Elementos de espiritualidad
  en la iglesia del futuro

Karl Rahner


El tema que se señala en el título de estas reflexiones es de suyo muy exigente y por tanto dificil de tratar. Hemos de hablar de espiritualidad. La espiritualidad (no tenemos de hecho un término adecuado para expresar la realidad a la que deseamos referirnos, dado que «piedad» no abarca debidamente esta realidad) es algo misterioso y delicado, que sólo con mucha dificultad puede traducirse en palabras y que —como autorrealización intensiva del dato cristiano en cada persona humana— es inevitablemente muy distinta en cada cristiano según el carácter, la edad, las vicisitudes personales, el ambiente cultural y social y finalmente la libertad y unicidad del individuo, que no puede expresarse adecuadamente de ningún modo. Por esto mismo el tema es ya exigente y dificil de dominar. A ello hay que añadir que hay que hablar de elementos destinados a caracterizar a la espiritualidad en una iglesia del futuro. Pero ¿qué es lo que sabemos del futuro de nuestra historia?, ¿qué es lo que sabemos del futuro de la iglesia? A pesar de toda la moderna futurología, ¡qué poco puede pronosticarse del futuro profano! Y también el futuro de la iglesia se ve sustraído ¡y en qué medida tan notable!— de los programas y de los cálculos de los hombres de iglesia y de sus ministros. Además, estos ministros sienten continuamente la tentación de pensar —a partir de su autoridad formal y de la inmutabilidad

substancial de su mensaje que son también los dueños de la historia de la iglesia y que pueden programarlo todo claramente y predisponerlo dentro de ella; o bien, sienten la tentación de pensar que en la iglesia, en definitiva, no puede suceder nada importante y sorprendente, ya que dentro del mar de la historia la iglesia está construida sobre la roca de la eternidad de Dios. Sin embargo, ¡cuántos cambios profundos y sorprendentes se llevan a cabo en la iglesia! Nosotros, los que ya somos mayores, y los que tienen autoridad en la iglesia, que han crecido en la época piana de la misma, con su monolitismo, no nos esperábamos ciertamente una iglesia tal como se nos presenta hoy. Los que decidieron el concilio Vaticano II, intentando liquidar el triunfalismo de la época piana y que proclamaron con insólita desenvoltura y casi con gozo un aggiornamento de la iglesia en el mundo de hoy y de mañana, seguramente pensaron muy poco en lo que hoy se está verificando en esta iglesia y de lo que el concilio no fue la causa, sino más bien una especie de catalizador. Por consiguiente, resulta casi imposible hablar de una espiritualidad futura en la iglesia, ya que semejante espiritualidad está además condicionada por el destino imprevisible de la iglesia, en cada uno de sus sectores y en su conjunto. Todo esto hemos de tenerlo presente desde el principio, si queremos atrevernos a tocar este tema.

A pesar de lo dicho, nos enfrentamos inmediatamente con el asunto, quizás con un poco de entusiasmo aventurero. Aquí hablaremos sólo de la espiritualidad en la iglesia católico-romana; la espiritualidad que evidentemente existe también en las otras iglesias cristianas y en las religiones no cristianas quedará desde el comienzo fuera de consideración, así como la cuestión, de suyo tan importante, sobre los cambios que pueda experimentar la espiritualidad católica del futuro ante el hecho de que las iglesias cristianas gracias al esfuerzo ecuménico se están acercando cada vez más, haciendo posible un intercambio más intenso entre las historias religiosas de las iglesias cristianas y sus experiencias espirituales futuras. Al tratar este tema presuponemos también como dato obvio aquella convicción de fe de la manera y en las dimensiones con que es anunciada por la iglesia y por su ministerio con una fuerza vinculante definitiva, y en los términos con que interpretamos y captamos esta convicción de fe adecuadamente y en su obligatoriedad, como fundamento básico de esta espiritualidad que vamos a comentar. Teniendo presente la imposibilidad de prever con claridad el futuro para la iglesia concreta, por su situación futura dentro de la historia y de la sociedad, no hemos de preocuparnos demasiado de si hablamos de una espiritualidad presente ya en la actualidad y que es posible hoy, o de una espiritualidad que sólo será posible mañana, o de una espiritualidad típica de hoy o del mañana, es decir, si hablamos de realidades ya en acto o de ideales no realizados todavía.

El primer dato que hemos de señalar que es de suyo obvio para un cristiano católico es que la espiritualidad futura, a pesar de todos los cambios destinados a verificarse, poseerá y conservará siempre una identidad, aunque misteriosa, con la antigua espiritualidad pasada de la iglesia. La espiritualidad del futuro, por consiguiente será una espiritualidad que tenga como punto de referencia al Dios vivo, que se ha revelado en la historia de la humanidad y que se ha colocado con su realidad más propia —como fundamento básico, como dinamismo íntimo y como objetivo último— en el centro más interior del mundo y de la humanidad creada por él. La espiritualidad cristiana tendrá también en el futuro que vérselas con el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, con el Dios y Padre de Jesucristo. Esta espiritualidad no podrá nunca degenerar en un humanismo puramente horizontal. Será siempre una espiritualidad de la adoración del Dios inasible, en el Espíritu y en la Verdad. Se tratará siempre de una espiritualidad que tenga como punto de referencia a Jesucristo, el crucificado y resucitado, como último autocompromiso victorioso e irreversible de Dios en el mundo en términos de captación histórica; se tratará de una espiritualidad que será seguimiento de Jesús, que sacará de él y de la concreción de su vida una norma, un principio estructural interior que no podrá disolverse en una moral teórica. Esta espiritualidad será siempre una acogida del destino de muerte de Jesús, que sin garantías de ningún género e incondicionadamente se abandonó con disponibilidad total al abismo de la incomprensibilidad de Dios y de sus imprevisibles decisiones, en la fe, en la esperanza y en la caridad, es decir, con la convicción de que de ese modo y no por otro camino se llega a la infinita verdad, libertad y bienaventuranza de Dios. La espiritualidad del futuro será también siempre una espiritualidad que viva en la iglesia, que reciba de ella, que se dé a ella y que colabore con ella, aunque quizás no esté muy claro qué es lo que puede significar todo esto, con precisión y en concreto, para el futuro. Esta espiritualidad será también siempre una espiritualidad que se concrete histórica y socialmente en los sacramentos de la iglesia y que haga visible por tanto a la iglesia misma, aunque la concreción de las relaciones entre existencialidad y sacramentalidad en la autorrealización del cristiano pueda variar mucho y sufrir por tanto cambios notables a lo largo de la historia. La espiritualidad de la iglesia en el futuro tendrá que tener además —como ha de tener en cada época una dimensión social y política, atenta al mundo, capaz de asumir responsabilidades para con este mundo sólo aparentemente profano. Y hemos de añadir también que en el futuro precisamente esta dimensión, característica de toda espiritualidad, será comprendida y realizada en términos más evidentes. La espiritualidad del futuro será y seguirá siendo una espiritualidad del sermón de la montaña y de los consejos evangélicos, en una protesta continuamente necesaria contra los ídolos de la riqueza, del placer y del poder. La espiritualidad del futuro será una espiritualidad de la esperanza y de la afirmación de un futuro absoluto, en la que el hombre tendrá que deshacer continuamente la ilusión de poder establecer en este mundo y en el curso de su historia, con su propia fuerza e inteligencia, el reino eterno de la verdad y de la libertad. La espiritualidad del futuro conservará siempre la memoria de la piedad del pasado y considerará sin sentido, inhumana y no cristiana la opinión de que también la piedad del hombre tendrá que comenzar continuamente de cero, sin ninguna vinculación con la historia, consistiendo puramente en revoluciones salvajes.

Esta espiritualidad del futuro atenderá también siempre —en sentido positivo y negativo— al pasado de la iglesia para aprender de él. Por esto mismo, por un lado estará siempre abierta, no sólo al pasado, sino también a los nuevos comienzos pentecostales, no ya establecidos a priori ni reglamentados desde arriba por obra de la jerarquía, sino que brotan carismáticamente en donde quiere el Espíritu; aunque estas iniciativas carismáticas manifiestan que son, en el discernimiento de los espíritus, verdadera obra del Espíritu solamente en donde —a pesar de estar suscitadas aparentemente por una esperanza aventurada y casi autodestructiva se sitúan humildemente
dentro de la iglesia institucional, sin haber establecido a priori y en forma legalista principios que impidan la sumisión a esta iglesia de las instituciones. Por eso mismo la espiritualidad del futuro seguirá profundizando, con amor y simpatía, en los documentos de la piedad de otros tiempos, ya que esta historia pasada es también historia suya. Por consiguiente, no se mostrará nunca desinteresada ante la historia de los santos, de la liturgia, de la mística, como si se tratara de un pasado irrelevante de suyo. Puede ser que en el futuro se creen formas totalmente nuevas de vida en común, pero conservando siempre la comprensión y el amor al espíritu y a la realidad histórica de las antiguas órdenes religiosas, que pueden seguir conservando su propia vitalidad. La espiritualidad del futuro conservará la historia de la piedad de la iglesia y estará en disposición de descubrir continuamente que lo que es aparentemente antiguo y ya pasado puede dar entrada a un verdadero futuro de nuestro presente. Esto es lo primero que hemos de decir sobre la espiritualidad del futuro; esto evidentemente no excluye, sino que implica que pueda haber muchas formas y estructuras de la piedad del pasado que parezcan en concreto realmente superadas y de las que la iglesia deberá simplemente desprenderse, con objetividad y coraje.

Podemos prever un segundo aspecto de la espiritualidad del futuro. A diferencia de la espiritualidad del pasado, tendrá que concentrarse con enorme claridad en los elementos más esenciales de la piedad cristiana. En los últimos quince siglos puede decirse que en el área cultural de la iglesia occidental el contenido esencial y determinante de la fe cristiana era considerado por la opinión pública, incluso profana, como un dato más o menos obvio e indiscutible; por eso era vivida y estaba de hecho presente también en la espiritualidad. Pero lo que lo hacía interesante y atrayente prescindiendo de aspectos obvios era el hecho de que se concretaba en las más variadas formas de piedad, que vivían por así decirlo en una especie de competencia entre sí. Por eso los intereses y las iniciativas de las personas piadosas dieron vida a las más variadas formas de devoción y de prácticas religiosas, a los más diversos estilos de vida religiosa, claramente distintos unos de otro. Así por ejemplo (lo que decimos quiere realmente ser tan sólo un ejemplo) convivía a la par la devoción a la preciosísima Sangre, al niño Jesús, a los siete dolores de la Virgen, por no hablar de las oraciones de intercesión organizadas con tanta intensidad por las almas del purgatorio, de la praxis tan difundida de las indulgencias, etcétera. Se distinguían con claridad entre sí las espiritualidades de cada orden religiosa, las orientaciones más diversas en la mística y en su interpretación teológica, la práctica tan común de las peregrinaciones, el culto en determinados santuarios y a imágenes milagrosas, cierto interés —que hoy a veces nos resulta casi incomprensible por dogmas específicos o por determinadas tesis teológicas con sus reflejos respectivos en la piedad, etcétera. Todo esto no desaparecerá sin más ni más simplemente de la conciencia y de la vida de la iglesia. Más aún, todavía hoy podemos ver cómo Roma intenta mantener vivas ciertas formas concretas de vida de piedad. Sería una pena que todo esto se quedase en una mera uniformidad gris en la espiritualidad y nadie puede decir si no se formarán en el futuro nuevas y sorprendentes formas concretas de espiritualidad, aunque podemos presuponer que en este invierno de un secularismo y de un ateísmo tan difusos no podrán ser muchas las flores que puedan brotar en la espiritualidad cristiana. Desde luego habrá también en el futuro una piedad mariana y se seguirá venerando a los santos. Y se puede esperar incluso partiendo de los fundamentos últimos de la fe— que estas formas de piedad seguirán existiendo y adquiriendo mayor vitalidad. Pero se hablará de Jesús y no del niño Jesús de Praga, y se hablará más de María y menos de Lourdes y de Fátima. También habrá en el futuro una piedad eucarística, con la adoración (esperamos) del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Pero con ello no está dicho todavía que en una viva espiritualidad del futuro el culto eucarístico con todas sus manifestaciones ocupe el mismo lugar que tuvo en el pasado. No creo que la piedad del futuro muestre el mismo interés por nuevas dogmatizaciones, como ocurrió por ejemplo en el sector de la mariología hasta hoy. La espiritualidad del futuro se concentrará en los datos esenciales de la revelación cristiana: que Dios existe, que puede hablarle al hombre, que precisamente su inefable incomprensibilidad en cuanto tal constituye el centro de nuestra existencia y por tanto de nuestra espiritualidad, que con Jesús, y solamente con él, es posible vivir y morir en una libertad definitiva de todos los poderes y constricciones, que su cruz incomprensible se puso sobre nuestra existencia y que este escándalo es lo que da un sentido verdadero, liberador y beatificante a nuestra existencia. Todo esto (y elementos afines) tampoco faltaba en la espiritualidad de los tiempos pasados; pero estas convicciones determinarán de forma más clara e incisiva y con cierta exclusividad, en este tiempo invernal, la espiritualidad futura. ¿Cómo no va a ser así, si el hombre y la iglesia se dan cuenta de que no son suyos los patrones de la historia, sino más bien que han de dar a la espiritualidad una forma adecuada a aquella situación histórica de que no disponemos ni tampoco somos capaces de plasmar, de modo que esta espiritualidad sea creíble también para los no cristianos? También esta observación, evidentemente, está gravada por el peso de todas las reservas que hay que hacer frente al carácter imprevisible del futuro.

Hay que hacer una tercera reflexión. La espiritualidad del futuro no estará ya sostenida socialmente (o lo estará mucho menos) por un ambiente cristiano homogéneo; por consiguiente, tendrá que vivir de un modo mucho más claro de como lo ha hecho hasta ahora en virtud de una experiencia personal y directa de Dios y de su Espíritu. Es verdad que de suyo y fundamentalmente la fides qua que caracteriza a toda espiritualidad fue también siempre el efecto de una asunción personal de responsabilidad, de la decisión y de la libertad del individuo; la última responsabilidad de la que el hombre podría desgravarse en su vida para hacer que recayera sobre los demás, sobre otras instancias y por razones que preceden a su decisión, sería precisamente la de la opción de fe. Pero en otros tiempos esta fe del individuo vivía dentro de un contexto cristiano homogéneo y común a la sociedad civil y profana. Se podía creer en lo que, según la opinión pública y el lenguaje común, creían todos poco más o menos. Podía casi parecer que la persona quedaba liberada, precisamente en el ámbito de la fe, del peso —de suyo tan indelegable— de la responsabilidad de creer, de decidir por la fe, de esperar en contra de toda esperanza, de amar desinteresadamente; y en lo que concierne a la espiritualidad, podía parecer que se trataba más que de otra cosa de la intensidad con que cada uno personalmente intentaba poner en acto aquella vida cristiana a la que todos se sentían obligados. Hoy las cosas son muy diferentes. Hoy la fe cristiana —lo mismo que la espiritualidad se reviven continuamente en primera persona: en la dimensión de un mundo secularizado, en la dimensión del ateísmo, en la esfera de una racionalidad técnica que declara a priori que todos los principios que no pueden dar razón de sí mismos frente a esta racionalidad no tienen sentido o (como dice Wittgenstein) pertenecen a una «mística» sobre la que sólo es posible callarse si se quiere ser una persona honesta y objetiva. En esta situación la responsabilidad personal del individuo en su decisión de fe es necesaria y se requiere de una manera mucho más radical que en el pasado. Por eso forma parte de la espiritualidad actual del cristiano el coraje de decidir personalmente en contra de la opinión pública, aquel coraje singular que es análogo al de los mártires del siglo I del cristianismo, el coraje de una decisión de fe en el Espíritu que saca la fuerza de sí misma y que no necesita apoyos en el consenso público, sobre todo si tenemos en cuenta que la iglesia misma hoy, públicamente, más que sostener la decisión de fe del individuo, es sostenida por ella. Este coraje singular puede subsistir sin embargo sólo cuando se vive de una experiencia totalmente personal de Dios y de su Espíritu. Ya se ha dicho que el cristiano del futuro o será un místico o no será nada. Si se entiende por mística no unos fenómenos extraños parapsicológicos, sino una auténtica experiencia de Dios, que brota del centro de la existencia, entonces esta afirmación es exacta y resultará todavía más clara en su verdad y en su relevancia en la espiritualidad del futuro. Según la Escritura y la doctrina de la iglesia rectamente entendida, la convicción y la decisión de fe determinante procede en último análisis no simplemente de una enseñanza doctrinal desde fuera, apuntalada por una opinión pública profana o eclesiástica, ni tampoco simplemente por la argumentación teológico-fundamental y racional, sino más bien por la experiencia de Dios, de su Espíritu, de su libertad, que brota de lo más profundo de la existencia humana y que sólo allí puede ser objeto de experiencia, aunque esa experiencia no pueda encontrar una expresión y una objetivación verbal adecuada. La posesión del Espíritu no puede convertirse en un acontecimiento concreto para nosostros sobre la base de una pura comunicación doctrinal externa, como si se tratase de una realidad más allá de nuestra conciencia existencial (tal como sostuvieron algunas grandes escuelas teológicas sobre todo de la teología postridentina), sino que se le experimenta desde dentro. No podemos hablar aquí ampliamente de este punto. Pero las cosas están de la siguiente manera: el cristiano fundamentalmente realiza la experiencia de Dios y de su gracia liberadora cuando está a solas consigo mismo, en la oración silenciosa, en la última decisión de conciencia no recompensada por nadie, en la esperanza ilimitada que no puede ya aferrarse a ninguna garantía calculable, en el desengaño de la vida y en aquella impotencia de la muerte aceptada de buen grado y acogida en la esperanza, en la noche de los sentidos y del espíritu (como dicen los místicos, sin poder airear en este sentido ningún privilegio especial), y así sucesivamente. El único presupuesto es que él viva hasta el fondo estas dimensiones de la existencia y no huya de ellas en un temor que en último análisis resulta culpable. Entonces es cuando tendrá esta experiencia de Dios, aunque no esté en disposición de interpretarla y de etiquetarla teológicamente. Sólo a partir de esta experiencia, que constituye el dato fundamental en la espiritualidad, es como la enseñanza teológica adquiere de la Escritura y de la doctrina de la iglesia su credibilidad definitiva y su realización existencial.

Esta experiencia personal de Dios no puede exponerse ni describirse aquí mejor dicho, evocarse— con más precisión. Pero como por un lado constituye el centro íntimo de toda espiritualidad y por otro nos estamos preguntando cuáles son las características de la espiritualidad del futuro, conviene que consideremos todavía sintéticamente algunos aspectos típicos de esta experiencia original de Dios realizada en la transcendencia y en la gracia, que tienen que participar en esta espiritualidad del futuro (así como también en la actual).

Hemos de mencionar una cuarta característica de la espiritualidad del futuro, que se sitúa en una singular unidad dialéctica con la tercera que acabamos de comentar, la experiencia personal de Dios. Nos referimos a la comunión fraterna en la que sea posible tener la misma experiencia básica del Espíritu, la comunión fraterna en el Espíritu como elemento peculiar y esencial de la espiritualidad del mañana. Se trata de un fenómeno que quizás se vaya dibujando con claridad sólo poco a poco y del que los ya mayores hablamos con cierta vacilación y con reserva, aguardando su desarrollo. Me gustaría decir que los ya mayores hemos tenido una experiencia de este fenómeno a menudo solamente marginal, aunque ahora, mirando para atrás en la historia de la espiritualidad, puede descubrirse que no ha sido tan raro. Los mayores hemos sido espiritualmente individualistas, dada nuestra proveniencia y nuestra formación, aunque siempre hemos celebrado con gusto nuestras liturgias comunes como una tarea y un deber obvio y objetivo. Pero aun cuando este fenómeno, que parece ir adquiriendo cierta vitalidad, puede encontrar sus precedentes en tiempos antiguos, sigue siendo verdad que en substancia la genuina experiencia del Espíritu, la verdadera espiritualidad, la «mística» entendida como acontecimiento obviamente personal, han sido siempre unas realidades que se han comprendido y se han vivido en el plano personal, es decir, en la meditación solitaria, en la experiencia de la propia conversión, en los ejercicios espirituales hechos en retiro, en la celda del claustro, etcétera. Si hay una experiencia del Espíritu hecha en común, considerada comúnmente como tal, deseada y vivida, es claramente la experiencia del primer pentecostés de la iglesia, un acontecimiento que —como hay que presumir no consistió ciertamente en la reunión casual de un conjunto de místicos individualistas, sino en la experiencia del Espíritu hecha por una comunidad. Esta «experiencia colectiva» no puede ni quiere sustraer ni ahorrar al cristiano en particular la responsabilidad de una decisión radical de fe, tomada en la soledad y a partir de la experiencia de Dios, ya que la persona particular y la comunidad no son entidades que puedan sumarse una con otra ni sustituirse entre sí. Pero con esto no puede afirmarse que sea imposible a priori concebir una experiencia del Espíritu dentro de una pequeña comunidad en cuanto tal, aunque al menos los sacerdotes ya mayores raras veces, y quizás nunca, hayamos intentado experimentarla, y mucho menos nos hayamos afanado demasiado en llegar a ello. ¿Por qué no va a ser posible algo semejante? ¿Por qué otras personas más jóvenes entre los cristianos y el clero no deberían en el futuro encontrar con mayor facilidad acceso a esta experiencia del Espíritu realizada en común? ¿Por qué no debería formar parte de la espiritualidad del futuro el hecho de que entre los cristianos surjan fenómenos como una reunión, formas de comunicación auténticamente humanas en ámbitos propiamente humanos y no sólo en aspectos técnicos y exteriores, fenómenos de dinámica de grupo, etcétera, que estén determinados, elevados y santificados por una común experiencia del Espíritu, dando vida por consiguiente a verdaderas comuniones fraternales en el Espíritu santo? Esto en definitiva no depende del hecho de que el reunirse con otros se lleve a cabo en circunstancias extravagantes, casi parapsicológicas y con fenómenos por el estilo, cosas que quizás se verifiquen en el interior de ciertos círculos entusiásticos americanos de movimientos pentecostalistas. No es necesario ponerse a hablar en lenguas, ni provocar fenómenos de curación mediante la imposición de las manos. También en la espiritualidad del mañana tiene que conservar su propia validez una psicología sana, con todos sus conocimientos críticos. Pero incluso sin saltar más allá de ella, sin interpretar como un don del Espíritu todas las erupciones extrañas de la conciencia o del subconsciente o cualquier comunicación contagiosa de humores y de emociones, estamos muy lejos de decir que sea imposible algo así como una experiencia comunitaria del Espíritu. ¿Por qué no debería ser posible comunitariamente un discernimiento de los espíritus que sea verdaderamente espiritual? La oración al Espíritu santo que se hace al comienzo de una reunión de cristianos ¿se reduce quizás solamente, en concreto, a una piadosa ceremonia inicial, después de la cual se continúa de una forma totalmente pagana hablando y razonando al estilo de cualquier reunión empresarial? ¿No habrá quizás sitio en la espiritualidad del futuro para una especie de «guru», de padre espiritual, que comunique su propia directiva densa en inspiración del Espíritu santo, imposible de reducir a psicología, a una dogmática teórica o a teología moral? Yo creo que en una espititualidad del futuro puede desempeñar un papel más determinante el elemento de la comunión espiritual fraterna, de una espiritualidad vivida juntamente, y que hay que seguir adelante por este camino lentamente, pero con decisión; pero no me atrevo a sugerir recetas concretas y particulares. Mas esto no significa que no haya ya orientaciones y vías de acceso a semejante espiritualidad vivida en conjunto con los demás, aunque estos intentos tienen que ser estudiados y verificados con paciencia; debe seguir siendo objeto de investigación la transposición crítica de la dinámica de grupo y otras iniciativas semejantes a un contexto puramente espiritual; la oración común en su exterioridad y la lectura de la Escritura como estudio exegético y la instrucción comunitaria en sentido corriente no constituyen todavía ese acontecimiento espiritual verdaderamente vivido en común que aquí consideramos como elemento importante de la espiritualidad futura.

Mencionemos para concluir un quinto elemento de la espiritualidad del futuro: una nueva eclesialidad. Esta eclesialidad de suyo, bajo el perfil abstracto y fundamental, es un dato obvio para la espiritualidad católica de todos los tiempos, que es una espiritualidad de la fe en común y una espiritualidad que se realiza también siempre sacramentalmente. Pero no hay que negar ni esconder que esta eclesialidad de la espiritualidad católica está destinada a tener en el futuro una fisonomía en cierto sentido distinta de aquélla a la que estábamos acostumbrados especialmente en los últimos ciento cincuenta años de la época piana de la iglesia. Por lo menos durante algún tiempo de este período la iglesia fue la casa amada con todo entusiasmo de nuestra espiritualidad, en la que todo cuanto uno necesitaba lo encontraba fácilmente a su disposición y no había que hacer otra cosa más que apropiarse de ello con buena voluntad y con alegría. La iglesia nos sostenía; no tenía ninguna necesidad de que la sostuviéramos nosotros. Pero hoy las cosas son muy diferentes, incluso en lo que concierne a nuestra espiritualidad. La iglesia de la que tenemos experiencia no es tanto el signum elevatum in nationes, aquella iglesia exaltada por el concilio Vaticano II, sino que más bien tenemos la experiencia de una iglesia de pecadores, de la tienda del desierto sacudida por todos los vendavales de la historia, del pueblo de Dios peregrino; tenemos experiencia de una iglesia que incluso en sí misma busca su propio camino hacia el futuro a través de un duro esfuerzo por hacerse continuamente consciente de su propia fe. Tenemos la experiencia de una iglesia de tensiones y de discordias interiores y nos encontramos dentro de ella bajo el peso tanto de los repliegues reaccionarios de la institución como de los fáciles modernismos que amenazan con dilapidar el sagrado patrimonio de la fe y la memoria de su experiencia histórica. Puede suceder también que la iglesia se convierta en un peso opresivo para la espiritualidad del individuo con su doctrinarismo, su legalismo y su ritualismo, realidades con las que no puede tener ninguna relación positiva una espiritualidad auténtica, tal como debe ser en su verdadera identidad. Pero todo esto no puede dispensar a la espiritualidad del individuo de ser una espiritualidad eclesial, sobre todo en un tiempo en el que el aspecto comunitario y social está claramente destinado a hacerse cada vez más importante en el futuro e irrenunciable incluso en el ámbito profano. Así pues, ¿por qué la espiritualidad del futuro no debería ser la de una simplicidad más elevada, hecha de prudente paciencia, que es eclesial precisamente en cuanto que soporta como algo obvio la pobreza de espíritu así como la falta de adecuación de la iglesia, participando de todo ello en el sufrimiento y demostrando de este modo su propia eclesialidad? Ya Orígenes decía que los espirituales no tienen que salir de la iglesia, sino más bien colocar en ella con paciencia, con humildad —comparticipando en la humillación de Dios en la carne del mundo y de la iglesia— y con amor su propio don del Espíritu; habrá que seguir estando en la iglesia concreta, tal como es ahora y tal como será a pesar de todas las reformas necesarias y continuas 2. También esta eclesialidad formará parte de la espiritualidad del futuro. De lo contrario, ésta se resolvería en orgullo elitista y en incredulidad, que no comprende cómo la palabra santa de Dios vino a este mundo en la carne y cómo santifica al mundo tomando sobre sí los pecados del mundo y también los de la iglesia. La eclesialidad de la espiritualidad del futuro será menos triunfalista que la de otros tiempos. Pero también en el futuro la eclesialidad será un criterio irrenunciable y necesario de la auténtica espiritualidad. La paciencia con la iglesia en su figura de sierva es también para el futuro un camino indispensable para llegar a la libertad de Dios, ya que en donde no se recorre este camino sólo se llegaría finalmente a la arbitrariedad de las opiniones personales y de una existencia egoístamente prisionera del propio yo.

¿Puedo decir, a pesar de todas las reservas sobre la imprevisibilidad de la forma concreta de una futura espiritualidad católica, que he mencionado unas cuantas, muy pocas, características —elegidas quizás arbitrariamente— de esta espiritualidad? No estoy seguro de ello. ¿Pero puedo al menos esperarlo?

2. Cf. K. Rahner, Experiencia del Espíritu, Madrid 1978.