La experiencia espiritual y el cuerpo


Ghislain Lafont


¿Es posible hablar de la experiencia espiritual en términos totalmente generales y sin hacer referencia -al menos como punto de partida- a un tipo particular de experiencia, si no incluso a una experiencia singular? Sea de ello lo que fuere, hemos de señalar las condiciones de validez de semejante discurso universal y los límites de lo que entonces se pretende decir.

Efectivamente, de suyo, la experiencia espiritual huye del lenguaje. No es un hecho de expresión verbal, sino una prueba del espíritu; pertenece más a la sensibilidad personal o colectiva y a eso que está por encima de toda percepción, incluso la más elevada, que a la racionalidad y a la palabra clara y distinta. En su diccionario, Littré describía la experiencia como «acto de probar, de haber probado»; pero si vamos a ver el término «probar», nos encontramos con la siguiente descripción: «aprender mediante la propia experiencia» 1 (!). De este modo, los dos términos, experiencia y probar, se definen el uno por el otro; lo cual quiere decir que no existe una definición. Estamos en el nivel de las percepciones primeras en que se desarrolla el lenguaje, pero para las que no puede haber ningún lenguaje.

Se observará, por otra parte, que Littré pone el «probar» al lado del «haber probado»; pone de alguna manera en el mismo plano el pasado y el presente, lo cual no deja de plantear algunos interrogantes. La memoria de la experiencia no es la experiencia y el depósito habitual de experiencias repetidas -en el sentido en que se habla de «un hombre de experiencia»- tampoco es la experiencia actual. Realizar una experiencia espiritual y ser lo que comúnmente se dice «un hombre espiritual» es algo muy distinto: entre las dos cosas está la mediación del tiempo, de la memoria y de la interpretación. Pues bien, hay que reconocer que el discurso de la experiencia espiritual pertenece al «haber probado» más que al aprobar»; no es nunca contemporáneo de la experiencia del que habla; viene siempre después y explica más bien la memoria de la experiencia (con la interpretación más o menos espontánea que está ligada al recuerdo) que la experiencia misma. Por consiguiente, cabe preguntarse cuál es el valor de una reflexión teórica sobre la experiencia espiritual. La única palabra válida en este sentido ¿no debería ser entonces una palabra provocativa, es decir, más bien dirigida a suscitar la experiencia que a explicarla?

La experiencia, imposible de captarse mediante la palabra, se escapa en su mismo brotar del lenguaje, incluso por su multiplicidad, una multiplicidad tan grande que puede preguntarse si existe algún rasgo en común entre los modos sumamente diversos según los cuales se puede o se cree poder «tocar» el espíritu. Habría que poder decir inmediatamente lo que es experiencia espiritual y lo que no lo es; pero ¿en nombre de qué puede hacerse esto? La cosa resulta más difícil todavía por el hecho de que el que reflexiona sobre una experiencia espiritual pertenece a una tradición cultural determinada y no tiene ciertamente muchos instrumentos para penetrar profundamente en otras. Y entonces, ¿en nombre de qué hablar de la experiencia espiritual «en general»? Pienso por ejemplo en las experiencias ligadas a la asunción de una especie de «droga mística»; ¿cómo valorar un itinerario desconcertante como el que nos describe Carlos Castañeda en sus obras tan impresionantes y para las que carecemos de categorías en donde colocarlas? 2. En la experiencia de un Antonin Artaud, el viaje a México y el contacto con los Tahumara parece haber sido decisivo, como parece ser que lo fue también el paso a través del peyotl 3. Es verdad que no hay que andarse con prisas a la hora de hablar de experiencias desviadas ni subrayar de forma orgullosamente negativa la proximidad, en Artaud, de la locura y de la experiencia espiritual. Esta proximidad puede ser que sea -¿quién podrá saberlo?- esencial a esa experiencia; ¿dónde se encuentra la frontera exacta entre el delirio y la mística? ¿Y quién puede decir qué raptos místicos son auténticos y cuáles no lo son, cuál es el éxtasis verdadero y cuál el mistificado? Además, ¿cuál puede ser la aportación que puede dar a una reflexión sobre la experiencia espiritual un camino como el de Roger Bastide y Jean Ziegler, etnosociólogos de prestigio. que no solamente buscaron en las culturas afro-brasileñas una alternativa a la ausencia trágica de una palabra significativa sobre la muerte en la mentalidad y en la práctica occidentales, sino que se sometieron a una iniciación en los rituales de esas poblaciones que nosotros calificaríamos espontáneamente de «primitivas», ya que ellas por lo menos tenían algo que decir sobre los vivos y sobre la muerte? 4. De un camino semejante podemos ciertamente recoger al menos la convicción de que no existe teoría de la experiencia espiritual que no haya de tener en cuenta la experiencia de la muerte.

He puesto unos ejemplos que tienen cierto carácter de extremismo por el sencillo motivo de que quería subrayar cómo la geografía de la experiencia espiritual se extiende hasta los confines de la geografía de las culturas para poner en evidencia cuanto antes la fragilidad congénita de un discurso sobre la experiencia espiritual «en general». De aquí podemos sacar además legítimamente la siguiente conclusión: cuando se trata de la experiencia espiritual, la atención y el empeño son mucho más importantes que el discurso. No es posible tocar el campo de la experiencia espiritual sin un alma de discípulo; aquí -más que en otros lugares, en teología- no es posible comprender, discernir, valorar más que en la medida en que se cree. Por otra parte, el propio terreno de la experiencia espiritual es mucho más amplio que cuanto se puede inicialmente imaginar y la multiplicidad de las experiencias nos invita a no reducir demasiado de antemano un espacio humano multiforme.

Si las cosas son así, ¿no habrá que pensar que cualquier intento de aproximación a la experiencia espiritual de un modo totalmente general está abocado al fracaso? En realidad, si no hay forma de tener un discurso «directo» sobre la experiencia espiritual, se puede intentar afrontarla, por así decirlo, desde atrás o bien tomarla al revés. Habría que encontrar un espacio en el que se manifieste de alguna manera sin decirse, un espacio en el que sin embargo las huellas de la experiencia espiritual fueran lo suficientemente visibles para que pudieran ser reconocidas. Este espacio lo podemos encontrar desde luego si prestamos atención a un hecho que puede parecer una paradoja, pero que es una evidencia, a saber, que toda experiencia espiritual, si es verdaderamente humana, es también e inseparablemente una experiencia corporal. Sea cual fuere la naturaleza exacta de la experiencia espiritual, lo cierto es que se manifiesta y se expresa, que quedan modificados por ella los campos de la sensibilidad, de las actitudes y de las acciones humanas. Mi intención sería entonces descubrir, yo diría que sonsacar, la experiencia espiritual en el corazón de ciertos movimientos o de ciertos estados que prueba el hombre en su propio cuerpo; el postulado de un método semejante es evidentemente una antropología en la que el cuerpo, el corazón y el espíritu no son elementos separados, sino elementos presentes en toda experiencia verdaderamente humana, de manera que la totalidad del hombre pueda percibirse en cualquiera de los niveles en los que sea considerado el mismo hombre. Nos gustaría intentar aquí sorprender y reconocer la experiencia espiritual en el nivel «corporal», por tanto fuera de cualquier connotación demasiado inmediatamente mística o incluso religiosa.

UN TEXTO NO MÍSTICO

En esta aproximación podrá ayudarnos una narración que no tiene nada que ver con la literatura espiritual. Se trata de unas páginas en las que Maurice Herzog, uno de los primeros si no el primer alpinista que escaló el Himalaya y alcanzó una cima por encima de los 8.000 metros, describe su reacción íntima en el momento de llegar a la cima del Anapurna:

Me siento precipitado en algo nuevo, insólito. Tengo impresiones muy vivas, extrañas, que nunca había sentido antes cuando me encontraba en la montaña. Hay algo de irreal en la percepción que tengo de mi compañero y de cuanto me rodea... Sonrío interiormente ante la miseria de nuestros esfuerzos. Me contemplo desde fuera haciendo estos mismos movimientos. Pero el esfuerzo queda abolido, como si no hubiera pesadez alguna. Aquel paisaje diáfano, aquel ofrecimiento de pureza, no es mi montaña.

Es la montaña de mis sueños...

Me aprieta una alegría; soy incapaz de definirla. ¡Es todo tan nuevo y tan extraño!

No es una excursión como la que hacía en los Alpes, en donde detrás de ti sientes una voluntad, unos hombres de los que tienes una conciencia oscura, unas casas que puedes ver si te das la vuelta.

No es eso.

Hay una fractura inmensa que me separa del mundo. Me muevo en un ambiente distinto: desértico, sin vida, seco. Un ambiente fantástico en el que la presencia del hombre no está prevista, ni siquiera es de desear. Desafiamos una prohibición, hemos traspasado una barrera, y sin embargo nos elevamos sin miedo. Me aferra el pensamiento de la famosa escalera de Teresa de Avila. Unos dedos me aprietan el corazón... 5.

Antes de decir unas palabras de comentario sobre este texto, hay que citar además unas líneas que se refieren a lo que sucede cuando Herzog vuelve a encontrar a sus compañeros, unos centenares de metros más abajo:.

Terray, loco de alegría, me coge las manos... Su sonrisa desaparece de su rostro: « Maurice, ¡tus manos!» No me había acordado de que no llevaba los guantes: mis dedos, morados o blancos, están duros como trozos de madera. Mis compañeros se miran desesperados. Se han dado cuenta de la gravedad del incidente.

Y más adelante este comentario:

Sí, el Anapurna ha sido vencido; se ha escalado el primer 8.000 metros. Cualquiera de nosotros estaba dispuesto a darlo todo por aquel resultado. Pero ¿qué piensan hoy mis compañeros al ver nuestras manos y nuestros pies? 6

Aunque el lugar en que se encuentra no es menos real y material que el suelo que pisaba doscientos metros más abajo, Herzog lo siente de un modo totalmente distinto; lo describe con el vocabulario de la novedad (nuevo), novedad que toma el rostro de lo insólito (extraño, extraordinario) y finalmente de lo onírico: la montaña en que se encuentra no es ya la montaña que él conoce; es irreal, fantástica, es la montaña de sus sueños; pero, fijémonos bien, no es que la montaña de sus sueños se haya convertido en realidad; al contrario, es la realidad, la montaña real, la que accede a lo irreal, al terreno del sueño, en definitiva más verdadero que el otro terreno. En la cima de la montaña nunca escalada la realidad cambia de signo y de sentido.

La irrealidad más verdadera no se extiende solamente a la montaña, sino al ser mismo del alpinista que tiene un sentimiento de desdoblamiento; aunque concretamente él sigue en su ascensión realizando los mismos gestos esforzados, el esfuerzo sin embargo ha quedado abolido, la pesadez ha desaparecido, es como si hubiese obtenido una especie de apoyo interior que le sostiene y sobre el que puede mantenerse a distancia de su yo ordinario. A lo onírico de la montaña le corresponde una especie de existencia extática fuera de sí mismo, otra vivencia de su propio cuerpo.

Pues bien, este acceso a lo onírico y a lo extático más reales que lo real se ha verificado como una fractura, como una ruptura. Es significativo que el acceso se perciba como una trasgresión, como la penetración en un ámbito prohibido, vetado, pero en el que se entra con alegría por haber superado antes todo tipo de miedo.

Parece finalmente que esta transgresión de la prohibición, este paso de la barrera, se hizo posible porque, desde el punto de partida de la ascensión, «cada uno estaba dispuesto a darlo todo» para llegar a la cima: toda la realidad conocida, objetiva, palpable, todos los accesos a esa realidad, todas las connivencias con ella quedaban negadas de antemano siempre que fuera necesario. El permiso de acceder a la zona prohibida se concedía entonces en la renuncia por principio a todo lo demás; al haberse distanciado de todo, el alpinista en cierto sentido quedaba asimilado a aquel ámbito prohibido. La fractura se había revelado al final, pero estaba ya al comienzo; sin embargo, cuando la ascensión es un hecho cumplido y el alpinista vuelve a la realidad concreta y sin embargo menos real que la otra, una llaga en su cuerpo carnal atestigua que ha tenido acceso a la realidad del sueño, yendo más allá de lo prohibido; en él ha muerto definitivamente algo terreno, signo permanente en su carne de la altura imposible a la que se le ha concedido levantarse 7.

Este cuerpo y el otro

Este breve comentario «literal» al texto de Maurice Herzog puede orientar nuestra reflexión en la siguiente dirección: la experiencia realizada llegando a la cima de la montaña pone en juego una especie de dialéctica entre el estado del cuerpo, tal como lo sentimos en la vida común, y «otro» estado, experimentado muy brevemente pero que es sentido como el estado último, aquél al que miran sin saberlo necesariamente todos los movimientos humanos. Por otra parte, el paso del estado común al estado que para no prejuzgar nada llamaremos «otro» es descrito como fractura y parece en principio exigir una renuncia; en esto vemos una especie de paradoja, el de una discontinuidad e incluso una cierta oposición entre el cuerpo actual y el «otro» cuerpo, pero sin que haya una sustitución del primero por el segundo.

¿No podría decirse que se da una «experiencia espiritual» siempre que el hombre siente en sí mismo un «paso» semejante que se inscribe en su cuerpo? ¿El «espíritu» podría ser quizás aquello que se alcanza y se vive, en una renovación de la conciencia de sí mismo, mediante esta transformación, esta «metáfora» de la experiencia corporal? No es esta la ocasión de precisar en este contexto si se trata del espíritu del hombre, del espíritu de la humanidad, del espíritu de Dios o de cualquier otro nombre que se pueda o se quiera dar a lo que se percibe; esta denominación depende precisamente de la diversidad de las culturas y de las creencias a las que he aludido anteriormente. Digamos que, a nivel de la investigación que estamos realizando aquí, se trata del espíritu innominado que se reconoce por las huellas que deja en la metáfora del cuerpo. En esta perspectiva es como podemos seguir la reflexión sobre el relato de Herzog.

La práctica ascética del cuerpo

El texto de Maurice Herzog impresiona precisamente porque no describe una ascensión «mistica», sino una ascensión concreta, cuyo relato ocupa todo el libro. Pues bien, este texto nos atestigua una especie de discontinuidad que se manifiesta en el alpinista en el momento de llegar a la cima: se crea un estado nuevo, una percepción distinta del mundo y del propio cuerpo. Pero esta novedad no habría sido posible sin la ascensión concreta; por consiguiente, hay una práctica del cuerpo que constituye la propedéutica viva a la experiencia espiritual, expresada a su vez también ella en otra experiencia corporal. Hemos de decir algo sobre esta práctica propedéutica del cuerpo; al leer el relato de Herzog o, más en general, al llegar a conocer las reflexiones de los alpinistas sobre su deporte, se ve hasta qué punto esa práctica es sumamente atenta, exigente... e inútil.

En efecto, la actuación del cuerpo en esta subida ha sido sumamente onerosa. La llegada a la cima no es solamente fruto de un dominio físico sin parangón alguno con lo que se requiere en un uso «normal» del cuerpo, a nivel de las operaciones de desplazamiento y de producción. Este dominio ha ido provocando hora tras hora el descubrimiento y la construcción de aquel cuerpo, como musculatura y respiración, como atención e inteligencia encarnadas en el espacio específico de la montaña cuya realidad, amiga o enemiga, es preciso ensayar continuamente. Experiencia vivida de transformación corporal, ya que en una medida muy grande el cuerpo ha tenido que explorar sus propios recursos y los medios para ponerlos por obra en una progresión cada vez más dificil; experiencia, además, de desgaste, de cansancio indescriptible, de impotencias repetidas en las que hay que consentir sin amargura y sin nerviosismos; experiencia finalmente, y sobre todo, de relación humana completa y de solidaridad viviente, a través del cuerpo, con los compañeros de cordada 8.

Arriesgar el cuerpo

Pues bien, todo esto no se ha realizado -y quizás no podía realizarse- más que en una perspectiva de gratuidad; el trabajo del cuerpo y su movilidad no se ordenan a ningún desplazamiento útil, a ninguna producción de objetos; desde el principio se ordenaron a la conquista de una cumbre; y esto significa que tenían como finalidad al hombre mismo. La subida a una cumbre nunca alcanzada significa la voluntad de hacer retroceder los confines del poder humano sobre los elementos por medio de una superación del poder del hombre sobre su propio cuerpo, al que se exige todo lo que puede rendir. En el fondo, lo que se buscaba en la escalada ¿no era quizás la respuesta a la pregunta de qué es el hombre? Una respuesta que no podía ser solamente oral, sino que tenía que ser el resultado de una nueva y laboriosa construcción del cuerpo, a cualquier precio que fuese. Y al hablar de «precio», subrayo una vez más la paradoja de que, para tomar efectivamente las verdaderas dimensiones del hombre en toda su extensión, ha sido necesario arriesgarlas todas ellas.

Pues bien, para esta conquista «inútil» y sin embargo indispensable de una cumbre se han revelado necesarias todas las fuerzas útiles del cuerpo; como si la llamada de una cumbre por conquistar, el presentimiento de una transfiguración del espacio y del cuerpo mismo llegado a aquel punto del espacio fuera el motivo perfectamente apropiado para un desarrollo físico total y para la construcción de un equipo compacto como no es posible alcanzar otro. Como si, recíprocamente, la intención del alpinista provocase cierto juego del cuerpo y el cuerpo, una vez logrado su objetivo, se hubiera revelado otro. Como si en el mismo trabajo corporal del alpinista se dibujase otra dimensión, que debía revelarse al final como fruto de la ascensión, pero sin que tuviera con ella ninguna medida en común. Como si. Finalmente, para llegar a esta dimensión fuera necesario poner en la balanza y por así decirlo perder anticipadamente el cuerpo mismo cuya verdad última se iba buscando.

El cuerpo transfigurado

El término de esta ascensión ascética no puede expresarse por el alpinista más que en otro registro, distinto del de la palabra y la experiencia. Sigue todavía hablando de su cuerpo y de sí mismo, pero no puede hacerlo de la misma manera. La prosa de su relato cede el sitio a la evocación, a las imágenes, a las sugerencias, como si le faltasen palabras para decir la nueva experiencia, como si las palabras fueran capaces de decir la subida, pero no de describir al hombre que ha llegado a la cima y que está experimentando lo que buscaba, pero que no conocía hasta el momento preciso de llegar. Quizás sea aquí perfectamente adecuado el término de transfiguración: aparece una nueva figura, que el alpinista estaba buscando desde el principio pero que solamente ha podido percibir en sí mismo al final de su ascensión. Y cuando desciende, sus compañeros ya no ven más que sus manos muertas.

¿No podríamos calificar de litúrgico este uso arriesgado del cuerpo definido por una intención espiritual y que tiende a una transfiguración? ¿No podríamos decir que no se da experiencia espiritual auténtica sin esta práctica del cuerpo? No es posible llegar a la experiencia espiritual sin esta práctica exacta y laboriosa del cuerpo tal como se manifiesta en la experiencia que de él tenemos, pero en una orientación de todos los movimientos y usos de ese cuerpo hacia una especie de situación que los trasciende y que desemboca en una especie de transfiguración. Entonces, y solamente entonces, se descubrirá que el cuerpo utilizado en esta acción «litúrgica» estaba ya habitado por una dimensión interior; el sentido de este cuerpo tal como podemos percibirlo y vivirlo nosotros es dado sin duda alguna por el otro cuerpo, es decir, se trata del mismo cuerpo pero transfigurado al final del camino litúrgico. Pero para que esto resulte perceptible, hay que estar dispuestos a «darlo todo»; el camino corporal, en su fidelidad misma a este cuerpo, es preparación de una ruptura, cuyas modalidades de todas formas no tienen por qué ser necesariamente violentas, por medio de la cual estará permitido acceder al cuerpo transfigurado.

Gimnasia mística

Pero antes de hablar de liturgia, en el sentido común de la palabra, será de suma utilidad considerar las técnicas corporales en las que hoy se inicia con tanto gusto el occidente, habiéndolas recibido de lejanas tradiciones orientales. Las sabidurías que nos vienen de aquellos mundos son realmente sabidurías totales; implican una nueva aproximación concreta al cuerpo, en sí mismo y en sus actividades. «Gimnasia mística»: no se trata aquí de un desarrollo voluntario del cuerpo ordenado a la adquisición de cierto grado de resistencia física, de capacidad muscular o de belleza corporal mediante ejercicios de stress, fatigosos y marcados enseguida por la competitividad. En la «gimnasia mística» 9 no se pretende adquirir nada, sino simplemente tomar conciencia, conocer (en el sentido bíblico o claudeliano de la palabra) el propio cuerpo, no ya como instrumento que permita hacer cosas, sino como un dato, como fruto en nosotros de una sabiduría más sabia que nosotros mismos, por la que nos encontramos de múltiples formas en relación. Experimentar la relación doble y fundamental del hombre con la tierra: la pertenencia total, revelada por la adherencia completa al suelo que tiene el hombre extendido en tierra. y cl dominio, o si se quiere la transcendencia, mediante la estabilidad del ser en pie que percibe su propio ser de hombre subiendo por así decirlo de la tierra al cielo a lo largo de sus propios ejes verticales, las piernas y la columna vertebral. Poner atención en todo lo que nos rodea y en lo que estamos viviendo: sentir el aire, oír los rumores, mirar realmente los colores, palpar los volúmenes. Descubrir y controlar luego el juego sutil de la respiración y de su ritmo lento de penetración y de expulsión. Experimentar las regiones del cuerpo, su posición, su reciprocidad, su significado específico.

Esta atención al cuerpo -uno lo descubre rápidamente cuando se abandona a ello- entra realmente en la lógica de la obra de arte. Pone en obra y educa ciertas capacidades insospechadas de sensación y de conocimiento; descubre el eros que lleva al hombre a existir en su cuerpo como en el lugar desde donde es posible alcanzar sin una ruptura violenta el verdadero centro interior de sí mismo, pero también tener intercambios con los demás, en un juego nuevo de este cuerpo re-poseído. El cuerpo, reencontrado artísticamente, modela por sí mismo la propia estética verdadera, de forma que las mismas actividades que tienen en él su origen se convierten en obras de arte y de espíritu: la caligrafía, el tiro al arco... Habría que subrayar además que el cuerpo experimentado de este modo es fuente de atención, pero de una atención que hunde sus propias raíces en lo profundo del ser.

Si quisiéramos expresarnos con precisión, diríamos que en todo esto hay una experiencia viva de la sacramentalidad del cuerpo; una cierta manera de vivirnos y experimentarnos nos lleva más allá del mismo cuerpo, o mejor dicho lleva a una experiencia total, en la medida en que esto pone en obra no solamente el cuerpo sino también la atención, y por tanto una apertura al misterio que nos rodea. No hay que sorprenderse entonces de que se perfile una cierta experiencia de lo absoluto, inscrita en el ser por la mediación de la sabiduría que se revela en la pasividad del cuerpo. Ni tiene que sorprendernos tampoco que se perfile un nuevo equilibrio en terrenos tan diferentes y tan ligados entre sí como el de la sexualidad, la comida, el trabajo. equilibrio que es fruto de una superación de las conductas espontáneas e inmediatas. Este nuevo equilibrio ¿no es el presentimiento de ese «otro» cuerpo al que tiende la «gimnasia mística»?

La práctica litúrgica del cuerpo

Desde el punto al que hemos llegado podemos ciertamente dar un paso más para considerar lo que he llamado anteriormente el uso litúrgico del cuerpo. Sería preciso admitir que la liturgia es una práctica primordial y original del cuerpo y considerarla por consiuuiente en sus manifestaciones más visibles: el canto y la danza. Al mismo tiempo que se iba haciendo capaz de producir los medios para su propia subsistencia, el animal que llamamos hombre se ha puesto también a significar su deseo y a anticipar algún cumplimiento inefable del mismo; su capacidad simbólica es exactamente contemporánea de su capacidad productiva y sin duda alguna esta última se inscribe en aquélla, más que viceversa 10. En este punto el fabulista por lo menos no se muestra poeta: es la cigarra la que tiene razón y no la hormiga:

Tú cantabas, ¡me parece muy bien!
¡Baila ahora! 11
-

Canto y danza: dos usos del cuerpo que no explicamos, para los que no hay racionalidad, pero sin los que quizás no sabríamos qué es el cuerpo. La prosa del lenguaje y sus ritmos sofocados, la actividad productiva de la mano que hace cosas y de las piernas que caminan sin considerar su indispensable período, no son quizás más que secundarias en relación con las modulaciones, según el número y la medida, de la voz que desarrolla su musicalidad y de las piernas que exteriorizan un ritmo del que no sabemos de qué profundidad interior brota, del que no se descubre lo que dice más que cuando uno cede a su embrujo. Cantar y danzar significa usar espontáneamente el cuerpo en lo que tiene de número, ritmo y medida; significa volver a los orígenes de la expresión humana, en donde el cuerpo se significa espontáneamente como simbólico y presagia, en el cumplimiento corporal del gesto y de la voz, una profundidad primitiva o quizás -y recíprocamente- una realidad absolutamente distinta con la que el hombre descubre, al expresarse, que está buscando una comunicación 12.

Del mismo modo, los objetos que nos rodean tienen valor no solamente como materia para nuestras necesidades, sino como símbolos que organizan el espacio de nuestro deseo y guían nuestra marcha hacia lo invisible; se dirigen a nuestros sentidos, no para que los tomemos y los consumamos, sino para ser valorados de alguna forma y para definir el campo siempre móvil dentro del cual sigue la danza y se hace oír la voz.

Toda liturgia es una obra colectiva: la boca canta sólo si el oído escucha el canto de los demás; los miembros se mueven sólo si los ojos atienden a otras evoluciones en las que cuerpo tiene que insertarse. El canto puede ser al unísono, significando de este modo y realizando la unidad de una comunidad en la que todos producen juntos los sonidos de invocación o de evocación; la comunidad nace de la sinergia de la boca y del oído. O bien el canto es responsorial: en innumerables figuras vocales y arreglos musicales los miembros de la comunidad se escuchan y se responden, construyéndose mutuamente en este intercambio. Pues bien, en el corazón, más allá o más dentro -¿cómo encontrar el término exacto?- de este intercambio de voces y de gestos, se vislumbra lo que no puede decirse ni mimarse, pero que salta a la conciencia viva en la voz o en el movimiento: experiencia espiritual de lo innominado que existe «entre» los hombres, corazón de la realidad colectiva que lo anima interiormente, polo indecible hacia el que tiende la comunidad en su historia, en su desarrollo o simplemente en su periodicidad.

El riesgo y la muerte AQUI

Hemos de tener presente que no se llega al corazón de esta experiencia litúrgica sin algún riesgo: el riesgo interior de consentir en el desarrollo de la función simbólica en una sociedad en la que todo nos empuja a la eficiencia, a la producción y al consumo y en la que por consiguiente es necesario renovar continuamente la propia fe en las otras dimensiones del hombre, sea cual fuere por lo demás el precio que hay que pagar por ello; y el riesgo más concreto de comprometer al propio cuerpo, de empeñar a la comunidad por estos caminos inútiles. ¿Por qué, podríamos decir a este propósito, nuestras liturgias son tantas veces descorazonadoras, sino porque en ellas no se hace realmente ningún esfuerzo corporal de expresión y de unanimidad? Y finalmente, otro riesgo que se deriva de lo mismo que se está celebrando; en efecto, parece ser que el comportamiento litúrgico está siempre, más o menos inmediatamente, ordenado a una transición; en otras palabras, significa siempre la muerte y la vida, la desintegración y el renacer. Lo que se evoca o se pide en la invocación rítmica y comunitaria es una restitución. No se pretende solamente una alteridad transcendente, un estado transfigurado de la existencia o del conocimiento, sino una nueva integración, «otro» estado del

La experiencia espiritual y el cuerpo

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cuerpo personal o colectivo. La experiencia litúrgica asume siempre, más o menos, el aspecto de una pascua; es verdad que no siempre están expresados sus términos con claridad ni se logra decir con exactitud de dónde se viene ni adónde se va, pero se intenta realizarlo y vivirlo. De ahí los caracteres de extrema pobreza (muerte) o de extrema sobreabundancia (vida) que caracterizan el comportamiento litúrgico y hacen acceder a quienes los practican a la experiencia simbólica de la muerte y de la vida. Sin querer tomar en estos momentos una postura decisiva en la espinosa cuestión del sacrificio, se puede decir igualmente que lo indecible hacia lo que tiende el comportamiento litúrgico no aparece como el término en cierto modo continuo de un desarrollo armonioso y sin hendiduras; todo se realiza como si aquello a lo que tendemos o presagiamos no se diese a conocer ni a vivir más que al otro lado de la muerte 13.

Está claro que la naturaleza y la cualidad de la experiencia espiritual ligada a la liturgia depende de la naturaleza y de la cualidad de la liturgia misma. No podemos examinar aquí la muchedumbre de mitos y de rituales que tienen un origen, una estructura y una perspectiva muy distintos, aun cuando, como observa Lévi-Strauss, su lugar es en definitiva el «espíritu humano» 14. Más acá de cualquier intento de valoración queda el hecho de que la experiencia espiritual, incluso la más personal, tiene sus raíces en un comportamiento específico en el que el cuerpo del hombre y de la colectividad tiene su parte imposible de eliminar.

A este propósito (significado de un comportamiento específico del cuerpo para la experiencia espiritual) no existe una diferencia esencial entre la práctica litúrgica por una parte y las prácticas corporales propuestas en tradiciones espirituales a las que acuden actualmente los que andan en busca de experiencia.

El texto de Maurice Herzog y todo cuanto hemos podido decir, tomándolo como punto de partida, sobre las técnicas del cuerpo y sobre la liturgia, nos ha manifestado la relación que guarda cualquier experiencia espiritual con el cuerpo, dentro de la perspectiva de un largo trabajo propedéutico, al final del cual se experimenta una transfiguración en continuidad real y al mismo tiempo en ruptura total con la vivencia que ha tenido antes lugar: experiencia del «otro» cuerpo, del cuerpo « en el espíritu». Esta aproximación de la experiencia espiritual no es sin embargo exclusiva; hay otras muchas posibles y de todas formas hemos de decir algunas palabras sobre otro tipo de experiencia: la que hace irrupción sin que la haya preparado nada anteriormente, al menos a primera vista.

El registro de la experiencia musical puede servirnos para describir este otro tipo de experiencia; utilizaré un texto significativo de Julien Green:

Yo no conocía a Bach, pero un día que Fickenscher nos hablaba de la Misa en si, tocó con una mano el tema del Kyrie y cuando oí aquellas simples notas (son exactamente diecinueve) me pareció que se abría el cielo. Fue una de las impresiones religiosas más fuertes recibidas de la música. En aquella frase que habría podido aprender a cantar incluso un niño, ¡qué fe tan amplia y soberana! Todo lo que había de mediocre en mi vida, Dios se lo llevaba con su inmensa mano. Sentí tanta felicidad que, si hubiera tenido coraje para ello, se lo habría dicho a las personas que estaban allí, se lo habría gritado. Lo que Bach creía, también lo creía yo con amor y con violencia. Me resultó dificil permanecer en mi puesto... Necesitaba llevar aquella frase con toda su riqueza a mi habitación y repetir, sin cansarme nunca, a media voz, como un loco: ¡Kyrie, eleison! ¡Kyrie, eleison!... No estaba abandonado. Con la humanidad entera caminaba -así me parecía a mí- hacia un mundo luminoso en el que ni la carne ni el pecado vendrían a ofuscar el alma. Por primera vez me sentía unido al mundo, salvado quizás con todo el mundo 15.

El vocabulario de Green está más marcado que el de Herzog por la fraseología cristiana. La melodía del Kyrie de la Misa en si es apertura del cielo, caracterizado aquí como un mundo luminoso al que se opone, no ya un mundo real, sino un mundo pecador: la carne y el pecado quedan desterrados de ese mundo y la belleza seductora de los rostros queda cancelada: esa belleza no es reconocida nunca como positiva, aun cuando, como en el Banquete de Platón, tuviera que ser superada. Percibida como impura se ve aniquilada por la luz que manifiesta la música, no hay un paso de lo real a lo onírico, sino del mal al bien; lo mediocre queda eliminado.

Por lo demás, todo el texto está caracterizado por la idea del rapto: la fe, el amor y la violencia llevan al autor a ser como un loco, pero paradójicamente le gustaría compartir su experiencia y su estado con los demás, le gustaría decírselos, gritárselos; y esto, porque esa experiencia era ya revelación de una armonía universal. Admitido a una dimensión celestial y luminosa mediante la gracia de la música, Green no se siente allí solo: con la humanidad entera, unido al mundo, con todo el mundo. La salvación que trae consigo este verse poseído por la música no es individual, sino total; por eso mismo tiene que ser anunciada.

La experiencia espiritual y el cuerpo

El rapto

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Quizás pudiera estudiarse en qué medida toda experiencia espiritual lleva consigo un sentimiento de liberación respecto al pecado o el mal. Pero aquí me gustaría dejar de lado este problema y subrayar más los dos últimos puntos: la modificación corporal, que podríamos incluso llamar rapto, y el sentimiento de armonía humana universal. No cabe duda de que en nuestro texto el rapto es limitado en sus manifestaciones, pero no está privado de significado el hecho de que nos encontremos aquí con la expresión «como un loco»; el hombre ya no se posee a sí mismo, sino que está tentado por un comportamiento que no puede conmensurarse con lo que hay que hacer habitualmente. Todos nosotros podemos conocer experiencias semejantes a la de Julien Green. Por lo demás el «rapto» puede intervenir no sólo gracias a la música, sino también gracias a un contacto con lo que aparece como verdad. Lévi-Strauss recuerda, a propósito del Essai sur le Don de Marcel Mauss, el rapto de Malebranche que descubre Descartes:

Pocas personas han podido leer el Essai sur le Don sin sentir toda la gama de emociones que tan bien describe Malebranche cuando recuerda su primera lectura de Descartes: el corazón que late, la cabeza que bulle y el espíritu invadido por una certeza todavía indefinible, pero imperiosa, de asistir a un acontecimiento decisivo de la evolución científica 16.

El punto concreto que me gustaría subrayar es que nos encontramos con una cierta intensidad en el nivel de una experiencia que se anuncia como una experiencia fundamental de belleza o de verdad y que pone al cuerpo en «otro» estado, alterando las funciones esenciales en las que se manifiesta el ritmo del cuerpo humano: la respiración, el movimiento del corazón, como si el cuerpo no estuviera hecho, en su estado actual, para la plenitud a la que tiende y como si el más pequeño toque de esa plenitud pusiera en camino hacia una «locura» del cuerpo, que es sin más la sombra de su razón última. Me gustaría citar en estos momentos un texto de san Juan de la Cruz, donde se habla del efecto que tiene sobre el cuerpo la unión mística que ha alcanzado su grado supremo. En efecto, se da quizás una continuidad entre el rapto elemental producido por las percepciones -que el místico llamaría vulgares- de la belleza y de la verdad y la experiencia de cuasi-transfiguración de la que nos habla el texto del santo carmelita:

16. Cl. Lévi-Strauss, Introduction á l'oeuvre de Marcel Mauss, en M. Mauss, Sociologie et Anthropologie, Paris 1950, XXXIII. El relato de Malebranche, recogido por varios -moralistas contemporáneos, se encuentra en las Oeuvres complétes de Malebranche, Paris 1961, 46-50.

 

 

 

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Espiritualidad como experiencia

experiencia: la que hace irrupción sin que la haya preparado nada anteriormente, al menos a primera vista.

El registro de la experiencia musical puede servirnos para describir este otro tipo de experiencia; utilizaré un texto significativo de Julien Green:

Yo no conocía a Bach, pero un día que Fickenscher nos hablaba de la Misa en si, tocó con una mano el tema del Kyrie y cuando oí aquellas simples notas (son exactamente diecinueve) me pareció que se abría el cielo. Fue una de las impresiones religiosas más fuertes recibidas de la música. En aquella frase que habría podido aprender a cantar incluso un niño, ¡qué fe tan amplia y soberana! Todo lo que había de mediocre en mi vida, Dios se lo llevaba con su inmensa mano. Sentí tanta felicidad que, si hubiera tenido coraje para ello, se lo habría dicho a las personas que estaban allí, se lo habría gritado. Lo que Bach creía, también lo creía yo con amor y con violencia. Me resultó dificil permanecer en mi puesto... Necesitaba llevar aquella frase con toda su riqueza a mi habitación y repetir, sin cansarme nunca, a media voz, como un loco: ¡Kyrie, eleison! ¡Kyrie, eleison!... No estaba abandonado. Con la humanidad entera caminaba -así me parecía a mí- hacia un mundo luminoso en el que ni la carne ni el pecado vendrían a ofuscar el alma. Por primera vez me sentía unido al mundo, salvado quizás con todo el mundo 15.

El vocabulario de Green está más marcado que el de Herzog por la fraseología cristiana. La melodía del Kyrie de la Misa en si es apertura del cielo, caracterizado aquí como un mundo luminoso al que se opone, no ya un mundo real, sino un mundo pecador: la carne y el pecado quedan desterrados de ese mundo y la belleza seductora de los rostros queda cancelada: esa belleza no es reconocida nunca como positiva, aun cuando, como en el Banquete de Platón, tuviera que ser superada. Percibida como impura se ve aniquilada por la luz que manifiesta la música, no hay un paso de lo real a lo onírico, sino del mal al bien; lo mediocre queda eliminado.

Por lo demás, todo el texto está caracterizado por la idea del rapto: la fe, el amor y la violencia llevan al autor a ser como un loco, pero paradójicamente le gustaría compartir su experiencia y su estado con los demás, le gustaría decírselos, gritárselos; y esto, porque esa experiencia era ya revelación de una armonía universal. Admitido a una dimensión celestial y luminosa mediante la gracia de la música, Green no se siente allí solo: con la humanidad entera, unido al mundo, con todo el mundo. La salvación que trae consigo este verse poseído por la música no es individual, sino total; por eso mismo tiene que ser anunciada.

El rapto

Quizás pudiera estudiarse en qué medida toda experiencia espiritual lleva consigo un sentimiento de liberación respecto al pecado o el mal. Pero aquí me gustaría dejar de lado este problema y subrayar más los dos últimos puntos: la modificación corporal, que podríamos incluso llamar rapto, y el sentimiento de armonía humana universal. No cabe duda de que en nuestro texto el rapto es limitado en sus manifestaciones, pero no está privado de significado el hecho de que nos encontremos aquí con la expresión «como un loco»; el hombre ya no se posee a sí mismo, sino que está tentado por un comportamiento que no puede conmensurarse con lo que hay que hacer habitualmente. Todos nosotros podemos conocer experiencias semejantes a la de Julien Green. Por lo demás el «rapto» puede intervenir no sólo gracias a la música, sino también gracias a un contacto con lo que aparece como verdad. Lévi-Strauss recuerda, a propósito del Essai sur le Don de Marcel Mauss, el rapto de Malebranche que descubre Descartes:

Pocas personas han podido leer el Essai sur le Don sin sentir toda la gama de emociones que tan bien describe Malebranche cuando recuerda su primera lectura de Descartes: el corazón que late, la cabeza que bulle y el espíritu invadido por una certeza todavía indefinible, pero imperiosa, de asistir a un acontecimiento decisivo de la evolución científica 16.

El punto concreto que me gustaría subrayar es que nos encontramos con una cierta intensidad en el nivel de una experiencia que se anuncia como una experiencia fundamental de belleza o de verdad y que pone al cuerpo en «otro» estado, alterando las funciones esenciales en las que se manifiesta el ritmo del cuerpo humano: la respiración, el movimiento del corazón, como si el cuerpo no estuviera hecho, en su estado actual, para la plenitud a la que tiende y como si el más pequeño toque de esa plenitud pusiera en camino hacia una «locura» del cuerpo, que es sin más la sombra de su razón última. Me gustaría citar en estos momentos un texto de san Juan de la Cruz, donde se habla del efecto que tiene sobre el cuerpo la unión mística que ha alcanzado su grado supremo. En efecto, se da quizás una continuidad entre el rapto elemental producido por las percepciones -que el místico llamaría vulgares- de la belleza y de la verdad y la experiencia de cuasi-transfiguración de la que nos habla el texto del santo carmelita:

Y de este bien de que el alma goza a veces redunda en el cuerpo la unción del Espíritu santo y goza toda la sustancia sensitiva, y todos los miembros y huesos y médulas, no tan remisamente como comúnmente suele acaecer, sino con sentimientos de grande deleite y gloria, que se siente hasta en los últimos artejos de pies y manos. Y siente el cuerpo tanta gloria en la del alma, que en su manera engrandece a Dios sintiéndole en sus huesos, conforme aquello que David dice: Omnia ossa mea dicent: Domine, quis similis tibi? Todos mis huesos dirán: Dios, ¿quién habrá semejante a ti? (Sal 34, 10) 17.

En este texto podemos leer la revelación del sentido último del rapto. El desorden que este rapto inscribe en nuestro cuerpo es al mismo tiempo una negación y una esperanza: negación del orden de este cuerpo tal como es ahora que, aunque tiene su razón de ser a nivel de un cierto tipo de actividad y de comportamiento, no consigue agotar todo el deseo y los recursos profundos del cuerpo; y esperanza en la medida en que el rapto anticipa el nuevo orden del cuerpo o, según la expresión utilizada anteriormente, el «otro» cuerpo. Pues bien, esta anticipación alcanza su grado más elevado cuando la experiencia espiritual ha sido también la más alta: el nuevo orden del cuerpo se inscribe en la carne y en los huesos, haciéndoles acceder a lo que ellos deseaban como su verdad última, o por lo menos a un estado que significa muy de cerca esta verdad última, verdad de la que el cristiano confiesa que habrá de realizarse en la resurrección.

De esta forma, lo mismo que la larga propedéutica de que nos daba una imagen el alpinismo conducía al hombre a la experiencia del espíritu a través de una transformación de la experiencia del cuerpo, así también y recíprocamente en este caso una experiencia que sentiríamos la tentación de llamar inmediatamente espiritual no se realiza sin su manifestación en el cuerpo y sin el presentimiento vivido en la carne de un estado transfigurado de todo el ser en su integridad.

Universalidad

La universalidad, la reconciliación de los hombres en una especie de acción de gracias por la belleza, forma también parte de la experiencia que nos describía Julien Green: la palabra, no ya tranquila y mesurada, sino improvisada, gritada, proclamada, encuentra aquí su razón de ser que es el intercambio con los demás: decírselo a todos para que todos participen de ello, pero quizás también agradecer a todos lo que uno está viviendo, como si cada uno de los hombres fuese el donante de esa felicidad que se siente. Jean-Louis Barrault expresa admirablemente este aspecto en su forma de contar el primer encuentro que tuvo con Paul Claudel:

Coloquio memorable para mí, durante el cual -para usar su lenguaje- trabamos co-nocimiento (con-nacimiento), o mejor dicho re-conocimiento (re-connacimiento); sí, nos re-conocimos. A propósito de Numance, nos encontramos en la virtud del gesto, en los recursos del cuerpo, en la plástica del verbo, en la importancia de las consonantes, en la desconfianza ante las vocales que cada vez se estiran más, en la prosodia del lenguaje hablado, en las largas y en las breves, en el yambo y el anapesto, en el arte de la respiración... Al despedirme, saltaba de gozo... El debía tener sesenta y nueve años; yo, veintisiete. Esta comunión inmediata entre nosotros dos me maravillaba y me comunicaba el gozo de decir gracias a todas las cosas: a Dios, a la vida, al primero que pasase por la calle 18.

Saltar de gozo, maravillarse, desear dar gracias a todos y por todo... En otras palabras, deseo de una humanidad finalmente unida en la gracia de la verdad y para la que la gratuidad se extiende de cada uno a todos los demás, pero también de cada hombre a la tierra, de todos los hombres a Dios.

La experiencia espiritual y el cuerpo ¿Podemos ahora sintetizar brevemente lo que la lectura de algunos textos, que no guardan una relación muy inmediata con la experiencia explícitamente religiosa, nos dice a propósito de este tema? La experiencia de lo absoluto, percibido a través de algunos símbolos vivos, como la cima más elevada, la musicalidad más pura, el encuentro humano más plenificador, es preparada por el comportamiento corporal o se expresa espontáneamente en él, pero de tal manera que siempre o casi siempre se verifican en él tres características (esto, por lo demás, podría ofrecer ciertos criterios para juzgar de la autenticidad de una experiencia espiritual; el modo con que esta experiencia interviene en la vida del cuerpo revela sin duda alguna su cualidad y su verdad). Estas tres características serían las siguientes: la exactitud y la exigencia de la práctica corporal a través de la cual se tiende hacia la experiencia total; la experiencia de una ruptura, por la cual se nos separa, o mejor dicho nos encontramos separados, de un cierto nivel inmediato de la existencia corporal, y al mismo tiempo de una entrada, aunque sea efimera, en otra región en la que el hombre se encuentra transfigurado en todo su ser; finalmente, un sentimiento o una necesidad de reconciliación universal y de solidaridad, a nivel de esa región de la experiencia total que acaba de vislumbrarse.

 

TRADICIÓN INICIÁTICA

Si la comunión entre los hombres a nivel del «otro cuerpo» es de alguna manera el término de la experiencia espiritual, esta comunión existe también de otro modo al comienzo del proceso de la experiencia espiritual; se trata de algo que hemos de subrayar, ya que es esencial en este proceso. La experiencia nace de una tradición iniciática. No es por sí solo, en plena soledad y siguiendo un camino que él traza por completo en función de una fuerza de atracción inefable e invencible del Espíritu, como el hombre se encamina hacia una experiencia que habrá de superar ciertamente cualquier tradición, sino del mismo modo como se superan las sendas trazadas después de haberlas seguido. Si encima de la montaña del Carmelo no hay ya ningún sendero, sí que los hay en las faldas. Por tradición iniciática entiendo dos elementos: en primer lugar una enseñanza, ascética, ritual, teórica, que se transmite dentro de una cultura y de una población determinada; pero además la comunicación de esta enseñanza, por vía al mismo tiempo oral y ritual, de hombre a hombre. Se trata por tanto de una relación maestro/discípulo. En esta relación el papel del maestro no es exterior al discípulo; no se trata de imponer un cuerpo de doctrina o de prácticas; se trata de llevar a uno por caminos que son estrictamente personales de otro y que permanecían anteriormente escondidos; se trata de una especie de parto, de mayéutica. La enseñanza se transmite correctamente en la medida en que aquel que se somete a ella consiente en recibirla y practica lo que se le indica, encontrándose a sí mismo en profundidades insospechadas y viéndose de este modo trasportado a los límites de una madurez que no procede ya de otros, sino de él mismo y de una experiencia que sólo él es capaz de realizar. Me gustaría poner un ejemplo en el campo de la formación musical. No se tratará ya del Kyrie de la Misa en si, sino de una melodía gregoriana sorprendente aunque muy conocida: la entonación del Gloria XV.

¿Es posible analizar de dónde nace y cómo se realiza la emoción espiritual producida por un texto melódico tan sencillo como la entonación del Gloria XV? ¿De dónde viene el hecho de que estas diez notas hagan saltar un proceso que puede desembocar en una plegaria sumamente interiorizada? Para comprenderlo del todo, ¿no habrá que remontarse quizás al mundo monástico de la alta edad media, ambiente en donde tuvo su origen esta melodía? ¿No sería necesario reconocer al monje anónimo que supo poner estas pocas notas bajo estas pocas palabras y hacer saborear con ellas un poco de la gloria de Dios y de la alabanza de los hombres? Por otra parte, ¿cómo podríamos vivir esta melodía si no nos la hubieran restituido los esfuerzos perseverantes de los monjes de Solesmes? Por consiguiente, existe toda una larga cadena de transmisión que termina, para cada uno, en aquél que lo inició en la música gregoriana, no solamente en el plano teórico sino sobre todo haciéndosela cantar. Existe, pues, una tradición de creatividades sucesivas que llega hasta la nuestra y la suscita. La experiencia espiritual en este caso nace de una larga escucha, como si los oídos de hoy se llenasen de aquélla sonoridad sencilla porque llevaban largos siglos esperándola y hubieran sido preparados para ella. Pero nace también de una práctica: cuando se canta este Gloria XV, quizás más aún que cuando se escucha, es cuando la vida que tiene encerrada dentro de sí se manifiesta al corazón y la música lo lleva al silencio. La experiencia interviene al encuentro del oído y de la boca, en donde puede reanimarse una larga tradición y es posible iniciar una experiencia nueva. Al encontrarnos con la plegaria de siempre a través de la entonación de este Gloria, descubro el camino de alabanza que yo he de crear.

Lo que hemos dicho a propósito de un ejemplo musical puede generalizarse para toda tradición iniciática. Nos remite a un mundo original, espiritual y poético, en el que puede nacer cierta aproximación a lo divino o a la transcendencia o ponerse en obra ciertas técnicas para esta aproximación. De aquí ha nacido una «escuela» con sus instrumentos escritos, orales, gestuales; a partir de todo ello se ha desarrollado una historia con sus períodos de comentarios y sus épocas de renovación; se ha constituido y se ha ido perpetuando un «ambiente» en el que se imparte una enseñanza, se demuestra una práctica y se propone una iniciación. En este punto interviene como elemento esencial del proceso de la experiencia espiritual la relación maestro/discípulo. Una tradición espiritual no puede ser objeto de una presentación puramente teórica u objetiva. Los Ejercicios de san Ignacio se «hacen» bajo la dirección de una persona experta en esta vía espiritual, cuyas enseñanzas discursivas se limitan a presentar rápidamente los «ejercicios» que hay que hacer y a acompañar al ejercitante, bien sea para verificar la ejecución correcta de las prácticas o bien para ayudar a discernir los diversos movimientos espirituales que estas prácticas provocan en el corazón, en la sensibilidad, en la inteligencia. Se aprende a hacer una excursión por las montañas bajo la dirección de un guía experimentado que conoce, por haberlas aprendido él antes, las técnicas corporales, el itinerario, la dosificación racional de los esfuerzos, y que enseña al novato en alpinismo el arte de usar sus propios pies y sus propias manos, los clavos, el piolet, la cuerda, el arte de caminar con los demás, la disciplina de la palabra y del silencio; pues bien, todo lo que el guía no ha inventado, lo ha recibido, vivido, perfeccionado quizás, interiorizado siempre, por lo que todo cuanto transmite es realmente una sabiduría. Y quizás fuera necesario atenerse a este criterio cuando se escoge a un instructor de yoga: que haya recibido una tradición y que, si no es sabio, por lo menos tienda a convertirse en ello. Sólo de esta forma su enseñanza conducirá al neófito a la experiencia que supera todas las enseñanzas.

De este modo la experiencia espiritual, aunque en cierto sentido es algo rigurosamente personal, no se realiza de hecho más que dentro de cierto ambiente humano en el que viven y son comunicadas mutuamente las tradiciones de sabiduría, de salvación y de mística. Sin la voz del maestro que me invita, sin su discernimiento que me va acompañando, no podré llegar muy lejos en el camino del conocimiento y de la transformación de mí mismo, sendero obligado de toda experiencia espiritual. Y no es posible concebir que espontáneamente y fuera de todo tipo de constricción yo no transmita a los demás esta sabiduría en la medida exacta en que yo mismo la he experimentado. La experiencia espiritual, sea cual fuere el modo como se verifica, no es nunca por consiguiente un fenómeno aislado; nace y se propaga en lo que podríamos llamar (quitándole al término su connotación católica) un «cuerpo místico» definido por intercambio vivo en el seno de una tradición experimentada. La comunidad es el ambiente en que nace la experiencia y la experiencia revivifica continuamente a la comunidad. Si la experiencia supera a la palabra, no se realiza sin embargo sin la palabra y además provoca a hablar, hasta el día en que -como dice el profeta- « ya no tendrán necesidad de instruirse mutuamente», porque todos tendrán conocimiento de ello.
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1. E. Lettré, Dictionnaire de la langue française, t. 11, Paris 1893 s. Esta misma oscilación se observa entre «experiencia» y «probar» en P. Robert, Dictionnaire alphabétique el analogique de la langue française 11. Paris 1966 s.

2. C. Castañeda, The Teaching of Don Juan, Los Angeles 1968; A Separate Reality. 1971; Journey to Ixtlan, the lessons of don Juan, 1972; Tales of Power, 1974.

3. Los textos relativos a los Tahumara han sido recogidos en A. Artaud. Oeuvres Complétes. t. IX. Paris 1971.

4. J. Ziegler. Les Vivants et la Mort, col. "Points". Parir 1975.

5. M. Herzog, Anapurna, Premiers 8.000, Paris 1951, 197-198.

6. Ibid., 203 y 205. Podemos observar cómo el regreso entre los compañeros marca el regreso al mundo familiar, «más acá» de la experiencia referida anteriormente: «La vista de aquellos rostros familiares elimina la extraña sensación que domina desde por la mañana. Bruscamente me encuentro de nuevo en mi sensación de alpinista» (p. 203). Como si la llegada a la cima, término de toda la escalada, hubiera arrancado a Herzog de aquella condición de alpinista, sin la que sin embargo no habría subido.

7. Está claro que esta lectura de Maurice Herzog, que -según espero- no violenta para nada el texto, está influida por el modo de pensar de las modernas antropologías de la ruptura y de la reconciliación. Entre los autores cristianos pienso en M. de Certeau, J.CI. Sagne, D. Vasse.

8. De la lectura de un libro sobre técnicas de alpinismo como el de G. Rebuffat, Glace, Neige et Roc, Paris 1970, resulta con evidencia que el alpinismo es un cierto humanismo, que pone prácticamente en juego una vivencia del cuerpo y una intención hacia la experiencia.

9. Esta expresión es de Philippe de Félice; constituye el título del capítulo segundo de su obra L'enchantement des danses et la magie du Verbe, París 1957. Indiquemos que esta obra es uno de los tomos de la trilogía de las «formas inferiores de la mística». No estoy seguro de que las formas descritas por Félice, ligadas precisamente a ciertos comportamientos corporales, sean formas «inferiores»; estas formas pueden conocer estados de degradación, pero se encuentran de un modo u otro en toda experiencia auténtica. Es siempre el hombre total el que experimenta.

10. Aludo aquí a la célebre fórmula de Marx en la Ideología alemana: «Se pueden distinguir los hombres de los animales por la conciencia, por la religión y por todo lo que uno quiera. Ellos mismos empiezan a distinguirse de los animales desde que empiezan a producir sus medios de subsistencia, un paso adelante que es la consecuencia misma de su organización corporal». Marx no se equivoca en lo que afirma, pero falta saber si la producción de los medios de subsistencia no es estrictamente contemporánea de la conciencia y de la religión. El simbolismo llega al mismo tiempo que la productividad.

11. La Fontaine, Fábulas; fábula 1 del libro 1: «La cigarra y la hormiga».

12. Sobre la danza cf. P. de Félice, o. c., parte primera; y sobre todo R. Garaudy, Danzare la vita, con prólogo de Maurice Béjar. Sobre el canto habría que consultar todo un conjunto de estudios que se refieren a la voz humana. Cito simplemente a A. Tomatis, L'oreille et le language, Paris 1963; el prólogo y la primera parte de la Encyclopédie des Musiques sacrées, t. 1, Paris 1968 (autores J. Porte, A. Danielou, M. Schneider).

13. Todas estas ideas sobre la liturgia exigirían largas justificaciones bibliográficas, que excederían con mucho el objeto de este artículo. Remito solamente a L. Chauvet, Du symbolique au symbol, Paris 1979.

14. Cl. Lévi-Strauss, Antrhopologie structurale, Paris 1958, 91 (tr. casi.: Antropología estructural, Buenos Aires 1969 2).

15. J. Green, Terre lointaine, Paris 1966, 171.

16. Cl. Lévi-Strauss, Introduction á l'oeuvre de Marcel Mauss, en M. Mauss, Sociologie et Anthropologie, Paris 1950, XXXIII. El relato de Malebranche, recogido por varios -moralistas contemporáneos, se encuentra en las Oeuvres complétes de Malebranche, Paris 1961, 46-50.

17. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, estrofa 2, verso 4, en Vida y obras, BAC, Madrid 1950, 1211.

18. J.-L. Barrault, Souvenirs pour demain, Paris 1972, 122. Al referir su diálogo con los compañeros al bajar de la cima del Anapurna, Herzog recoge la observación de uno de ellos, Terray «¡Todo lo que he hecho era por la expedición, viejo Maurice!... Por lo demás, si tú has llegado, es todo el grupo quien lo ha hecho». Y comenta: «Me invadió una felicidad maravillosa... Aquel gozo de la cumbre que podía parecer egoísta, él lo transforma en gozo perfecto, sin la más pequeña sombra. Su respuesta asume a mis ojos un valor universal. Es el testimonio de que ésta no es la victoria de uno solo, la victoria del orgullo, sino la victoria de todos, la victoria de la fraternidad humana» (o. c., 204).