4. La carne

U. Barrientos, Purificación y purgatorio, Madrid, Espiritualidad 1960; L. Cristiani, SJC, vida y doctrina, ib.1969; R. Daeschler, abnegation, DSp I (1937) 73-101; Eulogio de SJC, La transformación total del alma en Dios según SJC, Madrid, Espiritualidad 1963; F. García Llamera, La doctrina de SJC y la teología tomista de los dones del ES, Valencia 1965; G. Morel, Le sens de l’existence selon SJC, París, I-III, 1960-1961; F. Ruiz Salvador, Introducción a SJC, 3AC 279 (1968); H. Sanson, El espíritu humano según SJC, Madrid, Rialp 1962; E. W. Trueman Dicken, El crisol del amor, Barcelona, Herder 1967; J. Vilnet, Bible et mystique chez SJC, Etudes Carmelitaines, Desclée de B .1949 .

En este tema seguiremos de cerca la doctrina de San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo (=S) y la Noche oscura (=N), que probablemente forman un único libro (+Llama 1,25).

Abnegación de la carne en el Nuevo Testamento

«Sólo el espíritu da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6, 63). Es preciso que el hombre carnal -adámico, viejo, animal y terreno- venga a transformarse en hombre espiritual, pues «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). De poco valdría que el hombre se liberara del Demonio y del mundo, si estuviera sujeto a la carne. El cristiano, el hombre nuevo, espiritual, celestial, nace y crece en la medida en que se produce la abnegación (arneomai) de la carne, el renunciamiento (apotasso), el despojamiento y desposeimiento (apotithemi), la mortificación del hombre carnal.

Jesús enseñaba esta doctrina a todo el pueblo, no a un grupo reducido de ascetas. «Decía a todos: El que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24; +Mt 16,24-25; Mc 8,34-35). No es posible ser discípulo de Jesús si no se le prefiere a todo, aun a la propia vida, y si no se renuncia a todo lo que se tiene (Lc 14,26-27. 33). Para dar fruto en Cristo, es preciso caer en tierra, como grano de trigo, y morir a sí mismo (Jn 12,24-25). Desde luego, este lenguaje tan duro constituye en su desmesura una verdadera provocación. ¿Cómo entenderlo?

Y San Pablo enseña lo mismo con palabras equivalentes. «Dejando vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu, y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,22-24; +Rm 13, 12.14; Col 3,9-10). La razón es clara: «No somos deudores a la carne de vivir según la carne, que si vivís según la carne, moriréis; mas si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,12-13).

Algunas claves previas

Antes de analizar los modos y fases de la metanoia que el Espíritu Santo ha de realizar en el hombre carnal para hacer de él un hombre espiritual, algunas observaciones fundamentales son convenientes.

1ª.-La abnegación cristiana en realidad no niega nada. El hombre se niega a sí mismo cuando se aleja de Dios y peca, y se afirma a sí mismo, es decir, se realiza profunda y verdaderamente, cuando se une con Dios haciendo las obras de su gracia. En otras palabras: El viejo hombre pecador es falso, irreal, negativo, auto-destructivo, pues el pecado es no-ser. Su pensamiento es erróneo, sus aspiraciones vanas, sus ideas alucinatorias, sus relaciones con los demás están falseadas por un egoísmo que deforma y confunde todo. Por supuesto, negar esta negación de hombre, es una afirmación.

Jesús emplea, sin embargo, un lenguaje de negaciones y renuncias porque todavía sus oyentes son pecadores. Lo que él viene a afirmar no puede ser recibido por los pecadores sin negar primero todo el mundo falseado en el que malviven.

((Algunos creen que afirmar lo cristiano exige negar lo humano, ganar la vida eterna implica perder la presente, realizar la vida cristiana no es posible sin frustrar la vida humana. Muchos no pasan por ello, y algunos lo aceptan, de mala gana. Una mujer, por ejemplo, separada del marido, para ser fiel a Dios, admite no casarse de nuevo, pasa por ello, «aunque así se destroce mi vida de mujer». Estos no han entendido apenas el Evangelio. Lo que en realidad hace Cristo con su gracia es salvar al hombre pecador de su completa autodestrucción temporal y eterna.))

2ª.-La abnegación se hace por la fuerza afirmativa del amor. Toda abnegación cristiana es un acto de amor a Dios y al prójimo, y nada hay más positivo que el amor. San Juan de la Cruz deja bien claro que el cristiano se niega a sí mismo -es decir, niega en sí el hombre negativo y pecador- para amar, por amor, con la fuerza del amor.

«Dice el alma que «con ansias, en amores inflamada», pasó y salió en esta noche oscura del sentido a la unión con el Amado, porque, para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas, era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo, para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros» (1 S 14,2). Con la fuerza del amor fácilmente se niega lo que sea.

3ª.-El desposeimiento siempre ha de ser afectivo, no siempre efectivo. La santidad cristiana no siempre exige «no tener», pero siempre exige «tener como si no se tuviera», es decir, sin apego desordenado (1 Cor 7,29-31). Así pues, «no tratamos aquí del carecer de las cosas -porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas-, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga; porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella» (1 S 3,4).

Ascética activa y mística pasiva

En el contexto de este capítulo, noche viene a significar purificación o santificación. Pues bien, la plena deificación del hombre carnal se realiza en un proceso que incluye varias fases: -santificación activa del sentido (1 S); -santificación activa del espíritu: entendimiento, memoria, voluntad (2-3 S) y carácter; -santificación pasiva del sentido (1 N) y -santificación pasiva del espíritu ( 2 N).

Estos conceptos se entenderán mejor si se recuerda lo que dijimos acerca de las virtudes y los dones; cómo aquéllas tienen un modo activo y humano, y cómo éstos lo tienen pasivo y divino. En efecto, entendemos por santificación ascética y activa aquella que el alma hace de su parte con el auxilio de la gracia; y por mística y pasiva aquella modalidad de santificación en la que el alma está como si no hiciera nada, siendo Dios quien obra en ella, y estando ella como paciente que libremente recibe la acción divina (1 S 13,1).

Adviértase, por otra parte, que esas cuatro fases de la santificación son simultáneas, aunque las estudiaremos separadamente para mayor claridad. Sin embargo, es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esa ascesis no está bien adelantada no se llega a la vida mística pasiva, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones. Como también es cosa cierta que normalmente la purificación del sentido precede a la del espíritu. Todo eso es así. Pero nótese también que la santificación pasiva comienza ya desde el mismo nacimiento del cristiano en el bautismo, y sigue a lo largo de toda su vida en múltiples formas, sacramentales o no.

Sentido y espíritu

Los términos sentido y espíritu suelen tener en los maestros espirituales una gran riqueza de acepciones, también en San Juan de la Cruz. Nosotros entenderemos por espíritu del hombre entendimiento, memoria, voluntad y carácter. Y por sentido todo el plano inferior al nivel intelectual-volitivo, es decir, el plano de sensaciones y sentimientos, todo ese mundo anímico en que las diversas escuelas de psicología ponen sensaciones, percepciones, necesidades, instintos, pulsiones, tendencias, sentimientos, afectos y emociones. El contexto de cada frase ayudará al buen entendimiento de las palabras. En todo caso, el estudio que iniciamos de la acción del Espíritu divino en el sentido y espíritu del hombre es de suyo complejo y delicado.

Al tratar esta materia San Juan de la Cruz advierte honradamente: «No se maraville el lector si le pareciere algo oscura... La materia de suyo buena es y harto necesaria. Pero me parece que, aunque se escribiera más acabada y perfectamente de lo que aquí va, no se aprovecharán de ella sino los menos» (prólg. S 8).

Ascética del sentido

El hombre tiene en su sentido graves desórdenes. Sus inclinaciones sensibles desean con frecuencia objetos que entendimiento y fe rechazan; o siente repugnancia por aquello que más bien podría hacerle. Es como un enfermo que desea vivamente lo que le perjudica, y siente repugnancia por lo que más le conviene.

Pues bien, mientras una persona está a merced de sus gustos o repugnancias sensibles, no es libre, no está dócil al Espíritu divino, está incapacitado para ejercitarse en las virtudes -prudencia, fortaleza, castidad, etc.-. El que es incapaz de hacer lo que le repugna, aun cuando sabe que le conviene, o se muestra impotente para negarse a lo que le agrada -aunque entienda que es malo-, es hombre «entregado a los deseos de su corazón» (Rm 1,24. 28; Ef 2,3; Sal 80,13). No podrá amar a Dios, que es Espíritu (Jn 4,24), inaccesible al sentido; no podrá perseverar en la oración, ni podrá obedecer los mandatos divinos que le repugnen. Tampoco podrá amar al prójimo, si todavía está sujeto a simpatías o antipatías sensibles: caerá necesariamente en la acepción de personas. Para amar hay que darse, para darse hay que poseerse, y una persona no se posee -no tiene dominio de sí- en tanto está a merced de filias o fobias sensibles.

Terribles daños sufre el hombre esclavizado al sentido. El más grave, la privación de Dios: «Todas las afecciones que tiene en la criatura son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí» (1 S 4,1; +62). Pero además de esto, los apetitos sensibles desordenados «cansan el alma y la atormentan y oscurecen y la ensucian y enflaquecen» (6,5); «son como hijuelos inquietos y descontentadizos, que siempre están pidiendo a su madre uno y otro, y nunca se contentan» (6,6-7; +1 S 6-10).

La ascética del sentido es absolutamente necesaria. En la vida espiritual muchos esfuerzos bienintencionados -de lecturas, reuniones, sacramentos, oraciones- apenas valdrán de algo en tanto se permita al sentido vivir a su gusto, sin sujetarse en todo al amor de la caridad.

«Es una suma ignorancia del alma pensar que podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir. Y tanto más pronto llegará el alma cuanto más prisa en esto se diere; pero hasta que cesen esos apetitos no hay manera de llegar, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas con perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito» (1 S 5,2. 6). Y es que no caben en una misma persona amor perfecto a Dios y amor desordenado a criatura. «Dos contrarios no pueden caber en un sujeto», y el mal amor a criatura es una forma de idolatría (4,2-3). «Por cuanto no hay cosa que iguale con Dios, mucho agravio hace a Dios el alma que con El ama otra cosa o se ase a ella; y pues esto es así ¿qué sería si la amase más que a Dios?» (5,5).

El cristianismo coincide con otros sistemas salvíficos -budismo, estoicismo, etc.- al considerar la sujeción del sentido al espíritu como el comienzo mismo del camino de la sabiduría. Esos sistemas, para conseguirlo, proponen a veces técnicas muy depuradas, que en algo, sin duda, pueden ayudar al cristiano. Pero la ascética cristiana del sentido se caracteriza por su fin: tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y por sus medios: oración, meditación del evangelio, sacramentos, y ejercicio de virtudes, sobre todo de la caridad. Veamos, pues, sus líneas fundamentales.

1.-La fuerza de la caridad es la que libra al sentido de sus apegos. La ascética cristiana no pretende matar la sensibilidad, a no ser que en algún aspecto fuera preciso, sino integrar su impulso delicado y cambiante en la corriente más alta y fuerte de la caridad. No se trata de que el jinete mate el caballo, para evitarse rebeldías, sino que lo domine y lo ponga a su servicio y al de los demás.

Con un ejemplo: un sacerdote, aficionado al fútbol, cuando se dispone a ver en televisión un gran partido, recibe aviso de que una persona le busca. Según el grado de su caridad, 1.-se excusará de recibirla, alegando estar ocupado; 2.-atenderá la visita, pero de mala gana y procurando acabar pronto; 3.-atenderá a la persona con interés sincero, pero todavía con cierta división interior, pues aún el sentido le tira hacia el espectáculo que se va pasando; 4.-se centrará con todo atención en la persona, sin acordarse siquiera de la televisión. Su afectividad sensible está ya completamente fundida con la misma inclinación de la caridad. Pues bien, con la gracia de Dios, es la fuerza de amor de la caridad la que ha ido produciendo esta progresiva santificación y liberación del sentido.

2.-Nunca el sentido debe constituirse en principio de pensamiento y acción. Nunca un cristiano debe profesar una idea porque le agrada más, porque se acomoda mejor a su temperamento, sino por ser verdadera. Nunca debe hacer u omitir una obra porque le gusta o fastidia, sino porque es conveniente o inoportuna. El cristiano debe regirse por la fe y la caridad.

3.-No hay que buscar, ni menos exigir, gustos sensibles en las cosas espirituales, ni en la oración ni en la acción, ni en lecturas, ni en trabajos apostólicos, ni en nada. Si Dios da consolación sensible, o si no la da, hay que servirle igual, y sin queja alguna. «Es cosa donosa -dice Santa Teresa- que aún nos estamos con mil embarazos e imperfecciones, y las virtudes aun no saben andar, sino que ha poco que comenzaron a nacer -y aun quiera Dios estén comenzadas- ¿y no habemos vergüenza de querer gustos en la oración y quejarnos de sequedades? Nunca os acaezca, hermanas; abrazaos con la cruz» (2 Moradas 7).

4.-Hay que distinguir entre gustos sensibles que acercan a Dios o que alejan de él, para mantener unos y sanar o suprimir los otros. A veces en esto el discernimiento no es fácil. Cuando uno ve que cierto gusto sensible le es obligatorio -hacer, por ejemplo, un viaje a un lugar muy hermoso-, o le es todavía necesario -dormir tantas horas, oír música-, y le ayuda espiritualmente a unirse a Dios -«en seguida al primer movimiento se pone la noticia y afección de la voluntad en Dios» (3 S 24,5)-, tendrá que moderar ese gusto, pero no suprimirlo. Pero, por el contrario, si ese gusto no es obligatorio ni necesario, ni le acerca a Dios, debe tender a suprimirlo: «Cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo» (1 S 13,4). En fin, si se trata de algo que claramente le daña espiritualmente, es claro que debe suprimirlo inmediatamente.

Sanado ya el sentido, podrá quizá la persona recuperar lo renunciado, según los casos. Una persona, por ejemplo, que está desordenadamente apegada a la lectura -no le es obligatoria ni necesaria, no le acerca a Dios, más aún, le aleja: le quita oración, atención al prójimo, estudio, etc.-, renuncia por un tiempo a la lectura, pues no logra poseerla sin verse poseído por ella. Quizá más adelante pueda recuperarla sin dificultades espirituales, y es posible que le convenga. Ya vimos en otra ocasión que hay materias en las que no se pasa del abuso al uso si no es a través de la abstinencia.

5.-La liberación del sentido ha de ser total, pero ha de conseguirse parcial y progresivamente. No podría ser de otro modo. El cristiano, intencionalmente, ha de pretender desde el principio el despojamiento total de cualquier apego desordenado; pero la pedagogía espiritual que debe usar -la misma que Dios usa con él- le hará proceder por fases, comenzando por mortificar los apetitos más gravemente desordenados, para ocuparse después de los menos perjudiciales.

6.-La mortificación del sentido hay que hacerla sin miedo, sin dramatizar las renuncias. Los hijos de Dios que quieren «adorarle en espíritu y en verdad» (Jn 4,24), deben tumbar los ídolos de un manotazo, sin pensarlo dos veces, y sin temor alguno a las consecuencias. «Todas las criaturas en este sentido nada son, y las aficiones de ellas menos que nada podemos decir que son, pues son impedimento y privación de la transformación en Dios» (1 S 4,3). Una persona, por ejemplo, excesivamente adicta a la televisión puede temer que dejarla o disminuir su uso va a trastornar el equilibrio de su vida. Nada más falso: y si la deja un tiempo -una cuaresma, unas vacaciones, una estancia en un monasterio-, comprobará que ni se acuerda de ella, si acierta a llenar su tiempo con cosas más bellas y valiosas.

Incluso esa mortificación ha de hacerse con alegría, pues precisamente «en esta desnudez [del sentido] halla el alma espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad» (13,13).

Inmensos bienes trae la ascesis del sentido. Vivir como víctima constante de una afectividad desordenada es, sin comparación, mucho más duro que mortificar y santificar el sentido. La purificación activa del sentido acrecienta la inteligencia, da fuerza a la memoria y libertad a la voluntad; disminuye el sufrimiento de la vida, atenúa el cansancio, hace menores las necesidades -de sueño, dinero, vacaciones, cosas-; logra que el alma gane en armonía y serenidad, haciéndose para los otros más amable. Pero sobre todo facilita el acceso a Dios: «Hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ya sosegada de ellos de manera que ninguna guerra haga al espíritu, no sale el alma a la verdadera libertad, a gozar de la unión con su Amado» (1 S 15,2). «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8).

Ascética del espíritu

La ascética del sentido trata de sujetar éste al espíritu, al plano intelectual-volitivo, mientras que la ascética del espíritu procura la docilidad del espíritu humano al Espíritu Santo. Por tanto, la ascesus cristiana no se conforma con integrar el sentido en el espíritu, sino que, siempre con el impulso de la gracia, intenta elevar todo el hombre, sentido y espíritu, a la vida sobrenatural del Espíritu Santo, de modo que así sea deificado.

No le basta a Dios tener unión sustancial con el hombre, sino que quiere para él una unión deificante. Tan grande es el amor que le tiene. En efecto, Dios, como creador, está siempre unido a la criatura humana, dándole ser y obrar. Pero cuando aquí «hablamos de unión del alma con Dios, no hablamos de ésta sustancial que siempre está hecha, sino de la unión y transformación del alma con Dios, que no está siempre hecha, sino sólo cuando viene a haber semejanza de amor. Y, por tanto, ésta se llamará unión de semejanza, así como aquélla unión esencial o sustancial; aquélla natural, ésta sobrenatural; la cual es cuando las dos voluntades, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra; y así, cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor» (2 S 5,3).

Nótese bien que la maravilla inefable de la deificación sólo Dios puede producirla por su gracia, y así, por parte del hombre, no está tanto en poner iniciativas y acciones, sino en quitar todo obstáculo consciente y voluntario a la acción de Dios.

«El alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitudes naturales para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia. Pongamos una comparación: Está el rayo del sol dando en una vidriera. Si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente, como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla. Y así el alma es como esta vidriera, en la cual siempre está embistiendo o, por mejor decir, en ella está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza, como hemos dicho. En dando lugar el alma -que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios-, luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación» (2 S 5,4-7).

Por la ascesis del espíritu éste se desapropia de sus pensamientos, memorias y voluntades, teniéndolos como si no los tuviera, pues para que el Espíritu divino pueda llevar al hombre «a la transformación sobrenatural, claro está que ha de oscurecerse y transponerse a todo lo que contiene su natural, que es sensitivo y racional, porque sobrenatural eso quiere decir, que sube sobre el natural; luego el natural abajo queda. Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra cosa u obra propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello; porque a lo que va es algo sobre todo eso, aunque eso sea lo más que se puede saber y gustar» (2 S 4,2.4).

Esta ascética del espíritu no deja las almas aleladas, desmemoriadas o inertes, en absoluto, «porque el espíritu de Dios las hace saber lo que han de saber, e ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar, y olvidar lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar y no amar lo que no es en Dios. Y así, todos los primeros movimientos de las potencias de las tales almas son divinos; y no hay que maravillarse de que los movimientos y operaciones de estas potencias sean divinos, pues están transformadas en ser divino» (3 S 2,9).

Dios deifica al hombre elevándole a fe, esperanza y caridad. Ya el hombre no se rige por sí mismo, sino por el Espíritu de Dios. Así lo dice San Juan de Avila sencillamente: «No has de vivir, hermano, por tu seso, ni por tu voluntad, ni por tu juicio; por Espíritu de Cristo has de vivir» (Sermón 28, 478-480)

«El alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar [de la voluntad], ni por el imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino sólo por la fe, según el entendimiento, y por esperanza según la memoria, y por amor según la voluntad. Las cuales tres virtudes todas hacen vacío en las potencias: la fe en el entendimiento, vacío y oscuridad de entender; la esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión; y la caridad vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y gozo de todo lo que no es Dios» (2 S 6,1-2; +STh I,1,8 ad 2m).

«Pocos hay que sepan y quieran entrar en esta desnudez y vacío de espíritu» (2 S 7,3). Pocos saben: faltan guías, escasea la buena doctrina espiritual. Pocos quieren: «En ofreciéndoseles algo de esto sólido y perfecto, que es la aniquilación de toda suavidad en Dios, en sequedad, en sinsabor, en trabajo (lo cual es la cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre de Cristo), huyen de ello como de la muerte» (2 S 7,5). Y se conforman con cualquier modo de reforma moral y ejercicios de virtud, pero sin llegar a «perder la cabeza», no yendo mucho más allá de «lo razonable». «¡Cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan!» (ib.).

La ascética del espíritu es mucho más valiosa que la del sentido; pero también resulta mucho más difícil, pues es indudable que el espíritu humano está aún más asido a lo suyo que el sentido a lo suyo (2 S 1,1).

Ascesis del entendimiento

La mente del hombre carnal es un oscuro caos, desordenado, confuso, contradictorio, cerrado para la captación de la verdad, abierto a los diversos influjos erróneos del ambiente.

-Hay en nosotros criterios naturales sobre temas generales, convicciones operativas, cuya validez no solemos poner en duda: modos humanos e históricos de entender, por ejemplo, valores como salud, igualdad, autoridad, trabajo, etc. El temperamento personal y el ambiente influyen muchas veces de modo decisivo en la conformación de esas ideas.

-Hay en nosotros criterios naturales sobre temas concretos, por ejemplo, «yo necesito tanto tiempo de sueño, de lectura, de vacaciones», «es absolutamente necesario que yo siga al frente del negocio», «yo no valgo para discurrir, para hablar en público, para...» Tales convicciones, que -como las anteriores- tantas veces son falsas o al menos inexactas, solemos tenerlas de hecho como axiomas indiscutibles.

-Hay en nosotros criterios sobrenaturales mal entendidos, oscuramente captados, con algo de verdad y no poco de error. Este sacerdote, por amor a la pobreza evangélica, emplea muchas horas trabajando manualmente, y disminuye demasiado su dedicación a los ministerios más propiamente apostólicos. Aquella religiosa o este seglar entienden que «encarnarse» y «hacerse todo a todos» significa secularizar y mundanizar sus modos de vida...

-Hay en nosotros criterios sobrenaturales impedidos, bloqueados por otros criterios contradictorios que se muestran más fuertes y operativos. Este piensa que hay que dedicar tiempo a la oración, pero también piensa que hay mucho que hacer; y, de hecho, apenas halla nunca tiempo para orar con calma. Aquí no falla sólo la voluntad; antes y más falla la mente.

-Finalmente, faltan en nosotros ciertos criterios sobrenaturales. Aquí no se trata ya sólo de criterios mal entendidos o impedidos, sino de convicciones que, simplemente, están ausentes de nuestra cabeza por ignorancia o por olvido -pero que en el Evangelio están bien claramente presentes-. Son criterios espirituales de los que ni siquiera nos hemos enterado, como no sea en forma meramente teórica. Mortificación, pobreza, ángeles, oración litúrgica, frecuencia de sacramentos, limosna, etc. son para muchos, según personas y ambientes, palabras por completo vacías de contenido real, valores no integrados en su vida espiritual.

Así está nuestra mente. Y lo peor del caso es que el hombre está frecuentemente descontento de su cuerpo, de su memoria, de su voluntad, e incluso lo declara sin dificultad; pero suele estar contento de su entendimiento: estima que piensa como se debe pensar, y que a él no se le engaña tan fácilmente.

Los pensamientos y caminos nuestros difieren mucho de los de Dios (Is 55,8). Esto es evidente. Que en esto o lo otro estemos equivocados no es cosa que tenga mayor importancia; lo grave es que estemos apegados a nuestros modos de pensar. ¿Cómo podrá el Señor modificar nuestros pensamientos si estamos torpemente convencidos de su validez? ¿Cómo podrá el Espíritu Santo iluminarnos y movernos si nuestra mente permanece aferrada a sus propias concepciones? ¿Cómo podrá hacer un hombre nuevo, según la lógica del Logos divino, si el viejo ni siquiera acepta poner en duda sus viejos criterios lamentables?

((Muchos hay que no ven siquiera la necesidad de una ascesis del entendimiento. Dan por supuesto que ellos piensan bien, y que la falla está en la voluntad. No ven que para tener derecho a decir «nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16) es necesario estudio, oración, meditación, consulta. Tampoco ven que la configuración de la propia mente a la mente de Cristo tenga especial importancia: basta con hacer lo que él manda, sin que tenga mayor importancia pensar o no como él. Pero ¿cómo podrá actuar como Cristo -imitarle, seguirle- el que no piensa igual que Cristo? Y además ¿cómo podrá el cristiano «entenderse», tener amistad, con Cristo, si en tantas cosas piensa lo contrario de lo que él piensa y enseña?

No se dan cuenta éstos del daño enorme que una idea falsa o inexacta puede causar en la vida propia o en la de los demás. Un rico con una idea falsa de sus deberes; un sacerdote que no conoce bien su misión apostólica; una joven que, por una idea falsa, menosprecia el trabajo en el hogar; un padre -autoritario o permisivo, según la época- que plantea mal la educación de sus hijos; una persona que proyecta mal su vida porque tiene una idea equivocada acerca de sus propias facultades -cree, por ejemplo, que tiene dotes de artista como para dedicarse al arte, y no es así-; un terrorista que considera sus crímenes como obras meritorias e incluso heroicas... ¿Cuánto daño pueden hacer y cuánto bien pueden omitir? ¿Cuántas barbaridades puede hacer la voluntad, «con la mejor intención», siguiendo errores de la mente?))

La conversión profunda del hombre comienza por la fe, es una metanoia, implica un cambio y una superación de la propia mente (metanous, Mt 3,8; +Rm 12,2). En toda clase de conocimiento intelectual, en las percepciones sensibles, en las imaginaciones naturales o sobrenaturales, en todo puede haber impedimento y engaño para unirse a Dios, si el hombre se apega a cualquiera de estos modos de conocer o sentir (2 S 11-32).

En efecto, «todo lo que la imaginación pueda imaginar y el entendimiento recibir y entender en esta vida no es ni puede ser medio próximo para la unión con Dios, porque todo lo que puede entender el entendimiento y gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y desproporcionado a Dios. Para llegar a él [el hombre] antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender, y antes cegándose y poniéndose en tiniebla que abriendo los ojos para llegar más al divino rayo. De la misma manera que los ojos del murciélago se han con el sol, el cual totalmente le hace tinieblas, así nuestro entendimiento se ha a lo que es más luz en Dios, que totalmente nos es tiniebla. Y más: cuánto las cosas de Dios son en sí más altas y más claras, son para nosotros más ignotas y oscuras» (2 S 8,4-6).

Sólo la fe es el medio intelectual apto para vivir en Dios. Sólo su luz sobrenatural y divina es absolutamente fidedigna en las cosas espirituales. Por eso en éstas «cuanto menos obra el alma con habilidad propia va más segura, porque va más en fe» (2 S 1,3).

Y es que «el ciego, si no es bien ciego, no se deja guiar bien del mozo de ciego, sino que, por un poco que ve, piensa que por cualquier parte que ve por allí es mejor ir, porque no ve otras partes mejores, y así puede hacer errar al que le guía y ve más que él, porque, en fin, puede mandar más que el mozo de ciego; y así el alma, si estriba en algún saber suyo o gustar o saber de Dios, como quiera que ello (aunque más sea) sea muy poco y disímil de lo que es Dios para ir por este camino, fácilmente yerra o se detiene, por no quererse quedar bien ciega en fe, que es su verdadera guía» (2 S 4,3).

No valen razonamientos o imaginaciones, que a los principiantes son necesarias para ir enamorándose del Señor, y así les «sirven de medios remotos para unirse con Dios, pero ha de ser de manera que pasen por ellos y no se estén siempre en ellos, porque de esa manera nunca llegarían al término, el cual no es como los medios remotos ni tiene que ver con ellos; así como las gradas de la escalera no tienen que ver con el término y estancia de la subida, para lo cual son medios, y si el que sube no fuese dejando atrás las gradas hasta que no dejase ninguna y se quisiese estar en algunas de ellas, nunca llegaría ni subiría a la llana y apacible estancia del término. Por lo cual, el alma que hubiere de llegar en esta vida a la unión de aquel sumo descanso y bien, por todos los grados de consideraciones, formas y noticias, ha de pasar y acabar con ellos, pues ninguna semejanza ni proporción tienen con el término a que encaminan, que es Dios» (2 S 12,5).

Sucede en esto algo curioso: lo no-razonable nunca procede de Dios, que es autor de la razón, como lo es de la fe (por ejemplo, gastar en lo superfluo careciendo de lo necesario); pero lo razonable muchas veces tampoco viene de Dios (por ejemplo, una forma razonable de entender la pobreza evangélica). Y es que la fe sobrenatural está por encima de la razón, más allá de la razón, y es algo razonable sólo desde un punto de vista absolutamente nuevo (por ejemplo, la pobreza de Cristo).

No valen locuciones, visiones o revelaciones privadas. Mal van quienes, menospreciando la Revelación divina y la fe, andan siempre buscando luz en las señales extraordinarias, presuntos milagros o libros de revelaciones (2 S 11-12, 16-32). No hay que pedirle a Dios más luz que la que nos dio en Jesucristo, que «como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (22,3). Todas esas visiones, locuciones o noticias, «ahora sean de Dios, ahora no, muy poco pueden servir al provecho del alma para ir a Dios si el alma se quisiese asir a ellas; antes, si no tuviese cuidado de negarlas en sí, no sólo la estorbarían, sino aun la dañarían harto y harían errar mucho» (26,28). Por tanto el alma debe «desviar los ojos de todas aquellas cosas, y desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante» (22,19); «ha de haberse puramente negativa en ellas, para ir adelante por el medio próximo, que es la fe. No ha de hacer archivo ni tesoro el alma, ni ha de querer arrimarse a ellas, porque sería estarse con aquellas formas, imágenes y personajes, que acerca del interior residen, embarazada, y no iría por negación de todas las cosas a Dios» (24,8). Y no tenga cuidado de que de este modo pueda rechazar cosas quizá de Dios por dejarlas en olvido, «pues, de estas cosas que pasivamente se dan al alma siempre se queda en ella el efecto que Dios quiere, sin que el alma ponga su diligencia en ello» (26,18).

La ascesis del entendimiento, como toda ascesis cristiana, lleva siempre por delante, como una proa, la oración de petición -Señor, «creo; ayuda a mi fe, aunque sea poca» (Mc 9,23); «envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen» (Sal 43,3)-. Pero tiene también sus peculiares líneas de crecimiento:

1.-Examinar humildemente el entendimiento propio. ¿Esto que yo mantengo tan apasionadamente... cómo lo fundamento en Evangelio, razón o experiencia? ¿Me doy cuenta de que hablar -o pensar- con seguridad sobre temas que en realidad se ignoran es una forma de mentir? En criterios naturales: ¿Será eso como yo lo pienso? Otras personas fidedignas lo ven de otro modo -o en otra época se pensó muy distinto-. ¿De verdad estará Dios conforme con lo que yo pienso de mi trabajo, sueño, ocio, consumo, modo de distribuir el tiempo, etc.? En criterios espirituales debemos partir de que nos faltan muchos; muchos pensamientos de Cristo nos son perfectamente extraños, ignorados u olvidados. ¿Por qué tal idea evangélica «no me dice nada»? ¿Cómo es que sobre tal otra enseñanza de la fe no quiero ni pensar en ella, ni darme por enterado? ¿Qué medios pongo habitualmente para conocer cada vez más a Cristo y sus enseñanzas, y para configurar más mi pensamiento al suyo? Tantas cosas de la fe ignoramos... Pero respecto a lo que ya conocemos: ¿Tiene mi criterio (por ejemplo, de pobreza) la debida claridad y certeza, o es un pensamiento vago y temperamental, no verificado en meditación, estudio y consulta? ¿Tal criterio está armónicamente integrado con otros, que también son de fe (pobreza con caridad, prudencia, esperanza, sentido de cruz)? En fin ¿ese criterio está vivo y operante en mí, o queda en mera teoría, bloqueado por otros criterios con más fuerza de vigencia? ¿Y cuáles son éstos?...

Lo malo es que mucho prefieren cualquier cosa antes que pararse a pensar. Prefieren seguir caminando. No verifican la dirección de su marcha; quizá porque no se atreven a hacerlo.

2.-Abrir la mente a Dios. Orar -pedir y contemplar- es la condición primera para tener lucidez sobrenatural. Pero también seleccionar bien el alimento del alma, especialmente lo que se lee. En las lecturas espirituales ha de prestarse sin duda una atención preferente a Biblia, Magisterio, liturgia, enseñanzas de autores recibidos por la Iglesia, vidas y escritos de santos. No debe el cristiano atracarse de palabra humana -charlas, periódicos, televisión-, pues queda así luego incapacitado para captar la Palabra divina. Es preciso también que confrontemos con el Evangelio no sólo nuestra conducta, sino también nuestro pensamiento. Y que cuidemos mucho de no acomodar el Evangelio a nuestros modos de pensar, o de no seleccionar de él lo que nos confirma, desechando el resto. Hemos de abrirnos incondicionalmente a la captación de lo que Dios nos diga en la oración, los libros, las personas: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3,10). Cuando nos acercamos a la zarza ardiente del pensamiento de Jesucristo debemos descalzarnos, conscientes de que entramos en tierra sagrada.

3.-Abrir la mente al prójimo. Atención respetuosa a los que saben, que Dios los puso para enseñarnos. Atención humilde a los que no tienen estudios, pero tienen especial sabiduría de Dios (Lc 10,21). Docilidad incondicional a la verdad, venga de donde viniere -siempre procederá del Espíritu Santo-. Escuchar de verdad lo que con palabras -a veces poco exactas- o con obras nos está diciendo tal hermano. El salmista nos asegura que si contemplamos al Señor, quedaremos radiantes (33,6); también sucederá eso si le contemplamos con amorosa atención en su imagen, que es el hombre.

Ascesis de la memoria

La memoria del hombre carnal es un completo desorden, apenas tiene dominio de sí misma, no está libre, no sabe recordar u olvidar, según conviene, está a merced de todo visitante, deseado u odiado -como una casa abandonada, de la que se arrancaron puertas y ventanas, en la que cualquiera puede entrar; como un jardín sin jardinero, lleno de malezas-.

La memoria desordenada y carnal deja al hombre cerrado a Dios, inquieto y turbado por cientos de cosas secundarias, y olvidado de lo único necesario (Lc 10,41); incapaz de oración y de meditación, olvidado del cielo. Lo deja cerrado al prójimo, encerrado en sí mismo y en sus cosas, incapaz de pensar en los otros y acogerlos con atención. Lo deja alienado del presente, perdido en recuerdos inútiles de un pasado ya pasado, o perdido igualmente en vanas anticipaciones de un futuro inexistente e incierto. Lo deja vulnerable al influjo del Diablo, que «tiene gran mano en el alma por este medio, porque puede añadir formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar al alma con soberbia, avaricia, ira, envidia, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras; y además de esto, suele él dejar las cosas y asentarlas en la fantasía de manera que las que son falsas parezcan verdaderas, y las verdaderas falsas» (3 S 4,1). En fin, hace del hombre un excéntrico, pues desplaza su atención de lo central, y la deja habitualmente absorta en cosas triviales y superficiales. Todo esto hace «estar sujeto a muchas maneras de daños por medio de las noticias y discursos, así como falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo y otras muchas cosas, que crían en el alma muchas impurezas» (3,2).

¿De dónde procede el caos de la memoria carnal? Del egoísmo, que centra al hombre en si mismo, haciendo de su alma una madeja llena de nudos, cerrada a Dios y al prójimo. De la desconfianza en Dios y en su providencia, pues cuando el hombre trata de apoyarse en sí mismo o en criaturas, es natural que luego enferme de ansiedades y preocupaciones. De los apegos del sentido y de la voluntad, ya que la memoria está apegada, sin poder despegarse, de todo aquello -salud, dinero, independencia, tranquilidad, lo que sea- que es deseado y querido con apego. En efecto, todo apego del sentido y de la voluntad se hace apego de la memoria.

¿Qué síntomas denuncian el desorden de la memoria? Sobre todo la inutilidad y la falta de libertad. La ocupación de la atención en las cosas es sana, normal; incluso hay asuntos que requieren muchas y largas vueltas de la atención. Pero la preocupación es insana, es una ocupación excesiva, morbosa.

¿Cómo distinguir una de otra? La memoria desordenada es como un animal que siguiera dando vueltas a una noria que ya no da más agua (inutilidad). Así, a veces, una persona quisiera desconectar ya de una cuestión, suficientemente considerada, para descansar, rezar, leer, dormir; pero no lo consigue, pues sigue dándole vueltas al tema: «Es que no me lo puedo quitar de la cabeza» (falta de libertad). Esos son dos claros síntomas de una memoria desordenada y esclava.

La memoria ha de ser pacificada por la esperanza, por el confiado abandono en la providencia de Dios. Fuera ansiedades, ideas fijas, obsesiones, nudos del alma: todo eso son esclavitudes de la memoria, y por tanto de la persona; pero «para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres; mantenéos, pues, firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre» (Gál 5,1). El Espíritu Santo quiere enseñarnos a «poner las potencias en silencio y callando para que hable Dios» (3 S 3,4), y que «la memoria quede callada y muda, y sólo el oído del espíritu en silencio a Dios, diciendo «Habla, Señor, que tu siervo oye»» (3,5). Por eso, «date al descanso echando de ti cuidados y no se te dando nada de cuanto acaece, y servirás a Dios a su gusto y holgarás en él» (Dichos 69).

Dios quiere pacificar nuestra memoria, de modo que «nada la turbe y nada la espante» -como en la oración de Santa Teresa-. Por eso nos manda por el salmista: «Encomienda al Señor tus afanes, que él te sustentará» (54,23). «Encomienda tu camino al Señor, confía en él, y él actuará. Descansa en el Señor y espera en él» (36,5.7). No es sólo un consejo, es un mandato de Cristo: «No os preocupéis». Confiad en el Padre, que si cuida de aves y flores, más del hombre. No os preocupéis, que con eso no vais a adelantar nada, es completamente inútil: «¿Quién de vosotros con sus preocupaciones podrá añadir una hora al tiempo de su vida?». Es normal que los paganos se preocupen, pero es anormal que anden con ansiedades quienes tienen un Padre celestial que conoce perfectamente sus necesidades. La paz está en buscar el Reino con todo el corazón, despreocupándose por las añadiduras y sin inquietarse para nada por el mañana (Mt 6,25-34; +10,28-31; 13,22; Lc 12,22s; Jn 14,1. 27; Flp 4,4-9).

((A pesar de estas enseñanzas evangélicas tan claras, hay cristianos que piensan y dicen:

Es humano vivir con preocupaciones, y no hay en ello nada de malo». Sería inhumana la persona que, en medio de tantos males y peligros como hay en el mundo, viviera sin preocupaciones. Es cosa de preguntarse qué idea tienen del hombre aquellos que consideran humano preocuparse morbosamente, e inhumano vivir en paz inalterable y en continua confianza en Dios. En esta ocasión comprobamos una vez más qué precaria idea tiene de lo humano -y de lo cristiano, por supuesto- el hombre carnal. El pobre no tiene ni idea siquiera de la perfección espiritual a la que está llamado por Dios, que quiere poner en su corazón una paz perfecta. En efecto, como ya hemos visto, las preocupaciones consentidas y morosamente cultivadas, lo mismo, por ejemplo, que los pensamientos obscenos, son «pensamientos malos». Tener malos pensamientos no es pecado, pero consentir en ellos sí. Igualmente, las preocupaciones consentidas ofenden a Dios y a su providencia amorosa.

Es imposible ordenar la memoria, y por tanto la ascética de la memoria es imposible. El hombre, a no ser que se recluya en un monasterio, necesariamente en esta vida se ve lleno de preocupaciones y ansiedades». Todo eso es falso. Las preocupaciones y los pensamientos vanos deben ser combatidos con todo empeño, como se combaten los pensamientos obscenos: procurando no consentir en ellos, pidiendo en la tentación el auxilio de Dios, actualizando la esperanza para confiarse a él. Y lo mismo que los pensamientos obscenos, cuando han sido larga y fielmente combatidos, acaban normalmente por desaparecer, igualmente los pensamientos vanos y las preocupaciones. Entonces se alcanza, como don de Cristo, el perfecto silencio interior, la paz del corazón, que es la herencia del cristiano en esta vida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo. No se turbe vuestro corazón ni se intimide» (Jn 14,27).

Y adviértase que ese mismo vacío de la memoria, llena de Dios por la esperanza, lo vemos no sólo en los santos contemplativos, alejados del ruido mundanal, sino igualmente en los activos, sumergidos en ajetreos que para otros resultarían insoportables. Unos y otros pueden decir con toda verdad: «Quedeme y olvídeme, / el rostro incliné sobre el Amado; / cesó todo y déjeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado» (canc. introd. S).

Esa ascesis de la memoria deja al hombre alelado, inerte, desmemoriado», si, como dice San Juan de la Cruz, «de todas estas noticias y formas se ha de desnudar y vaciar, y procurar perder la aprehensión imaginaria de ellas, de manera que en ella no le dejen impresa noticia ni rastro de cosa, sino que se quede calva y rasa, como si no hubiese pasado por ella, olvidada y suspendida de todo» (3 S 2,4). Por el contrario, a las personas de memoria desnudada y santificada «Dios les hace acordarse de lo que se han de acordar y olvidar lo que es de olvidar» (2,9). Por eso son particularmente despiertas, lúcidas, alertas.

Por otra parte, bien está en la vida ascética ejercitarse en recordar ciertas cosas buenas -por ejemplo, acordarse de orar por una persona-; pero incluso estos recuerdos deben ser procurados por la memoria sin apego. Y en la vida mística la persona ni siquiera se ejercita en procurar esos recuerdos buenos -orar por tal persona, por ejemplo-. «Esta persona no se acordará de hacerlo por alguna forma o noticia que se le quede en la memoria de aquella persona, y si conviene encomendarla a Dios -que será queriendo Dios recibir oración por la tal persona-, la moverá la voluntad dándole gana de que lo haga; y si no quiere Dios aquella oración, aunque se haga fuerza a orar por ella, no podrá ni tendrá gana, y a veces se la pondrá Dios para que ruegue por otros que nunca conoció ni oyó; y es porque Dios sólo mueve las potencias de estas almas para aquellas que conviene según la voluntad y ordenación de Dios, y no se pueden mover a otras; y así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto. Tales eran las de la gloriosísima Virgen nuestra Señora» (3 S 2,10).))

La ascética de la memoria requiere observar estas normas:

1.-Limitar la avidez y consumo de noticias. No es absolutamente necesario -ni conveniente- que la persona esté enterada de cuanto sucede en su casa, en su pueblo o ciudad, en el mundo. Pero la memoria del hombre carnal es insaciable: no se cansa de noticiarios, periódicos, conversaciones vanas (mejor dicho: se cansa; el cansancio suele agobiar al hombre carnal, también al que no hace nada). Es como una esponja que se hincha absorbiendo cuanto le rodea. Se ceba en las añadiduras y se olvida de «el Reino y su justicia» (Mt 6,33). Pues bien, esa esponja insaciable de la memoria debe ser estrujada y vaciada, y «cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria» (3 S 15,1).

2.-No consentir en las preocupaciones y en los vanos pensamientos obsesivos. Combatirlos como se lucha contra los pensamientos malos de lujuria, de odio, de robos o de venganzas: pidiendo ayuda a Dios, procurando quitar la atención de lo malo y ponerla en algo bueno, actualizando intensamente las virtudes contrarias, en este caso sobre todo la esperanza.

3.-Soltar la memoria en la esperanza, confiando en Dios con total y filial abandono, cortando así, sin más, los nudos que embarullan el alma y quitan salud al cuerpo.

«Lo que pretendemos es que el alma se una con Dios según la memoria en esperanza... no pensando ni mirando en aquellas cosas más de lo que le bastan las memorias de ellas para entender y hacer lo que es obligado; y así no ha de dejar el hombre de pensar y acordarse de lo que debe hacer y saber, que, como no haya afecciones de propiedad [en esos recuerdos] no le harán daño» (3 5 15,1).

((Como se ve, la ascética cristiana de la memoria es muy diversa del erróneo quietismo de Molinos, el cual enseñaba: «El que hizo entrega a Dios de su libre albedrío, no ha de tener cuidado de cosa alguna, ni del infierno ni del paraíso, ni debe tener deseo de la propia perfección, ni de las virtudes, ni de la propia santidad, ni de la propia salvación, cuya esperanza debe expurgar» (Dz 2212). La gracia de Cristo no mata la memoria, sino que la sana de su desorden morboso y la eleva a su centro propio, que es Dios.))

Inmensos bienes produce la santificación de la memoria, que merece la pena describir. El hombre de memoria purificada queda libre para mirar a Dios en una oración sin distracciones, y para escucharle en silencio, sin ruidos interiores. Puede centrar en el prójimo una atención solícita, no distraída por otros objetos inoportunos. Logra desconectar, cuando conviene, de sus ocupaciones y atenciones diarias. Vive sereno en medio de las vicisitudes de la vida, pues «teniendo el corazón tan levantado del mundo, [éste] no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista» (2 N 21,6). Duerme y descansa -sin pastillas, gotas o comprimidos- cuando es oportuno: «En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9; +3,6). Tiene el alma ligera y clara, libre del agobio de preocupaciones oscuras: «Cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos [Señor] son mi delicia» (93,19). Tiene una sorprendente capacidad de trabajo, pues apenas se cansa con lo que hace (lo que cansa no es tanto la acción, sino las tensiones y preocupaciones que la acompañan indebidamente). Lejos de ser para el mundo persona inerte o poco útil, es el más entregado y animoso, guarda el ánimo cuando otros lo pierden, no se desconcierta, pasa por el fuego sin quemarse, y en vez de caminar «vuela velozmente sin cansarse» (Is 40,31). Pero dejemos que el mismo San Juan de la Cruz termine la descripción, como él sabe hacerlo:

«El alma se libra y ampara del mundo, porque esta verdura de esperanza viva en Dios da al alma una tal viveza y animosidad y levantamiento a las cosas de la vida eterna, que, en comparación de lo que allí espera, todo lo del mundo le parece -como es la verdad- seco y lacio y muerto y de ningún valor. Y aquí se despoja y desnuda de todas estas vestiduras y traje del mundo, no poniendo su corazón en nada, ni esperando nada de lo que hay o ha de haber en él, viviendo sólamente vestida de esperanza de vida eterna» (2 N 21,6).

Ascesis de la voluntad

La voluntad del hombre carnal está gravemente enferma; por eso «no hubiéramos hecho nada en purificar el entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza, si no purificásemos la voluntad acerca de la tercera virtud, que es la caridad» (3 S 16,1). En efecto, la voluntad carnal apenas es libre -hace lo que aborrece y no hace lo que quiere (Rm 7,15-18)-, y tiene un amor frágil, oscilante, desviado, muchas veces pecaminoso. Es claro, pues, que el hombre no puede ser perfecto, no puede ser clara imagen de Dios, en tanto que el amor enfermo de su voluntad no viene a ser sanado y elevado por la virtud sobrenatural de la caridad. Entonces podrá amar a Dios y al prójimo plenamente.

Terribles daños padece el hombre cuya voluntad se pierde en amores desordenados; para describirlos ni «tinta ni papel bastarían, y el tiempo sería corto» (3 S 19,1). El «daño privativo principal es apartarse de Dios; porque así como allegándose a él el alma por la afección de la voluntad de ahí le nacen todos los bienes, así, apartándose de él por esta afección de criatura, dan en ella todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la criatura, porque eso es el apartarse de Dios» (19,1). El alma cebada en gozo de criaturas sufre «un embotamiento de la mente acerca de Dios, que le oscurece los bienes de Dios», y que le trae «oscuridad de juicio para entender la verdad y juzgar bien de cada cosa como es». «Le hace apartarse de las cosas de Dios y de los santos ejercicios y no gustar de ellos porque gusta de otras cosas». Todo esto le va llevando a «dejar a Dios del todo, no cuidando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la codicia. En este grado se contienen todos aquellos que de tal manera tienen las potencias del alma engolfadas en las cosas del mundo y riquezas y tratos, que no se dan nada por cumplir con lo que les obliga la ley de Dios, y tienen grande olvido y torpeza acerca de lo que toca a su salvación, y tanta más viveza y sutileza acerca de las cosas del mundo (+Lc 16,8); y así, en lo de Dios no son nada y en lo del mundo lo son todo». «Sirven al dinero y no a Dios, y se mueven por el dinero y no por Dios, haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al último fin, que es Dios» (3 S 19,3-9). Observemos aquí que el dinero es «el principal dios y fin» del hombre carnal, pero no el único. De hecho, hay hombres que menosprecian el dinero y dan culto absoluto a otros ídolos tan peligrosos o más: ideas propias, afán de dominio, de poder, de independencia, de placer. Son, por supuesto, igualmente idólatras.

Es preciso «purificar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas», de lo que llamaremos apegos. «Estas afecciones o pasiones son cuatro: gozo, esperanza, dolor y temor» (3 S 16,2). Gozo del bien presente, esperanza del bien ausente, dolor del mal presente, temor del mal inminente. Las cuatro afecciones de la voluntad juntamente se ordenan o se tuercen: si el hombre pone, por ejemplo, su gozo en la salud, ahí se centrarán convergentemente su esperanza, dolor y temor. Pues bien, la abnegación de la voluntad ha de ser total. Ninguna clase de bienes (3 S 18-45) ha de apresar el corazón del hombre con un apego que lesione o disminuya su amor a Dios. Sencillamente, «la voluntad no se debe gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios» (17,2). Esto es «dejar el corazón libre para Dios» (20,4).

Entendemos por apegos de la voluntad, en este sentido, todo amor a criatura no integrado en el amor a Dios, o contrario a él. Y la voluntad humana puede apegarse a cualquier cosa que no sea Dios. Uno puede tener amor desordenado a cosas malas -robar, adulterar, mentir-, o a cosas de suyo indiferentes -meterse en todo, no meterse en nada-, o a cosas buenas -estudiar o rezar mucho, terminar unos trabajos excelentes-. Apegos hay que tienen como objeto bienes exteriores -vino, tierras, dinero-; otros hay con objetos más interiores -vivir tranquilo, parecer moderno, ser eficaz, guardar un ritmo de vida previsible-.

La caridad es la fuerza que ordena la voluntad del hombre, librándole de todo apego desordenado, y uniéndole amorosamente a la voluntad de Dios. Creciendo en caridad, el cristiano va abandonando uno tras otro todos los ídolos de su afecciones desordenadas, donde puso gozo-esperanza-dolor-temor, y va amando al Señor con todas las fuerzas de su alma, como está mandado (Lc 10,27).

Todos los apegos y todos los ídolos han de ser consumidos por el fuego sobrenatural de la caridad. Si se trata, por ejemplo, de bienes temporales exteriores, «el hombre no se ha de gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] de las riquezas cuando él las tiene ni cuando las tiene su hermano, sino [ver] si con ellas sirven a Dios. Y lo mismo se ha de entender de los demás bienes de títulos, estados, oficios, etc..; en todo lo cual es vano gozarse si no es si en ellos sirven más a Dios y llevan más seguro el camino para la vida eterna. No hay, pues, de qué gozarse sino en si se sirve más a Dios» (3 S 18,3). «También es vana cosa desear [desordenadamente] tener hijos, como hacen algunos que hunden y alborotan al mundo con el deseo de ellos, pues no saben si serán buenos y servirán a Dios, y si el contento que de ellos esperan será dolor, y el descanso y consuelo, trabajo y desconsuelo, y la honra, deshonra y ofender más a Dios con ellos, como hacen muchos» (18,4). Como veremos al tratar más adelante de la obediencia, hacer la voluntad de Dios es lo que de verdad realiza al hombre en el tiempo y en la eternidad. El hombre se disminuye, se enferma, se destruye en la medida en que polariza su voluntad -gozo, esperanza, dolor, temor- en criaturas, por nobles que en sí mismas sean.

La ascética de la voluntad puede verse ayudada por algunas normas fundamentales:

1.-Descubrir las afecciones desordenadas. Los apegos -que en el principiante son muchos- están a veces encubiertos, y los más suelen depender de unos pocos más radicales. Ahora bien, si la persona no se molesta en descubrir la concreta y perversa existencia de los apegos, no podrá desarraigarlos. Y no es difícil localizarlos, pues las señales que los revelan son claras. Las preguntas básicas «¿en que te gozas y alegras? ¿qué te produce más dolor y temor?», respondidas sinceramente, suelen indicar de modo convergente ciertos apegos.

Pero hay muchas otras señales. El hombre piensa mucho en el objeto de su apego -salud, dinero, etc.-, y habla mucho de él: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las preocupaciones de la memoria revelan apegos de la voluntad: uno se preocupa por aquellas cosas a las que está desordenadamente apegado. Las distracciones persistentes en la oración a causa de un objeto suelen indicar que el hombre lo quiere con voluntad carnal. Por otra parte, los apegos son raíces que producen malos frutos: así, cuando una persona -de suyo veraz- miente para salvar o acrecer su prestigio, es claro indicio de que está apegada a él. En este sentido, para discernir la calidad de amores dudosos, conviene aplicar la clave evangélica: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).

2.-Tender siempre al desposeimiento afectivo, y a veces al efectivo. Fácilmente el hombre se apega a las cosas que posee, y «si las manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado» (3 S 18,1). Por eso el cristiano, enseñado por Cristo en el evangelio, procura poseer con gran sobriedad, desconfiando humildemente de su propio corazón. Y esto lleva siempre a la pobreza espiritual, y a veces también a la pobreza material. Ya sabemos que todos los cristianos, también los laicos, están llamados a vivir los consejos evangélicos, si no efectivamente, al menos en el afecto y en la disposición del ánimo, que es en definitiva lo único que cuenta ante Dios.

Cuando las cuatro afecciones de la voluntad están ordenadas en el amor a Dios, «de manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios, está claro que enderezan y guardan la fortaleza del alma y su habilidad para Dios; porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás. Estas cuatro pasiones tanto más reinan en el alma cuanto la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de las criaturas, porque entonces con mucha facilidad se goza de cosas que no merecen gozo, y espera de lo que no aprovecha, y se duele de lo que, por ventura, se había de gozar, y teme donde no hay que temer» (3 S 16,2. 4).

«Debe, pues, el espiritual, al primer movimiento, cuando se le va el gozo a las cosas, reprimirle» (20,3), haciéndose consciente de que su tesoro es Dios, y que en él tiene que tener puesto el corazón, todo el corazón. Ahora bien, sobre todo a los comienzos, cuando todavía el cristiano es carnal, es muy difícil la pobreza afectiva en ciertas cosas si sobre ellas no se ejerce también la pobreza efectiva. Desde luego, el desprendimiento material se impone si éstas son malas; pero también si, aun siendo buenas -más arriba pusimos como ejemplo la afición a la literatura-, hacen daño de hecho a quien las posee. Esas mismas cosas buenas renunciadas, quizá puedan ser recuperadas más tarde con ventaja cuando la persona esté más crecida en lo espiritual.

3.-Desvalorizar los apegos a la luz de la fe. No son más que ídolos, muchas veces ridículos, alzados en el corazón del hombre, y a los que éste da culto. Pero no resisten la luz de la fe, pues cuando ella revela lo que son, se vienen abajo. Por eso, cuando descubrimos en nosotros el ídolo de algún amor desordenado a criatura, lo venceremos sobre todo proyectando sobre él el foco de una fe intensamente actualizada.

Supongamos que una mujer tiene gran apego al orden: si cada cosa no está en su sitio y a su hora, se pone nerviosa, se enfada y hace a todos la vida imposible. Esta mujer, mientras no derribe de su corazón el ídolo del orden, apenas conseguirá nada con sus buenos e ingenuos propósitos de no enfadarse «la próxima vez». Tiene que ver a la luz de la fe la estupidez de su manía; ha de comprender que el orden es un valor que ha de integrarse en otros valores -paz, alegría familiar-, y que es completamente ridículo que estos valores sean sacrificados a aquél. Al valorar lo que ahora no tiene suficientemente en cuenta, porque ve las cosas con poca luz, conseguirá desvalorar su idolatrado orden. Y si ella misma llega a «reírse de sus manías de orden», entonces la curación puede darse por hecha.

Pero el combate contra los apegos suele ser muy torpe. Suele reducirse a decretos volitivos («la próxima vez no me enfadaré por el desorden»), que espiritualmente resultan ineficaces, y psicológicamente insanos. El cristiano, al combatir un apego, debe convencerse de su vanidad, ridiculez y maldad; debe renunciar volitivamente a sus ávidas obstinaciones («procuraré el orden, pero me conformaré con el que se consiga en la casa»); y, en ocasiones, cuando no resulta posible la afirmación simultánea de todos los valores, debe elegir los que le parezcan más importantes, dejando otros («tal como están las cosas, elijo positivamente descuidar un poco el orden, para sacar adelante la unidad y la alegre paz familiar, que me importan más»).

¡Qué tranquilos están los apegos cuando ven que el hombre sólo los combate a golpes de voluntad! ¡Y cómo tiemblan en cuanto ven que la persona enciende la luz de la fe y se apresta a enfocarla sobre ellos! En ese momento saben que tienen las horas contadas.

4.-Hay que saber que el apego a cosas buenas puede ser más peligroso que el referido a cosas malas, pues aquél fácilmente se justifica bajo capa de bien. Un cura apegado a la bebida, tratará de corregirse, y si no lo consigue, al menos se reconocerá pecador. Pero un cura apegado a su parroquia -se resiste a posibles cambios, inventa para ello razones falsas, etc.-, difícilmente reconoce su afección desordenada: ¿Acaso no es bueno y noble que un sacerdote ame a su parroquia?... Mucho cuidado hay que tener para descubrir y reducir los apegos de la voluntad a cosas buenas.

5.-Hay que saber que los apegos interiores son más peligrosos que los referidos a bienes exteriores. Los interiores son mas persistentes, más vinculados a la personalidad de cada uno, más ocultos, y suelen ser la raíz que sostiene no pocos apegos a objetos exteriores. Por eso en la vida espiritual -y concretamente en la dirección espiritual- tiene la mayor importancia descubrir estos apegos internos y desarraigarlos. De otro modo, gran parte del trabajo ascético será inútil.

Un hombre, por ejemplo, tiene como afección radical desordenada triunfar en el mundo y sobresalir en la sociedad (apego interno), y para conseguirlo busca enriquecerse (apego externo), pero como no lo consigue, se entrega a la bebida (apego externo). Esta persona, probablemente, será consciente de su apego a la bebida; será menos consciente de su apego a las riquezas, pues es una tendencia desordenada más universal; pero quizá no sea consciente en absoluto de su apego al éxito mundano, que en él es el decisivo. Así pues, si combate sus apegos a riqueza y bebida, probablemente no conseguirá nada, pues no ataca la mala raíz -el apego al éxito- que los sostiene. Pero aun en el supuesto, improbable, de que consiga una vida más libre de riqueza y bebida, si continúa apegado al éxito ¿ha adelantado algo con su ascetismo? Sigue siendo un idólatra, quizá ahora más soberbio, al verse libre de unos apegos exteriores humillantes.

6.-Los apegos han de ser arrancados con la fuerza de la caridad. No tiene el alma otra fuerza que la de su amor. «El amor es la inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios» (Llama 1,13). San Juan de la Cruz sabe bien que del amor desordenado a criatura sólo puede arrancarnos un amor a Dios más fuerte. Es cuestión de preferir a Dios en un acto intenso y fuerte de la caridad: «¿Amaré a la criatura más que al Creador? ¿Voy a preferir mi gusto al agrado de mi Señor?» Sólo la fuerza del amor a Dios puede arrancarnos de nuestros apegos. Y puede hacerlo con facilidad, pues ante el alma que ama de verdad a Dios «todas las cosas le son nada, y ella es para sus ojos nada. Sólo su Dios para ella es el todo» (1,32).

7.-Los apegos han de ser atajados cuanto antes; y por pequeños que sean, nunca debe ser subestimada su peligrosidad, pues «una centella basta para quemar un monte y todo el mundo. Y nunca se fíe por ser pequeño el asimiento, si no le corta luego, pensando que adelante lo hará, porque, si cuando es tan poco y al principio no tiene ánimo para acabarlo, cuando sea mucho y más arraigado ¿cómo piensa y presume que podrá?» (3 S 20,1).

Se atajan los apegos, ante todo, por la oración de petición, rogando a Dios que rompa las cadenas que nos sujetan o nos dé fuerzas para romperlas; se atajan con los actos intensos que les son contrarios, y también no consintiendo en estos apegos mientras duran, que muchas veces no bastan unos actos, por intensos que sean, para que desaparezcan.

Inmensos bienes gana de Dios la voluntad liberada por la caridad. El cristiano que tiene el corazón «desnudo de todo, sin querer nada» (2 S 7,7), y ama a Dios con toda su alma, da la fisinomía fascinante de Jesús y de sus santos:

«Adquiere libertad de ánimo, claridad en la razón, sosiego, tranquilidad y confianza pacífica en Dios; adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas; adquiere más clara noticia de ellas para entender bien las verdades acerca de ellas, así natural como sobrenaturalmente; por lo cual las goza muy diferentemente que el que está asido a ellas. Gózase en todas las cosas, no teniendo el gozo apropiado a ellas, como si las tuviese todas; en tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (2 Cor 6,10); el otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón, por lo cual, como cautivo, pena. Al desasido no le molestan cuidados ni en oración ni fuera de ella, y así, sin perder tiempo, con facilidad hace mucha hacienda espiritual» (3 S 20,2-3).

Ascesis del carácter

El hombre carnal tiene mal carácter. Esto se comprende fácilmente si se considera que la modalidad concreta de un carácter procede 1.-del temperamento psicosomático, poco modificable, que viene ya herido y con malas tendencias; 2.-del ambiente condicionante, generalmente malo o mediocre, y que desde niño ha sido asimilado consciente o, la mayor parte de las veces, inconscientemente; 3.-de la historia personal de pecado, que ha dejado en la persona -alma y cuerpo- muchas huellas de culpa, aún vigentes y condicionantes si no han sido suficientemente borradas por el arrepentimiento y la expiación; y 4.-de la historia personal de gracia recibida, aún pendiente de continuación y desarrollo.

La ascesis del carácter, según esto, viene a coincidir con la del sentido y del espíritu; sin embargo, presenta algunos aspectos particulares que merece la pena señalar.

1.-El carácter es modificable y debe ser modificado -en algunos aspectos, profundamente-. Las vidas de los santos nos muestran la fuerza de la gracia para modificar sorprendentemente el carácter inicial de las personas. La ascesis del carácter resulta en cambio imposible en quien se ve a sí mismo como irreformable: «Genio y figura hasta la sepultura». Así será, si así lo cree.

2.-La persona no debe solidarizarse con su propio carácter, aprobándolo en el fondo. No es raro captar en algunos que confiesan sus debilidades, deficiencias y pecados, una satisfacción y evidente complacencia, es decir, una simpatía cómplice con su propio modo de ser. En tal actitud éstos son incorregibles.

3.-La persona no debe constituir nunca su carácter como principio de pensamiento y acción. Hay que pensar con la cabeza -no con el corazón, el hígado o los pies-: la búsqueda de la verdad que se debe pensar o del bien que se debe hacer está condenada al extravío si la persona se deja condicionar por su modo peculiar de ser. Incluso si el modo en sí no es malo o es indiferente: ser lento o rápido, razonador o intuitivo, organizado o improvisador, inclinado a lo abstracto o a lo concreto. Todo eso da más o menos igual, tendrá ventajas para esto y limitaciones para aquello. Lo que estorba gravemente al hombre para la unión con Dios es «cuando se ase a algún modo suyo, o cualquier otra cosa u obra propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello» (2 S 4,4). Eso es lo que frena y resiste la obra del Espíritu.

El que se cierra a un trabajo o ministerio, a una norma, a un profesor puesto por la Iglesia, alegando simplemente «A mí eso no me va», «Eso es contrario a mi estilo», padece, al menos de modo implícito, dos graves errores: 1.-El carácter es inmodificable, y sería malo hacerse violencia para cambiarlo. 2.-Dios está obligado a mover con su gracia a los hombres ajustándose cuidadosamente al carácter que tienen. Según eso, Teresa de Ahumada, tan vivaz y sociable, puede resistirse con toda razón a Dios si le quiere recluir en un monasterio. Y lo mismo puede -debe- hacer Juan Bautista Vianney, tan inclinado a la soledad penitente del monasterio, si el Señor osa retenerle hasta su muerte en la parroquia de Ars.

4.-El propio carácter no debe ser impuesto a los demás como una norma universal. Esto hace un daño especial cuando la persona tiene autoridad -padre, párroco, maestro-. Este obispo tiene un carácter ordenado y meticuloso, y tiene su diócesis cuadriculada. Este padre de familia aborrece los viajes, y su familia está siempre quieta. Aquel trabaja rápidamente, y cuando colabora con otro que es más lento, es incapaz de moderar su ritmo, haciendo la acomodación conveniente... A nadie impongamos nuestro modo de ser. Estorbaríamos en nosotros y en los demás la acción del Espíritu divino.

San Francisco de Javier, como provincial jesuíta, escribe con gran dureza al padre Cipriano, hombre dominado por su carácter violento: «Siempre usáis de vuestra condición fuerte: todo lo que hacéis por una parte, por otra lo deshacéis. Estáis ya tan acostumbrado a hacer vuestra voluntad que, dondequiera que estáis, con vuestras maneras escandalizáis a todos, y dais a entender a los otros que es condición vuestra ser así fuerte. Quiera Dios que de estas imprudencias algún día hagáis penitencia. Por amor de Dios nuestro Señor os ruego que forcéis vuestra voluntad, y que en lo por venir enmendéis lo pasado, porque no es condición ser así irritable, sino descuido grande que tenéis de Dios y de vuestra conciencia y del amor de los prójimos» (Cta. 113: 6/14-IV-1552).

Necesidad de la mística pasiva

La vida mística es necesaria para la perfección. Ya vimos más arriba que la actividad ascética ejercita las virtudes, por las que el hombre participa de la vida sobrenatural al modo humano. La vida mística, en cambio, se caracteriza por el predominio operativo de los dones del Espíritu Santo, que hacen participar de la vida sobrenatural al modo divino. Pues bien, en la mística pasiva se consuma la obra de la gracia, iniciada y adelantada por la ascesis, pues ésta misma no puede dar la perfección.

«Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para ella» (1 N 3,3). «Por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede [llegar a la unión], hasta que Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente» (7,5; +STh I-II,68,2).

En los «buenos cristianos» quedan vivas no pocas miserias que se resisten a morir. Hay todavía cierta soberbia oculta, con satisfacción de sí y menosprecio de los demás, y más gusto por enseñar que por aprender de otros; y tienen «grandes ansias con Dios por que les quite sus imperfecciones y faltas, más por verse sin la molestia de ellas en paz que por Dios» (1 N 2). Hay avaricia espiritual: no se cansan de leer y oír cosas espirituales, sin tener igual celo para realizarlas; cuando no sienten consuelo espiritual, se desconsuelan mucho (3). Hay lujuria espiritual, movimientos involuntarios de la sensualidad, amistades algo desordenadas, que inquietan la conciencia (4). Hay todavía accesos de ira, de indignación ante vicios ajenos, como si fueran dueños de la virtud (5). Hay gula espiritual, deseo inmoderado de adelanto espiritual, pero aún son «semejantes a los niños, que no se mueven ni obran por razón, sino por el gusto» (6). Hay envidia, poca y poco consciente, pero no querrían que los otros fueran alabados, y a veces deshacen esas alabanzas, disminuyéndolas como pueden; preferirían ser ellos más estimados (7). Hay pereza en la oración y trabajos, y «en lo que ellos no hallan voluntad y gusto, piensan que no es voluntad de Dios, y que, por el contrario, cuando ellos la satisfacen, creen que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, no a sí mismos con Dios» (7,3).

La santificación mística pasiva es necesaria. Ya el hombre no puede psicológicamente, obrando al modo humano, arrancar esas miserias tan arraigadas en el fondo mismo de su personalidad. Pero además no puede ontológicamente lograr de su mano una deificación adquirida: ha de ser Dios mismo quien purifique con su mano el fondo del hombre, y quien consume en él una deificación que ha de ser necesariamente dada. Es el paso de la ascética a la mística, la delicada transición del moverse con el auxilio de la gracia al ser movido por el mismo Dios. En efecto, «hay almas que muy ordinariamente son movidas por Dios en sus operaciones, y ellas no son las que se mueven, según aquello de San Pablo: que «los hijos de Dios», que son éstos, los transformados y unidos en Dios, «son movidos por el Espíritu de Dios» (Rm 8,14)» (3 S 2,16). Así era la vida espiritual de la Virgen María (2,10).

Y como ya vimos, la consumación de la ascética en la mística es normal, entra en la dinámica ordinaria del crecimiento en la gracia. Y es que «es imposible, cuando [la persona] hace lo que es de su parte, que Dios deje de hacer lo que es de la suya en comunicársele, a lo menos en secreto y silencio. Más imposible es esto que dejar de dar el rayo del sol en lugar sereno y descombrado; pues que, así como el sol está madrugando y dando en tu casa para entrar si destapas la ventana, así Dios entrará en el alma vacía y la llenará de bienes divinos. Dios está como el sol sobre las almas para comunicarse a ellas» (Llama 3,46-47).

Mística del sentido

La purificación pasiva del sentido viene producida fundamentalmente por la luz de la contemplación infusa, que comienza a incidir dolorosamente en una persona aún imperfecta para recibirla; por las penas de la vida -trabajos, enfermedades, depresiones, desengaños, «tribulaciones de la carne», esas que San Pablo anunciaba especialmente a los seglares (1 Cor 7,28)-; y también por las tentaciones del demonio, que a estas alturas procura turbar y angustiar el alma que va escapando de su influjo.

Entre los cristianos que viven de verdad su fe «es común y acaece a muchos» (1 N 8,1), pero son «muy pocos los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta» (11,4), pues la mayoría se resiste en la vida espiritual a ir más allá de lo «razonable». Es noche amarga y terrible (8,2), y su duración es variable: depende de que haya más o menos imperfección que purificar en las personas, y también depende del grado de santidad al cual Dios las destina (14,5). En todo caso, «harto tiempo suelen durar en estas sequedades y tentaciones ordinariamente» (14,6). En la gente de vida contemplativa esta gran prueba «comúnmente acaece más en breve después que comienzan que a los demás» (8,4).

Es como una gran crisis por la que necesariamente han de pasar aquellos que, perdiendo ya todo resto de apoyo en sí mismos o en las criaturas -Dios quita estos apoyos-, van a llegar a la unión con Dios por la mística del espíritu. «Cuando más claro a su parecer les luce el sol de los divinos favores, oscuréceles Dios toda esta luz, y así, los deja tan a oscuras, que no saben por dónde ir con el sentido de la imaginación y el discurso» (1 N 8,3).

Algunas señales indican el ingreso en esta noche. 1ª.-El cristiano «así como no halla gusto ni consuelo en las cosas de Dios, tampoco le halla en ninguna de las cosas creadas» (1 N 9,2). Si en éstas tuviera consuelo y en aquéllas no, sería quizá un estado de tibieza espiritual; pero el disgusto es universal. Nótese en esto que un disgusto semejante puede venir de neurosis o perturbaciones psíquicas. No basta, pues, esta señal sola. 2ª.-El cristiano «ordinariamente trae memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios, sino que vuelve atrás, como se ve con aquel sinsabor en las cosas de Dios». No se trata, pues, de tibieza, que sería sin cuidado de Dios; ni de enfermedad psíquica o física, pues en ésta «todo se va en disgusto y estrago del natural, sin estos deseos de servir a Dios que tiene la sequedad purificativa» (9,3); ni será tentación del demonio, pues éste no inspira solicitud por Dios. 3ª.-Tercera señal es «el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación como solía, aunque más haga de su parte» (1 N 9,8; +2 S 13). Mientras imaginación y discurso son posibles, no se deben dejar (2 S 13,2), pero llega un momento en que quedan inertes, por más que el cristiano haga de su parte.

Los cristianos en esta situación espiritual sufren mucho y «no tanto por las sequedades que padecen como por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino. Se fatigan y procuran arrimar con algún gusto las potencias a algún objeto de discurso, pensando ellos que, cuando no hacen esto y se sienten obrar, no se hace nada; lo cual hacen no sin harta desgana y repugnancia interior del alma» (1 N 10,1).

Inmensos bienes trae esta purificación mística y pasiva del sentido (1 N 12-13). El cristiano se hace mucho más humilde y comprende mejor la excelencia inefable de Dios. Se hace más suave con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Aprende a obedecer, ya que se ve tan perdido, y se acuerda más de Dios. Como ya no tiene modo de cebarse en gustos sensibles, ni en lo natural ni en las cosas de Dios, aprende a moverse no por gustos, sino por pura fe y caridad -incluso ya ni sabe lo que le agrada o le desagrada-. Va venciendo la pereza, va saliendo de ser niño que se mueve por el gusto. Le invade en este desierto una extraña paz inalterable, y logra ahora aquella «libertad de espíritu, en la que se van granjeando los doce frutos del Espíritu Santo» (13,11).

Algunos consejos pueden ayudar a quienes, muchas veces sin guías idóneos, han de sufrir esta oscura noche, amarga y desconcertante. 1.-«Paciencia, no teniendo pena; confíen en Dios, que no deja a los que con sencillo y recto corazón le buscan, ni les dejará de dar lo necesario para el camino» (1 N 10,3). 2.-«No se den nada por el discurso y meditación [ni en la oración ni en la vida ordinaria], pues ya no es tiempo de eso, sino que dejen estar el alma en sosiego y quietud, aunque les parezca claro que no hacen nada y que pierden el tiempo, que harto harán en tener paciencia en perseverar en la oración sin hacer ellos nada» (10,4).

Mística del espíritu

La santificación pasiva del espíritu es necesaria para la consumación de la obra de la gracia, pues «la purificación [pasiva] del sentido sólo es puerta y principio para la del espíritu; más sirve para acomodar el sentido al espíritu que para unir el espíritu con Dios» (2 N 2,1). Sin la vida mística del espíritu ni siquiera el sentido queda totalmente purificado, «porque todas las imperfecciones y desórdenes de la parte sensitiva tiene su fuerza y raíz en el espíritu, donde se sujetan todos los hábitos buenos y malos. De donde en esta noche (pasiva del espíritu) se purifican entrambas partes», sentido y espíritu (3,1-2).

Hecha ya la purificación pasiva del sentido, «suele pasar harto tiempo y años, en que, salida el alma del estado de principiantes, se ejercita en el de los aprovechados: en el cual, así como el que salido de una estrecha cárcel, anda en las cosas de Dios con mucha más anchura y satisfacción del alma. Aunque, como no está bien hecha la purificación del alma -porque le falta la principal parte, que es la del espíritu-, nunca le faltan a veces algunas necesidades, sequedades, tinieblas y aprietos, a veces mucho más intensos que los pasados, que son como presagios y mensajeros de la noche venidera del espíritu; aunque no son éstos durables, como será la noche que espera» (2 N 1,1).

El cristiano sufre mucho en «esta tempestuosa y horrenda noche» pasiva del espíritu (2 N 7,3). «Siéntese el alma tan impura y miserable, que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha contraria a Dios» (5,5). Es un «sentirse sin Dios, y castigada y arrojada e indigna de él, y que está enojado» (6,2). «En esto humilla Dios mucho al alma para ensalzarla mucho después, y, si él no ordenase que estos sentimientos, cuando se avivan en el alma, se adormeciesen pronto, moriría muy en breves días. Mas son interpolados los ratos en que se siente su íntima viveza, la cual se siente tan a lo vivo, que le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición» (6,6). «No halla consuelo ni arrimo en ninguna doctrina ni maestro; puede el alma tan poco en este puesto, como el que tienen aprisionado en una oscura mazmorra atado de pies y manos» (7,3). Y si esta purificación «ha de ser algo de veras, dura algunos años, puesto que en estos medios hay interpolaciones de alivios, en que por dispensación de Dios, dejando esta contemplación oscura de embestir en forma y modo purificativo, embiste iluminativa y amorosamente» (7,4).

Inmensos bienes trae consigo la mística del espíritu: La abnegación total de la persona: «desasida de lo exterior, desposesionada de lo interior, desapropiada de las cosas de Dios, ni lo próspero la detiene ni lo adverso la impide» (Dichos 124). La lucidez espiritual: «En esta oscura luz espiritual de que está embestida el alma, cuando tiene en qué reverberar, esto es, cuando se ofrece alguna cosa que entender espiritual y de perfección o de imperfección -por mínimo átomo que sea, o juicio de lo que es falso o verdadero-, luego la ve y entiende mucho más claramente que antes que estuviese en estas oscuridades» (2 N 8,4). Queda así el alma purificada de sus miserias «más incurables» (2,4). Queda dispuesta el alma para ser «llevada a la divina unión» (1,1). Y la fuerza y causa de este sagrado crecimiento ha sido el amor. Y es que ya los gustos los ha recogido Dios de tal modo «que no pueden gustar de cosa que ellos quieran. Todo lo cual hace Dios a fin de que, apartándolos y recogiéndolos todos para sí, tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios, que por este medio purificativo le comienza ya a dar, en que el alma ha de amar con gran fuerza de todas las fuerzas y apetitos espirituales y sensitivos del alma» (11,3).

La mística del espíritu es sumamente pasiva, y el místico ha de decir: «Salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios» (2 N 4,2). Se va a consumar la perfecta transformación del hombre carnal en hombre espiritual, y es Dios mismo quien enciende al hombre como llama de amor viva. «Dios obra en el alma como se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene;... y finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle hermoso como el mismo fuego» (2 N 10,1).

Los que conciben la santidad cristiana como un perfeccionamiento ético asequible a las fuerzas humanas, no saben de qué va la cosa. La santidad es deificación que sólo Dios puede obrar y consumar en el hombre, «apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo (lo cual nunca el alma por sí misma pudiera conseguir), haciéndola Dios desfallecer y desnudar en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnudada y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios, divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo celestial y más divina que humana» (2 N 13,11).

5. El mundo

Z. Alszeghy, fuite du monde, DSp 5 (1964) 1575-1605; J. Daniélou, L’oraison, problème politique, París, Fayard 1965; J. M. Iraburu, De Cristo o del mundo, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1997; N. Iung, respect humain, Dictionnaire de théologie catholique, París 13 (1937) 2461-2466; M. Ruiz Jurado, El concepto de mundo en los tres primeros siglos de la Iglesia, «Estudios Eclesiásticos» 51 (1976) 79-94; J. Saward, Dieu a la folie. Histoire des saints fous pour le Christ, París, Seuil 1983; C. Spicq, Vida cristiana y peregrinación según el NT, BAC 393 (1977).

Sobre la psicología social: Hay muchos manuales, como los de A. Aronson, S. A. Asch, E. P. Hollander, O. Klineberg, P. Lersch, T. M. Newcomb. Indicaremos especialmente AA.VV., L’homme manipulé, Univ. des Sciences humaines, Estrasburgo 1974; G. Le Bon, Psychologie des foules, París 1947; H. C. Lindgren, Introducción a la psicología social, México, Trillas 1973; L. Mann, Elementos de psicología social, México, Limusa-Wiley 1972; J. Stoetzel, Psicología social, Alcoy, Marfil 1975; S. Tchakhotine, Le viol des foules par la propagande politique, París 1952.

Sobre el martirio: P. Allard, El martirio, Madrid, Fax 1943; G. Bardy, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Desclée de B. 1961; C. Miglioranza, Actas de los mártires, B. Aires, Paulinas 1986; C. Noce, Il martirio, Roma, Studium 1987; D. Ruiz Bueno, Actas de los mártires, BAC 75 (1962); J. Zeiller, La vie chrétienne aux deux premiers siecles, en Histoire de l’Eglise, dir. Fliche-Martin, París 1941,I, 259-278.

Catecismo (407-409).

En el mundo, sin ser del mundo

Cristo, estando en el mundo, afirmó no ser del mundo, distinguiéndose de los que le escuchaban: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn 8,23). Más aún, se declaró a sí mismo vencedor de un mundo hostil: «Yo he vencido al mundo» (16,33). Pues bien, también los cristianos hemos de vivir en el mundo sin ser del mundo (15,18; 17,6-19). Si fuésemos del mundo, el mundo nos amaría como a cosa suya; pero como no somos del mundo, sino del Reino, por eso el mundo nos aborrece (15,19). Y también nosotros, en Cristo, podemos declararnos vencedores del mundo: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1 Jn 5,4).

Pero precisemos qué se entiende por «mundo» en el lenguaje cristiano derivado de la Biblia, y hagámoslo con la ayuda del magisterio de Pablo VI (23-II-1977):

Mundo-cosmos: «La palabra mundo asume en el lenguaje escrito significados muy distintos, como el de cosmos, de creación, de obra de Dios, significado magnífico para la admiración, el estudio, la conquista del hombre» (Sab 11,25; Rm 1,20).

Mundo-pecador: Otro sentido es «el de la humanidad; el mundo puede significar el género humano tan amado de Dios, hasta el extremo de que el mismo Dios se ocupó de su salvación (Jn 3,16), de su elevación a un nivel de inefable asociación del hombre a la vida misma de Dios». Esta es, quizá, la acepción más usada en el concilio Vaticano II (por ejemplo, GS 2b).

Mundo-enemigo: «Y finalmente la palabra mundo, tanto en el Nuevo Testamento como en la literatura ascética cristiana, adquiere frecuentemente un significado funesto, y negativo hasta el punto de referirse al dominio del Diablo sobre la tierra y sobre los mismos hombres, dominados, tentados y arruinados por el Espíritu del mal, llamado «Príncipe de este mundo» (Jn 14,30; 16,11; Ef 6,12). El mundo, en este sentido peyorativo, sigue significando la Humanidad, o mejor, la parte de Humanidad que rechaza la luz de Cristo, que vive en el pecado (Rm 5,12-13), y que concibe la vida presente con criterios contrarios a la ley de Dios, a la fe, al Evangelio (1 Jn 2,15-17)».

Según esto, el cristiano ha de vivir en el mundo-cosmos, ha de amar al mundo-pecador, sin hacerse su cómplice, guardándose libre de él en criterios y costumbres, y ha de vencer al mundo-enemigo del Reino.

El influjo del medio sobre el individuo

El hombre carnal depende muchísimo del mundo en que vive. Puede decirse que vive casi completamente sujeto a él, sin saberlo, en sus modos de pensar, sentir, hablar y hacer. Esto siempre lo han sabido y enseñado los maestros espirituales cristianos -y muchos no cristianos-. Así San Pablo decía: «Mientras fuimos niños, vivíamos esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3; +Col 2,8. 20). Pero hoy podemos conocer y expresar mejor ese hecho -la dependencia individual del medio- con la ayuda de la psicología social. Citaremos, pues, en síntesis, algunos experimentos científicamente realizados, que pueden verse referidos más detalladamente en las obras que hemos citado sobre esta ciencia.

Percepciones. -El deseo de agradar, de coincidir, de recibir aprobación social, el miedo a disentir de los otros, a enfrentarse con ellos, puede condicionar muy eficazmente al individuo, afectando a sus mismas percepciones.

Veamos un experimento clásico. Siete personas eran reunidas en una sala que tenía dos carteles. Uno con una línea, otro con tres. Se trataba de discernir a cuál de estas tres líneas era igual la primera. El sujeto, como se comprobó en experimentos previos, probado a solas, acertaba siempre. Pero el investigador dispuso una situación experimental nueva, en la que un individuo (ingenuo) había de enfrentar su opinión (verdadera) con la opinión unánime (falsa) de otros seis sujetos (cómplices del investigador). ¿Qué haría? ¿Quedarse aislado con su percepción verdadera, o mantenerse agrupado, a costa de expresar -o incluso de percibir- una estimación visual errónea? La prueba tuvo muchos sujetos y numerosas variantes. El resultado global vino a ser éste: La 1/2 de los probados se sometió al grupo en un 25% de pruebas; 1/4 parte se sometió en un 75% de casos; y sólo 1/4 mantuvo su percepción y juicio, sin someterse nunca. Es significativo que si el sujeto hallaba en el grupo otro sujeto ingenuo, con el que coincidía en la verdad, el índice de sometimiento descendía notablemente (S. A. Asch 1956).

Criterios.-Enfrentado el hombre a estímulos ambiguos y poco conocidos -aprendiz que entra en un taller, universitario de primer curso, emigrante en país extraño-, tiende a buscar orientación en el grupo, mira de reojo a los lados, y se atiene a lo que ve establecido y es usual. Esta socialización o masificación va configurando eficacísimamente la mente del hombre, desde que ingresa en el mundo hasta que muere, pasando por una serie de situaciones, problemas y asuntos sucesivamente cambiantes. Como es obvio, los influjos recibidos unas veces favorecerán la formación de criterios verdaderos (por ejemplo, «hay que trabajar»), otras veces inculcarán convencimientos falsos («cuantos menos hijos mejor»).

En Francia los jóvenes de 15-20 años estiman como número ideal de hijos: ninguno, un 8%; uno, 10%; dos, 42%; tres, 31%; cuatro o más, ninguno; sin opinión, 9% (Encuesta SOFRES-L’Express 10-XI-1975). ¿Qué pensarán de este tema los jóvenes matrimonios cristianos que se formen en este ambiente? Si son cristianos carnales, estarán «esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3), y pensarán-obrarán como todos. Sólamente si son cristianos espirituales, tendrán fe iluminada y libertad del mundo para pensar y obrar en este tema según convenga, según Dios quiera. Pero, como sabemos, los cristianos espirituales, es decir, los cristianos plenamente libres del mundo, son muy pocos.

Conducta. -El comportamiento individual se ve constantemente afectado por la aprobación social, que refuerza ciertas pautas conductuales, y por la reprobación social, que aleja otras. Esta presión de la sociedad sobre el individuo se asemeja a la presión atmosférica: actúa sobre la persona siempre, desde su nacimiento, y por eso mismo no se advierte su influjo.

Veámoslo en un caso trivial, pero tengamos en cuenta que el mismo mecanismo se produce en las cuestiones más graves. En una residencia de señoritas un investigador hizo que algunas de ellas -colaboradoras suyas- elogiaran un día a todas las muchachas vestidas de azul, que eran un 25%: «Qué bien te sienta el azul». A los cinco días del tratamiento elogioso, el porcentaje del azul se alzó en un 35% (A. D. Calvin 1962).

Interpretación individual por comparación social. -El influjo de los otros es tan fuerte sobre el individuo que éste llega a interpretar sus propias experiencias, sobre todo cuando son ambiguas, por comparación social. Y en realidad son muy frecuentes las situaciones vitales en las que la persona no sabe qué pensar. Pues bien, la carencia de una respuesta personal segura se soluciona por referencia social a otra persona, o a la mayoría, o a un grupo de referencia caracterizado.

Un grupo de voluntarios fue requerido para experimentar en ellos los efectos que ciertas vitaminas causaban en la visión. En realidad se les inyectaba adrenalina. Cada sujeto esperaba en una sala los efectos durante un tiempo. Aislado, se sentía raro, sin discernir bien sus sensaciones. Le introducían entonces un compañero (un colaborador del investigador) que daba expresivas muestras de euforia (o decaimiento, o agresividad, etc.). Se pudo comprobar que los sujetos probados tendían a apropiarse la reacción fisiológica de su compañero visitante, aunque no en grado tan intenso (S. Schachter-J. E. Singer 1962).

Roles. -Los individuos suelen asumir ciertas pautas conductuales -de maestro, padre, novia, sacerdote, etc.- que la sociedad les da ya hechas. Y es natural que así sea, pues el individuo no puede pensar toda su vida partiendo de cero, sino que se ve en la necesidad, en parte positiva, de atenerse a una tradición. Ahora bien, fácilmente se podrá advertir el peligro que esto implica para la libertad de la persona y para la honestidad moral. La aceptación acrítica de un rol social suele conducir a la mediocridad o a la maldad. Esto es tan obvio que ni siquiera requiere ilustraciones concretas.

Expectativas. -De un modo semejante, la psicología social habla de las expectativas como de normas conductuales que la sociedad espera de sus miembros y que les inculca desde niños.

En cierta cultura se espera que la muerte de un familiar sea aguantada con estoicismo sereno; en otra se espera que todos lloren a gritos y que las mujeres se desmayen y tengan que ser asistidas. La aprobación y reprobación sociales vigilan con cuidado el cumplimiento de tales expectativas, que normalmente se cumplen.

Necesidades. -Las necesidades físicas y espirituales son para el hombre objetivos dinamizadores de su esfuerzo vital. Hay necesidades físicas (como las calorías para subsistir) que apenas quedan sujetas a condicionamiento real. Pero las demás sí lo están, y en gran medida. Hay necesidades psico-físicas (como la cantidad de metros cuadrados de una vivienda para estar a gusto) que se ven enormemente condicionadas por el medio. Y lo mismo sucede con aquellas necesidades que son más estrictamente psíquicas (necesidad de conservar lo viejo, de adquirir lo nuevo, de no meterse en nada, de participar en todo, etc.). Todas estas necesidades personales y familiares varían mucho de una cultura a otra, de una a otra época o ambiente social.

Estos hechos deben dar mucho que pensar a los cristianos. Ellos han sido llamados por Dios para ser «hombres nuevos» (Col 3,10; Ef 2,15). Pero ¿cómo podrán colaborar con el Espíritu Santo, que quiere y puede renovarlo todo, si permanecen atados por lazos invisibles en sus modos de pensar, sentir, decir y hacer? La adhesión del individuo al grupo suele ser mayor que la que tiene hacia sí mismo, hacia sus ideales personales. ¿Cómo esta realidad amenaza la existencia cristiana genuina? El mecanismo social de la aprobación y la reprobación muestra una implacable eficacia. ¿Cómo un cristiano podrá vivir el Evangelio si desea en este mundo éxitos y teme consiguientemente sufrir fracasos?

Por otra parte ¡qué indecible la fuerza de los medios de comunicación social para inculcar en la masa ciertos criterios de pensamiento o pautas de conducta! Ellos tienen poder para valorar una línea y burlarse de otra hasta desprestigiarla, y pueden conseguir que los clientes que se someten a su influjo piensen y actúen como ellos quieren. En fin, ¿qué expectativas y necesidades debe el cristiano asumir en el espacio histórico donde Dios le ha puesto para vivir y renovar la vida del mundo? ¿Hasta qué punto el cristiano, llevado por un noble deseo de encarnación e inculturación del Evangelio, deberá aceptar los roles sociales, tal como están configurados en su ambiente? ¿Tendrá el cristiano suficiente libertad del mundo para pensar y actuar desde la suprema originalidad del Evangelio? ¿Tendrá en el Espíritu fuerza creativa suficiente para ser de verdad disidente del mundo?

Los influjos sociales se reciben inconscientemente

Las personas no suelen sentirse cautivas del mundo, aunque de hecho lo estén. Normalmente creen que sus convicciones y conductas parten de opciones personales, conscientes y libres. Pero esto queda muy lejos de la realidad. El mundo, con múltiples y eficacísimos medios, moldea los sentimientos, pensamientos, conductas y actitudes de los hombres carnales, los cuales con toda razón son llamados en el evangelio «hijos de este siglo» (Lc 16,8). Los lazos invisibles del mundo son suaves, y tan sutiles y constantes, que no suelen ser sentidos como ataduras. Es como un preso que estuviera contento atado en su rincón, y experimentara sus argollas como si fueran pulseras preciosas. Sólamente quienes intentan liberarse del mundo, saliendo del rincón donde están sujetos, experimentan hasta qué punto esas pulseras son realmente argollas, y esos lazos forman una malla férrea, que no es posible romper sin el auxilio de la gracia de Cristo. El es el único que ha vencido al mundo, y que puede transmitir a su fieles el poder de esta victoria.

Por otra parte, hay una diferencia muy importante: así como el influjo benéfico de Cristo sólo puede ser recibido por una conciencia sumamente alerta y vigilante, y mediante actos muy personales e intensos, los influjos maléficos del mundo se reciben tanto más cuanto la persona es menos consciente y libre, menos dueña de sí, y está más abandonada a los pensamientos de moda y a las costumbres vigentes. Ésta se deja llevar, en tanto que aquélla, con el auxilio divino, trabaja intensamente para no conformarse a este mundo y renovarse por la transformación de la mente según Cristo (Rm 12,2).

Conformismo, rebeldía e independencia

Los hijos del siglo no tienen más cuadro de referencia que este mundo, pues no tienen la fe que les daría la intuición inefable del mundo celestial. Es cierto que lecturas, viajes, conocimientos históricos, pueden ampliar en ellos el marco de visión, pero dentro de ciertos límites que sólo por la fe pueden ser superados. Los hijos del siglo, inevitablemente, tienen sus ojos siempre puestos en las cosas temporales y visibles (2 Cor 4,18; Flp 3,19).

Pues bien, ante este mundo presente, que cambia y pasa (1 Cor 7,31), el hombre carnal va desde el conformismo extremo a la radical rebeldía inconformista, en una gama amplia de actitudes posibles; pero, sin el auxilio de Cristo, no alcanza la verdadera independencia, la perfecta y creativa libertad del mundo; al menos no puede alcanzarla de modo integral y durable.

Por temperamento o educación, por oportunismo o simple moda, el hombre carnal -sin dejar de ser hijo del siglo- se afilia al conformismo o a la rebeldía. Y en el fondo las dos posturas se asemejan mucho: ambas son gregarias, y están formuladas automáticamente -sin elaboración consciente-, en forma reactiva de aceptación o de rechazo, en referencia a un cuadro social exterior. El inconformismo es tal sólamente en referencia a un marco social, pero es al mismo tiempo conformismo en relación a otro cuadro social -con frecuencia sumamente uniforme: blousons noirs, hippies, etc.-. Eso explica, concretamente, que al paso de los años sea tan suave, tan poco traumático, el paso de la rebeldía juvenil al conformismo de los adultos ya instalados, con familia y en zapatillas caseras.

Sólo en la independencia hay verdadera libertad del mundo. La independencia no actúa por adhesión o rechazo del medio social, es decir, no se configura por referencia positiva o negativa al mundo presente, sino que nace desde el ser, busca la verdad, acepta o rechaza con sentido crítico las realidades presentes, pero, sobre todo, no fija sus ojos en las cosas visibles, que son temporales, sino en las invisibles, que son eternas (2 Cor 4,18).

En términos de psicología: El hombre normal, maduro, sano, vive con fidelidad a su propio ser -que es su norma-. El hombre corriente está lejos de ser fiel a su ser, pero está adaptado al medio social -que es falso-. Por último, el hombre neurótico no se adapta ni a su ser ni al medio. En este sentido, el normal es independiente, el corriente es conformista, y el neurótico es rebelde. Hay, al menos, cierta correspondencia entre estos tipos. El cristiano debe ser un hombre normal e independiente.

La moda cambia

El hombre carnal sigue la moda, que es siempre cambiante, pues se apoya en valores parciales. Los valores temporales son congenitamente incompletos; no pueden satisfacer del todo, establemente, porque son limitados: acentúan unos aspectos y olvidan otros. Por eso cansan y producen tedio y desengaño con el tiempo. Y por eso las modas cambian, no pueden menos de ir cambiando: ninguna es tolerable para siempre.

Todo lo temporal está sujeto a la ley cambiante de la moda: y así se pasa del autoritarismo al liberalismo permisivo, del racionalismo al irracionalismo, del legalismo al antijuridicismo, de la falda larga a la corta. Se alternan y se desplazan delicadamente el tipo permanente y otro, opuesto, aberrante y provocativo: el poder y la oposición; la cintura se alza o se baja, y finalmente «vuelve la cintura en su sitio». Lo único permanente en la moda es la adoración de lo presente (hodiernismo). El presente, obviamente, es lo que vale: «La moda de ayer es ridícula y fea; la de mañana, tal como se anuncia, es incómoda y absurda; sólo la de hoy está bien» (Stoetzel 238).

Y el hombre mundano sigue la moda, la que sea. Se entusiasma, por ejemplo, con los regímenes autoritarios cuando/porque están de moda, y se hace permisivo y demócrata «de toda la vida» cuando/porque estas tendencias son impuestas por la moda. Nadie acuse de inconstancia a este hombre, pues siempre ha sido estrictamente fiel a su principio único: es preciso seguir incondicionalmente los vientos de la época. ¿Puede haber algo más constante que la veleta?

La necesidad de afiliación social

El individuo siente una gran necesidad de afiliación social, quiere volver, como diría un psicoanalista, a verse acogido en el grato seno materno. Cada sociedad presenta al individuo un completo cuadro de referencia, para que en él configure su mente y su conducta. Esta socialización o asimilación del individuo a la sociedad comienza en la cuna y la familia, y sigue en la escuela, el taller, la televisión y la calle. En todo momento el mundo catequiza a sus hijos, enseñándoles qué deben pensar y hacer en cada circunstancia, reforzando con premios a quienes guardan ciertas actitudes, y reprobando eficazmente a los disidentes.

Esta socialización es, claro está, ambivalente. Por una parte ayuda al individuo, da estabilidad a sus actitudes, le hace heredar una tradición, le da ocasión de concerse a sí mismo y de manifestarse a los otros, le estimula con medios y orientaciones. Pero, por otra parte, la intensa afiliación social impide la verdadera vida personal y el acceso a los más altos valores. En efecto, cuando la persona se remite completamente a lo mayoritario o a su grupo de referencia, no vive ya desde sí misma, sino desde lo colectivo, y cae inevitablemente en lo malo o al menos en lo mediocre. Y tal afiliación social se hace aún más ambigua cuando se produce en un grupo de fuerte cohesión interna, en cual el individuo queda -quizá gozosamente- atrapado.

El aislamiento, en cambio, deja al hombre en una situación excesivamente conflictiva y difícil, sin soluciones establecidas, desprovisto de los datos, medios y estímulos que la sociedad ofrece al individuo. Difícil es que el hombre desarrolle su libertad en el aislamiento sin una afiliación social suficiente. Una vez más comprobamos que la verdad integral exige una síntesis de extremos aparentemente contrapuestos, un equilibrio, un discernimiento consciente y libre.

El hombre carnal es el más ávido de afiliación social, pues es quien más desea el éxito en el mundo, y quien más teme su reprobación. Incluso llega con frecuencia a una aberración suma: se estima a sí mismo según la estima del mundo. Es el caso de un pintor que no estima su propia obra porque no tiene venta (Van Gogh, en cambio, siguió fiel a su pintura, en medio de grandes miserias, aunque sólo logró vender un cuadro). Es el caso del sacerdote que pierde la estima de su ministerio, y lo abandona, porque no recibe suficiente aprobación social (Jesús, aunque fue socialmente rechazado, no abandonó su misión, y la consumó en la cruz). La cosa es clara: el hombre que no se estima a sí mismo en función de valores absolutos, sino según la estimación social, es capaz de las bajezas más lamentables.

En fin, profetas judíos, ascetas orientales, maestros cristianos, filósofos modernos, psicólogos y sociólogos, todos, desde perspectivas muy distintas, confirman la mundanidad del hombre carnal, es decir, del hombre no liberado del mundo por el Espíritu. Si el hombre no se arraiga profundamente en la Verdad que transciende el tiempo, no puede menos de verse atrapado por el mundo. «Apenas un diez por ciento de hombres son capaces de resistir a la técnica de la propaganda afectiva; un noventa por ciento sucumben a la violación psíquica» (Tchakhotine 549).

 

La libertad del mundo en la Biblia

Así las cosas, se entiende que si Dios quiere hacer hombres realmente nuevos, habrá de liberarlos primero de «los elementos del mundo» que les esclavizan (Gál 4,3). Los cristianos somos santificados (Jn 17,17-19) por la introducción en la esfera divina de lo santo -el Padre es santo (17,11), el Hijo es santo (10,36), el Espíritu es santo (14,26)-, que se contrapone a la esfera del mundo, el cual no es santo. De este modo los cristianos, al ser santificados por Dios, somos desmundanizados. Es decir, «a la desmundanización corresponde en términos positivos participar en la santidad de Dios», escribe J. M. Casabó en La teología moral en San Juan, y añade: «Se comprende que, en plena consonancia con el Antiguo Testamento, esta designación pertenezca al nivel óntico antes que al ético» (Madrid, Fax 1970, 228-229).

Pues bien, la sagrada Escritura enseña que esa desmundanización ontológica posibilita y exige una desmundanización psicológica y moral. La Revelación divina que ilumina al profeta y al apóstol los hace extrañarse del mundo, al que son enviados para proponer unos pensamientos y caminos de Dios, distintos a los pensamientos y caminos de los hombres (Is 55,8). Esto implica un enfrentamiento, y también un peligro muy grave para el enviado por Dios; y es previsible que se verá tentado de callar para evitar sufrimientos (Jer 20,7-9). Por eso Yavé le dice a su profeta: «Todos se volverán a ti, no serás tú quien te vuelvas a ellos» (15,19); «no te quiebres ante ellos, no sea que yo a su vista te quebrante a ti» (1,17). San Pablo declara valientemente: «Yo no me avergüenzo del Evangelio» (Rm 1,16), y exhorta a su colaborador apostólico: «No te averguences jamás del testimonio de nuestro Señor» (2 Tim 1,8; +1,16).

Pero no sólo profetas y apóstoles, todo el Pueblo de Dios debe extrañarse del mundo, debe salir de Egipto, o si se quiere, debe volver a Jerusalén desde el exilio mundano: «Partid, partid, salid de ahí» (Is 52,11). El Pueblo elegido es purificado del mundo durante largos años en el desierto. La Iglesia sabe bien que, aun estando en el mundo, no pertenece a su orden, es extraña a su régimen, y forma así un pueblo peregrino, que vive en el mundo como forastero (1 Pe 2,11).

De ahí las exhortaciones del Apóstol: «No os hagáis siervos de los hombres» (1 Cor 7,23). «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué parte del creyente con el infiel?» (2 Cor 6,14-18). «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente» según Dios (Rm 12,2). Así como la santificación aparece en la Biblia como desmundanización, el pecado del Pueblo de Dios será la mundanización de su mente y su conducta. «Emparentaron con los gentiles, imitaron sus costumbres, adoraron sus ídolos, cayeron en sus lazos» (Sal 105, 35-36). «Siguieron las costumbres de las gentes. Se fueron tras las vanidades y cayeron así ellos mismos en la vanidad, como los pueblos que los rodeaban, y a quienes Yavé les había prohibido imitar» (2 Re 17,8. 15).

La libertad del mundo en la antigüedad cristiana

La relación de los primeros cristianos con el mundo es muy dura. Puede decirse que «hasta la paz de Milán (313), la opinión pública, tomada en su conjunto, es radicalmente hostil al cristianismo, y opone a las conversiones un formidable obstáculo que muchos no están dispuestos a franquear. Sin embargo, se puede desafiar a la opinión y aceptar el situarse aparte, el vivir al margen de la sociedad; se puede, al menos, tratar de hacerlo. ¿Aceptan los cristianos esta situación de exilados voluntarios en el interior de su propia patria?... Hay que elegir entre el mundo y Dios. Todo candidato a la conversión se ve puesto en la alternativa» (Bardy 274, 276).

El odio del mundo antiguo a los cristianos, ya anunciado por Jesús (Jn 15,18s), viene claramente atestiguado por los autores de la época. De una obra de Celso, autor pagano del siglo II, entresacamos algunos textos sobre los cristianos: «Tienen razonamientos idiotas, propios para la turba, y no hay hombre inteligente que los crea. El maestro cristiano busca a los insensatos. Yo los compararía a una sarta de murciélagos, o a hormigas que salen de sus agujeros, o a ranas que tienen sus sesiones al borde de una charca, o a gusanos que allá en el rincón de un barrizal celebran sus juntas y se ponen a discutir quiénes de ellos son más pecadores» (Discurso verídico). Según el autor cristiano Minucio Félix (siglos II-III), los fieles eran vistos así: «Hombres de una secta incorregible, ilícita, desesperada. Una caterva de gentes de las más ignorantes, reclutadas de la hez del pueblo, y de mujeres crédulas, fáciles a la seducción por la debilidad de su sexo. Raza taimada y enemiga de la luz, muda a la luz del día, habladora en los rincones solitarios. ¿Por qué no hablan jamás en público, ni jamás se reunen libremente, si lo que honran con tanto misterio no es punible y vergonzoso?» (Octavius VIII,3-4; X,2).

Otros autores cristianos, como Tertuliano (160-250), dan testimonio del mismo aborrecimiento social: «La mayor parte odian tan ciegamente el nombre de cristiano que no pueden rendir a un cristiano un testimonio favorable sin atraerse el reproche de llevar dicho nombre: «Es un hombre de bien este Cayo Seyo, dice uno; ¡lástima que sea cristiano!». Y otro dice: «Me extraña que Lucio, un hombre tan ilustrado, se haya hecho súbitamente cristiano»» (ML 1,280).

Los mártires marcan el punto de mayor tensión entre evangelio y mundo. Ellos han de elegir entre Cristo y el mundo, y han de hacerlo bajo la presión de los jueces, que unas veces amenazan, y otras halagan y solicitan: «Te aconsejo que cambies de sentir y veneres a los mismos dioses que nosotros, los hombres todos, adoramos, y vivas con nosotros» (Martirio de San Apolonio 13). Pero lejos de ceder, los mártires se ríen de los ídolos que el mundo adora: «Pecan los hombres envilecidos cuando adoran lo que sólo consta de figura, un frío pulimento de piedra, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué necedad semejante engaño! Los atenienses, hasta el día de hoy, adoran el cráneo de un buey de bronce» (ib. 16-17). Desprecian públicamente los ídolos que el mundo venera, siguiendo en esto la tradición de los profetas (1 Re 18,18-29; Is 41,6s; 44,9-20; Jer 10,3s; Os 8,4-8; Am 5,26). Y esto produce en unos paganos conversión, y en otros un odio más profundo.

Los cristianos de Viena y Lión cuentan: «No sólo se nos cerraban todas las puertas, sino que se nos excluía de los baños y de la plaza pública, y aun se llegó a prohibir que apareciera nadie de nosotros en lugar alguno» (Eusebio, Hª Eclesiástica V,1,5). ¡No era difícil para estos cristianos sentirse en el mundo como «extranjeros y forasteros»! (1 Pe 2,11). Esa conciencia es expresada con frecuencia en los saludos iniciales de las antiguas cartas: «La Iglesia de Dios, que habita como forastera en Roma, a la Iglesia de Dios, que habita como forastera en Corinto» (1 Clemente). «Los siervos de Cristo, que habitan como forasteros en Viena y Lión de la Galia...» (Hª Eclesiástica V,1,3).

El cristiano primero bien pudo comprender y hacer suya la frase de S.Pablo: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). «El convertido se sitúa al margen del mundo, en el que, sin embargo, se ve obligado a vivir: la opinión pública le condena, las instituciones y las costumbres lo excluyen» (Bardy 268). Y no es que ellos se auto-marginen, no. Como dice Tertuliano, «hemos llenado todo, los campos, las tribus, las decurias, los palacios, el senado, el foro» (ML 1,462-463). Aunque en algunos aspectos de la vida esa auto-marginación se hacía inevitable: «La estrecha unión, en el antiguo Estado, de la actividad cívica y de las expresiones religiosas inaceptables para los adoradores del Dios único, o de costumbres que la moral del Evangelio reprueba, como los combates del circo, obligaban a los cristianos a renunciar a una parte de la vida social; les ponía en cierta medida al margen de la ciudad» (Zeiller 398). En ocasiones la misma Iglesia prohibe o desaconseja a los catecúmenos ciertas profesiones (Traditio apostolica 11, en la Roma de principios del siglo III).

Otros documentos de la época dan una visión del conflicto más matizada. San Ignacio de Antioquía recomienda: «Mostrémonos hermanos suyos por nuestra amabilidad, pero imitar, sólo hemos de esforzarnos por imitar al Señor» (Efesios 10,3). De modo semejante dice Tertuliano: «Es lícito vivir con los paganos, pero no se puede participar de sus costumbres. Vivamos con todos, alegrémonos con ellos en la comunidad de naturaleza, no de superstición. Somos iguales en cuanto al alma, no en cuanto a la disciplina. Compartimos con ellos la posesión del mundo, no del error» (ML 1,682). En fin, uno de los texto más bellos de la antigüedad sobre este tema lo hallamos en el Discurso a Diogneto (V-VI,1), de finales del siglo II, donde se dice que, en medio del mosaico étnico-religioso del Imperio, «los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres, sino que habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extranjera. Se casan como todos, como todos engendran hijos, pero ellos no exponen [abandonan] los que nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman, y por todos son perseguidos. Pero para decirlo brevemente: lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo».

La Iglesia hoy es perseguida por el mundo, especialmente en los países ricos descristianizados, tan duramente como en los primeros siglos, no en forma sangrienta, sino de un modo cultural y político, mucho más eficaz. Por eso los rasgos martiriales que caracterizaron en sus comienzos la vida cristiana vuelven hoy a marcar el sello de la cruz en los discípulos de Cristo. Es la persecución de siempre, la anunciada por Jesús: «Todos os odiarán por causa de mi nombre» (Lc 21,17).

El bautismo: apotaxis y syntaxis

La estructura misma del rito litúrgico expresa con fuerza que el bautismo es romper con Satanás y su mundo (apotaxis) y adherirse a Cristo y a su Iglesia (syntaxis). Veamos, por ejemplo, una renuncia bautismal de San Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV: «Yo renuncio a ti, Satanás, y a todas tus pompas y a todo tu culto. La pompa de Satán es la pasión del teatro, son las carreras de caballos en el hipódromo, los juegos circenses y toda vanidad semejante. Igualmente, todo lo que se suele exponer en las fiestas de los ídolos, como carnes, panes u otras cosas contaminadas por la invocación de los demonios impuros» (MG 33, 1068-1072). Advertía J. Daniélou que esos espectáculos aludidos «forman parte de la pompa diaboli en cuanto que llevan consigo actos cultuales que los convierten en manifestaciones de idolatría. Pero, con la desaparición de la idolatría, el acento fue recayendo sobre la inmoralidad de los espectáculos» (Sacramentos y culto según los SS.PP., Madrid, Guadarrama 1962, 50).

Esta renuncia cristiana al mundo, que se mantiene hoy también en el bautismo, tiene, por supuesto, un carácter espititual. Es el sentido que ya le daba Orígenes: «Debemos salir de Egipto, debemos dejar el mundo, si queremos servir al Señor. Y digo que debemos dejarlo no en un sentido local, sino espiritualmente» (SChr 16,108). La ruptura del cristiano con el mundo en el bautismo expresa que el Espíritu nuevo recibido por el bautizado requiere una vida nueva, muy distinta al estilo de la vieja, que ya no vale: «No se echa el vino nuevo en cueros viejos, sino que se echa el vino nuevo en cueros nuevos, y así el uno y los otros se preservan» (Mt 9,17).

San Pablo expresa así la ruptura de los cristianos con el mundo: «No viváis ya como viven los gentiles, en la vanidad de sus pensamientos, obscurecida su razón, ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y la ceguera de su corazón. Embrutecidos, se entregaron a la lascivia, derramándose ávidamente con todo género de impureza. No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo, si es que le habéis oído y habéis sido instruídos en la verdad de Jesús. Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,17-24). Ese paso del mundo al Reino está en la esencia misma del bautismo y de la existencia cristiana.

((Hoy son muchos los cristianos que quieren gozar del mundo sin limitaciones, con las mismas posibilidades de los hijos del siglo. Son cristianos, como decía Santa Teresa del Niño Jesús de unos parientes suyos, «demasiado mundanos; sabían demasiado bien aliar las alegrías de la tierra con el servicio del Buen Dios. No pensaban lo bastante en la muerte» (Manus. autobiog. IV,4). Quieren disfrutar de todo al máximo, prosperar en los negocios, asumir ideas, costumbres, universidades, playas, partidos políticos, televisión y espectáculos, tal y como estas realidades se dan en el mundo presente. Quieren triunfar en esta vida, haciendo para ello las concesiones que sean precisas. Quieren, sobre todo, evitar toda persecución, soslayar la misma apariencia de una confrontación con el mundo vigente, con sus ideas y costumbres.

La persecución del mundo no es para ellos una bienaventuranza que corona necesariamente una vida cristiana llegada a su plenitud (Mt 5,11-12), sino una maldición. Más aún, la persecución del mundo, lejos de significar para ellos que se está en el verdadero Evangelio -«todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3,12)-, es signo de error eclesial, indicio de que una mayor apertura al mundo es necesaria, llamada para una asimilación más valiente del mundo actual, que haga así inteligible y atractivo el rostro de la Iglesia. Sin embargo, el Apóstol nos dice a todos: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él» (Col 3,3-4). Pero ellos no aceptan de ninguna manera, en ningún aspecto, eso de estar muertos al mundo visible, sino que quieren estar bien vivos y participando en todo como todos. Ellos, para algunas cosas, ponen como modelo la Iglesia primitiva, pero de la espiritualidad bautismal y martirial de renuncia al mundo, no quieren ni oír hablar. Ellos rechazan, como maniqueas y esquizoides, ciertas alternativas evangélicas: ellos quieren «ganar todo el mundo» sin perder la propia vida (Mt 16,24-26).))

Ascesis para ser libres del mundo

Es fácil hablar de la libertad, hacer su elogio, encarecer su necesidad, exigir sus condiciones en la vida comunitaria y política. Pero hacer la libertad en uno mismo y en los otros exige grandes valores y virtudes heroicas. No hay libertad personal sino en la medida en que se vence el pecado que encadena la voluntad (Rm 7,14-25). La libertad es sólo verbal cuando la persona no tiene dominio -señorío efectivo- sobre sí misma, sino que está a merced de filias y fobias, gustos y repugnancias insuperables. Tampoco hay libertad sin perseverancia, y ésta es imposible sin capacidad de cruz y de pobreza, sin fuerza de paciencia y caridad. En fin, liberar la libertad de los muchos lazos con que el mundo la apresa exige una formidable ascesis, de la que señalaremos algunos rasgos, imposible sin la gracia de Cristo.

La oración nos libera del mundo presente, pues gracias a ella lo comprendemos y lo transcendemos, ya que «no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2 Cor 4,18; +Col 3,1-2).

No nos configuremos según el siglo, sino transformémonos por la renovación de la mente, según Cristo (Rm 12,2). «Un cristiano que quiere ser coherente y fiel con la propia adhesión a la religión católica -decía Pablo VI- ¿puede sumergirse en el potente y tempestuoso mar de la vida moderna? ¿Hay un contraste, un conflicto, un choque, entre la concepción en torno al modo de vivir de un bautizado, de un hijo auténtico de la Iglesia, y la concepción y la costumbre de un hijo no menos auténtico de nuestro siglo?» (15-X-1975). Este conflicto es real, no está inventado por los ascetas cristianos.

Al paso de los siglos, muchos cristianos han intentado guardar el vino nuevo de la vida interior cristiana en los viejos cueros de la vida exterior del mundo; pero es imposible, y se pierden vino y cueros (Mt 9,17). Y es que entre la interioridad personal, hecha de espíritu, convicciones y valores, y la exterioridad de la vida hay, debe haber, una profunda unidad. Por una parte, la interioridad cristiana va irradiando unos modos de vida exterior particulares, que se estabilizan y que son su expresión normal. Y por otra parte, esos modos exteriores cristalizados inducen y favorecen la peculiar interioridad evangélica. Entre interioridad y exterioridad hay una mutua correspondencia. Por eso, pensar que el estilo exterior de la vida mundana pueda convenir a la vida interior del cristiano, es como suponer que el vestido de una niña pequeña le vendrá bien a un hombretón adulto. «El vino nuevo ha de echarse en odres nuevos».

No confundamos historia y naturaleza. El pez vive en el agua, la ardilla en el bosque, el camello en el desierto, y el hombre en su mundo. Y así fácilmente el mundo histórico concreto se le presenta al hombre como si fuera naturaleza. Es natural que el hombre pegue a la mujer, y que ésta cargue con los fardos pesados (?). Es natural que las personas dediquen un par de horas cada día a enterarse de las noticias del mundo (?), y que cada año tomen un mes de vacaciones, en el que se vayan lejos y no hagan nada (?)... Pero ¿es seguro que ésas y tantas otras cosas son lo natural? ¿No serán meras formas históricas, que están vigentes en cierto lugar y tiempo?

Basta viajar o leer algo de historia para comprender que todo eso ha sido en otro tiempo y hoy es en otros lugares sumamente diverso. No confundamos, pues, historia y naturaleza, porque nos remitimos entonces a lo que es, juzgándolo necesario, y nos cerramos a cosas mucho mejores que realmente podrían ser aquí y ahora. Quien toma la historia como naturaleza se cierra por completo a la formidable fuerza renovadora del Espíritu que procede del Padre y del Hijo.

No sigamos la moda. La dictadura del presente efímero, la severa ortodoxia de la actualidad vigente, sujeta a los hijos del siglo. Como es lógico, la moda ejercita su dominio más severo 1.-sobre personas inmaduras, sin convicciones claras, sin personalidad firme; 2.-en cuestiones triviales, sin importancia; 3.-y acerca de asuntos complejos, en los que resulta muy difícil orientarse de forma responsable. Pues bien, cada siglo lleva, no sólo en el mundo, también en la Iglesia, aunque en menor medida, corrientes de pensamiento, sentimiento y acción, en las que ciertos valores se olvidan y otros se ponen de moda. Los santos, los cristianos espirituales, que han vencido al mundo porque han muerto a él, son los únicos libres de la moda, libres para asumirla o rechazarla o modificarla, según ven conveniente. Pero la mayoría de los cristianos carnales siguen las modas con entusiasmo, sin libertad ni discernimiento, considerándolo incluso un deber espiritual de encarnación.

No seguir la moda puede resultar muy duro. El que no acepta la marca del mundo en su mano y en su frente, no podrá ni comprar ni vender (Ap 13,16-17). Cuando, por ejemplo, la más obtusa ortodoxia está de moda ¿qué teólogo se atreverá a reconocer los aspectos válidos de un autor sospechoso? Se juega el nombre, la cátedra, la posibilidad de publicar. Cuando la heterodoxia es la que está de moda ¿quién se atreverá a denunciar los errores de un autor y a llamar a las herejías por su nombre propio? Sólo aquéllos que, por amor a Jesús, dan por perdida su vida en este mundo (Mt 16,25; Jn 12,25).

Y cuántas veces, incluso en el mundo cristiano, se ha urgido en cada época cierta moda espiritual como si viniera claramente exigida por el Evangelio. A la religiosa que hace unos años le dijeron: «Ha de ser su caridad más reservada, Madre Concepción, procure ser menos comunicativa, ame el santo silencio y guarde sus cosas para hablarlas con su Divino Esposo», veinte años más tarde le han dicho: «Has de ser más comunicativa, Conchi, habla más, cuenta tus cosas, no estés inhibida, no pases tanto tiempo sola». Y antes, como ahora, creían decirle estas cosas en el nombre del más genuino Evangelio. Pero eran -son- modas, sólo modas, modas cambiantes.

Siendo esto así, ¿cuántas personas e instituciones serán sacrificadas a la moda por sus ministros, los hodiernistas? ¿Cuántas energías se distraerán de lo principal para empeñarse en lo accesorio? ¿Cuántos sufrimientos inútiles se producirán, y cuántas discusiones y enojos? Los que tengan el temperamento que va con la moda serán tenidos, falsamente, por perfectos. Pero ¿cuánto durará esa moda? Y desde otra perspectiva: ¿Hasta cuándo se apoyará el cristiano en esa fórmula de moda -que es criatura-, buscando en ella salvación, y no en Dios? ¿Cuándo sobrevendrá el cambio y el fracaso? ¿Aprenderá entonces algo el cristiano carnal o hallará una nueva fórmula mágica de moda en la que poner su esperanza?

No tengamos miedo a parecer raros. Esta palabra, raro, tiene varias acepciones 1.-infrecuente, poco común; 2.-excelente, sobresaliente; 3.-extravagante, con tendencia a singularizarse. Todos los santos han sido raros, muy raros, en las dos primeras acepciones, no en la tercera. Por eso debemos tener mucho cuidado de que el miedo a ser raros no sea miedo a ser santos, es decir, a dejarse renovar incondicionalmente por el Espíritu de Jesús. Nosotros, como San Pablo: «Si hacemos el loco, es por Dios» (2 Cor 5,13).

Sobre las rarezas de los santos se podrían poner muchísimos ejemplos, pues en muchas cosas -comida, vestido, sueño, dinero, distribución del tiempo y de la atención, relación con los otros- no seguían los convencionalismos acostumbrados en su medio. Ellos era distintos y actuaban de modo diverso, lo que inevitablemente era ocasión de murmuraciones, de juicios temerarios... y también de conversiones, por supuesto. San Juan de la Cruz señala que suele darse «una tácita reprensión de parte de los del mundo, los cuales han de costumbre notar a los que de veras se dan a Dios, teniéndoles por demasiados en su extrañeza y retraimiento y en su manera de proceder, diciendo también que son inútiles para las cosas importantes y perdidos en lo que el mundo aprecia y estima» (Cántico 29,5).

((A veces se insiste en las posibilidades de santificación que los cristianos tienen sin salir de la vida ordinaria de los hombres. Ese principio, bien entendido, impulsa grandemente la santificación de los laicos. Mal entendido, da lugar a una caterva de mediocres que prefieren la mediocridad antes que pasar por raros. No se acuerdan de que Cristo resultaba muy chocante en no pocos aspectos de su vida. Algunos decían: «Está endemoniado, ha perdido el juicio» (Jn 10,20). Y hasta sus familiares pensaron alguna vez si no sería mejor retirarlo discretamente de la vida pública: «Se decían «no está en sus cabales»» (Mc 3,21).

Algunos temen que si los cristianos son «distintos» del mundo, quedan «separados» de los hombres, incapaces de acción apostólica eficaz. Pero los hombres del mundo son muy semejantes entre sí, y están muy separados. En cambio Cristo y los santos son muy distintos de sus contemporáneos -en pensar, sentir, hablar, hacer-, y son quienes más unidos están a ellos. No es la uniformidad lo que une, sino la fuerza del amor. Semejanza o diferencia no deben ser ni pretendidas, ni temidas: simplemente, no son valores en sí. Lo que hay que buscar es amar con todo el corazón, ser incondicionalmente fieles al Espíritu Santo, y si está de Dios que nos santifiquemos encaramados en una columna, como San Simeón Estilita, allí subiremos. No tenemos nada que oponer.))

No imitemos las costumbres de los hombres, sino a Cristo y a sus santos. Debemos ser «imitadores de Dios, como hijos amados» (Ef 5,1), imitadores de Dios y de sus santos (1 Cor 4,16; 11,1; Flp 3,17; 1 Tes 1,6; 2,14; 2 Tes 3,7; Heb 6,12). Como dice San Cipriano: «No hay que seguir la costumbre de los hombres, sino la verdad de Dios» (ML 4,385). Seguir la costumbre humana es fácil, es caminar, acompañado, por un camino ya trazado. Salirse de la costumbre, es dejar el camino de los hombres, y aventurarse, a veces sólo, por el campo sin camino. Por eso las costumbres vigentes en el mundo se apoderan de los hombres y los arrastran. San Agustín, muy sensible al tema, exclamaba: «¡Hay de ti, oh río de la costumbre humana! ¿Quién hay que te resista? ¿Cuándo no te secarás? ¿Hasta cuándo arrastrarás a los hijos de Eva a ese mar inmenso y espantoso que apenas logran pasar los que subieren sobre el leño?» (Confesiones I,16,25). Sólamente aferrados a la cruz, es decir, al amor, hallamos fuerzas para resistirnos a la costumbre mundana y para reorientar nuestra vida según Cristo, que es el verdadero camino.

«No te dejes arrastrar al mal por la muchedumbre. En las causas no respondas porque así responden otros, falseando la justicia» (Ex 23,2). Si has de ser fiel, ten valor para enfrentarte con la mayoría: «Aunque todas las naciones que forman el imperio abandonen el culto de sus padres y se sometan a vuestros mandatos, yo y mis hijos y mis hermanos viviremos en la Alianza de nuestros padres» (1 Mac 2,19-20). En cosas de perfección «dejáos de miedos -dice Santa Teresa-; nunca hagáis caso en cosas semejantes de la opinión del vulgo. Mirad que no son tiempos de creer a todos, sino a los que viéreis van conforme a la vida de Cristo» (Camino Perf. 36,6). «¡Oh gran libertad, tener por cautiverio haber de vivir y tratar conforme a las leyes del mundo!» (Vida 16, J). Y San Juan de la Cruz: «Nunca tomes por ejemplo al hombre en lo que hubieres de hacer, por santo que sea, porque te pondrá el demonio delante sus imperfecciones; sino imita a Cristo, que es sumamente perfecto y sumamente santo, y nunca errarás» (Dichos 156).

No busquemos agradar a los hombres. Busquemos en todo lo que es grato a Dios y lo que beneficia a los hombres. Y no torzamos esta intención tratando de agradar a los hombres: sea buscando su aprobación y afecto, sea temiendo ser descalificados y rechazados por ellos.

La fidelidad a la misión exige en el apóstol una gran autonomía afectiva, por enamoramiento de Cristo, y, como consecuencia necesaria, una gran libertad del mundo. Los apóstoles, dice San Pablo, hemos «sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio; y así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie» (1 Tes 2,4-6). «¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a Ios hombres, no sería siervo de Cristo» (Gál 1,10). El mismo amor pastoral que hace decir al apóstol: «Me hago judío con los judíos... Me hago con los flacos flaco... Me hago todo para todos, para salvarlos a todos» (1 Cor 9,19-23), cuida eficazmente para que la necesaria acomodación pastoral no caiga en la complicidad. Por eso ese mismo amor pastoral deja al apóstol libre para hacer a veces necesarias correcciones que pueden quitarle el amor de sus fieles: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma, aunque, amándoos con mayor amor, sea menos amado» (2 Cor 12,15).

Procuremos ser libres incluso de familiares y amigos. Los criterios y costumbres que rigen la muchedumbre quizá sean para nosotros un condicionamiento distante, poco apremiante. En cambio, el influjo cálido, próximo, amistoso de aquellos que nos quieren puede envolvernos suavemente, pero obstinadamente, limitando nuestra libertad para pensar y obrar según Dios. En este sentido, ya avisó Jesucristo que «los enemigos del hombre serán los de su casa» (Mt 10,36). Normalmente el profeta «es tenido en poco entre sus parientes y en su familia» (Mc 6,4). De Jesús, como hemos visto, pensaban sus parientes «que no estaba en sus cabales» (3,21).

Y, por otra parte, el influjo limitador de una familia buena, pero mediocre, puede ser tentación más peligrosa que el ejemplo de una familia mala, más fácil de discernir y neutralizar. Pues bien, es preciso que el discípulo de Cristo que busca la perfección evangélica sepa dejar de verdad «casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o campos, por amor» a Jesús y a su evangelio (Mc 10,29), diciendo: «Mi madre y mis hermanos son éstos, los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Es preciso a veces saber «dejar que los muertos sepulten a su muertos», y partir a evangelizar (9,60). Es preciso que ni los más amigos nos desvíen de la voluntad de Dios. Una vez que Jesús habló de su próxima cruz, Pedro se lo llevó aparte y le amonestó seriamente: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda». Pero el Maestro lo rechazó con dureza: «Apártate de mí, Satanás, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt 16,22-23).

Nuestra libertad del mundo ha de ser creativa. Las cosas del mundo no son como son de un modo necesario. Podrían ser diversas y mejores. Si los cristianos en el mundo hemos de ser luz, sal, fermento que transforme la masa (Mt 5,13-16; 13,33), hemos de explorar entre las posibilidades del mundo presente, para producir nuevas formas de vida en todo, familia, trabajo, ocio, vestido, comida, arte, convivencia, casa, educación, información, política, vida social, distribución del tiempo, del dinero, de la atención. Sólo así podremos ayudar al mundo de verdad. Y, por otra parte, sólo podremos librarnos de vivir en la sucia y ruinosa Casa del mundo, en la medida en que logremos construir en el mundo una Casa nueva, hecha de criterios y costumbres evangélicos.

Pero tengamos respeto por la sociedad presente, en la que Dios nos puso en su providencia, y guardémonos bien de menospreciarla con una altivez provocativa. Es de justicia, enseña Santo Tomás, venerar «a la patria, en cuanto que es para nosotros en cierto modo principio del ser» (STh II-II, 101,3 ad 3 m ).

Claudicantes, resistentes y victoriosos

«A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS 17b). Y es que, en palabras de Pablo VI, «se vive en un ambiente ambiguo y contaminado, donde es preciso continuamente saber inmunizarse con una profilaxis moral que va desde la huída del mundo -como hacen justamente los que, por deseo de perfección, eligen un género de vida dedicado a un riguroso y amoroso seguimiento de Cristo (LG 40)-, hasta la disciplina ascética propia de toda vida cristiana, «como corresponde a los santos» (Ef 5,3; Rm 6,22), que incluso trata de difundir las costumbres cristianas en el mismo mundo que os resulta hostil y refractario (AA 2). La sagrada Escritura llama milicia la condición del hombre sobre la tierra (Job 7,11; Ef 6,11-13). Y el Señor ha querido insertar esto en la fórmula oficial de nuestra oración a Dios Padre, cuando nos hace invocar siempre su auxilio para obtener la defensa contra una amenaza constante que acecha nuestra marcha en el tiempo: la tentación. Somos libres, sí, pero estamos muy condicionados por el ambiente, por el mundo en que vivimos; por eso nuestro sentido moral debe estar siempre en una tensión de vigilancia -otra palabra evangélica- (Mt 24,42; Mc 14,38; 13,37; 1 Cor 16,13; 1 Pe 5,8)» (extractos 23-II-1977).

Así las cosas, en esta batalla hay diferentes tipos de cristianos: claudicantes, resistentes o victoriosos.

((Los cristianos claudicantes, vencidos por el mundo, no influyen en el mundo, sino que están bajo su influjo. En mayor o menor grado, han aceptado en su frente y en su mano la marca de la Bestia, lo que les permite comprar y vender en este mundo, sin especiales problemas (Ap 13,16-17).

Los cristianos resistentes, defensivos, no claudican del todo ante el mundo, pero no tienen tampoco fuerza suficiente para vencerle, y en parte -más de lo que suponen- dependen de él. Su vida cristiana carece de frescura, pues más que imitar a Dios, imitan a los que le imitaron, tratando así de «conservar las costumbres cristianas». No tienen fuerza suficiente en el Espíritu para actualizar el Evangelio en el presente, con formas vivas fieles a la tradición. La renovación de las formas tradicionales es muchas veces el mejor modo de mantenerlas vivas. En fin, éstos combaten el mundo a veces, pero con torpe agresividad, y suelen hacerse odiosos porque no distinguen bien el trigo y la cizaña, y en ocasiones lo estropean todo. Los descendientes de los cristianos resistentes suelen ser ya claudicantes.))

Los cristianos victoriosos vencen con Cristo al mundo, y en el Espíritu Santo tienen fuerza vital -para dialogar con el mundo presente sin complejos defensivos o agresivos, «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16); -para recibir del mundo todos los aspectos que deben ser asumidos, purificados y elevados; -para vencer al mundo, sabiendo «deponer toda sordidez y todo resto de maldad» (Sant 1,21), por más que ésta se halle muy aceptada y generalizada en el ambiente; y -para configurar, al menos a escala personal, familiar y comunitaria, formas de vida, antiguas o modernas (Mt 13,52), genuinamente evangélicas, siendo de este modo fermento en la masa del mundo.

Los hombres presos del mundo nada pueden hacer por mejorarlo. Las figuras históricas que más han influido en el mundo han sido siempre hombres con una gran libertad, con una efectiva independencia, respecto a las ideas, valores, modos y costumbres de su tiempo. Los cristianos, hombres nuevos en Cristo, segúndo Adán, han de ser libres del mundo, para poder transformarlo con la fuerza renovadora del Espíritu Santo. Y en esto, el número no tiene tanta importancia. «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1 Cor 5,6; Gál 5,9).

Veámoslo con un ejemplo. En un cierto Seminario la capilla suele estar vacía («es que va uno allí y no hay nadie: están todos charlando o en la televisión»). Lo que ahí sucede es que el individuo siente angustia de hacer algo sin refuerzo social. Y la mayoría no lo hace, aunque algunos tengan el convencimiento personal de que deberían hacerlo. Pero supongamos que un seminarista comienza a visitar al Señor en la capilla. Quizá otro, apoyándose en el primero, vaya después también; y otro y otro. Y supongamos que, finalmente, cambia el ambiente y la capilla se ve bastante frecuentada. «Un poco de levadura ha hecho fermentar la masa». No hay otro camino. Así obra normalmente la gracia de Dios para renovar los sacerdotes, los matrimonios, las parroquias, los religiosos, todo. De un «grano de mostaza» se hizo un árbol grande (Mt 13,31-32). La cosa es clara: el apostolado es un ministerio que sólo puede ser cumplido por cristianos que tengan una gran libertad del mundo: sin tal libertad, no tienen nada que hacer.

Libres del mundo por la vida religiosa

Los religiosos, «renunciando al mundo» (PC 5a), llevan al extremo, y en forma comunitaria, el despojamiento de lo secular que iniciaron como cristianos en el bautismo (GS 44ac; 46b). Los laicos, con la gracia de Cristo, habrán de «tener como si no tuvieran» (1 Cor 7,29-32). Pero a los religiosos Cristo les ha dado la gracia de seguirle «dejando todo lo que tenían»: ellos han «dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por amor al reino de Dios» (Lc 18,28-29). En la Biblia se ve que Dios, cuando elige y llama a unos hombres para misiones especiales, los desmundaniza de un modo particularmente radical. El Señor le manda a Abraham: «Salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre» (Gén 12,1). Y al joven del evangelio le dice: «Si quieres ser perfecto, véndelo todo, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme» (Mt 19,21).

Ya sabemos que la vida en el Espíritu tiene tres enemigos: Demonio, carne y mundo, y que los tres combaten al cristiano coordinadamente. Pues bien, la vida religiosa, al descondicionar del mundo a los religiosos, les sitúa en situación muy ventajosa para vencer al Demonio y a la carne. En efecto, como explica San Juan de la Cruz, «el mundo es el enemigo menos dificultoso [nótese que habla a religiosos, que ya lo han dejado]. El demonio es más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo. Para vencer a uno de estos enemigos es menester vencerlos a todos tres; y enflaquecido uno, se enflaquecen los otros dos; y vencidos todos tres, no le queda al alma más guerra» (Cautelas a un religioso 2-3). No es, ciertamente, el mundo el principal enemigo del cristiano; pero vencerlo le da una inmensa ventaja espiritual.

((Por eso la mundanización desvirtúa por completo una comunidad religiosa. Allí donde los religiosos «no renuncian al mundo» (contra PC 5a), sino que secularizan sus formas de vida, asemejándolas a las de los laicos, pierden todo su atractivo y se quedan sin miembros -se van parte de los que están, y no entran nuevos-. Y es lógico que así sea. No comprenden que los laicos -sobre todo los buenos, que sufren tanto dentro del condicionamiento mundano- encuentran atractiva la vida religiosa precisamente en la medida en que les ofrece un ámbito evangélico, bien diferenciado del medio mundano. La vida religiosa es atractiva e incluso fascinante en la medida en que anticipa escatológicamente en este mundo el reino celestial (LG 44c). Cuando los laicos se acercan a una comunidad religiosa, quizá con el deseo de ingresar en ella, y la encuentran secularizada y adaptada casi en todo a los modos de vida vigentes en el mundo, se marchan defraudados. Y si alguno entra en ella, o es que no tiene verdadera vocación religiosa, o si la tiene, no perdurará allí.))

Libres del mundo por la muerte

Los que somos «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20) y vivimos en el mundo «como extranjeros y forasteros» (1 Pe 2,11), hemos de llegar normalmente a una fase en la que la muerte nos sea deseable. Incluso, como enseña San Cipriano, debemos ejercitarnos en este buen deseo:

«Debemos pensar y meditar que hemos renunciado al mundo, y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá el paraíso y el reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso» (CSEL 3A,31).