Advertencia

DETRÁS de todos los grandes problemas humanos hay siempre una cuestión teólogica. Hay siempre una exigencia de radicalidad, es decir, de un sentido último, de una referencia definitiva. Cuando uno estudia estas cuestiones se hace teólogo, independientemente de su inscripción religiosa o confesional, del uso que hace o deja de hacer de la terminología técnica que ha creado la llamada "teología". Hay una pregunta insoslayable: ¿Cuál es la estructura última del ser? ¿Qué se esconde detrás de lo que vemos, vivimos y sufrimos? ¿Qué podemos esperar? ¿Habrá un último bienestar? ¿Quién nos acogerá?

Las respuestas a estas cuestiones existenciales y sociales están codificadas en las religiones. Las teologías intentan darles legitimidad con todos los recursos de la razón y de otras formas de convencimiento. A pesar de este carácter institucional, cada persona interroga por su cuenta y busca una respuesta que llegue a adecuarse a su percepción de la realidad.

Normalmente, cada tipo de sociedad produce su adecuada representación religiosa. La religión que domina en un grupo es la religión del grupo dominante. La forma dominante de representar a Dios se ve influida por la forma con que la cultura dominante representa a Dios. Y esta cultura representa a Dios dentro del marco de sus intereses fundamentales. Así, en la sociedad capitalista, basada en el desinterés del individuo, en la acumulación privada de los bienes, en la prevalencia de lo particular sobre lo social, normalmente la representación de Dios acentúa el hecho de que Dios es uno solo, de que es el Señor de todo, de que es todopoderoso y fuente de todo poder. De ahí se deriva normalmente que los detentores del poder en la tierra son sus representantes naturales. El mongol Mangu-Khan escribió una carta al rey de Francia en donde expresaba bien este raciocinio lógico: "Este es el orden del Dios eterno: en el cielo hay un solo Dios eterno y en la tierra tiene que haber un solo señor, Gengis-Kahn, el hijo de Dios". En su sello se lee: "Un Dios en el cielo y Khan en la tierra: sello del Señor de la tierra".

La Iglesia, en su faceta institucional-histórica, se ha desarrollado dentro del marco occidental, fuertemente caracterizado por la concentración del poder en pocas manos. Se ha inculturado dentro de unas matrices en las que el poder monárquico, el principio de autoridad y de propiedad prevalecían sobre otros valores más comunitarios y societarios. Así es como se entiende el perfil histórico actual de la institución eclesiástica, con su modo propio de distribución social del trabajo religioso entre clérigos y laicos, marcadamente poco participativo. Dentro de este contexto, difícilmente podría asimilarse el misterio trinitario como comunión de las tres distintas personas, que —respetada su distinción— por causa del amor y de la comunión son un solo Dios. Una doctrina trinitaria basada en la unidad de la única naturaleza divina o de la figura del Padre, causa única y fuente última de toda la divinidad, se presentaría como más adecuada al contexto general de la cultura. No sin razón predomina en la conciencia de la Iglesia un monoteísmo atrinitario o pretrinitario más bien que una verdadera conciencia trinitaria de Dios. La vuelta a una comprensión radicalmente trinitaria de Dios ayudaría a la Iglesia a superar el clericalismo y el autoritarismo, todavía vigentes en los comportamientos eclesiásticos. El desafío para la estructura eclesial no es propiamente la secularización ni la politización de la fe; éstos son riesgos menores; el verdadero desafío para el tipo actual de institución que concentra todavía demasiado poder en el clero es la vivencia de la fe trinitaria, de la fe-comunión entre distintos, que forman una comunidad viva y abierta. Esta fe llevaría a toda la estructura de la Iglesia a un proceso de conversión. La misma estructura sería evangelizada, ya que Puebla enseñó muy bien que "la evangelización es una llamada a la participación en la comunión trinitaria" (n. 218). Esto se aplica fundamentalmente a la Iglesia como institución.

Por otro lado, hemos de reconocer que el espíritu de comunión —y por eso mismo la raíz trinitaria de la Iglesia— se conservó y se vivió mejor en la vida religiosa y en el cristianismo popular. En estos terrenos el poder es más participado y está muy presente el sentido de fraternidad. Esta tiene que abrir cada vez más espacios a la participación igualitaria de todos, sin discriminación alguna por razones de sexo o de la función específica que uno ocupa en el conjunto eclesial. Sólo entonces podrá ser verdad lo que dice el concilio Vaticano II: "De esta manera la Iglesia toda aparece como el pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Lumen gentium 4).

Igualmente comprobarnos, en los procesos sociales de hoy, una inmensa voluntad de participación, de democratización v de transformaciones que fomentan la gestación de una sociedad más igualitaria, participativa, pluralista v fraternal. Este anhelo se afianza mejor con una comprensión trinitaria de Dios. Más aún, encuentra en la fe cristiana en el Dios-comunión de las tres divinas personas la utopía trascendente de todas las búsquedas humanas de formas más participativas, comunionales y respetuosas de las diversidades. Dios-Trinidad es lo que es. Pero la fe en Dios-Trinidad-de-personas-distintas, enfrentada con esta realidad emergente, adquiere una especial importancia. La Trinidad se revela también en la dimensión política. La fe en la comunión trinitaria se puede convertir en una bandera de liberación integral y de principio promotor de los afanes de participación personal, social e histórica.

Nuestras reflexiones intentan reforzar este proyecto social a partir del propio terreno específico de la teología trinitaria. Queremos transformaciones en las relaciones sociales, porque creemos en Dios. Trinidad de personas en eterna interrelación e infinita perijóresis. Queremos una sociedad que sea más imagen y semejanza de la Trinidad, que refleje mejor en la tierra la comunión trinitaria del cielo y que nos facilite más el conocimiento del misterio de la comunión de los divinos tres.

Este libro traduce en un lenguaje más asequible lo que expusimos con una terminología técnica en La Trinidad, la sociedad v la liberación (1987). Consideramos la concepción trinitaria de Dios tan revolucionaria para la sociedad, la Iglesia y la autocomprensión de la persona, que nos disponemos a difundirla en esta forma más popular y, según espero, más universalmente comprensible. Por el hecho de que hemos de tratar con lo más importante y fascinante, hemos tenido que trabar una lucha permanente con las palabras, para que fueran las más adecuadas. Realmente, pierden consistencia cuando se las confronta con lo Inefable de la comunión de las tres divinas Personas. Resultan como alusiones o frágiles saetas que apuntan hacia el misterio siempre conocido y al mismo tiempo siempre desconocido en todo el conocimiento. Pero estamos convencidos de que apuntan en una dirección exacta.