Mística cristiana

Josef Sudbrack


«Hambre de experiencia»: así es como Michael Rutschky califica su Ensayo sobre los años setenta. Y da realmente en el blanco. Efectivamente, durante estos agitados años 70 no ha habido fenómeno que no haya podido considerarse como «hambre de experiencia». Y es fácil de prever que en los años 80 irá en aumento este hambre.

Es hambre de cosas pequeñas: pasar bien las fiestas, ver un programa interesante en la TV, oír un concierto, leer un libro, contemplar un cuadro o conocer a una persona. ¿Qué es lo que significa ser humano? ¿Para qué hemos venido al mundo? ¿Qué es lo que hay más allá de la muerte? ¿En qué consiste la muerte misma? ¿Qué es lo que significa amor? ¿Y fidelidad? ¿Hay respuestas para todas estas cosas? ¿Este hambre de experiencia se refiere a algo que podríamos llamar con el nombre de «Dios» o «problema de Dios»? Pero se trata también de un «hambre» que puede saciarse, no ya con la teoría, sino sólo con la experiencia.

¿Puedo tener experiencia, la he tenido, la tendré de una vida que sea algo más que un puro vegetar de día en día, de año en año? ¿Existen lugares en mi experiencia que sirvan para indicarme algo que se extiende más allá del arco de los años en que está comprendida mi vida? ¿Existe algo en mi experimentación que se muestre realmente adecuado a la realidad compleja, algo que sea capaz de conferirle un sentido y una interpretación exhaustiva? ¿Tiene mi vida algún sentido?

1. En la esfera de la interrogación

Antes de profundizar en estos interrogantes y en esta búsqueda, deberíamos dar algunos pasos en el terreno en el que se plantean estos problemas. Al atento observador de nuestros días no se le habrá pasado por alto el hecho de que se está dibujando cada vez con mayor claridad aquella atmósfera religiosa que poco antes de morir Romano Guardini señalaba como el mayor peligro en que podían caer el cristianismo y el verdadero humanismo: la atmósfera del gnosticismo. No es necesario viajar a lejanos países, al continente sudamericano. Bastará con seguir la producción editorial europea para constatar este florecimiento de plantas pseudo-religiosas. Poco importa el lenguaje. Lo que interesa es el contenido. Y este contenido está afectado por una doble característica.

Por una parte al gnosticismo le gustaría comprender el sentido último. En el pasado se intentaba comprender cada una de las cosas por medio de nuestro entendimiento, que se consideraba capaz de explicar los «enigmas del mundo» (E. Haeckel), de resolverlos a nivel de comprensión. Y lo que empezaron intentando la lógica, la dialéctica y la filosofía se intentará más tarde conseguirlo a través de los instrumentos que ponen a nuestra disposición las modernas ciencias naturales. Pero por este camino no hay actualmente nadie que intente comprender el todo.

El camino de la «experiencia», el de la iniciación arcana en los misterios de ciertos ritos o del ejercicio metódico que debería ponernos de manifiesto la totalidad y tranquilizarnos en nuestra búsqueda, es precisamente lo que expresan los modos de comprensión del gnosticismo moderno. Se cree que es posible experimentar la totalidad recurriendo a un saber mistérico de tipo teosófico. Se recurre a los métodos contemplativos que se practican en oriente, a los que se les reconoce la capacidad de dar una «iluminación» como experiencia del conjunto. Se habla de ocultismo, de magia, de astrología, de espiritismo, de alquimia, de parapsicología, de «ufología», etcétera, porque se espera que sea éste el camino que hay que recorrer para llegar a la gran verdad. Se interroga a los «moribundos», porque se quiere aferrar en ellos lo que está más allá de la muerte.

No vale la pena profundizar en todos estos intentos con mayor detalle. Es suficiente reconocer el rasgo común de todos ellos, es decir, el intento de captar la realidad última, insistiendo en la experiencia o en el conocimiento.

La segunda característica de este «gnosticismo» es la seguridad del método. Se celebran los caminos, los ejercicios, los números y los ritos capaces de trazar una escala segura que conduzca al Absoluto. Y esto en las formas más diversas. El conocimiento exacto de las constelaciones debería darnos a conocer nuestro destino y las combinaciones cabalísticas o la lectura de las cartas podría revelarnos un futurotodavía escondido. Se ensalza la fuerza de la propia conciencia: basta confiarse a ella manipulándola a través de la piedad o de la técnica— para tener en las manos nuestra propia vida; algunos prometen incluso un aumento de la cuenta bancaria mediante un oportuno training de la conciencia. Existen además caminos de iniciación en los misterios más profundos del mundo, como ejercicios contemplativos que con toda certeza (científica o humana) deberían conducirnos al objetivo de la experiencia de lo Absoluto. Y otras muchas cosas todavía.

Lo que podemos calificar con el nombre de «gnosticismo moderno» va desde la locura manifiesta y el embrollo evidente hasta el corazón de la mística cristiana. Es éste el motivo de la valoración diferente que se ha dado de estos fenómenos. También la experiencia de Dios, tal como nos lo ha enseñado la tradición cristiana, conoce ciertos métodos e itinerarios; también ella quiere «experimentar» a Dios y establecer un contacto experiencial con lo Absoluto, con el sentido último y la vida en su integridad.

En muchos casos es imposible establecer desde fuera una distinción clara entre la experiencia «gnóstica», en donde al hombre le gustaría ocupar el puesto de Dios, y la experiencia cristiana de «fe», en la que el hombre recibe gratuitamente el trato con Dios, Padre de Jesucristo. Como veremos, es posible señalar partiendo de la experiencia de los verdaderos místicos, de la tradición de la fe unos cuantos criterios que nos permitan establecer si esa mística representa efectivamente una experiencia de Dios o si no es más bien alguna otra experiencia de tipo «místico». Pero hasta qué punto puede resultar equivocado y estar fuera de lugar algo de lo que definiremos como «gnosticismo», se ve ya en el mismo hecho de que en su ámbito pueden darse ciertas experiencias tan profundas y genuinas que merezcan ser consideradas como experiencias de Dios en el sentido que les atribuye la revelación cristiana.

2. La ambigüedad del fenómeno místico

Karl Rahner ha establecido una distinción. Se planteó en primer lugar una pregunta: «Si no se darán ciertas experiencias que por un lado puedan y deban ser calificadas en cierto sentido como "místicas" en cuanto que tienen lugar fuera de la experiencia psicológica cotidiana, mientras que por otro lado no puedan... reconocerse como experiencia de mística sobrenatural, de gracia». Y su respuesta es la siguiente: este tipo de mística es «una autorrealización radical y última del hombre en espíritu y libertad..., de un hombre elevado y radicalizado mediante lo que en la teología cristiana se llama Espíritu santo, gracia sobrenatural, autocomunicación de Dios». En el primer tipo de mística Rahner incluye las experiencias «que el hombre hace de su propia corporeidad, de su propio habitus biológico-fisiológico, de su propia subconsciencia, conciencia de las profundidades, arquetipos colectivos, de su propio "Es" en su conciencia, de su propia conciencia inmersa en una realidad colectiva».

Esta distinción coincide con la experiencia de la mística cristiana. Recordemos a este propósito un testimonio de primer plano. En su Ordenamiento de las bodas espirituales, Ruysbroeck escribe: «Cuando el hombre ha quedado vacío en sus sentidos, está privado de imágenes, es libre e inactivo en sus supremas capacidades, llega de una forma completamente natural a un estado de quietud. Y esta quietud pueden hallarla y poseerla todos los hombres en sí mismos en un nivel puramente natural, sin necesidad de la gracia de Dios, cuando consiguen vaciarse de todas las imágenes y de todas las actividades... En esta condición de vacío la quietud resulta deleitable y grande».

Podría pensarse que aquí Ruysbroeck describe la experiencia del que suele llamarse «método inobjetual» del budismo zen, método que es en sí mismo bueno, pero que encierra el peligro —que también comenta Ruysbroeck en otros lugares— de que el hombre encuentre su «propio refugio y tranquilidad en la propia existencia». En efecto, en la Piedra brillante escribe: «Estos hombres, cegados por la vacía simplicidad de su propia esencia, quieren ser ellos mismos de un modo puramente natural. En efecto, se han hecho tan simples y tan vacíos con la pura esencia de su alma y se han unido hasta tal punto al Dios que habita en ellos que no aspiran ya a depender de él. En este punto extremo al que han vuelto no experimentan ya otra cosa más que la simplicidad de su esencia, tal como ella permanece en la esencia divina. Y consideran que esta simplicidad poseída por ellos es Dios, puesto que encuentran allí un reposo natural. Esto les induce a pensar que ellos mismos, en el fondo de esta simplicidad, se han convertido en Dios».

Martin Buber analiza esta distinción como «acontecimiento» doble, que aparece como semejante en la calidad de experiencia, pero que realmente presenta un contenido completamente distinto: «El primero... es el unificarse del alma... el segundo acontecimiento es esa especie insondable del mismo acto de relación... La relación, su unidad vital, se advierte de un modo tan intenso que en la propia vida se olvidan el Yo y el Tú de los que se compone la unidad».

En algunos sectores de la investigación psicológica se ha estudiado este «primer acontecimiento» de Martin Buber, que según la terminología rahneriana debería llamarse «mística de la naturaleza» o «mística de Dios», y según el vocabulario de Ruysbroeck «experiencia de la esencia». El médico checo-americano Stanislav Grof, junto con otros numerosos colegas americanos, ha profundizado en lo que Sigmund Freud calificaba de «sentimiento oceánico». Con ayuda de la droga LSD se prepara a los moribundos a la muerte, intentando comunicarles una apacible experiencia que desemboque en una muerte tranquila.

Stanislav Grof ha demostrado que la droga LSD no comunica experiencias «nuevas», sino que refuerza únicamente en el nivel experiencial la «matriz» del inconsciente. Por eso uno de sus libros lleva el título de Topografía del inconsciente; LSD al servicio de la psicología de lo profundo. Cuando a través de las experiencias de LSD bien preparadas consigue hacer que brote la matriz positiva de un individuo, en su plano de experiencia, él lo ayuda además a salir al encuentro de una muerte feliz.

De forma análoga a R. A. Moody y Elisabeth Kübler-Ross, que han publicado sobre este tema libros de mucho éxito, también Stanislav Grof puede demostrar que muchos hombres en el momento de morir tienen experiencia de una ascensión del individuo a lo infinito, de una embriaguez feliz en una dilatación absoluta de la conciencia: «En el caso extremo parece ser que la conciencia individual está en disposición de aferrar la totalidad del ser, identificándose de este modo con la conciencia del Espíritu universal. La experiencia más extrema de todas las experiencias parece ser el gran vacuum, el misterioso vacío primordial, la nada driginal que contiene en germen todos los seres».

Los que se ocupan de los fenómenos generales de la mística conocen bien estas descripciones, que no solamente se parecen sino que coinciden con lo que nos atestiguan de sus experiencias los místicos sufíes y los maestros zen. Charles T. Tart ha resumido los fenómenos tan complejos de la dilatación de la conciencia que se verifican tanto en los laboratorios como en los estados de trance en los templos con el calificativo de «psicología transpersonal».

Pero un observador no prevenido será muy dificil que dude de que estos estados de «psicología transpersonal» o de «mística inobjetual» o de «dilatación de la conciencia» en sus rasgos esenciales se distinguen de lo que el cristianismo entiende por mística; se trata de las mismas distinciones que han elaborado Karl Rahner, Jan von Ruysbroeck o Martin Buber.

3. La mística de Dios

Teresa de Ávila, partiendo de su propia experiencia, nos ha descrito de esta manera la tentación que nos induce a detenernos en el plano de la «psicología transpersonal» y no nos permite descubrir el vínculo tan íntimo que existe entre lo «corpóreo» y lo «contrapuesto»: «Algunos libros que están escritos de oración... avisan mucho que (los que van aprovechando) aparten de sí toda imaginación corpórea y que se lleguen a contemplar en la Divinidad; porque dicen que, aunque sea la humanidad de Cristo, a los que llegan ya tan adelante, que embaraza u impide a la más perfecta contemplación... Les parece que, como esta obra todo es espíritu, que cualquier cosa corpórea la puede estorbar u impedir y que considerarse en cuadrada (n. del tr.: perfecta) manera y que está Dios de todas partes y verse engolfado en él es lo que han de procurar... Como yo no tenía maestro..., en comenzando a tener algo de oración sobrenatural, digo de quietud, procuraba desviar toda cosa corpórea..., mas parecíame sentir la presencia de Dios, como es ansí, y procuraba estarme recogida con él; y es oración sabrosa, si Dios allí ayuda, y el deleite mucho. Y como se ve aquella ganancia y aquel gusto, yo no havía quien me hiciese tornar a la Humanidad, sino que, en hecho de verdad, me parecía me era impedimento. ¡Oh, Señor de mi alma y bien mío, Jesucristo crucificado! No me acuerdo vez de esta opinión que tuve que no me da pena y me parece que hice una gran traición, aunque con ignorancia» 7. La nueva experiencia que rompió y deshizo el encantamiento de esta oración de «quietud» fue la experiencia del Jesús que «está frente a nosotros», del Jesús con quien nos encontramos.

Análogos testimonios encontramos no solamente en el ámbito de la mística cristiana sino en todos los sitios donde los hombres han realizado la experiencia del hecho de que el Absoluto no es el mar divino de los orígenes del mundo sino un Dios vivo. Junto con otros muchos Teresa de Jesús experimentó cómo de la experiencia de una exclusividad «inobjetual» nace una experiencia todavía más intensa y correcta, la experiencia del encuentro con Dios, con Jesucristo.

En un análisis precavido, siempre bajo el signo de la investigación, de estas experiencias se puede observar cómo el primer nivel coincide efectivamente con la mística de que habla Rahner, la que no se refiere todavía a Dios sino a los estados de conciencia, en el sentido de una experiencia cósmica o de la psicología de las profundidades. Si en ese nivel se tiene también una experiencia del Dios real y cómo se tiene, los documentos que nos hablan de la mística cristiana solamente nos

7. Teresa de Jesús, Libro de la Vida, cap. 22, 1-3, en Obras 1, B.A.C., Madrid 1951, 722-724; cf. J. Sudrack, Erfahrung einer Liebe, Freiburg 1979, 66.

lo atestiguan cuando se da el paso hacia la última experiencia del Dios que nos encuentra. Francisco de Sales establece dos criterios que nos permiten, en el plano de un «éxtasis» transcendente, es decir, de un arrancarse de sí mismo para experimentar la propia inmersión en el Bien-Belleza-Todo-Uno, etcétera, distinguir la verdadera mística de Dios de una falsa mística. «El primero es que el éxtasis santo se refiere siempre a la voluntad más que a la inteligencia. Mueve la voluntad, la calienta y la llena de una fuerte inclinación hacia Dios». Por «inteligencia», según nuestra terminología, hemos de entender también el ámbito de la experiencia, la esfera de la experiencia interior, mientras que por «voluntaa» se entiende salir de sí mismos y entrar en relación de aceptación de la voluntad del otro. «La segunda característica... es el éxtasis del obrar y del vivir».

Estos dos criterios presentan por consiguiente la misma estructura fundamental de salir de uno mismo y de abrirse a los demás. Francisco de Sales no tiene miedo de calificar «diabólico» un «éxtasis» al que no puedan aplicarse estos criterios. En Agustín la superación del primer nivel queda caracterizado por el supra. En efecto, también él reconoce la existencia de dos planos. El hombre tiene que ir del extra al intra, es decir, salir de la esfera de la dispersión para alcanzar el nivel de la interioridad. Pero solamente se toca a Dios cuando este intra, este ámbito de la interioridad, se abre al supra, en la relación con Dios.

Evidentemente es difícil, por no decir imposible, desde el punto de vista lingüístico traducir exactamente estos estados de conciencia o de experiencias tan sutiles. Martin Buber nos ha mostrado cómo estos dos «acontecimientos» presentan una experiencia análoga desde el punto de vista fenomenológico, es decir, la experiencia de la unidad. Pero se trata de una «unidad» completamente distinta de la «unificación» de dos amantes, que se olvidan de sí mismos y de todo lo demás para fijarse sólo en su amor. Y también distinta de aquella unidad de conciencia que en el individuo absorbe todo lo que se le contrapone.

La diferencia que distingue a estos «acontecimientos» en el interior de un fenómeno aparentemente idéntico sólo se pone de relieve en la concepción que se tiene de la realidad divina: una cosa es concebir a Dios simplemente como el mar primordial divino, la única e indistinta realidad primordial de donde saca su origen la variedad de los fenómenos, y otra considerar a Dios como Aquel que libremente se contrapone a su creación y que puede por tanto darle su verdadero ser.

4. Mística como fenómeno existencial

De estas reflexiones basadas en la experiencia y que interpretan la experiencia se deduce cuál es el rasgo fundamental de la mística cristiana: no es posible sustituir la experiencia mística, el encuentro con Dios, por nuestra convicción de fe. La tentación original que intentaba hacer desembocar la mística en el gnosticismo radica precisamente en esto: se intenta sustituir la fe, el «no ver y a pesar de eso creer», por la inteligencia o la experiencia; se buscan métodos capaces de abrirnos un camino seguro que nos lleve de la oscuridad de nuestro peregrinar a la luz de la meta alcanzada.

Pero de esta manera la «fe» es interpretada como una prestación de la voluntad, una prestación que sigue siendo externa al mundo interior. Así pues, la fe se concibe como un «sí» ciego, impuesto a nuestra emotividad y a nuestro sentimiento por algo que no esta claro a nuestros ojos. Por tanto, no se ve que la fe cristiana se apoya en la confianza, se arraiga en una experiencia de encuentro y expresa de este modo el corazón del hombre, algo que es lo más originario y propio que hay en él. El centro de la fe cristiana es precisamente ese «yo creo en ti», por lo que creo además «en algo», «en esto o en aquello».

Pero este centro de la fe cristiana, este «yo creo en ti», no queda superado sino reforzado con la experiencia de los místicos cristianos. San Juan de la Cruz, doctor de la mística, nos lo indica con su peculiar terminología. Apelando a los principios de la filosofia de su época, distingue dos fuerzas presentes en el hombre, la de la inteligencia y la de la voluntad. En la esfera de la inteligencia la «fe es considerada como un "semblante plateado"» (un espejo de plata): «La fe es comparada a la plata en las proposiciones que nos enseña, y las verdades y sustancias que en sí contiene son comparadas al oro, porque esa misma substancia que ahora creemos vestida y cubierta con plata de fe, habremos de ver y gozar en la otra vida al descubierto, desnudo el oro de la fe... La fe nos da y comunica al mismo Dios, pero cubierto con plata de fe. Y no por eso nos lo deja de dar en la verdad, así como el que da un vaso plateado y él es de oro».

Pero además de la fe que sigue siendo oscura, además de la inteligencia y de la experiencia que siguen estando escondidas, existe «otro dibujo de amor en el alma del amante, y es según la voluntad, en la cual de tal manera se dibuja la figura del Amado y tan conjunta y verdaderamente se retrata, cuando hay unión de amor, que es verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado» 9.

9. Juan de la Cruz, Cántico espiritual XX, 4-7, en Vida y obras, B.A.C., Madrid 1951, 1.023-1.024.

San Juan de la Cruz recurre precisamente a este doble aspecto —oscuridad permanente e incluso creciente en la esfera de la inteligencia-experiencia, cercanía y unificación cada vez mayores en la esfera de la voluntad-amor para describir el fenómeno de la fe creciente
permanente en la mística ascesis con Dios.

No existe verdadera mística de Dios que pueda ser sustituida por la fe confiada en él. Joachim Seypel, estudioso marxista de la mística, nos lo ha mostrado con una afirmación fascinante. Profundizando con gran erudición (es profesor de germanística) en las tradiciones que comúnmente llamamos «místicas», cuando más se adentra en ellas más claro le parece que en su misma concepción del mundo no podrá ya limitarse a unos cuantos análisis aparentemente «científico-objetivos», que permanecen en la superficie del fenómeno.

En su centro la mística —y concretamente la mística cristiana de Dios— significan confianza y entrega. Pero la confianza y la entrega sólo pueden «comprenderse» de verdad por aquel que asuma una actitud de confianza y de entrega, es decir, por aquel que en su comprensión ponga su propia decisión existencial: «El que analiza no descompone ya las cosas analizadas, sino que se hace él mismo parte de ellas. Como parte, tendrá que incluirse también a sí mismo en el análisis, si no quiere fallar en su objetivo»

Así pues, el que quiera arrostrar realmente el fenómeno de la «mística» sin limitarse a ciertos aspectos superficiales tendrá que comprometerse por entero, con toda su persona y con sus propias convicciones personales.

Esto es precisamente lo que le falta a cierto tipo de investigaciones sobre la mística, que se presenta como objetivo puramente científico, llegando entonces —tal como leemos en el Diccionario de las religiones publicado bajo la dirección de eminentes profesores como Bertholet, von Campenhausen y Goldammer a la siguiente definición de la mística: «Es el resolverse del hombre en Dios o en lo divino y quizás en algo que va más allá del mismo Dios». Pero ésta no es una definición científico-objetiva, ya que los que ven la mística en estos términos son sólo los que tienen una fe basada en una determinada concepción del mundo. Y cuando la mística cristiana, que no conoce un paso ulterior hacia la divinidad que esté más allá de Dios, es despreciada como «mística frenada eclesialmente» (G. van der Leeuw, G. K. Kaltenbrunner), entonces nos damos cuenta de cómo estas definiciones no son solamente acientíficas, sino incluso anticientíficas.

5. La mística gnostizante

Si en el estudio de la experiencia de los místicos se quiere seguir un criterio científico, habrá de ser sobre todo el criterio propio de la ciencia histórica, no el de una especulación influida por motivaciones filosóficas. Así pues, habrá que encuadrar en primer lugar las experiencias de los místicos en una clave histórica y habrá que esforzarse en comprenderlas dentro de ese orden. Pero entonces nos tropezamos con algo sorprendente: cada vez que ha sido posible establecer ciertos parangones, resulta que al comienzo de la cadena de experiencias y en las proximidades de la experiencia mística original hay un encuentro con el Dios personal o con los dioses personales. Solamente en el desarrollo del proceso filosófico (o gnóstico) del querer-comprender, se pasa de esta experiencia original de la mística a una mística panteísta de la naturaleza o a una conciencia monista.

Lo mismo se ve con claridad en el cristianismo, por ejemplo en la vía que va de Orígenes a Evagrio Póntico hasta Bar Sudaili. Pero también en lo que concierne a la mística islámica del sufismo, L. Gardet (apelando a L. Massignon) demuestra que la tentación gnóstico-conceptual viene «de la Grecia clásica, especialmente de Plotino». R. D. Zaehner nos ofrece una documentación análoga para el sub-continente indiano. Por eso A. Berdiaiev, en su Espíritu y realidad (año 1937) puede afirmar: «Cuando se acusa a los místicos de panteísmo se traduce una experiencia, una paradoja inefable, a un lenguaje conceptual... El panteísmo es una invención de la teología, no de la mística... el monismo es obra de la metafísica conceptual, no de la mística». Nos lo puede confirmar una comparación entre el Maestro Eckhart (el «místico intelectual») y Juan Taulero (el experimentador), o entre Juan de la Cruz (el «místico teólogo») y Teresa de Jesús (la «experimentadora»).

No es solamente el impulso inmanentista-natural del querer-comprender el que lo reduce todo a la unidad o el que querría interpretar de forma monista incluso el conocimiento místico. Como ha expuesto August Brunner, la tendencia que algunos «místicos» demuestran hacia el panteísmo se apoya en la «influencia de una concepción vitalista». Y en la experiencia de lo vital y de lo biológico los contornos se difuminan, ya que el hombre puede sentirse «vitalmente» unido con la naturaleza, advertir la unidad biológica que liga su corporeidad con el viento o con las olas. Por tanto, no es una casualidad que incluso algunos estudiosos contemporáneos de las ciencias naturales (aludimos a los gnósticos de Princeton), así como la lírica de la naturaleza de los transcendentalistas de New-England de finales del siglo pasado (Thoreau, Emerson), celebren una mística de la unidad universal de tipo monista.

Pero la mística cristiana encuentra el modelo de la mística, de la experiencia de Dios, no ya en la unidad con la naturaleza sino en la decisión de fe —condicionada desde luego por nuestra concepción del mundo, pero en sí misma llena de sentido y con las debidas motivaciones— que está presente en el encuentro personal. Y quien vea en esto intelectualismo o voluntarismo ciego, es que no ha comprendido todavía que la experiencia más profunda del hombre no se encuentra en el impulso intelectual a la unidad ni tampoco en la concepción vitalista pre-personal del hombre, sino solamente en donde el hombre reacciona enteramente como persona, pero en donde la voluntad, el sentimiento y el entendimiento, y por tanto la libertad, la experiencia y la inteligencia, siguen constituyendo todavía una unidad indisoluble.

6. La mística cristiana del amor

En términos rigurosamente científico-naturales esta mística del encuentro no puede demostrarse. Al contrario, sí que se puede demostrar que con ella se alcanza la cima de la experiencia humana, esto es, se actualiza el amor. Todos los fenómenos que se buscan en el amor vuelven a aparecer en la mística cristiana del amor. Y quizás depende precisamente de la falta de una experiencia del amor humano el hecho de que ciertos místicos tengan recelos del amor divino.

No es una casualidad que el Cantar de los cantares veterotestamentario se haya convertido en el libro fundamental de la mística cristiana. Parece ser que ya én el antiguo testamento este himno al amor entre el esposo y la esposa se asumió como analogía para expresar de la mejor manera posible las relaciones entre Dios y el hombre. En este «Cantar de los cantares» Orígenes, Gregorio de Nisa, Bernardo de Clairvaux, Teresa de Avila y otros muchos han visto reflejadas sus experiencias con Dios. Juan de la Cruz lo celebra en estos breves versos:

«Olvido de lo criado,
memoria del Criador,
atención a lo interior
y estarse amando al Amado» 13.

13. Juan de la Cruz, Poesías XXIII, en Vida y obras, o. c., 1354.

Los autores han visto en la vida de los místicos que el «amor» es el criterio fundamental para establecer la autenticidad de cualquier experiencia mística. Y con esto no se entiende únicamente la compasión general que según H. Dumoulin en su forma budística se distingue claramente del amor cristiano y comprende el universo de un modo indiferenciado. Lo que se entiende es sobre todo el amor orientado hacia alguien, hacia un Tú, aquel amor que en el evangelio se anuncia como el mandamiento supremo.

A menudo resulta dificil establecer exactamente si una «experiencia mística» culmina en este amor o si por medio de ella el amor representa solamente el presupuesto para la iluminación definitiva. Además, en la valoración de las experiencias concretas, no siempre es necesario llegar a unas delimitaciones claras.

Pero en su tendencia la directriz de la experiencia mística hacia el amor tiene que ser clara para que pueda reconocerse en ella la mística de Dios. San Juan de la Cruz nos da en este sentido algunas indicaciones concretas. A menudo en el Cántico espiritual nos repite: «Porque, como ya he dicho, la visión de Dios es aquí amor», ese amor en el que culmina la estrofa 22. En las últimas estrofas de explicación del Cántico espiritual, san Juan intenta mostrarlo en la disociación entre el amor (que a pesar de ser gracia se contrapone al hombre) y experiencia de iluminación (que se le da al hombre por Dios). O también: en el amor el místico puede alcanzar el vértice del encuentro con Dios, mientras que en la «experiencia» de este vínculo con Dios sigue siendo un hombre mortal, todavía en peregrinación hacia Dios y por consiguiente incapaz de alcanzar el fin supremo: «En la transformación del alma en ella (i.e., en la llama de amor) hay conformidad y visión beatífica de ambas partes, y por tanto no da pena de variedad en más o en menos, como hacía antes que el alma llegase a la capacidad de este perfecto amor... Lo cual acaece en el alma que en esta vida está transformada con perfección de amor, que, aunque hay conformidad, todavía padece alguna manera de pena y detrimento; lo uno, por la transformación beatífica, que siempre echa menos en el espíritu; lo otro, por el detrimento que padece el sentido flaco y corruptible con la fortaleza y alteza de tanto amor» 14.

Lo que se reconoce, tomando como base los esquemas de la antropología escolástica, como preminente respecto a cualquier otra experiencia de unidad, es el amor que se transciende y se da. Efectivamente, es en el amor —según lo describe expresamente Juan de la Cruz en cuanto objeto del querer y del darse donde el místico llegará a la cima, mientras que en la experiencia, y por tanto en la percepción de la cercanía de Dios, en la iluminación o conjunción emotiva con Dios, el hombre sigue estando en peregrinación durante su vida terrena.

14. Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 39. 14, en Vida y obras, o. c., 1.151.

 

El maestro Eckhart ha expresado estos mismos conceptos con una terminología distinta, reconociendo el vértice de la unidad con Dios en la «cima suprema del alma», es decir, «en el lugar en donde el individuo se une con la voluntad sumamente buena de Dios». Y enseñó además a ir caminando poco a poco, con el dolor más desgarrado: «El corazón podrá estar tan afligido que nos hará pensar que no está ya en la gracia de Dios. Y a pesar de ello la voluntad persiste en Dios con sencillez y firmeza, diciendo: ¡Señor, yo para ti, tú para mí!».

7. Los rasgos de la mística cristiana de Dios

Siempre habrá que poner en evidencia el hecho de que todos los intentos de traducir la experiencia «mística» en palabras tropiezan definitivamente con el fracaso. Sin embargo, la larga historia de la experiencia mística y de su tradición, además de habernos indicado el papel absolutamente decisivo del amor, ha elaborado también una criteriología que, aunque no la sustituya, facilita nuestra valoración.

La verdadera mística de Dios se da siempre en un individuo humilde. Poco antes de morir Teresa de Lisieux, le preguntaron por la posibilidad de seguir siendo siempre niños en manos de Dios. Esta fue su respuesta: «Hay que reconocer la propia nada y esperar de Dios cualquier cosa... Nunca hemos de atribuirnos a nosotros mismos la virtud que ejercitamos... Ni tenemos que desmoralizarnos por las faltas que cometemos» 16.

La verdadera mística de Dios no está más allá de la cruz y de la oscuridad. D. T. Suzuki, budista zen, ha señalado precisamente en esto la diferencia decisiva entre la «mística» cristiana y la budista. Pero para el cristiano que sabe que Jesús, el Hijo del Padre, murió en la cruz, cualquier mística que como reconoce Suzuki en el zen pretenda elevarse por encima del sufrimiento, no será más que una desviación del verdadero conocimiento de Dios. Por este motivo Ignacio de Loyola asigna al «tercer grado de humildad» la cumbre del seguimiento de la imitación: «Por imitar y parescer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre, que riqueza; oprobios con Cristo lleno dellos, que honores; y desear más ser tenido por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo» 17.

16. Teresa de Lisieux, Novissima verba, 6 agosto.
17.
Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 167, en Obras completas, B.A.C., Madrid 1952, 191-192.

 

La verdadera mística de Dios pasa a través de Jesucristo, o se abre de todas formas hacia la dirección en donde puede ser encontrado Jesús. En este punto hay serias discusiones entre los místicos cristianos y los teóricos de la mística, es decir, sobre el problema de si la humanidad de Cristo tiene que representar su propio papel en la experiencia plenamente válida de Dios. De todas formas hemos de dar la razón a santa Teresa de Avila cuando nos dice, aludiendo a algunas enseñanzas de pretendidos maestros, que prescindir de la santísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo «es andar el alma en el aire». Este es uno de los puntos en los que el lenguaje resulta casi impotente para expresar la verdad. Y tendríamos que poseer la profunda experiencia y la fuerza expresiva de santa Teresa para poder expresarnos con aquella exactitud y aquel acierto que encontramos sobre este problema en sus escritos.

La verdadera mística de Dios transciende el método. Marilyn Mallory, en su estudio sobre san Juan de la Cruz, escribe: «Como ya había señalado el primer biógrafo de Juan de la Cruz, Jesús María Quiroga, en 1628, su doctrina mística se había formulado como un ataque directo e intencional contra las diversas técnicas contemplativas difundidas por aquella época... En su intención de fondo Juan de la Cruz quería... instruir a aquellas personas que desde hacía ya tiempo habían progresado en técnicas semejantes pero que luego habían quedado bloqueadas en una cierta falsedad espiritual. Con su antitécnica quería ayudarles a ir más allá de toda técnica. Esto no significa necesariamente rechazar cualquier técnica, pero sí ciertamente mostrarse indiferentes ante ellas».

La verdadera mística de Dios se completa en el ejercicio del amor. Y aquí no es ya necesario aducir pruebas y testimonios. Baste una alusión al nuevo testamento, que vivieron los místicos cristianos: «¿Cuál es el mandamiento más importante? Amar a Dios y amar al prójimo como a sí mismo»; «Lo que hagáis con el más pequeño de los míos, conmigo lo hacéis».

Pero es importante saber que con esto no se ha ofrecido aún una criteriología concreta, sino que se han puesto solamente las bases que nos permiten avanzar hacia el corazón de la experiencia de Dios. Y quizás la experiencia más grande y más hermosa que puede realizar el cristiano sea la de encontrar, procediendo desde estas bases, incluso fuera del mensaje cristiano, algunos individuos que nos obligan a exclamar estupefactos: «¡También estos han experimentado a Dios!». El espíritu de Dios, el Espíritu de su amor y de su experiencia, es más pujante y más ancho que lo que pueden describir los esbozos de una fe en su Hijo Jesucristo explicada con términos dogmáticos.

Se han hecho y siguen haciéndose todavía varios intentos dirigidos a definir mejor las experiencias de Dios que acabamos de describir. En el ámbito de la investigación católica sobre la mística encontramos dos escuelas que recorren dos grandes caminos ya esbozados por Agustín. De esta disputa, aparentemente desligada de la experiencia, podemos sacar algunas indicaciones importantes sobre la experiencia mística.

Hay una escuela convencida de que en la mística el hombre experimenta inmediatamente a Dios: de esencia a esencia, de corazón a corazón. El exponente más importante de esta postura puede decirse que ha sido J. Maréchal. Por lo demás, nada hay tan obvio como la idea de que el encuentro con Dios, la unidad de amor con él, implica la negación de todo rodeo y de todo revestimiento, a fin de llegar a una visión «cara a cara», de la que también nos habla la Biblia. Está claro que esta «escuela» puede apelar a diversos testimonios de la experiencia tanto cristiana como no cristiana.

La otra escuela —en la que destaca De la Taille, hermano de hábito de Maréchal cree que la experiencia mística tiene que comprenderse como un encuentro «intuitivo», no «discursivo», con Dios, pero que a pesar de ello siempre ha de mantenerse en la mediación última de la creaturalidad. También esta escuela puede apelar a los místicos, que son con frecuencia los mismos que cita en su apoyo Maréchal. Aquí se insiste en la idea teológica que más tarde formulará Karl Rahner como «significado insuperable de la humanidad de Jesús» para cualquier encuentro con Dios. Es interesante observar cómo esta escuela encuentra también una confirmación en la larga tradición del cristianismo de las iglesias orientales. En ellas, efectivamente, ya Gregorio Palamas en la edad media había elaborado en su teología la mística del hesicasmo: el hombre es capaz de experimentar solamente la energeia, es decir, el poder operativo de Dios, mientras que su ousía, la esencia divina, sigue siendo para él un misterio eterno.

Lo que resulta insondable para una lógica occidental, o sea, el hecho de que la energeia y la ousía de Dios están separadas y sin embargo son idénticas, se basa en una experiencia mística guiada por la revelación. Esta se sostiene realmente en la inmediatez con Dios, pero conociendo al mismo tiempo su distancia infinita; se siente arrancada (éxtasis) para la contemplación de Dios y al mismo tiempo se vuelve con veneración hacia el misterio eterno de Dios. La aparente contradicción caracteriza precisamente a la mística cristiana, tan distinta de una mística gnóstica autocrática. Ella encuentra su cima en el misterio de la encarnación de Dios en Jesucristo. En él, en el hombre Jesús, se ve a Dios («Quien me ve, ve al Padre»), pero al mismo tiempo se conoce también la distinción entre Jesús y el Padre («Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador»).

Este entramado entre la unidad y la diversidad, entre la inmediatez y la mediación, no puede encerrarse en unos conceptos. Solamente podremos acercarnos a él mediante la experiencia. Y una vez más, será el encuentro humano del amor el que nos ofrecerá la analogía más adecuada; no ya una analogía pura, sino un reflejo de la verdad: «el amor representa el vértice de la experiencia humana».

También entre dos individuos que se aman se establece el encuentro inmediato del yo con el tú y del tú con el yo, pues de lo contrario no existiría ningún amor y ningún encuentro personal. Pero esta inmediatez está medida por la corporeidad de ambas amantes, por sus gestos, su voz, su rostro, su cuerpo. Ellos saben y experimentan que el otro es mucho más que su cuerpo, pero a pesar de ello poseen al otro sólo en su corporeidad.

Algo análogo es lo que acontece en la experiencia de Dios y en el amor a Dios. Dentro de la experiencia mística lo «corpóreo» puede ser todo lo que el místico lleva consigo en el encuentro con Dios: su mundo de sensaciones y de fe, sus experiencias ya realizadas con los hombres y las cosas, sus afanes y sus esperanzas, sus angustias y sufrimientos. Y es fácil ver cómo precisamente aquellos místicos que dicen que han encontrado «desnudos al Dios desnudo» llevan en la inmediatez con Dios todo un haz de experiencias ya realizadas. Incluso esa frase de «desnudos ante el Dios desnudo», que en occidente ha recibido la connotación del neoplatonismo de Plotino, puede analizarse en su derivación filosófico-ideológica.

Pero el mensaje cristiano confirma nuestro intento de concebir la mística como inmediatez mediata, ya que todas las experiencias de Dios quedan mediadas por el Logos encarnado y son al mismo tiempo inmediatez con Dios.

En último análisis, la estructura mística de la «inmediatez mediada» no es más que una conclusión de las palabras de Jesús recogidas por Mateo: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».

9. Mística y paramística

En lugar de profundizar en la experiencia mística a la luz de la revelación cristiana, intentaremos a continuación aludir bajo forma de digresión, a las experiencias que a menudo figuran con el nombre de «místicas», que deben ser consideradas más bien, según la genuina tradición mística, como fenómenos concomitantes.

En su biografía escribe Teresa de Avila: «Y digo que se entiende y veisos llevar y no sabéis dónde; porque aunque es con deleite, la flaqueza de nuestro natural hace temer a los principios y es menester ánima determinada y animosa... para arriscarlo todo, venga lo que viniere, y dejarse en las manos de Dios y ir adonde nos llevaren de grado, pues os llevan aunque os pese. Y en tanto estremo que muy muchas veces querría yo resistir y pongo todas mis fuerzas, en especial algunas que es en público y otras hartas en secreto, temiendo ser engañada; algunas podía algo con gran quebrantamiento, como quien pelea con un jayán fuerte quedaba después cansada; otras era imposible, sino que me llevaba el alma y aun casi ordinario la cabeza tras ella sin poderla tener y algunas todo el cuerpo hasta levantarle» 21.

Así pues, Teresa habla de las llamadas «elevaciones», ante las cuales —aunque las atestiguan los santos— podemos manifestar todo nuestro escepticismo, pero de las que no podemos dudar si las relacionamos con otros muchos fenómenos análogos bien atestiguados, en los que es posible y se ha verificado de hecho algo semejante.

Lo mismo vale para las audiciones, las visiones, las llagas y otros muchos fenómenos, que el jesuita irlandés Thurston ha calificado de «fenómenos fisicos concomitantes con la mística».

¿Cuál será nuestra actitud ante ellos?

a) Habrá que mostrar un sano escepticismo.

b) No tenemos que conceder ninguna importancia a estos fenómenos concomitantes. La misma santa Teresa escribe en una carta (n.° 264): «Estas cosas extraordinarias suceden con tanta frecuencia que me parecen sospechosas. Aunque algunas sean ciertas, yo pienso que es mejor no darles mucho peso... Así no se pierde nada, aunque todas fueren ciertas».

c) Para comprender esos fenómenos baste lo que Karl Rahner ha desarrollado ampliamente en una importante publicación. Dios toca al hombre en su centro personal, en la chispa de su alma, como escribían los místicos. Pero lo mismo que la piedra que cae en medio de un estanque, también este contacto con Dios levanta toda una serie de olas en el conjunto espiritual-corpóreo del hombre. Y cuando el contacto es especialmente intenso y la estructura fisiológica del hombre es especialmente sensible, estas olas pueden tomar a veces la forma de una elevación o de una visión. No es éste el momento de establecer si se trata de objetos de visión o más bien de efectos determinados en la psique de un individuo especialmente sensible y visivamente predispuesto, tras el contacto que Dios establece. Nos basta la explicación que hemos mencionado.

  1. Teresa de Jesús, Libro de la Vida, 20, 4, en Obras, o. c., 706.

 

d) Más importantes son las consecuencias que se derivan de esta estructura fundamental de la experiencia mística interior. Efectivamente, dentro de ella Martin Buber diría: dentro del acontecimiento de relación— el místico es consciente de su propia experiencia. Sin embargo, este momento «dentro de la experiencia» que al mismo tiempo es también un «salir de sí en el acontecimiento de relación», no existe por sí mismo. Siempre se ve referido a los efectos físicos determinados por el contacto que establece Dios, al golpe de «ola» que se verifica en la naturaleza corpóreo-espiritual del hombre. Así pues, solamente es posible una distinción de tipo teórico: el encuentro místico con Dios es distinto de los efectos que produce en el hombre. Al contrario, en el plano existencial el místico sólo es consciente de la unidad entre ambos.

Por eso encontramos en Teresa de Avila, por ejemplo, esa extraña combinación entre la seguridad absoluta de su propia experiencia (desde el núcleo del encuentro) y la vacilante búsqueda de maestros que se la garantizasen debidamente.

Y precisamente en la tradición cristiana es sorprendente observar con cuánta claridad los que han experimentado a Dios se dan cuenta de esta combinación entre la certeza e incertidumbre, o para expresarnos en términos ignacianos, entre el primer período de elección y el segundo. Han formulado esta experiencia de los modos más diversos, pero afirmando en cada ocasión que, para estar ciertos de sus propias experiencias, tenían necesidad del juicio de la comunidad de fe de la iglesia, es decir, del juicio del Espíritu de Dios que sigue viviendo en ella. No les era suficiente su «propia» seguridad, ya que ésta no estaba en posesión suya o también, para decirlo como Karl Rahner, porque se trata de una seguridad en la que no es posible profundizar plenamente.

Sólo nos cabe observar que esta búsqueda instintiva de una confirmación social, eclesiológica, por parte de los místicos cristianos encuentra una confirmación en las adquisiciones de la lingüística y de la sociología contemporáneas.

10. La comprensión teológica del encuentro místico con Dios

La mística pertenece también al centro del evangelio.

En los esbozos teológicos más desarrollados del nuevo testamento los datos de la experiencia mística se recogen bajo el emblema del «Espíritu»: «El Espíritu os introducirá en la verdad completa», se lee en san Juan, para quien la verdad no es una fórmula intelectual sino el mismo Dios que sale al encuentro del hombre. Y Pablo escribe: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad... e intercede insistentemente por nosotros con gemidos inenarrables». Pero tanto en Juan como en Pablo el Espíritu va ligado a la realidad de Jesús: «Nadie puede decir "Jesús es Señor" más que bajo la acción del Espíritu santo»; «Todo espíritu que reconoce que Jesucristo ha venido en la carne, es de Dios».

Quien aplique al presente estos enunciados del nuevo testamento tendrá que concluir que toda verdadera experiencia de Dios guarda relación con este Jesús, que toda interioridad mística tendrá que valorarse a partir del mensaje que los pregoneros de la Palabra anuncian sobre Jesús. La seguridad interior necesita de la Palabra exterior, el Espíritu necesita del Logos.

Podríamos decir brevemente que la experiencia interior, es decir, el Espíritu, y la escucha exterior, la de Jesús, constituyen esa tensión que es la única capaz de garantizar la experiencia plena de Dios tal como es posible a los hombres. No basta ni la pura experiencia interior ni la pura audición exterior. Dios y el encuentro que tenemos con él no pueden quedar comprendidos en una fórmula lógico-unívoca, como intenta hacerlo la mística gnóstica. Dios y nuestro encuentro con él presentan, en su unidad, una enorme variedad de aspectos. Y solamente si se garantiza esta variedad se podrá conservar también la unidad de la experiencia de Dios.

Nos referimos aquí a la mística y no a las interpretaciones reductivas que da de ella la teología. Hemos de recordar que en este doble aspecto de la experiencia de Dios se condensa el misterio de la Trinidad tal como lo experimentamos. En efecto, los dos polos —el Logos Jesús y la experiencia interior en el Espíritu— se apoyan en el tercer misterio inescrutable, al que dio Jesús el nombre de «Padre».

La mística cristiana sólo puede comprenderse en su profundidad última cuando la fe en Dios Uno y Trino acompaña nuestro afán de comprensión.

11. La mística cristiana y la experiencia de Dios que realiza cada uno de los hombres

De lo que hemos venido diciendo hasta ahora surge espontánea la respuesta al interrogante: ¿Qué significado podrá asumir la mística para el fiel normal, para el hombre no-místico? También aquí se ha discutido mucho entre las escuelas. ¿La mística es solamente una fe intensificada? ¿Representa acaso solamente un nivel de experiencia que se añade al que es propio de la fe cristiana?

De todo lo dicho no nos quedará duda alguna de que, cuanto más se comprenda la mística a partir de su centro, más evidente será que puede significar solamente fe intensamente experimentada y vivida; y de que cuanto más pensemos en los fenómenos marginales de la experiencia mística, en el «golpe de onda» del contacto que Dios establece con la persona, más tendremos que distinguir la mística de una fe cristiana normal.

Pero en el núcleo de la persona, fe y mística significan exactamente lo que en los cuatro libros de La imitación de Cristo se describe en los siguientes términos: «Si te miras a ti mismo, nada semejante podrás hacer contando con tus fuerzas; pero si te confías a Dios, la fuerza te vendrá del cielo» (II, 12, 38 s). Seguridad, certeza, densidad de la experiencia no en una pura interioridad, sino en una relación con Dios, con Jesús, en eso que Martin Buber describe como «segundo acontecimiento».

El que experimenta intensamente esta seguridad en Dios puede ser calificado en el lenguaje cristiano como un «místico» y podremos entonces admitir igualmente que se dan varios caminos que llevan a esta experiencia intensa de fe; la predisposición podrá estimularnos a ejercicios metódicos y a preparativos de tipo ascético. Pero el único fundamento decisivo de esta experiencia de seguridad en Dios es únicamente Dios en su libertad.

La vida cristiana «normal» de fe podrá por consiguiente aprender mucho de esta «intensa» experiencia cristiana de fe que llamamos «mística». Y en primer lugar aquello a lo que nos exhortan los salmos: «Confía todas tus preocupaciones al Señor».

Recordemos solamente que las palabras citadas de los libros de La imitación de Cristo se consideran generalmente como un patrimonio típicamente luterano y la fórmula del simul justus et peccator se celebra como el nuevo principio de la Reforma: «Si te miras a ti mismo no encontrarás más que pecado, pero si te confías a Dios quedarás justificado».

Pero vemos cómo esta fórmula ha acompañado desde siempre a la experiencia cristiana de las personas piadosas. También san Agustínabría sus Confesiones con estos términos: «Eres tú el que invitas al hombre a encontrar toda su dicha en levantar a ti sus alabanzas, porque tú nos has creado para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti» (1, 1, 1). Y en su último libro nos da por el contrario una explicación especulativa: «Respecto a nosotros se da realmente una clara distinción en el tiempo, ya que primero fuimos tinieblas y luego nos hicimos luz; pero respecto a aquella criatura se dice claramente qué es lo que habría sido si no hubiera recibido la luz, y se dijo como si aquella criatura hubiera sido primero vacilante y tenebrosa, sólo para que apareciese la causa que motivó que las cosas se resolvieran de una forma muy distinta, esto es que, abriéndose por completo a una luz sin fin, ella misma se hiciera luz» (XIII, 10, 11). Es lo mismo que escribía antes incluso que Agustín san Gregorio de Nisa: «Si huyo de Dios, caigo en el no-ser; pero si vuelvo a él, el único que existe de verdad, permanezco en el ser».

Una vuelta a estos tesoros de la espiritualidad tradicional, del pasado místico del cristianismo, ¿no podría ser la mejor base de partida para un diálogo ecuménico entre las diversas confesiones?

Empezamos hablando del hambre de experiencia que caracteriza a nuestro tiempo. La cristiandad tiene que ofrecer su mensaje a estos hambrientos de experiencia para que se sacien. Y quizás no exista ningún otro camino mejor para ello que la exposición de toda la riqueza de la mística cristiana. Pero la mística conoce al mismo tiempo algo de lo que son conscientes los hombres hambrientos de nuestros días; una experiencia que gire en torno a sí misma, que se limite a la inmanencia del hombre, está destinada a desembocar en la muerte de hambre, en la privación total de lo que parece digno de ser experimentado.

Solamente cuando se abre y se trasciende hacia Aquel que es más gracia, hacia Dios, es cuando la experiencia puede evitar caer en la desesperación del hambre total y se encuentra por el contrario «en manos de Dios». Es lo que nos muestra exactamente la mística cristiana: la experiencia humana es realmente total sólo cuando se trasciende en Dios, que es siempre mayor que todo cuanto los hombres están en disposición de experimentar.