La tensión "letra/Espíritu" en algunos sectores de la vida de la Iglesia
Examinemos ahora algunos sectores determinados e
importantes de nuestras vidas cristianas, en los que el Espíritu
Santo puede contribuir a ilustrar, e incluso a rectificar, nuestras
mentalidades y actitudes practicas. Estas rectificaciones las vería
yo bien resumidas en el pasar de la letra al espíritu: sea en la
lectura de las Escrituras, en el ámbito de la ley y de la moral, en el
de los ritos sacramentales e incluso en las relaciones
autoridad/obediencia en la Iglesia.
La dialéctica «LETRA/ESPIRITU»,
en la lectura de las ESCRITURAS
El principio es sencillo y tradicional: por el Espíritu entramos en
el movimiento de las Escrituras (en su espíritu) y en su sentido
profundo, dejando atrás la pura letra textual. Porque el Espíritu
inspira, es decir, proporciona el soplo de vida, guía y mantiene en
ese proceso vivo de la Revelación: tanto al que escribe (legislador,
profeta, sabio, salmista) y, al mismo tiempo, como al que escucha.
Ahora bien, rara vez se subraya este último aspecto: del Espíritu
depende que se escuche rectamente la palabra de Dios; hay una
«inspiración de la escucha»: «¿Por qué no comprendéis mi
lenguaje? -pregunta Jesús a los judíos- Porque no podéis
escuchar mi Palabra. Vuestro padre es el diablo y queréis cumplir
los deseos de vuestro padre» (Jn 8,42-47, passim).
Y el Espíritu gula siempre nuestra lectura hacia una fidelidad
viva y creadora: en la libertad de los hijos, no en la docilidad servil
a unas directrices.
En este campo, el principio absoluto no podría ser simplemente
la obediencia incondicional a la autoridad (de la Iglesia, quiero
decir), sino ante todo la búsqueda apasionada de la verdad junto
con los otros creyentes que se mantienen a la escucha del Espíritu
La buena actitud no consiste en preguntarse: «¿Qué es lo que
debo creer con respecto a tal página de la Biblia? ¿Como hay que
entenderla? ¡A la Iglesia le corresponde decírmelo!». Más bien
consiste en preguntarse esto otro: «¿Cuál es hoy para mi la
verdad de tal página bíblica, la verdad que me haría vivir?
Busquémosla juntos apasionadamente» En última instancia, todos
los cristianos, cada cual según lo que él es (lo mismo autoridades
que «soldados rasos» del pueblo de Dios), debemos entrar en la
escuela de la Escritura. En efecto. todos son «enseñados por el
Espíritu»; todos -doctores y «pobres», jerarquía y fieles, cada uno
según su función, competencia y carisma- se ayudan mutuamente,
en comunidad de fe, para llegar a «la verdad completa» (Jn
16,13), a la que nunca aprisionará ninguna interpretación, aunque
sea oficial.
«Fidelidad viva y creadora» no sólo significa cierta libertad ante
las lecturas oficiales, sino también cierta reserva respecto del
sentido literal del texto inspirado. De lo contrario, se cae en la
lectura fundamentalista a que nos hemos referido más arriba: en
ese caso, la lectura es verdaderamente «letra muerta que mata».
Pero más en general sin llegar a esos limites tan extremos,
hasta no hace mucho aún prevalecía en no pocas mentalidades
esta concepción bastante rudimentaria de la Escritura: para cada
pasaje del Libro sagrado existiría un sentido único, que seria su
contenido; eso es lo que había que buscar porque era preciso,
muy determinado y a la vez misterioso; en resumidas cuentas, ese
sentido lo tendría detenido un único intérprete (la autoridad,
resumiendo en ella a la Iglesia); sentido que seria celosamente
mantenido (entendiendo por esta expresión: fijado, amurallado,
encerrado) por esa autoridad. ¿Quién no ve que esto seria
recortar las alas al texto inspirado y privarle de toda fuerza viva y
creadora?
Afortunadamente, ése no es el verdadero estatuto de la
Escritura. Y la exégesis actual nos muestra que, en el fondo, la
Biblia fue compuesta mediante continuas relecturas: esas
relecturas fueron comúnmente practicadas, como por instinto, por
la gente del Antiguo Testamento, simplemente por pensar que se
encontraban ante un texto vivo, y así llegaron a hacer reescrituras.
A este respecto es muy instructivo el prólogo del Sirácida
(Eclesiástico). Dice su traductor: «Muchas e importantes lecciones
se nos han transmitido por la Ley, los Profetas y los otros que les
han seguido (...). Mas como es razón que no sólo los lectores se
hagan sabios, sino que puedan también otros amigos del saber
ser útiles a los de fuera, tanto de palabra como por escrito, mi
abuelo Jesús (Jesús ben Sirac = el Sirácida), después de haberse
dado intensamente a la lectura de la Ley, los Profetas y los otros
libros de los antepasados y haber adquirido un gran dominio en
ellos, se propuso también él escribir algo en lo tocante a
instrucción y sabiduría», (Sirácida, prólogo, v. 1 a 12, passim).
El ejemplo más hermoso de estas relecturas y nuevas
escrituras de la Biblia, según el movimiento y el espíritu de ellas y
en el Espíritu, es el Nuevo Testamento: una relectura de todo el
corpus de las Escrituras, realizada a la luz del acontecimiento
Jesús (cf. Lucas 24,25-27; 44-46).
Pero no debemos pensar que ahora los cristianos no tenemos
ya otra cosa que hacer que dormirnos sobre el texto y sus lecturas
oficiales. También nosotros debemos inscribirnos en ese
movimiento de relectura (y de escritura), no para rechazar e!
sentido de las Escrituras (tal como fue aclarado de manera
definitiva en Jesucristo), sino para mantener el texto abierto y con
su carácter de productor de sentido; en una palabra, para
conservarlo vivo. Las actuales ciencias del lenguaje han aclarado
recientemente este fenómeno general de cultura válido para todo
texto rico y profundo: «El libro que sostengo con la mano izquierda
me hace ir escribiendo con la derecha (...). Leer es tejer el texto
de uno mismo en las entrelineas, en los márgenes y en los
espacios blancos del texto leído» (A. Fossion).
BI/RELE-REESCRITURA: Esto es más cierto aún tratándose de
la lectura de la Biblia: «Leer las Escrituras es ponerse bajo la
inspiración que hizo que fueran escritas, y ser uno mismo incitado
a hablar y escribir: el Libro es inspirado por inspirar sin fin otros
testimonios». «La comunidad de los creyentes que leen/escriben
asegura una posterioridad al texto testamentario y le hace
fructificar. La lectura/escritura aporta un suplemento. ¿No puede
verse en esto la asistencia del Espíritu a toda la Iglesia, y el
cumplimiento de las palabras de Jesús: Mucho podría deciros
aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu
de la verdad, os guiará hasta la verdad completa?» (A. Fossion).
La dialéctica «LETRA/ESPIRITU»
en la práctica de la LEY
Este segundo aspecto va unido al precedente, pues la letra de
que se trata aquí es, entre otras, la de la Ley de Moisés A ella
aludía San Pablo en su célebre fórmula: «Nos capacitó (Dios) para
ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del
Espíritu. Pues la letra mata, mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6).
La letra es la utilización totalmente legalista de los preceptos de
Moisés separados, en cierta manera, de su mantillo vital: en
tiempo de Jesús y de Pablo, esta práctica era frecuente en
algunos medios del judaísmo. Si se desea, en cambio, una
interpretación muy interior y que sea fuente de vida de la Ley,
basta con acudir a la jugosa meditación de los 176 versículos del
salmo 119. De todas formas, hay una dialéctica viva que debe
entrar en funcionamiento: «El texto sin el Espíritu mata; pero el
Espíritu sin el texto estaría afónico» (T. O. B., nota o, p. 531).
Santo Tomás de Aquino definió perfectamente el estilo nuevo
de toda la moral neotestamentaria, cuando escribió: «Lo mas
importante en la ley del Nuevo Testamento, y en lo que consiste
toda su virtud, es la gracia del Espíritu Santo dada con la fe en
Cristo. Así pues, la nueva ley consiste principalmente en esa
misma gracia del Espíritu Santo otorgada a los fieles de Cristo».
Entra aquí todo el inmenso campo de la moral. No se puede
pensar en recorrerlo en su totalidad con unas cuantas lineas.
Intentemos simplemente señalar el papel del Espíritu: consiste en
orientarnos hacia una moral de exigencia y, a la vez, de libertad.
La carta de esta exigente libertad se encuentra en Gálatas:
«Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis
de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos
por amor los unos a los otros (...). Si sois conducidos por el
Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5,3-18). Para Pablo, está muy
claro que la libertad que él preconiza -y que es un «fruto del
Espíritu»- es la que vivió Cristo, «hombre libre». Si es cierto que
Pablo ya no está sometido a la ley (la que mata), sin embargo se
preocupa de puntualizar: «No estando yo sin ley de Dios sino bajo
la ley de Cristo. (1 Cor 9,21). Soy libre en el Espíritu porque Cristo
vino a asegurarme que soy amado por el Padre, y que no estoy
bajo la mirada recelosa, inhibidora y vindicativa de un Dios
maníaco de las ordenanzas; sino que ese Dios me incita y abre al
amor, lo mismo que Jesús. Así soy liberado de mis
agarrotamientos y de mis miedos, desviado de mí mismo y de mi
preocupación «legalista» por ser justo, por hacer un buen papel; y
para despertarme a la entrega y al servicio.
«El texto sin el Espíritu mata», decíamos en la traducción
ecuménica de la Biblia (T. O. B.),que añadía en seguida: «pero el
Espíritu sin el texto estaría afónico». Digamos, pues, que no está
afónico el Espíritu, ya que el texto que él hace que leamos, la
partitura que nos interpreta, es la vida histórica de Jesús, el
evangelio incesantemente actualizado y vivo
La dialéctica «LETRA/ESPIRITU»
en los ritos sacramentales
Todo está íntimamente relacionado: el ritualismo, que a veces
ha coexistido como un «parásito» con la práctica sacramental, en
el fondo es una forma del «imperio de la ley», que acabamos de
comunicar: «manantiales de vida» se han convertido en
«obligaciones morales» y en objeto de minuciosas
reglamentaciones. Diré simplemente que en liturgia, como en otras
cosas, el Espíritu Santo no está por la anarquía; pero tampoco es
bueno asfixiar la acción litúrgica (sobre todo la eucaristía) con
meticulosas y rígidas reglamentaciones. Por eso, es posible que
algunas advertencias recientes sobre la letra de la ley (litúrgica),
por su machaconería de «¡las normas, las normas!» no produzcan
los efectos esperados, y más bien tengan peligro de irritar a los
cristianos abiertos pero fieles, sin que por otra parte logren
remediar los verdaderos abusos. Yo estaría de acuerdo con las
severas expresiones de Rey-Mermet: «En materia de uniformidad
litúrgica hay demasiada puntillosidad. Esto puede constituir un
confortable entretenimiento. ¿Por qué antes que en esto no se es
exigente en lo relativo a la conversión evangélica? Se persigue a
eucaristías cuya sencillez e improvisación no hubieran molestado a
San Pablo ni al Señor. Por el contrario, se celebran demasiadas
misas cuyos asistentes se conforman perfectamente a un sistema
económico que es negación de la participación, hasta el punto de
que el mismo San Pablo se negarla a reconocer en ellas la cena
del Señor... ¿Qué piensa de esto el Espíritu?»
No insistamos en estos aspectos negativos. Más bien
alegrémonos de ver muy reafirmado y de modo muy explícito el
lugar del Espíritu Santo en todo acto sacramental. Recuerdo
simplemente esto:
—La vuelta a la estima de las epiclesis eucarísticas
(invocaciones del Espíritu), que vienen a recalcar que únicamente
por el Espíritu llega el memorial a ser presencia viva de Cristo.
Gracias al Espíritu, el «presidente de la eucaristía» no es un mero
«funcionario de lo sagrado», dotado de «poderes» misteriosos y
cuasimilagrosos para «producir» el cuerpo y la sangre de Jesús:
«Si la Palabra pronunciada como memorial en el relato de la
institución obra lo que dice, lo hace en cuanto apoyada por el
Espíritu (...). Solamente en el Espíritu puede pronunciarse el relato
de la institución (anamnesis) ministerialmente, sacramentalmente,
como Palabra del mismo Cristo».
—Aparte de la eucaristía, también podrían leerse, en el nuevo
ritual de la penitencia y de la reconciliación, las recientes formulas
de la absolución Recuerdo sobre todo la fórmula extensa; he aquí
lo que se refiere al Espíritu Santo en esta proclamación trinitaria:
«Nuestro Señor Jesucristo, que (...) infundió el Espíritu Santo en
sus apóstoles para que recibieran el poder de perdonar los
pecados, os libre, por mi ministerio, de todo mal y os llene de su
claridad para que proclaméis las hazañas del que os llamó a salir
de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa»
Concluyamos con los obispos franceses refiriéndose a todos los
sacramentos: «En toda celebración sacramental, invocamos al
Espíritu Santo para que él haga eficaz para nosotros la Palabra de
Dios y produzca el acontecimiento de nuestro encuentro con
Cristo».
También estoy convencido de que el rechazo del ritualismo de
carácter un poco «mágico», (de eficacia cuasiautomática), rechazo
debido al redescubrimiento del papel del Espíritu en los
sacramentos, representa una importante contribución al
ecumenismo.
Testimonio de esto es el documento reciente (1979) del grupo
de Dombes: L'Esprit Saint, I'Eglise et les Sacrements. He aquí dos
o tres afirmaciones de este texto común (emanado de teólogos
protestantes y católicos), que son particularmente significativas:
«La obediencia de la comunidad eclesial a la orden de Cristo y su
invocación al Espíritu Santo, manifiestan que la eficacia de la
liturgia no tiene nada de «mágico». «Gracias al Espíritu, la acción
sacramental de la Iglesia realiza lo que significa. Las palabras que
la integran no son meros enunciados de unos hechos consumados
o de unas promesas; crean una situación nueva en la oración y la
fe de la Iglesia. Pues si los sacramentos tienen hombres como
ministros, también tienen como principio al Espíritu Santo». «El
Santo Espíritu impide que el sacramento caiga en el error y la
servidumbre de una relación de posesión y de poder, de
dominación y de dependencia ajena a él por naturaleza». «El
Paráclito, el suplicante paralelo de Cristo y de los cristianos, libra a
los sacramentos de toda tentación de magia, haciendo de él como
una oración que le pide al Padre otorgue a las palabras de la
Iglesia la misma eficacia de las palabras de Jesús»
La dialéctica «LETRA/ESPIRITU»,
en las relaciones autoridad/obediencia
El Espíritu Santo es maestro de la obediencia libre, responsable
y adulta; la de los hijos y los amigos, no la de los criados o los
esclavos
Se han podido cometer errores de interpretación (no
forzosamente inocentes) acerca de la obediencia de Jesús. Jesús
siempre obedeció a la verdadera voluntad de Dios, reconocida no
forzosamente en su traducción deformada por sus depositarios
oficiales y titulares: fue la suya una obediencia al estilo de los
profetas; «critica» habría que decir, a veces con significativas
transgresiones, para que el espíritu de la ley triunfara sobre la
letra aplicada mecánicamente. Es la obediencia responsable de
quien aceptó una misión y tiene que averiguar, en lo concreto de
las situaciones, cuál es la voluntad del Padre, es decir, qué es lo
mejor, en cuanto a medios y oportunidad, para cumplir esa misión,
y hacerlo dentro de la fidelidad al «impulso del Espíritu».
Vuelvo a hablar de cierto modo de actuar que ha venido siendo
bastante general en la Iglesia, por parte de la autoridad, sólo para
señalar la escasa confianza que tal actuación ha depositado en el
Espíritu, y la excesiva utilización que ha hecho, en ocasiones, de la
reglamentación, la vigilancia y una situación de cuasitutoría: «El
catolicismo, escribe Congar, con una valoración excesiva del papel
de la autoridad y una rápida inclinación jurídica a restablecer el
orden de la regla impuesta y la unidad en la uniformidad, ha
desconfiado, al menos en la época moderna, de las expresiones
del principio personal. Ha desarrollado un sistema de vigilancia
que ha resultado eficaz para mantener una línea y un marco de
ortodoxia, pero al precio de una marginación y, con frecuencia, de
una reducción al silencio de personas que tenían no poco que
decir» (op. cit., II, p. 27). Olvido del Espíritu, es cierto. Esto no
quiere decir que la autoridad deba ser puesta en duda o abolida;
pero sí que hay una manera específicamente cristiana de
ejercerla: precisamente facilitándole al Espíritu un espacio de
libertad. De tal manera, por ejemplo, que si el requerimiento que
hace el magisterio a la simple obediencia de los fieles a sus
consignas no llevara emparejada (o escasamente) una llamada a
una reflexión común, tal requerimiento no sería un procedimiento
saludable: el efecto que produce es anestesiar las conciencias y
convertir a los cristianos en unos asistidos y menores de edad a
perpetuidad.
Marcel Légaut habla de «religión de apelación» y de «religión
de autoridad», contraponiendo ambos conceptos Esta doble
expresión caracteriza bastante bien la desviación que se ha
producido: de la libertad evangélica, libertad filial en el Espíritu
(«Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad», 2 Cor
3,17), a una sociedad cristiana muy enmarcada, sometiendo al
Espíritu Santo a una estrecha vigilancia: «Durante demasiado
tiempo, el cristianismo ha venido contentándose con la condición
psicológica de unos auditorios mudos y pasivos que, en nombre
de la docilidad, han permanecido crédulos y faltos de espíritu
critico, manteniéndose muchas veces pueriles espiritualmente, a
pesar de una buena voluntad sin fisuras y de una profunda
piedad»
Numerosas señales no equivocas, especialmente a partir del
Vaticano II, indican que la manera de funcionar, en nuestra Iglesia,
la dualidad autoridad/obediencia va evolucionando
profundamente, sin duda por la presión de los tiempos
(mutaciones en la sociedad), pero también a impulsos del Espíritu;
por lo demás, ¿no son también llamadas del Espíritu los signos de
los tiempos?
El Espíritu del Resucitado
suscita la misión
Al margen ya de toda la dialéctica «letra-espíritu», finalizaré con
una reflexión acerca de la misión: otro sector de la vida de la
Iglesia en que el Espíritu puede modificar nuestro modo de mirar
las cosas.
La enseñanza del Nuevo Testamento es clara: son inseparables
resurrección de Jesús, don del Espíritu que hace que se recuerde
a Jesús y envío con una misión como fue enviado Jesús. El
Espíritu suscita libertades adultas y responsables al servicio de un
amor gratuito, eficaz y realista, sobre todo para con los más
pobres, a fin de continuar la misión de Cristo.
Dentro de este contexto de misión -y no en la clave de la moral
individual- hay que volver a leer el famoso capitulo 8 de Romanos.
La Traducción ecuménica de la Biblia (T. O. B.), pone este titulo:
«Liberación por el Espíritu»; para amar y producir los frutos del
Espíritu es necesario liberarse de la carne. Pero a condición de no
equivocar el sentido de la contraposición carne/espiritu.
«Carne»: es todo hombre en su fragilidad, sin establecer la
distinción cuerpo/alma. En este primer sentido Pablo nos habla de
Jesús «nacido según la carne» (Rm 1,3), y Juan, de que «la
Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Traduzcamos: tomó nuestra
condición humana condenada a la fragilidad y a la muerte. Más
tarde se modificó el significado de la palabra «carne», viniendo a
significar también la condición humana gravada con la carga del
pecado (Rm 8,3). Y finalmente, para Pablo, en su célebre
contraposición carne/espiritu, la «carne» será todo el hombre
cuando sigue sus propios deseos, su espíritu propio y no el
Espíritu de Dios; cuando todo el hombre y no sólo el cuerpo y los
sentidos se opone a Dios: «las obras de la carne» (/Ga/05/19) o el
«vivir según la carne» (/Rm/08/13) no son, pues, sinónimo de
«pecados de la carne», en el sentido sexual que más tarde
adquirió indebidamente esta expresión. (Ver lista de las «obras de
la carne», en Ga 5,19-21). Acerca del significado de la palabra
«carne», puede acudirse a la excelente nota g) de la Traducción
ecuménica de la Biblia (T. O. B.).
CZ/SENTIDO: También hay que volver a colocar en un
contexto de misión y de servicio la ascesis, el sufrimiento, el
desasimiento, la renuncia y la cruz, para que sigan siendo
saludables y no degeneren en masoquismo; y en ese mismo
contexto de misión hay que volver a colocar también las pruebas y
persecuciones que aguardan al hombre de las Bienaventuranzas y
al predicador del Reino. Xavier Léon-Dufour mostró claramente la
unión que existe entre sufrimientos, persecuciones y misión, en la
vida de Jesús y en la de Pablo. «La mortificación por la
mortificación no la buscan ni Pablo ni Jesús. En el caso de Pablo,
sobreviene por razón de su fidelidad al mensaje que se le habla
encargado proclamar. La cruz, el sufrimiento y las persecuciones
carecen de valor en si mismas: únicamente lo tienen porque son
consecuencia de la proclamación del Evangelio».
Creo igualmente que el Espíritu Santo puede ayudarnos a unir
misión y libertad. En todo apóstol tendrán que encontrarse las
siguientes condiciones: firmeza en su propia fe, voluntad de dar
testimonio de ella y de irradiarla, valor para hablar, sin
avergonzarse, de lo que le hace vivir, esperar y comprometerse;
pero todo esto ha de ir compaginado con el respeto más absoluto
a la libertad de los demás: la libertad del acto de fe ha sido
vigorosamente recordada por el documento conciliar sobre «la
libertad religiosa».
Se trate de la misión de «plantar la Iglesia» aquí y allí o de
cualquier otro empeño apostólico (catequesis, educación cristiana,
etc.), nunca es lo esencial bautizar, hacer personas que
practiquen o piensen debidamente; sino ir impregnando poco a
poco con el espíritu del Evangelio (gratuidad, amor autentico
exento de exclusivismo y discriminación), a cuantos podamos
contactar sin intención alguna de proselitismo. Toda actitud
indiscreta, toda presión, palanca o manipulación serÍa un
contrasentido con respecto a la fe: «Está, por consiguiente, en
total acuerdo con la índole de la fe el excluir cualquier género de
imposición por parte de los hombres en materia religiosa»
(Declaración sobre la libertad religiosa n.° 10).
La revista Lumiere et Vie (137, p. 60), refiere el testimonio
aducido por el Padre Serge de Beaurecueil, «misionero» en
Afganistán: «De paso para Kabul (antes de la invasión soviética),
un obispo que venía de no sé qué parte exclamaba: «¡Qué país
más cerrado! ¡En él es imposible toda conversión!...». A lo que yo
le respondí: «Monseñor, entre los países musulmanes que
conozco, Afganistán me parece que es uno de los más abiertos y
respetuosos con el proceder de cada cual, siempre que no se
cause escándalo. Mire, hace años que vengo tratando de
convertirme, sin que nadie vea inconveniente en ello; ¡todo lo
contrario!». «¡Desde luego!, pero no es eso lo que quiero decir.
Aquí es imposible hacer bautismos». Pero, ¿cómo hacerle
comprender que el problema no es convertir, bautizar a la gente,
sino convertirse con los demás para entrar juntos en el Reino de
Dios? Complementariedad, convergencia, interacción fraterna en
el amor para responder al llamamiento multiforme e imprevisible
del Espíritu». Aun admitiendo que Serge Beaurecueil hubiera
interpretado mal lo que acaso no pasaba de ser una ocurrencia
simplista, no deja de ser significativa la anécdota.
«EI Espíritu del Señor todo lo mantiene unido» (Sab 1,7)
Como conclusión a estas reflexiones sobre nuestra vida
cristiana vivida bajo el signo del Espíritu, e inspirándome en un
texto de la Sabiduría en el que se afirma que Dios asegura la vida
y la cohesión del universo por su Espíritu, diría yo lo siguiente:
La señal de que nuestras vidas se mantienen en una gran
fidelidad al Espíritu es que éste hará que mantengamos juntos»
elementos, valores o actitudes aparentemente opuestos Por
ejemplo:
—los valores de paz, unidad y comunión (que son «frutos del
Espíritu»); pero junto a ellos, respeto de las diferencias, rechazo
de los malentendidos o de las unanimidades equivocas alcanzadas
en medio del entusiasmo, durante una asamblea fogosa;
—la fidelidad, el sentido de la tradición; pero al mismo tiempo, la
aceptación de lo nuevo y lo inesperado: en una palabra, la alianza
entre la «memoria» y las «raíces» por un lado y, por otro, la
audacia, el ímpetu y la inventiva;
—el sentido de la institución, no sólo como necesaria sino
también como beneficiosa; y aquí denunciaría yo cierta manía de
denigrar sistemáticamente todo lo que tiene carácter de
«instituido», manía destructora que denota complejos mal
resueltos o ajustes personales de cuentas; pero a la vez, la
relativización de la institución, no morderse la lengua a este
respecto, negarse a sacralizar la institución (recuérdese lo dicho
más arriba acerca de las relaciones autoridad-obediencia);
—la actividad apostólica y la contemplación, la aventura
espiritual y el compromiso personal;
—los valores comunitarios y también los personales No hay
duda de que la vida cristiana se vive comunitariamente, en unión,
en Iglesia; pero se requiere un acto de conversión personal,
consciente y plenamente libre Por otra parte, no se debe confundir
lo comunitario con lo gregario. El grupo fervoroso (piénsese en los
grupos de Renovación, entre otros), puede ayudar a entablar,
mantener y dirigir una oración o una conversación; pero aquí
también es preciso repetir que toda presión indiscreta y toda
manipulación se pagan con el desengaño, pues no respetan la
libertad del acto de fe o los caminos espirituales de cada uno.
Tal es la acción unificadora ejercida por el Espíritu.
ANDRE
FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE
35
Santander-1985Págs. 133-152