Cristo, nuestra pascua y nuestro futuro

Gerald O'Collins

 

Ernst Bloch comienza su obra clásica Das Prinzip Hoffnung (El principio esperanza) con esta advertencia: «O la filosofía tendrá una conciencia para el mañana, una inclinación hacia el futuro, un conocimiento de esperanza, o no habrá ya ningún conocimiento de esa clase». Nosotros podríamos añadir: o la espiritualidad cristiana tendrá una conciencia para el mañana, una inclinación hacia el futuro, un conocimiento de esperanza, o no habrá ya ninguna espiritualidad válida. Vivimos en gran medida nuestras existencias espirituales más sobre la base de nuestras esperanzas para el futuro que a partir de nuestros recuerdos cristianos del pasado y de nuestras experiencias en el presente. Cristo resucitado es ciertamente aquel de quien guardamos un recuerdo y tenemos una experiencia, pero es más todavía Aquel a quien esperamos.

Este artículo tratará sobre todo el Cristo futuro, objeto de nuestra esperanza; y a continuación pasará a reflexionar brevemente sobre las dimensiones escatológicas del recuerdo y de la experiencia cristiana.

 

1. La eucaristía y el Cristo que ha de venir

En el corazón de la existencia sacramental y espiritual de los cristianos está la eucaristía, una acción que san Pablo interpreta en términos de «anuncio de la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11, 26). Tanto si son expresamente conscientes como si no lo son, cuando celebran la eucaristía (así como los demás sacramentos), los cristianos siempre hacen una manifestación de esperanza. En la última cena Jesús inició y diseñó al mismo tiempo el banquete mesiánico del reino definitivo de Dios. En la eucaristía los cristianos siguen anticipando el final haciendo memoria del pasado. Su eucaristía es un banquete de esperanza celebrado al estilo de un memorial.

Las aclamaciones eucarísticas tienen esa misma inclinación hacia el futuro:

Anunciamos tu muerte, 
proclamamos tu resurrección: 
¡Ven, Señor Jesús!

Cada vez que comemos este pan 
y bebemos este cáliz, 
anunciamos tu muerte, Señor, 
esperando tu llegada.

El cambio de forma, de los verbos («anunciamos», «proclamamos», «comemos» y «bebemos») a un substantivo («la espera»), nos ayuda a subrayar nuestras esperanzas por la futura venida del Señor, más allá de nuestro recuerdo (de la muerte y de la resurrección, en el pasado) y de nuestra experiencia presente (en que hacemos el anuncio y sacramentalmente comemos y bebemos en el banquete eucarístico).

El recuerdo, la experiencia y la esperanza constituyen también la estructura fundamental de la antífona de vísperas del Corpus, compuesta por santo Tomás de Aquino:

O sacrum convivium, 
in quo Christus sumitur, 
recolitur memoria passionis ejus, 
mens impletur gratia 
et futurae gloriae nobis pignus datur!

Tanto el recuerdo del pasado como la gracia recibida en el presente sirven para sostener una firme esperanza en la gloria futura. Estas expresiones sobre los beneficios que proceden de la eucaristía recuerdan la promesa que se encuentra en el evangelio de Juan: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Recibir sacramentalmente a Cristo resucitado significa vivir en la espera de la resurrección futura.

En la eucaristía hay una presencia profundamente real de nuestro Señor vivo. Pero esta presencia tiene que recordarnos paradójicamente que él no está aún plenamente con nosotros. Vivimos con el esposo todavía ausente (Mc 2, 18 ss), con el dueño de la casa todavía lejano (Mc 13, 33-37).

Naturalmente, la venida futura de Cristo será mucho más que el regreso de una persona que parecía estar ausente. Constituirá la plena realización de su postura y de su poder como Hijo de Dios. Entonces él llevará a su cumplimiento el proceso inaugurado con su resurrección, que fue y sigue siendo el comienzo del fin. Es verdad que su existencia resucitada ha hecho ya aparecer anticipadamente algo de ese futuro. Ya ahora hay con nosotros algunos elementos del futuro que le dan a la vida su sentido para el presente. Sin embargo, Cristo será real y plenamente el Cristo con nosotros cuando llegue la etapa final:

Luego será el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad. Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte... Y cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquél que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo (1 Cor 15, 24-28).

Nunca llegaremos a interpretar adecuadamente ni a expresar plenamente a Cristo en nuestra existencia espiritual, si dejamos al margen este final futuro de todas las cosas.

 

2. El Apocalipsis y el futuro divino

Sobre este punto el Apocalipsis resulta sorprendentemente instructivo. La obra se abre con una visión extática que experimentó un domingo «Juan, vuestro hermano» en la isla de Patmos. Ve a Cristo radiante, resucitado, que le tranquiliza: «No temas, yo soy el primero y el último, el que vive. Estaba muerto, pero ahora vivo para siempre» (1, 9. 18). El Apocalipsis comienza con este encuentro entre Juan y Cristo resucitado, que recuerda su muerte y su resurrección antes de comunicar su mensaje a las siete iglesias del Asia menor (2, 1-3, 22). Pero luego la perspectiva entera del libro se amplía hasta abrazarlo todo, el cielo y la tierra, en una serie de luchas cósmicas entre el bien y el mal y finalmente en la visión del nuevo cielo, de la nueva tierra y de la nueva Jerusalén. Con esta promesa de un futuro divino, en el que todos los conflictos actuales encontrarán su solución, el apocalipsis termina con la invocación: «¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20). En resumen, el escritor de esta obra reconoce que Cristo es mucho más que Aquél que, en el pasado, murió y resucitó para «sentarse entronizado con el Padre» (3, 21). Tampoco es solamente Aquel que ahora envía su palabra de profecía mediante su siervo Juan y que está a la puerta llamando (3, 20). Cristo es sobre todo el Señor Jesús que vendrá pronto (22, 20). El Cristo de esta fase final acuña y da su sentido a todo lo que se refiere a nuestra existencia humana y cristiana.

En definitiva, el Apocalipsis nos recuerda vigorosamente que el Jesús resucitado, que está en el centro de todas las existencias humanas (independientemente del hecho de que los hombres se hagan conscientes de ello o no), ocupa este centro como luz del futuro (20, 23; 22, 16) y como el Señor del mundo venidero. En estos términos él es el Cristo vivo, el Cristo del «adviento», que viene a nosotros desde el futuro. Si ahora tenemos experiencia de su presencia, es una experiencia de la presencia del Señor que ha de venir.

El Apocalipsis combina esta presentación de Cristo con un modo análogo de hablar de Dios: «"Yo soy el alfa y la omega", dice el Señor Dios, el que es y el que era y el que ha de venir, el omnipotente» (1, 8; cf. 1, 4; 4, 8). Aquí no se describe a Dios como Aquel que es, que era y que será en el sentido de que la eternidad divina se refiere por igual al pasado, al presente y al futuro. Y menos aún se presenta a Dios como una especie de divinidad separada del tiempo, en el sentido de la inscripción que había a la entrada del templo de Apolo en Delfos: «Tú eres».

Esta manera de hablar de Dios debería relacionarse con la frase del Éxodo (3, 14). Allí la explicación del nombre divino suele traducirse normalmente por «Yo soy el que soy»; pero también puede traducirse: «Yo seré el que voy a ser». Aun cuando esta versión en futuro no puede defenderse como la única versión correcta, sugiere la verdad de que habría que pensar a Dios en el ámbito del futuro. Lo mismo que el Cristo, también el Padre será verdaderamente Dios para nosotros cuando venga el reino final.

Partiendo del Apocalipsis y «colocando» a la Trinidad en el futuro resulta más fácil respetar aquella iniciativa autónoma que mantiene a Dios alejado de todo lo que puede ser planificado y manipulado por los seres humanos. Enseñados por la experiencia sabemos que lo que va a suceder trasciende realmente de manera consistente a todo lo que puede predecirse. El futuro introduce el elemento de la imprevisibilidad y de la incontrolabilidad. No hay ninguna clave de lectura de la situación presente capaz de revelar con precisión cómo está destinado a desarrollarse el futuro. Por eso, reconociendo la divina «futuridad» reconocemos aquella creatividad libre que pone a Dios más allá de todo control y cálculo humano.

En conexión con el Apocalipsis, la descripción que hace Rudolf Otto de lo sagrado como mysterium tremendum et fascinans (el misterio que asusta y hechiza) puede encontrar una nueva aplicación. Dios es el misterio imprevisible de ese futuro que asusta y hechiza al mismo tiempo. El futuro nos atrae con las posibilidades ilimitadas que contiene. Pero al mismo tiempo nos aterroriza, porque sigue siendo desconocido e incontrolable para el poder del hombre, bajo muchos aspectos. Dios es ese poder numinoso del futuro, aquel Dios que no será plenamente nuestro Dios hasta que el poder divino no tenga su realización total en el reino venidero.

La oración final del Apocalipsis: «¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20) sirve para recordarnos esa perspectiva futura que dio forma a las esperanzas de los primeros cristianos: la parusía, o el regreso de Cristo en la gloria al final, en el esjaton. Su viva expectación del regreso de Cristo resucitado acabó luego perdiendo mucho de su vigor. Con demasiada frecuencia el futuro representa hoy para muchos cristianos puramente el espacio amenazador de «mi» muerte, más bien que el lugar de donde vendrá Jesús a nosotros en la revelación final de su gloria divina.

 

3. Tres actitudes e interrogantes

Nuestras actitudes humanas y espirituales pueden asumir una forma prospectiva (el futuro), introspectiva (experiencia presente) o retrospectiva (el recuerdo). Este artículo querría demostrar que la actitud prospectiva es y debería ser para los cristianos la realmente dominante.

De hecho estoy escribiendo estas líneas en 1981, el año en que celebramos el segundo centenario de la publicación de la Crítica de la razón pura de Emmanuel Kant (1781). Al final de esta obra Kant declara que todo su interés práctico y especulativo podría sintetizarse en las tres preguntas siguientes: «¿Qué es lo que puedo conocer? ¿Qué es lo que debo hacer? ¿En qué puedo esperar?». De este modo presenta al ser humano como capaz de «conocer» (homo cognoscens), de «decidir» (homo decidens) y de «esperar» (homo sperans). Podemos útilmente relacionar estas tres nociones (homo cognoscens, homo decidens y homo sperans) con el pasado, el presente y el futuro. En cuanto cognoscente, el hombre recuerda la historia pasada e intenta comprender su sentido; en cuanto capaz de decidir, se interesa por los compromisos que urgen en el presente; en cuanto capaz de esperar, se ocupa de la forma de las cosas que han de venir.

Todo esto puede enfocarse dentro de una perspectiva cristiana modificando las tres preguntas de Kant en estos términos: «¿Qué es lo que podemos conocer de Jesús? ¿Qué deberíamos hacer respecto a Jesús? ¿Qué es lo que podemos esperar de Jesús?». Esta pregunta proyectada hacia el futuro indica cómo el motivo esencial del querer conocer y de la decisión en el obrar se encuentra en aquella esperanza en el futuro que se nos comunica a través de Cristo resucitado.

 

4. ¿Es evasiva la esperanza de Cristo?

Karl Marx, Nietzsche, Sigmund Freud y otros han sostenido que la religión, y en particular la esperanza cristiana, tiene el efecto negativo de apartar la atención de los hombres de las tareas de este mundo para orientarla hacia presuntos consuelos de una vida futura en otro mundo. ¿Es verdad que las esperanzas ultramundanas estimuladas por el Apocalipsis y el anhelo cristiano por la venida de Cristo suponen un menosprecio de las realidades presentes y producen tan sólo una expectación paciente frente a un plan divino predeterminado? ¿Es verdad que los creyentes deberían ignorar ampliamente sus responsabilidades seculares, manteniéndose en una confiada espera del dramático regreso de Cristo al final?

En último análisis este desafío del presente tendrá una respuesta adecuada sólo a partir de un aprecio real de la esperanza cristiana. La promesa divina que se nos ha comunicado en la resurrección de Jesús de entre los muertos no tuvo nunca el sentido de una promesa destinada a abandonarnos en ese vacío en que se encuentran Vladimir y Estragón mientras esperan a Godot y sucumben a la tentación de que «no hay nada que hacer». Como dijeron los obispos en el concilio Vaticano II, la esperanza de los creyentes no debería permanecer escondida «en la profundidad de sus corazones», sino que tendría que encontrar una expresión continua «en el contexto de la vida secular» (GS 35). Esperar en el futuro que se nos ha prometido no significa simplemente aguardar confiadamente su cumplimiento, sino además comprometerse a vivir con las nuevas modalidades que ha de plasmar ese futuro (Rom 6, 4 s). Es ésta la esperanza que intenta ser concretamente operante y que va más allá de una esperanza pasiva y de unos deseos puramente mentales. Conocer a Cristo resucitado quiere decir obedecerle. Esperar en su futuro implica enfrentarse con nuestras experiencias comunes y actuar en el presente.

A pesar de todas sus deficiencias concretas, la esperanza cristiana ofrece motivaciones e impulsos para enfrentarse con las experiencias del presente y comprometerse en una acción común. De este modo, lejos de ser una distracción de la tarea que cada uno tiene en esta tierra, esta esperanza en Cristo y en el futuro que él nos reserva debería ser la fuente de la seriedad ética más responsable:

Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celestial, tienen que buscar y saborear las cosas de allí arriba; esto sin embargo no disminuye, sino que aumenta, la importancia de su deber de colaborar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano. Y realmente el misterio de la fe cristiana les ofrece excelentes estímulos y ayudas para desempeñar esta tarea con mayor empeño (GS 57).

El mismo libro del Apocalipsis muestra con toda claridad cómo la expectación confiada de la futura soberanía universal de Cristo no excluye de ningún modo que tengamos que comprometernos vitalmente y que tengamos que empeñarnos con toda seriedad moral en la tarea de cada día. La visión del cielo nuevo y de la tierra nueva por obra de Dios (capítulos 21-22) da nuevo vigor a las exigencias que plantean las cartas a las siete iglesias (capítulos 2-3).

Mientras escribo esto, se está celebrando el centenario del nacimiento de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). En nuestro tiempo ningún otro creyente ha combatido con más ardor la acusación de que la fe cristiana transforma a los fieles inevitablemente, si no en enemigos de este mundo, sí al menos en participantes a medias de su vida, sin el compromiso de entregarse por completo al desarrollo humano. Teilhard insistió en la «conexión más íntima entre el triunfo de Cristo y el éxito de la obra que intenta edificar aquí abajo el esfuerzo de los hombres». Observó muy acertadamente que «la espera del cielo no puede existir» si no se encarna en la búsqueda de «una solución personal y tangible de los problemas y de las injusticias de la vida». Por eso Teilhard pudo describir la esperanza cristiana como una «inmensa esperanza totalmente humana» 1. Reconoció que «la espera de un fin del mundo» es «el rasgo más distintivo de nuestra religión». Pero se trata de una «espera operante» que lleva consigo «la función cristiana por excelencia» de preparar con entusiasmo el mundo para su futuro cumplimiento en Dios. En consecuencia, un auténtico «crecimiento de interés» por la parusía contribuiría a dar nuevo vigor, más bien que a minar, el compromiso cristiano en las tareas terrenas 2.

 

5. Memoria y esperanza

Ya desde Aristóteles los filósofos han reconocido el vínculo tan estrecho que existe entre las memorias del pasado y las esperanzas del futuro. El «ya» de la memoria sostiene el «todavía no» de la esperanza. Las memorias atesoradas ofrecen inspiración y dan aliento a las promesas, por lo que resulta cierta la afirmación de que recordamos para esperar.

«La naturaleza edifica con vistas a la gracia», precisamente según la concepción que tiene san Pablo de la devoción eucarística, en donde el «ya» de la memoria («haced esto en memoria mía») sirve de apoyo al «todavía no» de la proclamación que hace la esperanza «de la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11, 25 s). Aquí la «conciencia del mañana» que tiene el apóstol y su «inclinación hacia el futuro» requieren, lejos de excluir, la memoria sagrada de lo que ocurrió en otro tiempo, «en la noche en que fue entregado el Señor Jesús» (1 Cor 11, 23).

Ningún teólogo en estos últimos años ha hecho más por presentar la memoria como una categoría de la salvación escatológica que J.-B. Metz. Mantener viva la memoria del Señor crucificado -la « peligrosa» memoria passionis- significa mantener viva la verdadera identidad y esperanza cristiana. La memoria cristiana se remonta hacia atrás en dirección a unos acontecimientos peligrosos y liberadores. Donde esos recuerdos quedan suprimidos y destruidos, llega a perderse también la verdadera identidad cristiana y las esperanzas auténticas 3.

 

6. Experiencia y esperanza

Lo mismo que la memoria, también la experiencia conduce a los creyentes hacia el Cristo del futuro. Es verdad que todas las promesas divinas han alcanzado su «sí» en Jesucristo, del que tenemos continuamente experiencia; pero estas experiencias remiten hacia un más allá de ellas mismas, hacia la plenitud venidera del reino divino. Si «ahora es el día de la salvación» (2 Cor 6, 2), todavía hemos de esperar aquel otro día que dará el fruto de este «ahora» en Cristo. La plena autocomunicación de Dios sigue estando condicionada a la promesa divina, que tiene que ser objeto de acogida mediante la esperanza humana.

Las profundas experiencias religiosas, y sobre todo esas experiencias que llevaron a la fundación de la iglesia cristiana, han encontrado habitación en una memoria colectiva para seguir viviendo de una manera poderosamente eficaz y fecunda. La comunidad judía no habría podido decir nunca de su liberación de Egipto: «Hemos vivido la experiencia del éxodo», como si se tratase de algo que pertenece simple y exclusivamente al pasado. Y mucho menos todavía la comunidad cristiana, que no podría referirse nunca a Cristo y decir: « Hemos vivido la experiencia de su vida, muerte y resurrección». En cuanto crucificado y resucitado, Jesús sigue estando activo y presente de manera única. La experiencia del éxodo y del misterio pascual sigue adelante y sirve de sostén a la esperanza. Nunca lograremos interpretar una vez para siempre el sentido pasado y presente de estos acontecimientos, como si pudiéramos desembarazarnos de ellos y relegarlos al olvido. Siguen todavía en el recuerdo, ritualmente re-actualizados, reinterpretados y re-expresados, al servicio del reino venidero.

Para san Pablo las grandes realidades salvíficas que son objeto de experiencia en el presente (la fe, el perdón de los pecados y el Espíritu santo) inauguran el futuro. Donde la desobediencia del pecado lleva consigo el sufrimiento y la muerte (Rom 6, 21.23), los creyentes reciben no sólo el perdón divino y la presencia del Espíritu, sino también la garantía de que la muerte será vencida. Tener conciencia del Espíritu que habita en nosotros significa creer que este Don nos promete una nueva vida mediante la futura resurrección: «Si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Jesucristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales mediante su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8, 11). El Espíritu es entonces prenda de aquella justificación total que tendrá lugar mediante la resurrección futura: «Por virtud del Espíritu aguardamos de la fe la justificación que esperamos» (Gál 5, 5).

Si Pablo apela sobre todo a la experiencia presente del Espíritu santo, la interpreta sin embargo en el interior del horizonte futuro. Los cristianos realizan la experiencia del Espíritu provisionalmente, en cuanto testigos no sólo del hecho de que el Jesús terreno murió y fue resucitado, sino más aún del hecho de que él tiene que venir todavía. Los acontecimientos salvíficos de la crucifixión y resurrección, en los que se participa por la fe, abrieron para Pablo la perspectiva del triunfo final de Cristo, en la resurrección de entre los muertos y en la transformación del mundo. De esta manera lo que se espera con la resurrección va más allá de lo que se recuerda del pasado y de la experiencia en el presente, concediendo cierta prioridad a lo que todavía no ha acontecido, la llegada del futuro de Cristo.

Las perspectivas de san Pablo asumen proporciones cósmicas. En su primera carta a los corintios pasa del recuerdo de su pasado personal («¿acaso no he visto yo a Jesús nuestro Señor?») a aquella visión del fin cuando Cristo «reinará hasta que haya puesto a todos los enemigos bajo sus pies» (1 Cor 9, 1; 15, 25.28). Hasta la creación material «aguarda con impaciencia» la liberación en la futura resurrección (Rom 8, 19 ss). Habrá un mundo transformado para una humanidad resucitada.

En El medio divino Teilhard pasa de la reflexión sobre la «divinización de nuestras actividades» a la reflexión sobre las «pasividades de disminución»; pero sobre todo reflexiona en la experiencia de la muerte, que aparece como una pura pérdida y el fracaso definitivo de nuestra lucha contra el mal. Define la muerte como «el tipo y el resumen de estas disminuciones contra las que nos es preciso luchar, sin poder esperar una victoria personal, directa y a la vez inmediata».

La gran victoria de la resurrección de Cristo tuvo como consecuencia la transformación de la muerte, que en sí misma es «una fuerza universal de disminución y de desaparición», en un «esencial factor de vivificación».

Para asemejarnos en él, (Dios) debe manipularnos, refundirnos, romper las moléculas de nuestro ser... Ella (la muerte) nos pondrá en el estado orgánico que se requiere para que penetre en nosotros el fuego divino. Y así su poder nefasto de descomponer y de disolver se hallará puesto al servicio de la más sublime de las operaciones de la vida. Lo que era por naturaleza vacío, laguna, retorno a la pluralidad, puede convertirse para cada existencia humana en plenitud y en unidad con Dios 4.

Pero Teilhard va más allá de la simple contraposición entre esperanza de la resurrección y esa experiencia final de reducción que es la muerte. Nos invita a «mirar la tierra» y a que nos demos cuenta de «lo que está aconteciendo ante nuestros ojos». El desorden y los «nuevos impulsos» en el mundo revelan una humanidad que «oscuramente tiene conciencia de lo que le falta y de lo que es capaz». Teilhard ve «un universo que se enciende como el horizonte por donde va a salir el sol. Presiente sin duda y espera». Toda la creación se está convirtiendo en un «cuerpo digno de resurrección» 5. De este modo la experiencia humana interpretada con los ojos de la fe puede sostener esta visión de un cielo nuevo y de una tierra nueva en Cristo, aquel que es y que tiene que venir.

 

7. Conclusión

Dentro del nuevo testamento la síntesis más afortunada de esa memoria, experiencia y esperanza que los cristianos hacen converger en Cristo se encuentra en la doctrina eucarística de Pablo. El apóstol pasa de la memoria del pasado (lo que Jesús hizo «la noche en que fue entregado»), a través de la experiencia presente del «comer este pan y beber de este cáliz», a la «proclamación de la muerte del Señor hasta que venga» hecha con esperanza (1 Cor 11, 23-26). Dentro de este conjunto de realidades la vida cristiana alcanza su propio sentido del futuro del Cristo resucitado. El fin es por donde nosotros empezamos. Y de ese fin es de donde la existencia adquiere su sentido y su objetivo, en la medida en que rezamos: «¡Ven, Señor Jesús!».

BIBLIOGRAFÍA

J. Moltmann, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 41981. G. O'Collins, II Gesú pasquale, Assisi 1975. U. Vanni, Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 1982.

________________
1. P. Theilhard de Chardin, El medio Divino, Taurus, Madrid 41965, 170-171.

2. Ibid., 168.

3. J.-B. Metz, La fe en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979. 111 ss.

4. P. Tehilhard de Chardin, o. c., 83 ss.

5. Ibid., 171.