UNA MIRADA DETENIDA AL NUEVO TESTAMENTO
Como hemos visto, no es escaso el interés que ha tenido
nuestro «recorrido por el Antiguo Testamento». Pero el Nuevo
exige de nosotros «una mirada detenida». Nuestra investigación
—que pretende ser sugestiva, pero no erudita ni abrumadora—
seguirá este itinerario: en primer lugar (aunque sean mas tardíos
que las epístolas de San Pablo), los Evangelios; después, los
Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Juan.
El Espíritu Santo antes de la Pascua:
una presencia Discreta» y una promesa
¿El Espíritu Santo antes de la Pascua? Precisemos: al menos,
en los acontecimientos tal y como son referidos por los evangelios
(los relatos de la infancia, vida pública y pasión), pues todos
sabemos lo difícil que es separar de modo tajante en nuestros
evangelios —que son los evangelios del Resucitado, del Espíritu y
de la Iglesia— el antes de la Pascua del después de la Pascua.
Esto quiere decir que en ellos se proyectan la fe y la vida de las
comunidades posteriores a la Pascua, y que esa misma fe señala
a posteriori, con mayor claridad, el papel del Espíritu Santo. Un
ejemplo muy claro de esto lo tenemos cuando San Lucas, en su
evangelio de la infancia (c. 1 y 2), nos presenta, en la linea del
Antiguo Testamento, algunos personajes «llenos del Espíritu
Santo»: Juan Bautista (Lc 1,15), su madre Isabel (1,41), su padre
Zacarías (1,67). En cuanto a María, es conocida la respuesta que
le da Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra» (1,35). Finalmente, ahí está el
anciano Simeón. de quien Lucas nos dice que «estaba en él el
Espíritu Santo», que «le habla sido revelado por el Espíritu Santo
que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» y
que «movido por el Espíritu, vino al Templo» (2,2527).
Siempre, en la más pura línea del Antiguo Testamento, estos
personajes son tomados por el Espíritu de los profetas: Juan
Bautista, cuya futura trayectoria está bajo el signo de Ellas
(1,15-17); Isabel al reconocer el «bendito fruto» de María (1,42);
María misma cuando canta su exultación (1,46-55); Zacarías y
Simeón, «profetizando el uno (1,67) o «bendiciendo a Dios» el
otro (2,28) y proclamando ambos su cántico de acción de
gracias.
He aquí ahora el profeta Jesús, a quien Lucas nos presenta
siempre guiado, impulsado, por el Espíritu y consagrado por él en
su misión:
—En el bautismo, donde mientras Jesús oraba, «bajó sobre él
el Espíritu Santos (Lc 3,21-32).
—En las tentaciones, cuando «Jesús, lleno del Espíritu Santo
fue llevado por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el
diablo» (Lc 4,1-2).
—En sus comienzos apostólicos y en su consagración
misionera: «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu (...).
Iba enseñando en sus sinagogas (...). Vino a Nazaret, donde se
había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de
sábado (...). Le entregaron el libro del profeta Isaías, y
desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: El
Espíritu del Señor sobre mi, porque me ha ungido. Me ha enviado
a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4,14-18).
Añadamos aquí dos rasgos tomados del evangelio de Juan. Se
trata de dos testimonios de Juan Bautista relativos a Jesús: «He
visto al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se
quedaba sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a
bautizar con agua, me dijo: Aquel sobre quien veas que baja el
Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu
Santo» (Jn 3,33). «Aquel a quien Dios ha enviado (Cristo) habla
las palabras de Dios que le da el Espíritu sin medida>, (Jn 3,34).
Ya se ve el interés que encierran estos acentos joanneos: Jesús
colmado «sin medida» por el Espíritu, que «se queda» sobre él y
le capacita para «bautizar con el Espíritu».
Volvamos a Lucas para comprobar que, desde el momento en
que se pone en marcha la misión de Jesús (Lc 4), apenas vuelve
ya el evangelista a mencionar al Espíritu Santo: este hecho parece
deberse a que todavía se mantiene «secreta» la acción del
Espíritu, pues se confunde con las palabras y los gestos de poder
y autoridad de Jesús. Sólo en tres circunstancias vuelve a hablar
Lucas del Espíritu:
—En la solemne acción de gracias de Jesús, al regresar de su
misión los setenta y dos discípulos: «En aquel momento, se llenó
de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra...» (Lc 10,21).
—En la exhortación de Jesús a orar: «Si pues, vosotros, siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!Lc
11,13).
—En el momento en que Jesús da consignas para la hora de
las persecuciones: «No os preocupéis de cómo os defenderéis, o
qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo
momento lo que conviene decir» (Lc 12,11-12). Por otra parte,
inmediatamente antes acababa de afirmar Jesús: «Al que blasfeme
contra el Espíritu Santo, no se le perdonará» (Lc 12,10).
Pero nos aproximamos a la Pasión. Al presentir Jesús la
proximidad de su muerte, promete a sus discípulos que, cuando se
haya ausentado de ellos sensiblemente, les enviará el Espíritu
desde el Padre. Y ahí están los textos importantes de Juan
Evangelista, los más explícitos con mucho, sobre la persona —y
hasta sobre la «personalidad» diría yo— del Espíritu Santo: «Yo
pediré al Padre y os dará otro Paráclito (adviértase bien: no un
consolador sino más bien un defensor, un abogado en el proceso
que habrán de mantener contra el mundo), el Espíritu de la
verdad» (Jn 14,16-17; cf. 15,26). Y «cuando venga él, el Espíritu
de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13). «Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a
vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7).
¡Textos sorprendentes por su profundidad! ¿Anteriores a la
Pascua, en su contenido y en la totalidad de su formulación?
¿Quién puede afirmar esto con certeza? Por otra parte, ¿no pone
Lucas en boca del Resucitado la misma promesa del Espíritu? «Yo
voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24,49).
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros» (Hech 1,8).
Una vez más, resulta difícil señalar en los evangelios la frontera
entre el antes y el después de la Pascua (ya hemos visto por qué).
Pero, volviendo a nuestro tema: «El Espíritu Santo antes de la
Pascua: una presencia discreta y una promesa», pienso que
conviene poner de relieve cierta «discreción» que se observa en
nuestros evangelios, relativa al papel del Espíritu antes de la
Pascua, a lo largo de la vida pública: desde luego que el Espíritu
actúa de modo único y decisivo sobre este Jesús de Nazaret
elegido de Dios, mesías, profeta, Hijo amado; pero actúa de
manera misteriosa, sin necesidad de ser nombrado, puesto que
Jesús está allí. Y, una vez que Jesús haya resucitado, la acción del
Espíritu Santo resplandecerá a los ojos de todos, al mismo tiempo
que se esclarecerá, para los discípulos y el pueblo, el misterio
mismo de la filiación de Jesús.
Tanto, que la clave del enigma verosímilmente está en la
extraña frase de Juan: «En pie (en el Templo), Jesús gritó: Si
alguno tiene sed, venga a mi, y beba el que crea en mi, como dice
la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía
refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él.
Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido
glorificado» (/Jn/07/37-39).
¿Quiere decir esto que el Espíritu Santo no actuaba en el
mundo antes de la venida de Jesús o, con mayor razón, en Jesús
mismo antes de la Pascua? Desde luego, no quiere decir eso.
Simplemente quiere afirmar que «la Pascua-glorificación de Cristo
inauguró un régimen nuevo en la comunicación del Espíritu Santo
a los hombres». (Congar, Je crois en l'Esprit Saint, Il, p. 101).
Afirma, además, que el conocimiento explícito del misterio de la
salvación universal estaba reservado para el tiempo ulterior a la
Pascua, gracias al Espíritu Lo atestigua claramente la epístola a
los Efesios: «Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a
conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos
apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois
coherederos, miembros del mismo Cuerpo y participes de la misma
Promesa en Cristo Jesús» (Ef 3,5-6; cf también Ef 2,18-22).
Después de la Pascua: Jesús resucitado y
glorificado puede dar el Espíritu
La resurrección de Jesús es obra del Padre y del poder del
Espíritu: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de
entre los muertos (Dios Padre) dará también la vida a vuestros
cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm
8,11; cf. Rm 1,1-4). Por eso, ya desde el atardecer del día de la
Pascua nos presenta Juan al Resucitado «soplando sobre los
discípulos» antes de decirles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn
20,22). Este don del Espíritu que hace Jesús resucitado, tiene
lugar en la intimidad de la casa «donde se encontraban los
discípulos» (Jn 20,19) Por lo que a Lucas se refiere, prefiere
esperar una ocasión pública y solemne, la fiesta de Pentecostés,
para mostrar al Espíritu en acción. Pedro es el que explica
entonces en nombre de los Once: «Dios (el Padre) le resucitó a
este Jesús ( .). Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido
el Espíritu Santo, que el Padre habla prometido, y lo ha
derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo» (Hech
2,3233)
Nos es muy conocida la escena de Pentecostés como para
tener que transcribirla aquí (Cf Hech 2,1-13). En cambio, es
importante advertir que aquel día se da el Espíritu no sólo a los
Apóstoles (Hech 2,4), sino también, después del discurso de
Pedro, a todos los que se convirtieron: «Que cada uno de
vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo» (Hech 2,38); y se da, incluso, más allá de los que están
presentes: «la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y
para todos los que están lejos (los gentiles), para cuantos llame el
Señor Dios nuestro» (Hech 2,39), es decir, para todos. Y no
tardará en comprobarse esto mas adelante, en la continuación de
los Hechos
Tan cierto es, que se ha podido escribir que en este libro no
hay sólo un Pentecostés. sino unos pentecostés que se van
repitiendo para todo tipo de grupos de creyentes, y hasta para los
gentiles, y, en ocasiones, con expresa referencia al don recibido
en el primer Pentecostés y a sus efectos. He aquí, en primer lugar,
el «pequeño pentecostés» de los Doce, (y acaso también, de una
comunidad más amplia, juntamente con ellos); después de la
liberación de Pedro y Juan: «Acabada su oración, retembló el
lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del
Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía»
(Hech 4,31).
Pero el circulo iba ampliándose. Por ejemplo con los primeros
cristianos de Samaria: «Pablo y Juan (...) oraron por ellos (los
samaritanos) para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía
no habla descendido sobre ninguno de ellos (...). Entonces les
imponían las manos y recibían al Espíritu Santo» (Hech 8,15-17).
Más tarde, en Efeso, son alrededor de una docena de discípulos
de Juan Bautista, que «no han oído decir siquiera que exista el
Espíritu Santo» (...). Habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino
sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a
profetizar» (Hech 1 9,2-ó).
Y con esto llegamos al más típico de estos pentecostés
múltiples, el narrado y comentado más detenidamente por el libro
de los Hechos: el que le sobrevino de improviso, en su propia
casa, al centurión gentil Cornelio, y con él «a sus parientes y a los
amigos íntimos» (Hech 10,24) Es un pentecostés típico porque
marca un giro misionero decisivo: en él se da el Espíritu también a
los no judíos. Esta circunstancia constituye una novedad muy
difícil de admitir por los circuncisos: a sus ojos, es casi una
incongruencia. Es una novedad que el Espíritu mismo casi le
impone a Pedro, no obstante su extrema repugnancia (cf. la visión,
Hech 10,9-16). Una novedad que Pedro tendrá que justificar
trabajosamente, más tarde, ante sus hermanos judíos, muy
excitados (Hech 11,1-18). Finalmente, es una novedad que el
mismo Pedro volverá a recordar en la Asamblea de Jerusalén
(Hech 15,1-21), para conseguir la adhesión de todos a la admisión
de los gentiles conversos en la comunidad cristiana, sin
imponerles antes las prácticas del judaísmo. Pero conviene citar
los textos mayores al respecto:
—Relato de este nuevo pentecostés: «Estaba Pedro diciendo
estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que
escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido
con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo
había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían
hablar en lenguas y glorificar a Dios» (/Hch/10/44-46).
—Pedro comunica a sus hermanos judíos lo ocurrido: «Había
empezado yo a hablar cuando cayó sobre ellos (la gente de
Cornelio) el Espíritu Santo, como al principio había caído sobre
nosotros (...). Si Dios les ha concedido el mismo don que a
nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo
para poner obstáculos a Dios?» (Hech 11,15-17)
—Pedro recuerda en la Asamblea de Jerusalén este episodio
decisivo: «Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su
favor (de los gentiles, —aquí Cornelio y los suyos—)
comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros: y no hizo
distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purifico sus
corazones con la fe. Nosotros creemos más bien que nos
salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que
ellos» (Hech 15,7-11).
ES/LIBERTAD: Dos rasgos debemos subrayar en estos
distintos pentecostés. En primer lugar, esa voluntad del libro de los
Hechos de dejar bien claro que no existe diferencia alguna entre el
don del Espíritu concedido a los apóstoles, y el concedido a todos
los demás: «Como a nosotros»; «no hizo distinción alguna entre
ellos y nosotros»; «del mismo modo que ellos» (textos arriba
citados); «estos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros»
(Hech 10,47). Después, la soberana libertad del Espíritu que se
manifiesta cuando quiere y como quiere. El orden seguido
habitualmente parece ser éste: primero, el bautismo en el nombre
del Señor Jesús; luego, la imposición de manos por los apóstoles y
la venida del Espíritu. Este es el esquema clásico, casi «oficial»,
diría yo. (Cf. Hech 8,15-17 y 19,1-ó). En compensación, acabamos
de conocer el ejemplo de la libre intervención del Espíritu, en casa
de Cornelio, precisamente antes de que tuviera lugar el bautismo
de agua (Hech 10,47). Sí, «el Espíritu de Dios es la gran fuerza
libre cuyas iniciativas vienen construyendo la Iglesia desde sus
orígenes: iniciativas, desconcertantes en ocasiones, que hacen
saltar las barreras entre las que si se dejara uno llevar de la
tentación, encerrarla la realización del plan de Dios».
Por esto podrá escribir Pablo: «Donde está el Espíritu del Señor,
allí está la libertad» (/2Co/03/17). Una libertad como la de Cristo,
no para el antojo sino para el servicio y el don.
El Espíritu Santo, atareado en la Iglesia naciente
Después de la escena de Pentecostés y de los distintos
pentecostés mencionados, se impone una mirada de conjunto
sobre el Espíritu que trabaja a la Iglesia naciente: porque este
«modelo» primitivo de «funcionamiento» tan especifico, sigue
siendo el nuestro. Tanto, que al pedir el Papa Juan XXIII, al
comenzar el Concilio, «un nuevo Pentecostés» sobre la Iglesia,
mantenía una actitud en linea con los Hechos; no hacia sino
evocar «una esperanza programada por la Escritura misma» ¿Qué
esperanza? «La de una perpetua renovación de Pentecostés en la
Iglesia, como también en cada vida cristiana ( ) En la Iglesia, que
en el rodar de los últimos siglos habÍa sufrido algunas
desviaciones y esclerosis ( ) Su deseo era que lo cerrado se
cambiara en abierto; que el replegarse sobre el pasado se
cambiara en impulso hacia el porvenir; que la letra fuera vivificada
por el Espíritu y que así, la convergencia de las libertades
suscitadas por los carismas reemplazara a cierto orden
pretensado» (R Laurentin, en la obra colectiva L'Esprit Saint, op.
cit, p 13),
Nuevamente nos servirá de gula San Lucas para definir ese
«estilo» peculiar de la vida y del crecimiento de la Iglesia: los
Hechos principalmente, pero también todo el conjunto de su obra
en la que Lucas habla del Espíritu Santo setenta y dos veces
(cincuenta y cinco en los Hechos y diecisiete en su evangelio). «El
Espíritu Santo —se ha escrito— constituye la unidad y la clave que
nos permite comprender', esos dos tomos de una misma obra. En
efecto, el sentido de la intención de Lucas es muy claro: la
experiencia del Espíritu vivida en la comunidad cristiana (o más
bien en las comunidades, muy diferentes unas de otras), en cierto
modo constituye «la prueba del 9» de la verdad de las enseñanzas
de Jesús referidas en el tercer evangelio: la prueba de su poder
de vida y de renovación. Esta experiencia del Espíritu muestra de
modo tangible el valor y la oportunidad de la promesa de Jesús.
En el fondo, el que haya podido producirse cuanto se observa hoy
en las comunidades cristianas, se debe a haber estado Jesús bajo
la dependencia del Espíritu Santo, que él prometió y comunicó:
«Se puede afirmar que, para Lucas, el Espíritu Santo es la piedra
de toque de una historia objetiva, mediante un proceso regresivo
que partiendo de la experiencia actual del Espíritu se remonta a
los orígenes y, de regreso, revela la experiencia actual de los
cristianos como experiencia del Espíritu de Jesucristo..
Las maravillas realizadas por el Espíritu en la Iglesia (ahora se
puede señalar sin ninguna duda al Espíritu como autor de ellas,
pues así lo anunció Jesús), no son sino continuación normal,
reflejo, réplica y fruto de lo vivido por Jesús, actuando a plenitud el
Espíritu por medio de él; de manera que, «en aquel tiempo», podía
quedar ignorado el Espíritu, por centrarse las miradas
exclusivamente en Jesús y en sus acciones. Pero ahora (después
de la Pascua), cuando estando Jesús ausente (sensiblemente)
siguen repitiéndose, sin embargo, las mismas «maravillas», no se
puede ya seguir ignorando al Espíritu: ¡es él, sin duda!, como
estaba prometido.
Los primeros cristianos, y al frente de ellos los Doce, —bajo el
influjo del Espíritu nominalmente comunicado y recibido—
recobran de modo naturalísimo las actitudes, los gestos y las
palabras mismas de Jesús. El hecho de ver, por ejemplo, que los
hombres como Pedro y Juan (Pedro sobre todo), llenos de miedo
en los momentos de la Pasión se vuelven intrépidos y capaces de
enfrentarse con el mismo tribunal (el sanedrín) que poco antes
había condenado a Jesús (cf. Hech 4,5-20), demuestra hasta la
evidencia (con ayuda de la fe), que la fuerza del Espíritu que
animaba a Jesús pasó realmente a ellos como estaba prometido,
capacitándoles para «ser testigos». Ellos (Pedro, Juan y los
demás), redescubrIeron en su interior así, y como por un instinto
(el instinto del Espíritu), las mismas actitudes de Jesús: actitudes
de compartir, de servicio, de misericordia, de testimonio, de
curación (ver el caso del tullido, Hech 3), de serenidad ante los
jueces inJustos (cf. Lc 12.1 1-12).
ESTEBAN/J: El ejemplo más típico de los referidos por los
Hechos es sin duda el de Esteban. Este hombre «lleno de Espíritu
Santo» (Hech 6,5 y 6,10), es el calco perfecto de su Maestro: el
sosias de Jesús, siente uno deseos de llamarle. Considérese su
proceso, con falsos testigos que formulan contra él los mismos
reproches, relativos al Templo y a la Ley, que fueron formulados
contra Jesús: «Le hemos oído decir que Jesús, ese Nazareno,
destruiría este lugar (el Templo) y cambiaría las costumbres que
Moisés nos ha transmitido» (Hech 6,14). Adviértase, luego, cómo
en su pasión y muerte se reproducen las mismas palabras de
Jesús: «¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres?» (Hech
7,52. Cf. Mt 23,31 s ) «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hech 7,59
Cf. Lc 23,46); y la «fuerte voz» lanzada, acompañada de idéntica
súplica: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hech
7,60. Cf. Lc 23,34).
¿La primitiva experiencia pascual, un «modelo fundador»?
Si, ahora podemos afirmarlo, tomando como punto de partida
para ampliar nuestra reflexión la obra de San Lucas,
principalmente los Hechos: la experiencia pascual de las primeras
comunidades (nuestra Iglesia cristiana de origen —y casi me
atrevería a decir de «denominación controlada»— tiene
enteramente el valor de «modelo fundador»). Modelo que hay que
trasladar sin duda, atendiendo a la diversidad de situaciones y
contextos de civilización y cultura. Pero en el inicio de este modelo,
hay como un «derecho de autor» imprescindible: apóstoles y
primeras generaciones cristianas «inventaron», gracias al Espíritu,
las actitudes precisas de la fe y sus términos exactos para decir
quién es Jesús, etc. O viene a ser también como una «patente de
invención registrada», a la que más tarde se hará constante
referencia, para realizar experiencias variadas, pero
fundamentalmente idénticas por ser el inspirador de todas ellas
«un mismo Espíritu» (1 Cor 12,4).
Con todo, debemos precisar la expresión «experiencia
pascual»: con ella se quiere aludir a aquellas comunidades que
vivían intensamente del Resucitado y del Espíritu. El
acontecimiento pascual que condiciona esta experiencia ha de ser
contemplado en su conjunto: se trata, inseparable y
simultáneamente, de Cristo resucitado y glorificado y del Espíritu
Santo derramado para que crezca y nazca la Iglesia. Dicho en
otros términos, para recuperar nuestras características familiares,
el acontecimiento pascual es al mismo tiempo la Pascua, la
Ascensión y Pentecostés: ahí nace la primerísima Iglesia (la de los
primeros capitulas de los Hechos y su experiencia pascual).
Congar insiste repetidamente en esta unidad del evento pascual.
«En los comienzos, los cristianos celebraron Pentecostés
simplemente como el final de una Pascua de cincuenta días». Y
nosotros, con la reforma litúrgica reciente, hemos vuelto con
satisfacción a esta verdad de las cosas: todos los domingos (y el
tiempo), desde Pascua a Pentecostés, son domingos (y tiempo) de
Pascua y su final es Pentecostés: sin octava ni «tiempo después
de Pentecostés», ya que no existe un «después» de Pentecostés;
pues una Iglesia sin Pentecostés dejaría de ser la Iglesia.
En el fondo, el ausente/presente es el Cristo pascual: «Yo estoy
con vosotros todos los días...» (Mt 28,20); y presente
precisamente por su Espíritu, de manera que los papeles de
ambos (el Resucitado y su Espíritu), son como indistintos,
intercambiables, y los experimentamos simultáneamente «Según
San Pablo —escribirá Y. Coogar—, si el Señor glorificado y el
Espíritu son distintos en Dios, funcionalmente están tan unidos
que los experimentamos al mismo tiempo y podemos tomar al uno
por el otro» (op. cit., II, p. 24). Y cita a San Cirilo de Alejandría:
«Jesús llama al Espíritu 'otro Paráclito': con estos términos quiere
designarle en su propia persona, indicándonos que el Espíritu
realiza así lo que el mismo Jesús realizaría, sin ninguna diferencia,
de tal manera que parece ser el Hijo y no otro. Efectivamente, es
su Espíritu (...). Para mostrar claramente que el término distintivo
«otro» no ha de tomarse en el sentido de una diferencia sino sólo
en razón de la subsistencia personal (pues el Espíritu es Espíritu y
no Hijo), en el momento en que Jesús dice que será enviado el
Espíritu, promete venir él mismo» (op. cit. p, 134).
FE/CAMINO: He hablado de «modelo fundador», válido todavía
para nosotros en sus rasgos esenciales. Vuelvo ahora a referirme
a este término para aclararlo Los Hechos detallan con precisión
las actividades de la Iglesia suscitadas por el Espíritu (cf. sobre
todo Hech 2,42-47 y 4,32-35): Asiduidad a la enseñanza de los
Apóstoles (del tipo del discurso de Pedro en Pentecostés, Hech
2,14-36; o del mismo Pedro en casa de Cornelio, Hech 10,34-43);
fracción del pan o práctica del memorial vivo; oraciones; servicio
fraterno; pobreza-reparto (cf Hech 4,32-35); finalmente, misión por
medio del testimonio e irradiación a cargo de gente con vitalidad y
«contagiosa», poco preocupada por los argumentos o la
apologética. El conjunto de estos rasgos constituía, visiblemente, a
los ojos de todos, una vida nueva sorprendente, un estilo de vida
propio y, en resumen, un «Camino» muy caracterizado: es sabido,
que a la fe y a la vida cristiana se las llama repetidamente en los
Hechos «el Camino» y, a los cristianos, «los seguidores del
Camino» (cf. el pasaje clave en Hech 9,2 con la nota que remite a
los otros textos en que se utiliza esta expresión y su significado: el
camino del Señor, el camino de la salvación)
Y advirtamos que todas estas actividades representan
masivamente lo «cotidiano» y lo esencial del «modelo» propuesto:
las actividades más «espectaculares» suscitadas también por el
Espíritu (curar, hablar en lenguas...) y señaladas por los Hechos,
no deben hacernos olvidar ni nos deben ocultarnos ese modelo
normal. En efecto, no debemos dejarnos engañar en esto: frente a
siete manifestaciones extraordinarias del Espíritu que se relatan
en los Hechos, más once alusiones rápidas que se hacen en los
discursos, son treinta y seis las menciones del Espíritu que
apuntan a actividades cotidianas y no espectaculares. De esto se
ha de inferir «la relativa discreción de Lucas acerca de estas
manifestaciones extraordinarias, con frecuencia referidas en un
solo versículo», y el «aspecto casi usual y cotidiano de la
presencia y la acción del Espíritu».
Respecto del mencionado «modelo fundadore», se impone una
última puntualización. Seria incurrir en un error de bulto y
desestimar la historia, ver en ese «modelo fundador» un «modelo
de sociedad» que trasladar tal cual, limitándose a someterlo a una
sencilla actualización. Se trata más bien de un diseño que hay que
interpretar, un diseño que luego resultará forzosamente distinto
para nosotros, habida cuenta de nuestro actual contexto cultural y
económico; pero «también rigurosamente centrado en torno al eje
de la Resurrección, y coincidente con el movimiento del Espíritu
que inspiró el primer diseño». En una palabra, los diversos gestos
y actitudes concretos descritos en los Hechos bosquejan un
diseño, un tipo de vida posible e idóneo para causar impacto en
aquella época; y en cuanto a nosotros, se trata de encontrar otro
diseño distinto, con los mismos componentes básicos, pero
combinados y vividos de otro modo, para producir hoy
concretamente el mismo efecto de impacto saludable.
Y Pablo, ¿cómo habla del Espíritu Santo?
Por supuesto, Pablo no habla de él como «teólogo» exacto,
afanoso por fijar el status del Espíritu en el seno de la Trinidad
(¿podría hacerlo, por lo demás, siendo como era el primer escritor,
cronológicamente, del Nuevo Testamento?). No hay duda de que
nombra mucho al Espíritu Santo con el Padre y el Hijo y, si cabe
hablar así, en el mismo plano que a ellos (cf. 1 Cor 12,4-6, por
ejemplo, o 2 Cor 13,13 principalmente). Pero habla como pastor,
para afirmar su papel propio en el misterio único de la salvación y
extraer consecuencias para la vida nueva de los bautizados.
Pablo tiene un único punto de enfoque: se centra en el misterio
de salvación, de paz y reconciliación consumado por la muerte y
resurrección de Cristo Jesús (Pablo no conoció a Cristo «según la
carne», al Cristo histórico) en favor de los que «estaban cerca»
(los judíos) y de los que «estaban lejos» (los no judíos), por lo
tanto en favor de todos (cf. Ef 2,11-17). Ahora bien, este misterio
«a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu» (1 Cor
2,10). «Ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas
por el Espíritu» (Ef 3,5).
En las epístolas de Pablo se encuentra un verdadero tratado
sobre la vida cristiana, una vida «en Cristo» muerto y resucitado
(cf. Rm 6,3-11), que en igual grado es —ya lo dijimos— una vida
según el Espíritu, con los «frutos» que su acción produce. (Ga
5,22-23). El texto capital en el que se debe ahondar en esta
materia es Rm 8. Se le podría titular así: ·EI estatuto del Espíritu
Santo en la vida cristiana»; es «la ley del Espíritu que da la vida en
Cristo Jesús» (Rm 8,2); el estatuto de nuestra libertad cristiana, de
nuestra filiación y de nuestra gloria futura. En este texto se
encuentra todo; leámosle con detenimiento. Tomando este texto
fundamental y algunos otros, seria posible precisar, cuando
menos, las siguientes características de la vida según el Espíritu:
es una vida vivida bajo el signo de la libertad filial (cf. Rm 8 y Ga
5,13-25); libertad que es preciso conquistar, pues está entablada
una lucha entre la carne y el Espíritu (Ga 5,13 s.): de ahí esta
consigna dos veces repetida (Ga 5,16 y 25): «Si vivis según el
Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne». Para
evitar toda falsa interpretación de la palabra «carne», gustoso
remito a la nota de la T. O. B. (Traducción ecuménica de la Biblia),
relativa a Rm 1,3.
Otra característica: el Espíritu Santo es el artífice interior de
nuestra oración (oración filial, naturalmente). «EI Espíritu mismo se
une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de
Dios»; él «nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15-16 y Ga
4,6); «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues
nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo
intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).
Finalmente, el Espíritu derrama sus diversos dones para edificar la
Iglesia (en diversidad por lo tanto, pero también dentro de la
unidad y la comunión): para esto, el capitulo 12 de la primera carta
a los Corintios, del que volveremos a hablar cuando tratemos de la
renovación en el Espíritu y de los carismas.
Después de «sobrevolar» así por San Pablo, una sola
observación. Se advierte en él una clara diferencia de tono y de
propósito, en comparación con San Lucas. Este no compone un
tratado de espiritualidad cristiana; lo que hace es mostrar el
dinamismo del Espíritu, el crecimiento de la Iglesia y los progresos
de la Palabra y de la misión. Pero no sería honrado «poner en
juego» a Pablo contra Lucas, contraponer «vida espiritual» y
«testimonio misionero»: hacer esto seria traicionar a Pablo y a
Lucas, incorporándolos a nuestras tendencias «ideológicas» y
atribuyéndoles una problemática que seria ajena a ellos.
¿Y si consideráramos al Espíritu Santo desde San Juan?
Ya hemos aludido a la mayoría de las afirmaciones esenciales
de San Juan acerca del Espíritu Santo, sobre todo en lo tocante a
la promesa de enviarlo, hecha por Jesús en el discurso de la Cena
(cf. Jn, capitulas 14, 15 y 16). Recordemos por lo menos, que el
cuarto evangelio es lo más pospascual que hay. Entiéndase por
este término, que este evangelio es el que más clara lleva la
impronta de la actuación del Espíritu: este Espíritu hizo entender a
Juan el sentido de los acontecimientos y de las palabras de Jesús,
que en un principio ni él ni nadie habían entendido: «el Espíritu de
la verdad os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13). «El
Espíritu Santo (...) os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn
14,26). Este es el principio. Y los ejemplos concretos vienen a
ilustrarlo: el episodio de la purificación del Templo, que Juan
coloca muy al principio de la vida pública y que da pie a un quid
pro quo ya en el primer momento (¿el Templo de piedra?, ¿el
Templo del cuerpo de Jesús?); quid pro quo que desharán el
Resucitado y su Espíritu: «Cuando Jesús resucitó de entre los
muertos, se acordaron sus discípulos de que eso era lo que quiso
decir, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho
Jesús». (Jn 2,22). O también, la entrada de Jesús en Jerusalén:
«Esto no lo comprendieron sus discípulos de momento; pero
cuando Jesús fue glorificado, cayeron en la cuenta de que esto
estaba escrito sobre él, y que era lo que habían hecho» (Jn
12,16).
A titulo de información, mencionaré de nuevo los textos en gran
manera simbólicos de Juan: «El viento sopla donde quiere (...). Así
es en todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8), pues «el que no
nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,5); y esos
«ríos de agua viva» que significan el Espíritu que Jesús
comunicará, una vez glorificado (Jn 7,38-39).
Dejemos el cuarto evangelio, pero no a San Juan. Su primera
epístola, sin duda está centrada en la encarnación: en ese «Verbo
de vida» que Juan y los demás discípulos vieron, oyeron y tocaron
(1 Jn 1,1-3)
Parece como que todo tiene lugar entre el Padre y su Hijo. Y al
Espíritu, solo en 1 Jn 3,24 se le nombra explícitamente. Pero el
capitulo 4 está muy claro: «Nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn
4,13), y ese Espíritu nos lleva a «confesar a Jesucristo, venido en
carne» (1 Jn 4,2) Con toda claridad se pone el acento en la
encarnación San Pablo recalcará la resurrección-glorificación Pero
es un mismo Espíritu el que hace que en este Jesús de la historia
se reconozca al Verbo, al Hijo amado y al Señor: «Nadie puede
decir: ¡Jesús es Señor!, sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor
12,3). Y Juan por su parte, al final de su epístola escribirá que
«Dios ha dado testimonio acerca de su Hijo, y que «el Espíritu es
el que da testimonio» (1 Jn 5, 9 y 6)
Por lo que al Apocalipsis se refiere (también obra de Juan), este
libro pone en escena, en el centro de su simbolismo, al «Cordero».
Pero están presentes la Iglesia, que milita y que sufre, y el
Espíritu, que la asiste y mantiene su esperanza. A lo largo de los
capítulos 2 y 3, se repite siete veces la fórmula: «El que tenga
oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias». Y justo al final del
Apocalipsis, son el Espíritu y la Iglesia quienes dicen al Señor
Jesús: «¡Ven!». Nada tiene esto de extraño desde el momento en
que Juan vuelve a decirnos que «el que tenga sed», venga, y «el
que quiera, reciba gratuitamente agua de vida». (Ap 22,17.
Cotéjese naturalmente, con Jn 7,37-39).
Finaliza nuestro recorrido sobre «el Espíritu Santo en la
Biblia». Antes de pasar a cubrir la segunda etapa, «Denominar al
Espíritu Santo», unas últimas líneas para responder a una
pregunta que puede formularse al ver, en el Nuevo Testamento,
que si Lucas sitúa la efusión del Espíritu cincuenta días después
de la Pascua, Juan pone su «pentecostés» en el atardecer del día
mismo de Pascua: «Al atardecer de aquel primer día de la semana
(...) se presentó Jesús en medio de ellos (...), sopló sobre ellos y
les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,19-22,passim). ¿A qué
nos atenemos entonces? ¿Fue el día de la Pascua? ¿O cincuenta
días después (Hech 2,1), según la cronología de Lucas, que tanta
huella ha dejado en nuestras ideas al respecto?
Yo responderla así: la fecha importa poco, ya que el significado
es el mismo para Juan y para Lucas, aunque el primero
«apresura» y «comprimes, mientras el segundo «fragmenta» y
«escalona» realidades simultáneas, guiados ambos por motivos de
índole pedagógica. Para los dos, la glorificación de Jesús lleva
consigo el don del Espíritu. No hay duda de que la efusión del
Espíritu relatada en el capítulo segundo de los Hechos, no es la
primera: Lucas la retuvo y le dio la preferencia por ser pública y
solemne y porque señalaba así, a los ojos de todos, como el
nacimiento «oficial» de la Iglesia y el punto de partida de su
expansión.
ANDRE
FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE
35
Santander-1985.Págs. 9-66