigue estando más en el futuro que en el pasado, pero sobre todo está en el presente en el que la gente sigue teniendo el valor de aventurarse para intentar recrearlo. Hablando con César Jerez sobre el futuro, poco antes de su muerte, me comentó: “Yo no pienso en el futuro, confío en él, porque el futuro es de Dios”. La fuerza que recrea el presente y así prepara el futuro es el amor. No en vano Jesús, en la víspera de su muerte, dijo a sus discípulos: “Se lo aseguro, quien cree en mí hará las obras que yo hago, e incluso otras mayores” (Jn 14, 12).

Desmitificar la Muerte

La más profunda comprensión que en la Biblia hay sobre la muerte de Jesús está en aquellas palabras: “Dios es amor” (1 Jn 4,8). La memoria de los mártires nos despierta en el corazón la dirección última de toda vida cristiana, el amor, mostrado en la entrega de la vida por la gente: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” (Jn 15, 13). Jesús, muriendo en la cruz, mostrando hasta el final no sólo su entereza frente al ocaso aparente de la cercanía del Reino de Dios, no sólo la integridad de sus intenciones, sino el perdón de sus asesinos y la confianza en un Dios, a quien había tratado como padre con inédita intimidad, y que se le ocultó desgarrándolo, es quien arrancó del jefe de la patrulla de sus verdugos aquella confesión: “realmente, este hombre era hijo de Dios” (Mc 15, 39). Es la muerte de Jesús la que paradójicamente lleva a la confesión de Dios como amor, que es lo mismo que decir a la confesión de Jesús resucitado. Dios nos ha enseñado que amar a alguien es decirle: tú nunca morirás para siempre. Por eso, la muerte de Jesús desmitifica la fuerza terrorista de toda muerte, su fuerza paralizante, la que convierte a la gente en estatuas sin vida, vueltas al pasado, por la atracción que ejerce sobre la mirada y los planes. La muerte de Jesús desmitifica también la fuerza paralizante que los asesinos quisieron imprimir al asesinato de los mártires. No podemos olvidar que en la historia de la humanidad, para que se realice el Reinado de Dios, o –en términos no creyentes- para que veamos “la patria donde nadie ha estado todavía”, “el último enemigo en ser destruido (será) la muerte” (1 Cor 15, 26). De alguna manera, aunque el enemigo no sea destruido aún en la historia, sí es importante que sea destruida la vida obsesionada con el temor a la muerte. Por eso, la Carta a los Hebreros afirma que Jesús, compartió nuestra muerte, “para anular... al que controlaba la muerte, es decir al Diablo, y para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos (Heb 2, 14-15). Es evidente que esto no es un ingenuo gloriosismo. Muchas veces está acrisolado por un gran clamor que pregunta: ¿Qué clase de Dios tenemos si al final de tantas vidas, incluidas las de los mártires, todo termina en el abandono y en el silencio aparentemente sin eco?

La experiencia de Dios en el umbral del Siglo XXI es, en medio de esos clamores, un afirmar, a pesar de todo, que el amor es no sólo “fuerte como la muerte” (Cant 8, 6), sino que es “llamarada divina” (ibid) y por eso es más fuerte que la muerte. Y es eso, como también decía César Jerez, lo que nos da el vigor de la fe”, la fuerza de ponernos y quedar una vez más en nuestras vidas “al viento del Espíritu”. El futuro es joven y creemos que está en manos de Dios.

Por eso, un poco al modo de Pablo, al comienzo del capítulo 6 de la Segunda Carta a los Corintios, y parafraseándolo y actualizándolo, nos atrevemos tal vez a decir: “Trabajamos por el Reino dando en pocas cosas ocasión de tropiezo, para que no sea vituperado nuestro servicio apostólico, antes bien acreditándonos en todo como servidores de Dios, con mucha paciencia; en escucha incansable de compañeros jóvenes, y de amigas y amigos maduros y ancianos; manteniendo la esperanza al ver partir a tantas personas hacia otras opciones, volviendo a invitarlas, a ellas y a otra gente, a dejarse impactar por la gente pobre y por Dios en su corazón; siempre aumentándose la diferencia de edades sin dejar de intentar estar cercanos; siendo salpicados por la sangre de los amigos y amigas asesinados o por su muerte prematura; en sospecha sobre la verdad de nuestras motivaciones y la calidad de nuestro amor; poniendo la esperanza en el Dios que nos llamó a la Compañía y más allá de ella; tratando de ser fermento en grupos que aún quieren contribuir a ‘revertir la historia’ –como decía Ignacio Ellacuría-; siendo expulsados a veces y tenidos por locos incurables; sufriendo la desilusión, el cinismo, la discordia, la amargura y aun el ocaso de la esperanza en nuestros amigos y amigas; como quienes se están muriendo y ya ven que vivimos, como contristados aunque siempre regocijados, como quienes ven acabarse tantos proyectos sin dejar de estar abiertos a seguir abriendo camino y dejando que Dios haga en nosotros todo nuevo”.


1He escrito sobre estos Ejercicios en un capítulo –“Ellacuría Ignaciano”- del libro de R.Alvarado y J. Sobrino, eds., Ignacio Ellacuría: Aquella libertad esclarecida, Sal Terrae, 1999.

2Cf. “Contexto Social en que vive el Pueblo de Dios en América Latina”, en AA.VV. Para entender América Latina, IEPALA, Madrid, 1979, pp.21-22. “La mirada atenta de quien ve a los pueblos latinoamericanos con corazón cristiano descubre millones de rostros concretos....Han sentido que sus rostros los interpelan como pertenecientes a “hermanos más pequeños de Jesús” (Mt 25, 40)...”. Pasamos este texto a los obispos amigos como asesoría, entre ellos a Monseñor Romero.

3Juan Hernández Pico, “Crítica Profética de los Idolos”, en Misión Abierta, Madrid, 5/6, 1985, p. 109

4Ibid.

5Ernst Bloch, El Principio Esperanza, Tomo III, Madrid, Aguilar, 1980, pp. 497 y 501. La edición alemana fue publicada en 1959.

6Ibid., p. 497.

7Juan Hernández Pico, Un Cristianismo vivo, Reflexiones teológicas desde Centroamérica, Salamanca, Sígueme, 1987, pp. 171-174.

8Congregación General XXXII de la Compañía de Jesús, Razón y Fe, Madrid, 1975, pp. 88-89

9Es este el título del Decreto 2 de la Congregación General XXXIV de los jesuitas (Bilbao, Mensajero, 1995, p.59). Pero la verdad es que “servidores de la misión de Jesucristo” no somos sólo los jesuitas sino todos los cristianos con un compromiso confirmado por la dignidad y la vida.