TRINIDAD Y EUCARISTÍA


Revelación bíblica y proclamación litúrgica


P. Jesús Castellano Cervera ocd

 

Introducción

La reflexión sobre la Trinidad y la Eucaristía es central para una comprensión del misterio eucarístico y una digna celebración que llegue a la pastoral. Por eso queremos ofrecer en esta reflexión teológico-espiritual un acercamiento al misterio que plasma la vida de la Iglesia, contemplando con la variedad que logra hacerlo un caleidoscopio bíblico-litúrgico esta nueva visión de la espiritualidad sacerdotal y eclesial.

Para hacerlo de manera ordenada quisiera hacer alusión a un icono, a una teología, a una oración.

El icono es el de la Trinidad, del monje e iconógrafo ruso San Andrej Rubliöv (siglo XV), que expresa con una pureza de imágenes, símbolos y colores, la Trinidad en el signo de los tres Ángeles que se aparecieron a Abrahám (Gn 18), el círculo de amor trinitario al que todos somos invitados, la mesa eucarística, a la que se nos invita a participar. Es el misterio que revela el camino de ida y vuelta: de la Trinidad a la Eucaristía, de la Eucaristía a la Trinidad.

La teología que nos inspira es precisamente la orientación trinitaria que el Catecismo de la Iglesia católica nos ofrece de la liturgia y de manera especial de la liturgia eucarística, supliendo lagunas evidentes de la Sacrosanctum Concilium por lo que se refiere al Padre y al Espíritu. La liturgia es obra de la Santa Trinidad. Todo procede de la bendición del Padre, es presencia de Cristo, se actualiza por medio del Espíritu ( Cfr. n. 1077 y ss.) Hay que volver a repensar la Eucaristía desde la Trinidad. Y volver a la Trinidad desde la Eucaristía.

La plegaria, teología doxológica y orante, es la plegaria eucarística, confesión cotidiana de nuestra fe, expresión de nuestro culto, acción trinitaria en la Iglesia, respuesta trinitaria de la Iglesia. Porque toda plegaria eucarística es, como lo demuestran las nuevas plegarias del Misal romano, y en general las plegarias eucarística de Oriente, trinitaria en su estructura, en su inspiración, en su acción, en su referencia a la obra del Padre, por Cristo y en el Espíritu, y en su referencia al Padre, fuente y meta de nuestra acción de gracias, por Cristo en el Espíritu Santo, como se expresa de una manera limpia y sin fisuras la doxología del canon romano.

De la plegaria-acción eucarística en la que confluye la historia de la salvación que se remansa en el misterio de Cristo, podemos subrayar:

-la glorificación orante de la Trinidad que es expresión de una fe que conoce y reconoce, cree y confiesa, celebra y acoge;

- la acción de comunión trinitaria de la vida del Padre, de la presencia de Cristo, de la gracia del Espíritu;

- la vivencia trinitaria de comunión y misión que plasma la Iglesia en su ser y en su obrar;

- la espiritualidad trinitaria de amor en la reciprocidad

La Iglesia, icono de la Trinidad, se manifiesta en esta plenitud de vida trinitaria, cuando celebra la Eucaristía y la prolonga en la vida.

De este tema inmenso de la teología queremos subrayar brevemente dos aspectos: el de la revelación bíblica y el de la celebración litúrgica.

1. Desde la perspectiva bíblica

La revelación de la Eucaristía en cuento misterio recapitulador de la vida de Cristo, lleva el sello trinitario de la misma historia de la salvación en la que son protagonistas el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo.

Pero es precisamente Juan, el evangelista trinitario, el que nos ofrece esa visión completa del misterio en la vida de Jesús, desde el Prólogo hasta el Epílogo de su Evangelio, y el que nos muestra de la manera más limpia y evidente esta revelación trinitaria, ya desde la misma catequesis del Pan de vida, en el capítulo 6º del cuarto Evangelio.

El Pan que el Padre nos da

En la presentación que Jesús hace de sí mismo como Pan de vida, y del don de la Eucaristía que él hará en el momento de la Cena, hay una constante alusión al Padre.

Jesús es el hombre marcado por el sello de Dios Padre (6,27), don del Padre, Pan de Dios Padre (ártos tou Theou), bajado del cielo (v. 32-33), cargado de vida divina y eterna. Jesús es ese pan que el Padre nos da para que lo comamos, adhieréndonos a su persona y a sus palabras, mediante una fe viva que es la secreta e interior atracción del Padre, porque nadie se allega a Jesús, si el Padre no lo atrae (v. 44). En esta primera parte de la catequesis del Pan de vida, referida a la persona de Jesús, el Padre está presente como clave del conocimiento de Jesús mismo: es el Padre quien nos lo da, y es el Hijo quien revela al Padre. Es el Padre quien nos invita a acercarnos a Jesús, y es El quien nos lleva hacia a él, como tirándonos del corazón para acoger a Jesús como Pan de la vida, el dador de la vida divina.

Esta perspectiva ilumina la lógica continuidad del discurso del Pan de vida que Jesús dará, es decir su referencia al Pan de la Cena, a la Eucaristía de la Iglesia. También aquel pan que es Jesús, bajado del cielo, será revelación del don del Padre. Pero aquí el Evangelio de Juan hace una referencia, más viva si cabe, al Padre que ha enviado al Hijo, al Padre como fuente de vida de Jesús, como el viviente (zoon Patér), y a la vez la Vida misma que llega hasta nosotros a través de Cristo, Pan de vida, para que vivamos como Jesús, desde la misma fuente de la vida eterna que es el Padre (v.57-58).

La presencia del Hijo

Como hemos ya comentado, el cap. 6 del Evangelio de Juan subraya la auto-presentación y auto-donación del Hijo, Pan de vida eterna. Toda la fuerza de las palabras reveladoras se concentra en el personalismo de la presencia, con ese "Yo soy" (Egó eimi) divino-humano y con el realismo de la verdad de la Encarnación que ratifica la realidad de la Eucaristía mediante la expresión carne y el realismo del comer su carne y beber su sangre. Personalismo y realismo que tienen su culmen en las palabras: "quien me come, vivirá por mí" (Ho trógon me, zesei di emé). Cualquier atenuación del realismo en la interpretación de estas palabras atenta contra la verdad de la Encarnación, de la Eucaristía, de sus efectos salvíficos. Todo se vuelve simple parábola o simbolismo sin sustancia.

La obra trinitaria de la Eucaristía se concentra, como la Encarnación, en el realismo de Cristo, en la verdad de su humanidad y divinidad. Todo tiene el realismo del Padre y del Espíritu, la verdad de la carne de Cristo, la certeza de su Encarnación.

Pero Juan recuerda, con la fuerza de su lenguaje de revelación progresiva, que en Cristo, y con El en el pan que él dará que es su carne, se acumulan los misterios de su vida: la verdad de la Encarnación, el don de sí por la vida del mundo (sarx uper tes tou kosmou zoés), que alude a la pasión salvadora, la perspectiva escatológica de la resurrección.

El don del Espíritu

Hay también una perspectiva pneumatológica implícita y explícita. El cuarto Evangelio es el Evangelio del Espíritu. En este contexto dos alusiones explícitas ponen de relieve la presencia en Jesús y en el pan que él dará.

La primera es la alusión "al Espíritu que da la vida", Espíritu que da la vida (to zoopoioun), con la misma palabra con que lo confesamos en el Credo niceno-constantinopolitano, dador de vida (v. 63). La segunda alusión al Espíritu la tenemos en su referencia a las palabras de Jesús que son espíritu y son vida (v. 63). La interpretación plenaria de estas alusiones, nos hace concentrar la atención que el Pan que Cristo dará. No será cruda, carne que hay que comer en el realismo de un trozo de carne humana, sino su misma persona, consagrada y ungida por el Espíritu, en el símbolo real del Pan, porque Cristo se define, antes de hacerse sacramento en el pan, Yo soy el Pan de la vida. Y será la carne resucitada, llena de vida, la vida del Espíritu la que nos ofrecerá en su Iglesia después de su pasión y resurrección.

Tenemos aquí los fundamentos de la reflexión de la Tradición acerca de la carne eucarística de Cristo como carne llena de Espíritu, pneumatizada, que comunica y transmite el Espíritu a la Iglesia como el Resucitado la comunica a los apóstoles.

Es la tradición que nos llega por medio de textos tan elocuentes como este de San Ambrosio: "La comunión con Cristo, es pues, comunión con el Espíritu Santo. Cada vez que bebes del cáliz, recibes la remisión de los pecados y te embriagas con el Espíritu Santo" (De Sacramentis V, 3, 17). Quizá el texto más antiguo que alude a esta presencia del Espíritu es la Homilía pascual del Anónimo quartodecimano, de finales del siglo II, donde leemos: "Nosotros nos nutrimos con el Pan bajado del cielo y bebemos el cáliz del gozo, esa sangre viva y llena de fuego que ha recibido el sello del Espíritu" (Ed. Cantalamessa, n. 25).

El Concilio Vaticano II ha recogido esta tradición cuando nos habla de la Eucaristía como Pan vivo que es la carne de Cristo "vivificada y vivificante por medio del Espíritu" (P.O.n.5).

Plena perspectiva trinitaria

Existe, pues, en la revelación de la Eucaristía una plena perspectiva trinitaria que se extiende a la presencia: don del Padre, presencia de Cristo, efusión del Espíritu; al sacrificio: don de Cristo al Padre por medio del Espíritu; a la comunión: vida divina que viene del Padre, por medio de Cristo que derrama sobre nosotros el Espíritu.

Todo naturalmente en una perspectiva de comunión eclesial, como es la perspectiva de la eclesiología de comunión que encontramos en todo el Evangelio de Juan. La Trinidad obra dejando siempre su huella comunitaria.

De una forma velada esta dimensión trinitaria de la Eucaristía tiene otras expresión en el cap. 15 de Juan, se sabor eminentemente eucarístico : la figura de la vid y de los sarmientos, como símbolo eucarístico y eclesial: El Padre es el viñador, Cristo la vid, el Espíritu la savia vital que circula por los sarmientos que producen a su vez racimos pletóricos del futuro vino de la copa santa.

Desde la oración sacerdotal

Demos un paso ulterior. Aunque lo que propongo es simplemente un hipótesis teológica y litúrgica, me parece que no carece de importancia. La Eucaristía, en cuento revelación y presencia del misterio de Cristo en el momento recapitulador de su existencia que es su sacrificio pascual, tiene en la teología de San Juan un momento decisivo. Nos referimos al momento de la oración sacerdotal, cuando al final de la Cena - una Cena en la que Juan no ha referido la institución de la Eucaristía, pero donde todo nos habla del gesto eucarístico - Jesús pronuncia con intensidad sacerdotal su gran oración al Padre, la que va a dar sentido a la pasión gloriosa como sacrificio ofrecido con libertad y amor por una redención que es, en la perspectiva joánica, plenitud de vida trinitaria, en la tierra y en la gloria (Jn 17).

Creo, y esta es mi hipótesis, que todavía no se le ha dado la suficiente importancia a este texto como raiz y estructura de la plegaria eucarística primitiva de la Iglesia. Sin negar otras raíces que ponen el origen de la plegaria eucarística en las oraciones del Yotser y de la Tephillá (bendición por la creación y gran plegaria de intercesión por el pueblo), como prefiere L. Bouyer, o de la berakah de las comidas (como otros afirman comúnmente), o de la Todà, o plegaria de proclamación y ofrenda, como propone C. Giraudo, conviene resaltar la originalidad crística de la plegaria eucarística, como ya apuntaba el gran maestro de liturgia eucarística. el jesuita L. Ligier.

Todo parte de la conciencia de la importancia de esa acción de gracias al Padre con que Jesús acompañó el don del pan y del vino con las palabras alusivas a su carne y a su sangre.

Jesús dio gracias, pronunció la bendición, su bendición (Mt 26,26-27;Mc 14, 22-23; Lc 22,19-20; 1 Cor 11, 24-25).

Esta bendición de Jesús debió ser algo más que la repetición de una fórmula clásica de la tradición de la liturgia hebrea. Debió tener la originalidad misma del hecho que Jesús estaba celebrando: una oración al Padre alusiva a su pasión y muerte inminente. De esa oración del Señor, decía San Basilio "ningún santo nos ha trasmitido por escrito las palabras" (PG 32, 188). Pienso sin embargo que un santo nos dejó el eco de las palabras de Jesús, es decir San Juan en el cap. 17, en la oración sacerdotal.

Ahora bien, esta oración, que no se entiende sin la Eucaristía de Jesús en la última Cena, tiene un perfecta estructura trinitaria. Jesús eleva su oración y sus ojos al Padre, como el Padre de familia elevaba los ojos al cielo para pronunciar la bendición. Lo hace desde la más tierna experiencia de la filiación repitiendo constantemente la palabra Padre (v. 1), que en su labios sonaba como Abbà (o Aba, sin acento final, como otros prefieren). Y subrayando la paternidad divina con adjetivos de gran valor: Padre santo, Padre justo...

Implícitamente Jesús ora en el Espíritu Santo, como consagrado del Padre. Es una oración trinitaria.

La estructura de la oración de Jesús, como nuestra plegaria eucarística, en esta dimensión trinitaria, se desarrolla en una serie de actitudes orantes que son muy parecidas a las de la plegaria eucarística en sus momentos esenciales:

- una glorificación del Padre a través de una narración de su misión salvadora, desde el seno del Padre hasta la comunicación de la verdad y vida a los discípulos; prevalece la palabra de la glorificación con variedad de palabras y verbos (doxáson, edòxasa, doxa), conocimiento y reconocimiento, acción de gracias;

- una ofrenda de sí mismo con la palabra de la santificación o de la santidad en el sentido de consumación de la ofrenda de sí para que los discípulos sean también santificados, consumados en la ofrenda al Padre, en su misma vida, con y como Jesús ( v. 17-19).

- una intensa intercesión o plegaria por los discípulos y por todos los que creerán en él. Una oración que es primero intercesión con la palabra de la oración o intercesión ardiente (erôtô), y se traduce después en una voluntad, en un deseo al que el Padre no puede negarse; quiero (zelô) (v. 24); Una intercesión que pide lo máximo: la perfecta comunión trinitaria (v. 21 y ss)

- hay finalmente una invocación del Espíritu de santidad sobre los apóstoles cuando pide para ellos la santificación (aghiason autous) (v, 17), que no puede venir sino del Espíritu. Esta invocación del Espíritu, esta gran epíclesis de Jesús al Padre, que en su momento será el don pentecostal del Espíritu Santo, la encontramos en la petición de la visión de la "claritas" (doxa) para los discípulos, y quizá con mayor precisión en la petición que more en ellos el mismo amor (agape) con el Padre ha amado al Hijo; es decir, el Espíritu Santo.

Toda la carga trinitaria de la oración sacerdotal de Jesús expresa esta dimensión ascendente de su sacrificio y a la vez nos hace rastrear la raiz misma de nuestras plegarias eucarísticas en su dimensión de oración-acción, con esas cuatro fundamentales actitudes de la plegaria eucarística: la acción de gracias glorificadora, la ofrenda, la epíclesis, la intercesión, que son el marco natural de las palabras de la institución de la Eucaristía y la mejor explicitación de su pleno sentido.

Otras alusiones complementarias

Hay otras alusiones complementarias a esta revelación del sentido trinitario de la Eucaristía, enraizadas en la misma vida trinitaria de Jesús.

En referencia al Padre su acción de gracias en la institución de la Eucaristía, como hemos recordado. En relación con el Espíritu Santo, hemos de aludir al tema de la nueva alianza en la sangre de Cristo, es nueva alianza por el don del Espíritu, que encontramos como simple alianza en Mateo y Marcos, y como alianza nueva en Lucas y Pablo (Cfr Lc 22,20 y 1 Cor 11, 25). Textos que hay que interpretar a la luz de la profecía acerca de la Alianza nueva en Jr 31,31 y ss y a su cumplimiento en Cristo (Cfr. Hb 8, 8-13 y todo el capítulo 9).

También en la perspectiva de Pablo, el único pan que hace de nosotros un único cuerpo y el único cáliz que hace de nosotros un mismo Espíritu en la Iglesia, se refieren a la acción unificadora del Espíritu Santo (Cfr. 1 Cor 10,17).

La Eucaristía es eclesial y trinitaria, sella la Iglesia con el sello de la comunión trinitaria. Por eso, quizá, desde la antigüedad, como nos recuerdan las Constituciones apostólicas, y todavía hoy lo hace la liturgia bizantina la plegaria eucarística, antes del prefacio, está precedida por el saludo trinitario de Pablo: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, estén con todos vosotros"( 2 Cor 13,13).

2. Proclamación litúrgica de la fe

Desde la antigüedad cristiana la iglesia ha condensado su fe en el misterio eucarístico en esa expresión celebrativa y orante que es la plegaria eucarística. Mientras celebra confiesa a la vez el misterio, con toda la riqueza de sentimientos y de elementos propios del dialogo de la salvación. La fe confesada y celebrada es la que acompaña en sinergía con la Trinidad la celebración y la acción eucarística.

La dimensión trinitaria

La Eucaristía es la perfecta proclamación de la economía trinitaria de la salvación: oración dirigida al Padre, presencia y don de Cristo, efusión del Espíritu. Nos revela la historia de la salvación que parte del Padre, se concentra y resume en Cristo, en su misterio pascual, llega a su plenitud por el don del Espíritu en Pentecostés.

a. El Padre

La oración eucarística se dirige generalmente al Padre, aunque no faltan plegarias o invocaciones dentro de la plegaria que se orientan directamente al Hijo, como tenemos actualmente en la invocación que sigue la consagración: «Anunciamos tu muerte...»

Dirigimos al Padre nuestra oración con expresiones llenas de adoración y confianza: Padre Santo, misericordioso, clementísimo... Es la actitud filial de la Iglesia, llena de ternura y de confianza, hasta de audacia, expresada en comunión con Cristo y en el Espíritu. El Padre aparece como fuente inagotable de todos los dones, el don de Cristo y del Espíritu, y la meta de toda acción de gracias, alabanza, súplica, ofrenda e intercesión.

La plegaria recupera en Cristo ese sentido de la eucaristía que nos revela que es el Pan que nos da el Padre (Cf. Jn 6, 32. 57). Celebramos el misterio como un don que a El pedimos directamente y que con toda certeza viene de El. "Te ofrecemos lo que viene de tí", decimos con la liturgia de San Juan Crisóstomo; te ofrecemos "... de los mismos bienes que nos has dado», recalca el canon romano. La Eucaristía es siempre «la víctima que tú mismo has preparado a tu iglesia»; es beneficio que recibimos, como quería subrayar Lutero, pero es también "sacrificio", como subrayó el Concilio de Trento, que Dios mismo pone en nuestras manos para que lo ofrezcamos. Don del Padre, para que sea don nuestro; pero no damos nada al Padre que El mismo no nos haya otorgado previamente. De aquí el sentido de suprema gratuidad que encierra la Eucaristía aunque nos pide que nos ofrezcamos con lo que ofrecemos para que sea oblación de Cristo y de su Iglesia.

Esa estupenda verticalidad se mantiene incluso en el momento de la consagración donde ponemos delante del Padre lo que Jesús hizo en la última cena, imitando sus gestos, diciendo sus palabras, como Cristo mismo ante el Padre.

Con la plegaria filial la Iglesia se remonta hasta la fuente del misterio. Rehace el itinerario del camino de la salvación: desde el Padre y hacia el Padre, como concluye la doxología. Esta recirculación se expresa perfectamente en algunas plegarias eucarísticas que narran la historia de la salvación, como la IV del Misal Romano, imitando la anáfora de San Basilio, desde el prefacio donde se canta el misterio de Dios Padre que habita una luz inaccesible, siguiendo por la creación y la economía del Antiguo y del Nuevo Testamento hasta la doxología.

La anáfora atribuida a San Basilio, que ha influenciado notablemente la composición de la IV plegaria eucarística actual, canta el misterio del Padre creador con acentos de gran intensidad lírica: "Tú eres el Señor de todas las cosas, creador del cielo y de la tierra, de toda criatura visible e invisible, tu que estás sentado en el trono de la gloria y penetras con tu mirada los abismos, tú que no tienes principio, tú que no puedes ser visto, comprendido, limitado, cambiado. Tú, Padre de nuestro Señor Jesucristo".

Cada día la Iglesia invita a descubrir la inefable vocación del cristiano cuando invoca al Padre y a estructurar su relación en una auténtica espiritualidad filial.

b. Cristo

La Eucaristía es presencia, sacrificio, comunión por, en, con Cristo. El es el donante y el don, el sacerdote y la víctima, «el oferente y la ofrenda, el que la acepta y el que la distribuye», como dice la liturgia de San Juan Crisóstomo.

Las plegarias eucarísticas revelan una particular concentración cristológica de alusiones, de nombres, títulos, acciones, misterios de Cristo, hasta la personalización de El en el pan y en el vino de la Eucaristía. Hablamos de Cristo al Padre y en el prefacio recordamos su misterio o uno de sus misterios o finalmente ofrecemos nuestra alabanza "por Cristo Señor nuestro".

En la epíclesis pedimos la transformación de los elementos en el cuerpo y sangre de Cristo. En las palabras de la consagración El se hace presente y se entrega en el don del pan y del vino: su cuerpo y su sangre, toda su persona.

El momento de la anámnesis recoge la síntesis de sus misterios, incluidos los de su Encarnación en algunas plegarias orientales. Así en la anáfora de Timoteo alejandrino, en el memorial que sigue la consagración se recuerda el nacimiento inefable del Padre en la eternidad, su venida a la tierra y su nacimiento según la carne de la Virgen, el misterio de su encarnación.

En la oblación lo ofrecemos como sacrificio vivo y víctima gloriosa. En la intercesión confiamos llegar a ser partícipes de su gloria. El sentido cristocéntrico de la plegaria eucarística se resume en la doxología: "Por Cristo con El y en El..." La presencia de Cristo se realiza en el plano de la sacramentalidad de la Iglesia y de sus ministros legítimos y en el plano sacramental de los signos del pan y del vino.

Por medio de sus ministros - con la oración y la eficacia de sus palabras - Cristo se hace presente, ora, realiza y ofrece e sacrificio, intercede por la plena eficacia redentora de la Eucaristía.

En los signos sacramentales se nos ofrece como sacrificio y comunión, nos presenta la realidad de su cuerpo y de su sangre a través de los signos sacramentales del pan y del vino que contienen - que son - su cuerpo y sangre gloriosos, por medio de la transubstanciación. Por una parte hay una referencia esencial a su pasión gloriosa; por otra nos remite a su presencia gloriosa a la derecha del Padre, la única real y posible. Cristo se hace presente en el misterio pascual, con toda la eficacia de su sacrificio y con el modelo de su entrega al Padre por los hombres.

No se puede disociar la presencia eucarística del misterio pascual de muerte y de resurrección al que alude. Para siempre Jesús en la gloria es el Cordero Inmolado, el Crucificado y el Resucitado. No se celebra la Eucaristía ni por otros fines ni con otra realidad. Nos remite al centro de la fe y de la vida que es el misterio pascual. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo es siempre comunión con su sacrificio glorioso, con el Cristo que está a la derecha del Padre en la síntesis de sus misterios. No es pues de extrañar que la condensación cristológica llegue en algunas tradiciones litúrgicas a romper la rigidez estructural de la oración dirigida al Padre para referirse inmediatamente a Cristo, como en la liturgia hispánica que aclama la presencia de Cristo en la eucaristía, tras haber escuchado el relato de la institución, con la palabras de la fe: «Lo creemos, Señor Jesús».

Hay en las plegarias eucarísticas textos cristológicos de gran belleza como este Post-sanctus de la liturgia hispánica: "Verdaderamente santo, verdaderamente bendito es nuestro Señor Jesucristo tu Hijo: El es la fe de los patriarcas, la plenitud de la ley, el esplendor de la verdad, la predicación de los profetas. Es él el maestro de los apóstoles, el padre de todos los creyentes; es él el sostén de los débiles y la fuerza de los enfermos, la redención de los prisioneros, la herencia de los redimidos, la salud de los vivos y la vida de los moribundos. El es el verdadero sacerdote de Dios, el que instituyó la nueva ley del sacrificio, él mismo se ha ofrecido como víctima agradable y nos ha ordenado que lo ofrezcamos, Cristo nuestro Señor y Redentor".

Se trata de una proclamación polivalente de la cristología que renueva cada día la confesión de la fe y la comunión con el único mediador que desciende para hacerse don a los hombres y asciende, con las manos de la iglesia que lo elevan, como ofrenda agradable al Padre.

c. El Espíritu Santo

La presencia y la acción del Espíritu Santo se recuerdan en las plegarias eucarísticas en diversos momentos. Ante todo se hace mención del Espíritu en la alabanza «teológica» del prefacio al evocar el misterio trinitario, como hace la anáfora de San Basilio que habla en términos de gran altura teológica: él es «el Espíritu Santo, Espíritu de la verdad, la gracia de la adopción, las arras de la herencia futura, las primicias de los bienes eternos, la potencia vivificadora, la fuente de la santificación..." Se recuerda la acción del Espíritu en la Encarnación del Verbo y en el don de Pentecostés como lo hacemos en la II Plegaria eucarística en el prefacio que recuerda la Encarnación y en la IV que hace referencia a la vez a la Encarnación y a Pentecostés.

En la doble epíclesis se subraya esta presencia necesaria del Espíritu Santo para la transformación de las ofrendas y la santificación de la asamblea, para que el sacrificio sea agradable y la oblación de la Iglesia se prolongue en la historia y se haga perenne en el cielo. Finalmente, se subraya en la doxología "la unidad del Espíritu Santo", vínculo de comunión entre la Trinidad y la asamblea, entre todos los que constituyen la Iglesia que es la comunión en el Espíritu Santo.

Así, con la doble epíclesis, se pone de manifiesto la necesaria acción del Espíritu en la Eucaristía como en la Encarnación y en Pentecostés, para que se realice el misterio de la eucaristía - carne y sangre de Cristo - y el misterio de la Iglesia eucarística que es siempre la Iglesia del Espíritu Pentecostés.

Cristo y el Espíritu se hacen presentes en "sinergía", en indisoluble colaboración. La Eucaristía es la presencia de Cristo por medio de la acción del Espíritu. Pero es también el don del Espíritu que el Resucitado ofrece a la Iglesia, al ofrecernos la comunión con su cuerpo y sangre gloriosos.

Hay liturgias que subrayan este carácter pneumático de la eucaristía, que ponen de relieve la continuidad del misterio pascual, típicamente cristológico, con el de Pentecostés, y que exhortan a acercarse al misterio del cuerpo y de la sangre de Cristo para llenarse del Espíritu de Cristo: "He aquí el cuerpo y la sangre que son como un horno en el que el Espíritu Santo es el fuego, al que se acerca quien es puro y del que se aleja el que es disoluto..."(Liturgia siro-antioquena). "Venid y bebed, comed la llama que hará de vosotros ángeles de fuego, saboread el Espíritu" (Isaac de Antioquía). O como se expresa un himno de San Efrén: «En tu pan está escondido el Espíritu que no puede ser comido, en tu vino hay un fuego que no se puede beber. El Espíritu en tu pan. El fuego en tu vino; maravilla sublime que nuestros labios han recibido".

Es ese Espíritu Santo que en algunas liturgias se desean los ministros recíprocamente para poder ser con él los concelebrantes del misterio: El Diácono dice al sacerdote en la liturgia bizantina antes de la gran entrada con las ofrendas: "El Espíritu Santo descienda sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubra con su sombra".

En resumidas cuentas, el Padre es la fuente y la meta, el Hijo es el mediador y la víctima sagrada. El Espíritu Santo es el que actúa en la transformación de los dones y el que se nos da como don supremo de Cristo Resucitado para que haga de la iglesia un sólo cuerpo y un sólo Espíritu.

La plegaria eucarística renueva el pleno sentido trinitario de la espiritualidad cristiana. La celebración eucarística nos introduce en la Trinidad, según la perspectiva del Vaticano II al hablar de la celebración eucarística oriental: "Los fieles tienen acceso a Dios Padre por su Hijo Verbo encarnado, que ha sufrido y ha sido glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, entran en comunión con la Trinidad, hechos partícipes de la naturaleza divina" (U.R. n. 15).

Una antigua liturgia armena, llamada de Ignacio de Antioquía, exalta esta presencia trinitaria que acompaña la Iglesia en toda la celebración con estas palabras: "El único Padre santo está con nosotros; el único Hijo santo está con nosotros; el único Espíritu Santo está con nosotros". (Texto citado por Juan Pablo II en la Carta Dominicae Coenae (24 de febrero de 1980), n. 8, nota 45.

3. De la Trinidad a la Iglesia

La dimensión eclesial

La dimensión trinitaria de la Eucaristía no es excluyente sino comunional. Todo lo que de la Trinidad ha salido tiene que volver a la Trinidad. Por eso en la proclamación de la plegaria eucarística la confesión de la fe se expresa como una teología y una espiritualidad de la comunión trinitaria.

La plegaria eucarística nos pone en comunión con toda la Iglesia y realiza esa comunión que es la Iglesia: Iglesia celestial, asamblea litúrgica, Iglesia peregrina y dispersa en todo el mundo.

Vamos a poner de relieve estas tres dimensiones empezando por la Iglesia celestial y dando un relieve especial a la presencia de la Virgen María en las plegarias eucarísticas de Oriente y Occidente.

a. La Virgen María

Las menciones más antiguas de la Virgen en la liturgia de la iglesia se remontan precisamente a las plegarias eucarísticas primitivas, empezando por la de la Tradición Apostólica y siguiendo por la solemne fórmula de conmemoración del canon romano (s. IV-V).

Este hecho nos ayuda a comprender un dato de gran importancia en las anáforas de Oriente y de Occidente; la constante presencia de María en este momento central de la liturgia, como pone de relieve Pablo VI en la Marialis Cultus n. 10.

En algunas liturgias orientales hay elementos todavía más significativos. La liturgia bizantina tiene, después de la consagración y de la epíclesis, un canto a la Virgen Madre de Dios, mientras se inciensan los dones eucarísticos, probablemente como un recuerdo teológico del hecho que la presencia de Cristo en la eucaristía con su carne y con su sangre es fruto de la maternidad de María. Así lo proclama este texto de la liturgia de San Basilio: "En ti se alegra, oh recipiente de la gracia, toda criatura, el coro de los ángeles y el género humano. Templo santificado y paraíso espiritual, gloria de la virginidad. De tí tomó carne Dios y se hizo niño aquel que es nuestro Dios antes de los siglos. El hizo de tu vientre su trono e hizo tu seno más amplio que los cielos. En ti se alegra, recipiente de la gracia, toda criatura. Gloria a ti». En la liturgia de San Juan Crisóstomo tenemos la otra aclamación que empieza con las palabras: "Axion estín"...: "Justo es en verdad llamarte bienaventurada, a ti que a Dios diste a luz, a ti siempre dichosa e inmaculada Madre de nuestro Dios. A ti más excelsa que los Querubines y sin comparación más gloriosa que los Serafines, a ti que sin perder la integridad diste a luz a Dios Verbo, a ti, verdadera Madre de Dios, te ensalzamos..." Se trata de un texto citado por Juan Pablo en la Redemptoris Mater n. 32. Este tropario mariano tiene otras expresiones en alguna solemnidades más importantes.

Este tono mariano de la liturgia oriental, llega a su culmen en las dos anáforas etiópicas, tardías, de la Virgen Hija de Dios y de la Virgen Madre de Dios, compuestas con múltiples referencias marianas y simbolismos ingenuos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Recogemos solamente este texto significativo en el que se pone de manifiesto la relación de la Virgen con el pan eucarístico y con el cáliz: "Tú eres el canastillo de este pan de ardiente llama y la copa de este vino. Tú, oh María que produces en tu seno el fruto de la oblación..."

Múltiples y ricas expresiones doctrinales acerca del misterio de María se encuentran también en la liturgia hispánica en las partes variables de la plegaria eucarística, como es el caso de la amplia «contestatio» para la fiesta de la Asunción del Missale Gothicum. Un hermoso ejemplo de texto cristológico, mariano y eclesial es la preciosa «inlatio» o prefacio de Navidad que hace una estupenda analogía entre el misterio de María y el misterio de la iglesia.

Son varios los lugares donde en concreto se encuentra la mención de la Virgen María en la anáforas de Oriente y de Occidente, además de todas las alusiones que tenemos en los prefacios actuales del Misal Romano.

En concreto podemos recordar estos momentos: En la narración de la historia salvífica del prefacio fijo de la II y IV Plegarias, al recordar el misterio de la Encarnación; en algunas plegarias orientales en el momento de la epíclesis donde se recuerda que el mismo Espíritu Santo que bajó del cielo para fecundar el seno de María, tiene que venir para realizar el misterio de la transformación de los dones; en el canon romano, al recordar la comunión con la iglesia celestial: "Reunidos en comunión.."

Hay que notar que los títulos solemnes que se le dan a la Virgen en el canon romano tienen un claro influjo del Concilio de Efeso (a. 431) en la redacción definitiva de esta conmemoración, debida quizá, según algunos autores, al Papa Hormisdas. En una anáfora ambrosiana de pone de relieve la oblación de la iglesia junto con la oblación de María y de los santos que con nosotros ofrecen. Indirectamente se puede ver la III plegaria eucarística como una alusión a la Virgen María como ofrenda espiritual.

La invocación de la intercesión de la Virgen María tiene también en la II y IV anáfora el sentido de plenitud escatológica ya alcanzada por ella y hacia la que tiende la iglesia entera. Se manifiesta así la relación de la Virgen con la Eucaristía en el misterio de Cristo, en la acción del Espíritu, en la comunión con la Iglesia.

Junto a la Virgen María se recuerdan los santos del cielo, tanto en los prefacios comunes y propios, como en las intercesiones de la plegaria eucarística, como motivo de ejemplo, intercesión y esperanza escatológica. De esta forma se realiza con ellos la comunión de los santos en Cristo.

b. La asamblea eucarística.

La plegaria eucarística es oración de la Iglesia y es plegaria que revela y expresa el misterio de la Iglesia, criatura de la Trinidad. En la celebración se realiza en plenitud la Iglesia eucarística o la iglesia que aparece con su característico rostro trinitario y eucarístico.

Ante todo, como bien expresa el canon romano, el sujeto integral de la plegaria es la asamblea con una actitud de filiación y de servicio sacerdotal, como el de Cristo: "nosotros tus siervos y todo tu pueblo santo", "tus siervos y toda tu familia santa", en una hermosa y sutil comunión entre la jerarquía y el pueblo de Dios, donde se afirma la diversidad de la participación y la unidad eclesial. De esta forma hay que interpretar el "nosotros" de la plegaria eucarística, plenamente eclesial en una Iglesia que tiene diversos ministerios, pero es la única Esposa de Cristo, el pueblo filial de Dios: "plebs tua sancta", como dice el canon romano, con un timbre de ternura filial.

Desde la antigüedad cristiana se ponen de relieve algunos aspectos de la iglesia en esta plegaria. Se ora por su unidad, como lo hacen todavía hoy las oraciones de Oriente y de Occidente, con la fórmula de la Didaché: "Acuérdate, Señor de tu iglesia...llévala a su perfección por la caridad...congrégala desde los cuatro vientos..."

Se recuerda su oblación que es "oblación de la santa Iglesia" que tiene que ser santificada por el Espíritu. Se pone ante el Padre la oración misma que es oración de "tu Iglesia". Se intercede por todo el Cuerpo eclesial, manifestando así la comunión total con el Papa, con el Obispo de la diócesis, con los otros Obispos. Por la celebración y la comunión eucarística esta Iglesia alcanza la plenitud de su ser trinitario: un solo Cuerpo y un solo Espíritu; y se une a Cristo como ofrenda viva, perenne y agradable al Padre. Finalmente se presenta como iglesia peregrina, en camino hacia la patria.

La Iglesia eucarística experimenta de esta forma su plenitud y sus límites; plenitud, porque nunca es tan Iglesia - valga la redundancia, - como cuando celebra el misterio de Cristo y se hace Cuerpo de Cristo mediante la comunión eucarística; pero percibe sus límites, porque experimenta que todavía no se ha realizado en plenitud su misterio; tiene que estar en comunión con todas las otras legítimas asambleas eucarísticas; tiene que vivir en misión hacia todos los que todavía no participan en la mesa de los hijos de Dios; tiene que caminar en esperanza hasta que se realice totalmente cuanto se le ofrece inicialmente en la experiencia eucarística. Por eso cada Eucaristía revela la iglesia-asamblea como Pueblo sacerdotal de Dios Padre, Cuerpo de Cristo, morada cultual del Espíritu. Es la Trinidad la que la pone en comunión con todas las iglesias mediante la fe, la caridad y la oración, la compromete en la misión hacia la venida definitiva del Señor, la revela como pueblo peregrino.

La Iglesia eucarística es Iglesia de las personas que se recuerdan por su nombre, compuesta de varios ministerios, carismas, vocaciones.

En esta descripción que ayuda a vivir desde la eucaristía una auténtica eclesiología de la comunión, la unidad de la Iglesia y la diversidad de las personas, son más explícitas las antiguas anáforas de Oriente. Baste recordar algunas. En la Anáfora del Testamento de nuestro Señor Jesucristo se describe una Iglesia en la que se reconocen los carismas: "Sostén a los que tienen los carismas de las revelaciones; confirma a los que tienen el carisma de las curaciones; fortifica a los que tienen el don de las lenguas; guía a los que trabajan con la palabra y la doctrina".

En la anáfora del libro VIII de las Constituciones apostólicas se enumeran las necesidades de algunos miembros de la comunidad eclesial resaltando la unidad del sacerdocio real y la diversidad de las vocaciones, incluidos las familias y los niños: "Te presentamos también la ofrenda por todo este pueblo, haz de él sacerdocio real, pueblo santo, alabanza de tu Cristo. Por los que viven en virginidad y castidad, por las viudas de tu iglesia, por todos los que viven en santo matrimonio y crían hijos, por los niños de tu pueblo..." Y con una impresionante súplica se dirige al Padre esta oración: "Te invocamos también por los que nos odian y persiguen a causa de tu nombre, por los que están fuera de la Iglesia y andan descarriados; conviértelos al bien y mitiga su ira". Se pide también por los catecúmenos y por lo penitentes, por los ausentes y por todos aquellos cuyos nombres sólo Dios conoce.

Es estupenda la descripción que de la Iglesia nos hace la Anáfora de Teodoro el Intérprete, es decir Teodoro de Mopsuestia, al presentar ante el Padre toda la comunidad eclesial en la variedad de los ministerios, en el realismo de ser iglesia en camino hacia la unidad y hacia la patria, en su dimensión del ya y todavía no de la experiencia litúrgica: "Te pedimos por todos nuestros padres, los obispos y los corepíscopos, los sacerdotes y los diáconos que asisten en este servicio verdadero, para que siempre asistan con pureza, esplendor y santidad y sean así agradables a tu voluntad y merezcan conseguir de ti el más alto ministerio en la revelación de nuestro Señor Jesucristo; por todos los hijos de la iglesia, santa y católica, los que están aquí y en cualquier otro lugar para que progresen e la adoración de tu majestad y en la verdadera fe y obras buenas;... por todos los hombres, sean quienes fueren, que caminan en el pecado y en error, para que tu gracia los haga dignos de conocer la verdad y de adorar tu majestad, para que te conozcan a tí, único Padre y verdadero Dios, para que conozcan que tú eres bueno, y te reconozcan como Señor desde siempre y para siempre...»

La plegaria eucarística refleja así la comunión universal que viene del Padre y al Padre vuelve.

Conclusión

Cada día la Iglesia nace y renace, desde el misterio eucarístico, con la confesión de la fe y la comunión con el misterio trinitario.

Todo en la celebración eucarística lleva el sello trinitario: desde la señal de la cruz inicial hasta la bendición final.

Es trinitaria la asamblea, reunida como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu. Tiene dimensión trinitaria la liturgia de la palabra, porque es palabra de Dios en Cristo, encomendada a la acción actualizadora del Espíritu. Es sobre todo trinitaria la Plegaria y la acción eucarística.

Una Iglesia plasmada por la Trinidad sale del templo llevando consigo el ansia de la comunión y de la misión.

La experiencia orante y celebrante de la Eucaristía puede y debe forjar una espiritualidad del ser y del deber ser de la iglesia en su dimensión trinitaria de comunión y misión universal desde la reciprocidad del amor: y ello tanto en su más alta dimensión sacramental, como hasta en las más comprometidas dimensiones de una evangelización liberadora y de una socialidad eucarística.

Esta prolongación de la vida trinitaria en la existencia cotidiana como comunión y misión en el amor y en la reciprocidad es la verdadera glorificación de la Trinidad.