UNA MIRADA DETENIDA AL NUEVO TESTAMENTO

Como hemos visto, no es escaso el interés que ha tenido 
nuestro «recorrido por el Antiguo Testamento». Pero el Nuevo 
exige de nosotros «una mirada detenida». Nuestra investigación 
—que pretende ser sugestiva, pero no erudita ni abrumadora— 
seguirá este itinerario: en primer lugar (aunque sean mas tardíos 
que las epístolas de San Pablo), los Evangelios; después, los 
Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Juan.

El Espíritu Santo antes de la Pascua:
una presencia Discreta» y una promesa
¿El Espíritu Santo antes de la Pascua? Precisemos: al menos, 
en los acontecimientos tal y como son referidos por los evangelios 
(los relatos de la infancia, vida pública y pasión), pues todos 
sabemos lo difícil que es separar de modo tajante en nuestros 
evangelios —que son los evangelios del Resucitado, del Espíritu y 
de la Iglesia— el antes de la Pascua del después de la Pascua. 
Esto quiere decir que en ellos se proyectan la fe y la vida de las 
comunidades posteriores a la Pascua, y que esa misma fe señala 
a posteriori, con mayor claridad, el papel del Espíritu Santo. Un 
ejemplo muy claro de esto lo tenemos cuando San Lucas, en su 
evangelio de la infancia (c. 1 y 2), nos presenta, en la linea del 
Antiguo Testamento, algunos personajes «llenos del Espíritu 
Santo»: Juan Bautista (Lc 1,15), su madre Isabel (1,41), su padre 
Zacarías (1,67). En cuanto a María, es conocida la respuesta que 
le da Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del 
Altísimo te cubrirá con su sombra» (1,35). Finalmente, ahí está el 
anciano Simeón. de quien Lucas nos dice que «estaba en él el 
Espíritu Santo», que «le habla sido revelado por el Espíritu Santo 
que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» y 
que «movido por el Espíritu, vino al Templo» (2,2527).
Siempre, en la más pura línea del Antiguo Testamento, estos 
personajes son tomados por el Espíritu de los profetas: Juan 
Bautista, cuya futura trayectoria está bajo el signo de Ellas 
(1,15-17); Isabel al reconocer el «bendito fruto» de María (1,42); 
María misma cuando canta su exultación (1,46-55); Zacarías y 
Simeón, «profetizando el uno (1,67) o «bendiciendo a Dios» el 
otro (2,28) y proclamando ambos su cántico de acción de 
gracias.
He aquí ahora el profeta Jesús, a quien Lucas nos presenta 
siempre guiado, impulsado, por el Espíritu y consagrado por él en 
su misión:
—En el bautismo, donde mientras Jesús oraba, «bajó sobre él 
el Espíritu Santos (Lc 3,21-32).
—En las tentaciones, cuando «Jesús, lleno del Espíritu Santo 
fue llevado por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el 
diablo» (Lc 4,1-2).
—En sus comienzos apostólicos y en su consagración 
misionera: «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu (...). 
Iba enseñando en sus sinagogas (...). Vino a Nazaret, donde se 
había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de 
sábado (...). Le entregaron el libro del profeta Isaías, y 
desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: El 
Espíritu del Señor sobre mi, porque me ha ungido. Me ha enviado 
a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4,14-18).
Añadamos aquí dos rasgos tomados del evangelio de Juan. Se 
trata de dos testimonios de Juan Bautista relativos a Jesús: «He 
visto al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se 
quedaba sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a 
bautizar con agua, me dijo: Aquel sobre quien veas que baja el 
Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu 
Santo» (Jn 3,33). «Aquel a quien Dios ha enviado (Cristo) habla 
las palabras de Dios que le da el Espíritu sin medida>, (Jn 3,34). 
Ya se ve el interés que encierran estos acentos joanneos: Jesús 
colmado «sin medida» por el Espíritu, que «se queda» sobre él y 
le capacita para «bautizar con el Espíritu».
Volvamos a Lucas para comprobar que, desde el momento en 
que se pone en marcha la misión de Jesús (Lc 4), apenas vuelve 
ya el evangelista a mencionar al Espíritu Santo: este hecho parece 
deberse a que todavía se mantiene «secreta» la acción del 
Espíritu, pues se confunde con las palabras y los gestos de poder 
y autoridad de Jesús. Sólo en tres circunstancias vuelve a hablar 
Lucas del Espíritu: 
—En la solemne acción de gracias de Jesús, al regresar de su 
misión los setenta y dos discípulos: «En aquel momento, se llenó 
de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo, Padre, 
Señor del cielo y de la tierra...» (Lc 10,21).
—En la exhortación de Jesús a orar: «Si pues, vosotros, siendo 
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el 
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!Lc 
11,13).
—En el momento en que Jesús da consignas para la hora de 
las persecuciones: «No os preocupéis de cómo os defenderéis, o 
qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo 
momento lo que conviene decir» (Lc 12,11-12). Por otra parte, 
inmediatamente antes acababa de afirmar Jesús: «Al que blasfeme 
contra el Espíritu Santo, no se le perdonará» (Lc 12,10).
Pero nos aproximamos a la Pasión. Al presentir Jesús la 
proximidad de su muerte, promete a sus discípulos que, cuando se 
haya ausentado de ellos sensiblemente, les enviará el Espíritu 
desde el Padre. Y ahí están los textos importantes de Juan 
Evangelista, los más explícitos con mucho, sobre la persona —y 
hasta sobre la «personalidad» diría yo— del Espíritu Santo: «Yo 
pediré al Padre y os dará otro Paráclito (adviértase bien: no un 
consolador sino más bien un defensor, un abogado en el proceso 
que habrán de mantener contra el mundo), el Espíritu de la 
verdad» (Jn 14,16-17; cf. 15,26). Y «cuando venga él, el Espíritu 
de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13). «Os 
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a 
vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7).
¡Textos sorprendentes por su profundidad! ¿Anteriores a la 
Pascua, en su contenido y en la totalidad de su formulación? 
¿Quién puede afirmar esto con certeza? Por otra parte, ¿no pone 
Lucas en boca del Resucitado la misma promesa del Espíritu? «Yo 
voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24,49). 
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre 
vosotros» (Hech 1,8).
Una vez más, resulta difícil señalar en los evangelios la frontera 
entre el antes y el después de la Pascua (ya hemos visto por qué). 
Pero, volviendo a nuestro tema: «El Espíritu Santo antes de la 
Pascua: una presencia discreta y una promesa», pienso que 
conviene poner de relieve cierta «discreción» que se observa en 
nuestros evangelios, relativa al papel del Espíritu antes de la 
Pascua, a lo largo de la vida pública: desde luego que el Espíritu 
actúa de modo único y decisivo sobre este Jesús de Nazaret 
elegido de Dios, mesías, profeta, Hijo amado; pero actúa de 
manera misteriosa, sin necesidad de ser nombrado, puesto que 
Jesús está allí. Y, una vez que Jesús haya resucitado, la acción del 
Espíritu Santo resplandecerá a los ojos de todos, al mismo tiempo 
que se esclarecerá, para los discípulos y el pueblo, el misterio 
mismo de la filiación de Jesús.
Tanto, que la clave del enigma verosímilmente está en la 
extraña frase de Juan: «En pie (en el Templo), Jesús gritó: Si 
alguno tiene sed, venga a mi, y beba el que crea en mi, como dice 
la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía 
refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. 
Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido 
glorificado» (/Jn/07/37-39).
¿Quiere decir esto que el Espíritu Santo no actuaba en el 
mundo antes de la venida de Jesús o, con mayor razón, en Jesús 
mismo antes de la Pascua? Desde luego, no quiere decir eso. 
Simplemente quiere afirmar que «la Pascua-glorificación de Cristo 
inauguró un régimen nuevo en la comunicación del Espíritu Santo 
a los hombres». (Congar, Je crois en l'Esprit Saint, Il, p. 101). 
Afirma, además, que el conocimiento explícito del misterio de la 
salvación universal estaba reservado para el tiempo ulterior a la 
Pascua, gracias al Espíritu Lo atestigua claramente la epístola a 
los Efesios: «Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a 
conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos 
apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois 
coherederos, miembros del mismo Cuerpo y participes de la misma 
Promesa en Cristo Jesús» (Ef 3,5-6; cf también Ef 2,18-22).

Después de la Pascua: Jesús resucitado y 
glorificado puede dar el Espíritu
La resurrección de Jesús es obra del Padre y del poder del 
Espíritu: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los 
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de 
entre los muertos (Dios Padre) dará también la vida a vuestros 
cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 
8,11; cf. Rm 1,1-4). Por eso, ya desde el atardecer del día de la 
Pascua nos presenta Juan al Resucitado «soplando sobre los 
discípulos» antes de decirles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 
20,22). Este don del Espíritu que hace Jesús resucitado, tiene 
lugar en la intimidad de la casa «donde se encontraban los 
discípulos» (Jn 20,19) Por lo que a Lucas se refiere, prefiere 
esperar una ocasión pública y solemne, la fiesta de Pentecostés, 
para mostrar al Espíritu en acción. Pedro es el que explica 
entonces en nombre de los Once: «Dios (el Padre) le resucitó a 
este Jesús ( .). Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido 
el Espíritu Santo, que el Padre habla prometido, y lo ha 
derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo» (Hech 
2,3233)
Nos es muy conocida la escena de Pentecostés como para 
tener que transcribirla aquí (Cf Hech 2,1-13). En cambio, es 
importante advertir que aquel día se da el Espíritu no sólo a los 
Apóstoles (Hech 2,4), sino también, después del discurso de 
Pedro, a todos los que se convirtieron: «Que cada uno de 
vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para 
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu 
Santo» (Hech 2,38); y se da, incluso, más allá de los que están 
presentes: «la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y 
para todos los que están lejos (los gentiles), para cuantos llame el 
Señor Dios nuestro» (Hech 2,39), es decir, para todos. Y no 
tardará en comprobarse esto mas adelante, en la continuación de 
los Hechos
Tan cierto es, que se ha podido escribir que en este libro no 
hay sólo un Pentecostés. sino unos pentecostés que se van 
repitiendo para todo tipo de grupos de creyentes, y hasta para los 
gentiles, y, en ocasiones, con expresa referencia al don recibido 
en el primer Pentecostés y a sus efectos. He aquí, en primer lugar, 
el «pequeño pentecostés» de los Doce, (y acaso también, de una 
comunidad más amplia, juntamente con ellos); después de la 
liberación de Pedro y Juan: «Acabada su oración, retembló el 
lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del 
Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía» 
(Hech 4,31).
Pero el circulo iba ampliándose. Por ejemplo con los primeros 
cristianos de Samaria: «Pablo y Juan (...) oraron por ellos (los 
samaritanos) para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía 
no habla descendido sobre ninguno de ellos (...). Entonces les 
imponían las manos y recibían al Espíritu Santo» (Hech 8,15-17). 
Más tarde, en Efeso, son alrededor de una docena de discípulos 
de Juan Bautista, que «no han oído decir siquiera que exista el 
Espíritu Santo» (...). Habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino 
sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a 
profetizar» (Hech 1 9,2-ó).
Y con esto llegamos al más típico de estos pentecostés 
múltiples, el narrado y comentado más detenidamente por el libro 
de los Hechos: el que le sobrevino de improviso, en su propia 
casa, al centurión gentil Cornelio, y con él «a sus parientes y a los 
amigos íntimos» (Hech 10,24) Es un pentecostés típico porque 
marca un giro misionero decisivo: en él se da el Espíritu también a 
los no judíos. Esta circunstancia constituye una novedad muy 
difícil de admitir por los circuncisos: a sus ojos, es casi una 
incongruencia. Es una novedad que el Espíritu mismo casi le 
impone a Pedro, no obstante su extrema repugnancia (cf. la visión, 
Hech 10,9-16). Una novedad que Pedro tendrá que justificar 
trabajosamente, más tarde, ante sus hermanos judíos, muy 
excitados (Hech 11,1-18). Finalmente, es una novedad que el 
mismo Pedro volverá a recordar en la Asamblea de Jerusalén 
(Hech 15,1-21), para conseguir la adhesión de todos a la admisión 
de los gentiles conversos en la comunidad cristiana, sin 
imponerles antes las prácticas del judaísmo. Pero conviene citar 
los textos mayores al respecto:
—Relato de este nuevo pentecostés: «Estaba Pedro diciendo 
estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que 
escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido 
con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo 
había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían 
hablar en lenguas y glorificar a Dios» (/Hch/10/44-46).
—Pedro comunica a sus hermanos judíos lo ocurrido: «Había 
empezado yo a hablar cuando cayó sobre ellos (la gente de 
Cornelio) el Espíritu Santo, como al principio había caído sobre 
nosotros (...). Si Dios les ha concedido el mismo don que a 
nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo 
para poner obstáculos a Dios?» (Hech 11,15-17)
—Pedro recuerda en la Asamblea de Jerusalén este episodio 
decisivo: «Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su 
favor (de los gentiles, —aquí Cornelio y los suyos—) 
comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros: y no hizo 
distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purifico sus 
corazones con la fe. Nosotros creemos más bien que nos 
salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que 
ellos» (Hech 15,7-11).
ES/LIBERTAD: Dos rasgos debemos subrayar en estos 
distintos pentecostés. En primer lugar, esa voluntad del libro de los 
Hechos de dejar bien claro que no existe diferencia alguna entre el 
don del Espíritu concedido a los apóstoles, y el concedido a todos 
los demás: «Como a nosotros»; «no hizo distinción alguna entre 
ellos y nosotros»; «del mismo modo que ellos» (textos arriba 
citados); «estos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros» 
(Hech 10,47). Después, la soberana libertad del Espíritu que se 
manifiesta cuando quiere y como quiere. El orden seguido 
habitualmente parece ser éste: primero, el bautismo en el nombre 
del Señor Jesús; luego, la imposición de manos por los apóstoles y 
la venida del Espíritu. Este es el esquema clásico, casi «oficial», 
diría yo. (Cf. Hech 8,15-17 y 19,1-ó). En compensación, acabamos 
de conocer el ejemplo de la libre intervención del Espíritu, en casa 
de Cornelio, precisamente antes de que tuviera lugar el bautismo 
de agua (Hech 10,47). Sí, «el Espíritu de Dios es la gran fuerza 
libre cuyas iniciativas vienen construyendo la Iglesia desde sus 
orígenes: iniciativas, desconcertantes en ocasiones, que hacen 
saltar las barreras entre las que si se dejara uno llevar de la 
tentación, encerrarla la realización del plan de Dios».
Por esto podrá escribir Pablo: «Donde está el Espíritu del Señor, 
allí está la libertad» (/2Co/03/17). Una libertad como la de Cristo, 
no para el antojo sino para el servicio y el don.

El Espíritu Santo, atareado en la Iglesia naciente
Después de la escena de Pentecostés y de los distintos 
pentecostés mencionados, se impone una mirada de conjunto 
sobre el Espíritu que trabaja a la Iglesia naciente: porque este 
«modelo» primitivo de «funcionamiento» tan especifico, sigue 
siendo el nuestro. Tanto, que al pedir el Papa Juan XXIII, al 
comenzar el Concilio, «un nuevo Pentecostés» sobre la Iglesia, 
mantenía una actitud en linea con los Hechos; no hacia sino 
evocar «una esperanza programada por la Escritura misma» ¿Qué 
esperanza? «La de una perpetua renovación de Pentecostés en la 
Iglesia, como también en cada vida cristiana ( ) En la Iglesia, que 
en el rodar de los últimos siglos habÍa sufrido algunas 
desviaciones y esclerosis ( ) Su deseo era que lo cerrado se 
cambiara en abierto; que el replegarse sobre el pasado se 
cambiara en impulso hacia el porvenir; que la letra fuera vivificada 
por el Espíritu y que así, la convergencia de las libertades 
suscitadas por los carismas reemplazara a cierto orden 
pretensado» (R Laurentin, en la obra colectiva L'Esprit Saint, op. 
cit, p 13),
Nuevamente nos servirá de gula San Lucas para definir ese 
«estilo» peculiar de la vida y del crecimiento de la Iglesia: los 
Hechos principalmente, pero también todo el conjunto de su obra 
en la que Lucas habla del Espíritu Santo setenta y dos veces 
(cincuenta y cinco en los Hechos y diecisiete en su evangelio). «El 
Espíritu Santo —se ha escrito— constituye la unidad y la clave que 
nos permite comprender', esos dos tomos de una misma obra. En 
efecto, el sentido de la intención de Lucas es muy claro: la 
experiencia del Espíritu vivida en la comunidad cristiana (o más 
bien en las comunidades, muy diferentes unas de otras), en cierto 
modo constituye «la prueba del 9» de la verdad de las enseñanzas 
de Jesús referidas en el tercer evangelio: la prueba de su poder 
de vida y de renovación. Esta experiencia del Espíritu muestra de 
modo tangible el valor y la oportunidad de la promesa de Jesús. 
En el fondo, el que haya podido producirse cuanto se observa hoy 
en las comunidades cristianas, se debe a haber estado Jesús bajo 
la dependencia del Espíritu Santo, que él prometió y comunicó: 
«Se puede afirmar que, para Lucas, el Espíritu Santo es la piedra 
de toque de una historia objetiva, mediante un proceso regresivo 
que partiendo de la experiencia actual del Espíritu se remonta a 
los orígenes y, de regreso, revela la experiencia actual de los 
cristianos como experiencia del Espíritu de Jesucristo..
Las maravillas realizadas por el Espíritu en la Iglesia (ahora se 
puede señalar sin ninguna duda al Espíritu como autor de ellas, 
pues así lo anunció Jesús), no son sino continuación normal, 
reflejo, réplica y fruto de lo vivido por Jesús, actuando a plenitud el 
Espíritu por medio de él; de manera que, «en aquel tiempo», podía 
quedar ignorado el Espíritu, por centrarse las miradas 
exclusivamente en Jesús y en sus acciones. Pero ahora (después 
de la Pascua), cuando estando Jesús ausente (sensiblemente) 
siguen repitiéndose, sin embargo, las mismas «maravillas», no se 
puede ya seguir ignorando al Espíritu: ¡es él, sin duda!, como 
estaba prometido.
Los primeros cristianos, y al frente de ellos los Doce, —bajo el 
influjo del Espíritu nominalmente comunicado y recibido— 
recobran de modo naturalísimo las actitudes, los gestos y las 
palabras mismas de Jesús. El hecho de ver, por ejemplo, que los 
hombres como Pedro y Juan (Pedro sobre todo), llenos de miedo 
en los momentos de la Pasión se vuelven intrépidos y capaces de 
enfrentarse con el mismo tribunal (el sanedrín) que poco antes 
había condenado a Jesús (cf. Hech 4,5-20), demuestra hasta la 
evidencia (con ayuda de la fe), que la fuerza del Espíritu que 
animaba a Jesús pasó realmente a ellos como estaba prometido, 
capacitándoles para «ser testigos». Ellos (Pedro, Juan y los 
demás), redescubrIeron en su interior así, y como por un instinto 
(el instinto del Espíritu), las mismas actitudes de Jesús: actitudes 
de compartir, de servicio, de misericordia, de testimonio, de 
curación (ver el caso del tullido, Hech 3), de serenidad ante los 
jueces inJustos (cf. Lc 12.1 1-12).
ESTEBAN/J: El ejemplo más típico de los referidos por los 
Hechos es sin duda el de Esteban. Este hombre «lleno de Espíritu 
Santo» (Hech 6,5 y 6,10), es el calco perfecto de su Maestro: el 
sosias de Jesús, siente uno deseos de llamarle. Considérese su 
proceso, con falsos testigos que formulan contra él los mismos 
reproches, relativos al Templo y a la Ley, que fueron formulados 
contra Jesús: «Le hemos oído decir que Jesús, ese Nazareno, 
destruiría este lugar (el Templo) y cambiaría las costumbres que 
Moisés nos ha transmitido» (Hech 6,14). Adviértase, luego, cómo 
en su pasión y muerte se reproducen las mismas palabras de 
Jesús: «¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres?» (Hech 
7,52. Cf. Mt 23,31 s ) «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hech 7,59 
Cf. Lc 23,46); y la «fuerte voz» lanzada, acompañada de idéntica 
súplica: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hech 
7,60. Cf. Lc 23,34).

¿La primitiva experiencia pascual, un «modelo fundador»?
Si, ahora podemos afirmarlo, tomando como punto de partida 
para ampliar nuestra reflexión la obra de San Lucas, 
principalmente los Hechos: la experiencia pascual de las primeras 
comunidades (nuestra Iglesia cristiana de origen —y casi me 
atrevería a decir de «denominación controlada»— tiene 
enteramente el valor de «modelo fundador»). Modelo que hay que 
trasladar sin duda, atendiendo a la diversidad de situaciones y 
contextos de civilización y cultura. Pero en el inicio de este modelo, 
hay como un «derecho de autor» imprescindible: apóstoles y 
primeras generaciones cristianas «inventaron», gracias al Espíritu, 
las actitudes precisas de la fe y sus términos exactos para decir 
quién es Jesús, etc. O viene a ser también como una «patente de 
invención registrada», a la que más tarde se hará constante 
referencia, para realizar experiencias variadas, pero 
fundamentalmente idénticas por ser el inspirador de todas ellas 
«un mismo Espíritu» (1 Cor 12,4).
Con todo, debemos precisar la expresión «experiencia 
pascual»: con ella se quiere aludir a aquellas comunidades que 
vivían intensamente del Resucitado y del Espíritu. El 
acontecimiento pascual que condiciona esta experiencia ha de ser 
contemplado en su conjunto: se trata, inseparable y 
simultáneamente, de Cristo resucitado y glorificado y del Espíritu 
Santo derramado para que crezca y nazca la Iglesia. Dicho en 
otros términos, para recuperar nuestras características familiares, 
el acontecimiento pascual es al mismo tiempo la Pascua, la 
Ascensión y Pentecostés: ahí nace la primerísima Iglesia (la de los 
primeros capitulas de los Hechos y su experiencia pascual). 
Congar insiste repetidamente en esta unidad del evento pascual. 
«En los comienzos, los cristianos celebraron Pentecostés 
simplemente como el final de una Pascua de cincuenta días». Y 
nosotros, con la reforma litúrgica reciente, hemos vuelto con 
satisfacción a esta verdad de las cosas: todos los domingos (y el 
tiempo), desde Pascua a Pentecostés, son domingos (y tiempo) de 
Pascua y su final es Pentecostés: sin octava ni «tiempo después 
de Pentecostés», ya que no existe un «después» de Pentecostés; 
pues una Iglesia sin Pentecostés dejaría de ser la Iglesia.
En el fondo, el ausente/presente es el Cristo pascual: «Yo estoy 
con vosotros todos los días...» (Mt 28,20); y presente 
precisamente por su Espíritu, de manera que los papeles de 
ambos (el Resucitado y su Espíritu), son como indistintos, 
intercambiables, y los experimentamos simultáneamente «Según 
San Pablo —escribirá Y. Coogar—, si el Señor glorificado y el 
Espíritu son distintos en Dios, funcionalmente están tan unidos 
que los experimentamos al mismo tiempo y podemos tomar al uno 
por el otro» (op. cit., II, p. 24). Y cita a San Cirilo de Alejandría: 
«Jesús llama al Espíritu 'otro Paráclito': con estos términos quiere 
designarle en su propia persona, indicándonos que el Espíritu 
realiza así lo que el mismo Jesús realizaría, sin ninguna diferencia, 
de tal manera que parece ser el Hijo y no otro. Efectivamente, es 
su Espíritu (...). Para mostrar claramente que el término distintivo 
«otro» no ha de tomarse en el sentido de una diferencia sino sólo 
en razón de la subsistencia personal (pues el Espíritu es Espíritu y 
no Hijo), en el momento en que Jesús dice que será enviado el 
Espíritu, promete venir él mismo» (op. cit. p, 134).
FE/CAMINO: He hablado de «modelo fundador», válido todavía 
para nosotros en sus rasgos esenciales. Vuelvo ahora a referirme 
a este término para aclararlo Los Hechos detallan con precisión 
las actividades de la Iglesia suscitadas por el Espíritu (cf. sobre 
todo Hech 2,42-47 y 4,32-35): Asiduidad a la enseñanza de los 
Apóstoles (del tipo del discurso de Pedro en Pentecostés, Hech 
2,14-36; o del mismo Pedro en casa de Cornelio, Hech 10,34-43); 
fracción del pan o práctica del memorial vivo; oraciones; servicio 
fraterno; pobreza-reparto (cf Hech 4,32-35); finalmente, misión por 
medio del testimonio e irradiación a cargo de gente con vitalidad y 
«contagiosa», poco preocupada por los argumentos o la 
apologética. El conjunto de estos rasgos constituía, visiblemente, a 
los ojos de todos, una vida nueva sorprendente, un estilo de vida 
propio y, en resumen, un «Camino» muy caracterizado: es sabido, 
que a la fe y a la vida cristiana se las llama repetidamente en los 
Hechos «el Camino» y, a los cristianos, «los seguidores del 
Camino» (cf. el pasaje clave en Hech 9,2 con la nota que remite a 
los otros textos en que se utiliza esta expresión y su significado: el 
camino del Señor, el camino de la salvación)
Y advirtamos que todas estas actividades representan 
masivamente lo «cotidiano» y lo esencial del «modelo» propuesto: 
las actividades más «espectaculares» suscitadas también por el 
Espíritu (curar, hablar en lenguas...) y señaladas por los Hechos, 
no deben hacernos olvidar ni nos deben ocultarnos ese modelo 
normal. En efecto, no debemos dejarnos engañar en esto: frente a 
siete manifestaciones extraordinarias del Espíritu que se relatan 
en los Hechos, más once alusiones rápidas que se hacen en los 
discursos, son treinta y seis las menciones del Espíritu que 
apuntan a actividades cotidianas y no espectaculares. De esto se 
ha de inferir «la relativa discreción de Lucas acerca de estas 
manifestaciones extraordinarias, con frecuencia referidas en un 
solo versículo», y el «aspecto casi usual y cotidiano de la 
presencia y la acción del Espíritu».
Respecto del mencionado «modelo fundadore», se impone una 
última puntualización. Seria incurrir en un error de bulto y 
desestimar la historia, ver en ese «modelo fundador» un «modelo 
de sociedad» que trasladar tal cual, limitándose a someterlo a una 
sencilla actualización. Se trata más bien de un diseño que hay que 
interpretar, un diseño que luego resultará forzosamente distinto 
para nosotros, habida cuenta de nuestro actual contexto cultural y 
económico; pero «también rigurosamente centrado en torno al eje 
de la Resurrección, y coincidente con el movimiento del Espíritu 
que inspiró el primer diseño». En una palabra, los diversos gestos 
y actitudes concretos descritos en los Hechos bosquejan un 
diseño, un tipo de vida posible e idóneo para causar impacto en 
aquella época; y en cuanto a nosotros, se trata de encontrar otro 
diseño distinto, con los mismos componentes básicos, pero 
combinados y vividos de otro modo, para producir hoy 
concretamente el mismo efecto de impacto saludable.

Y Pablo, ¿cómo habla del Espíritu Santo?
Por supuesto, Pablo no habla de él como «teólogo» exacto, 
afanoso por fijar el status del Espíritu en el seno de la Trinidad 
(¿podría hacerlo, por lo demás, siendo como era el primer escritor, 
cronológicamente, del Nuevo Testamento?). No hay duda de que 
nombra mucho al Espíritu Santo con el Padre y el Hijo y, si cabe 
hablar así, en el mismo plano que a ellos (cf. 1 Cor 12,4-6, por 
ejemplo, o 2 Cor 13,13 principalmente). Pero habla como pastor, 
para afirmar su papel propio en el misterio único de la salvación y 
extraer consecuencias para la vida nueva de los bautizados.
Pablo tiene un único punto de enfoque: se centra en el misterio 
de salvación, de paz y reconciliación consumado por la muerte y 
resurrección de Cristo Jesús (Pablo no conoció a Cristo «según la 
carne», al Cristo histórico) en favor de los que «estaban cerca» 
(los judíos) y de los que «estaban lejos» (los no judíos), por lo 
tanto en favor de todos (cf. Ef 2,11-17). Ahora bien, este misterio 
«a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu» (1 Cor 
2,10). «Ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas 
por el Espíritu» (Ef 3,5).
En las epístolas de Pablo se encuentra un verdadero tratado 
sobre la vida cristiana, una vida «en Cristo» muerto y resucitado 
(cf. Rm 6,3-11), que en igual grado es —ya lo dijimos— una vida 
según el Espíritu, con los «frutos» que su acción produce. (Ga 
5,22-23). El texto capital en el que se debe ahondar en esta 
materia es Rm 8. Se le podría titular así: ·EI estatuto del Espíritu 
Santo en la vida cristiana»; es «la ley del Espíritu que da la vida en 
Cristo Jesús» (Rm 8,2); el estatuto de nuestra libertad cristiana, de 
nuestra filiación y de nuestra gloria futura. En este texto se 
encuentra todo; leámosle con detenimiento. Tomando este texto 
fundamental y algunos otros, seria posible precisar, cuando 
menos, las siguientes características de la vida según el Espíritu: 
es una vida vivida bajo el signo de la libertad filial (cf. Rm 8 y Ga 
5,13-25); libertad que es preciso conquistar, pues está entablada 
una lucha entre la carne y el Espíritu (Ga 5,13 s.): de ahí esta 
consigna dos veces repetida (Ga 5,16 y 25): «Si vivis según el 
Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne». Para 
evitar toda falsa interpretación de la palabra «carne», gustoso 
remito a la nota de la T. O. B. (Traducción ecuménica de la Biblia), 
relativa a Rm 1,3.
Otra característica: el Espíritu Santo es el artífice interior de 
nuestra oración (oración filial, naturalmente). «EI Espíritu mismo se 
une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de 
Dios»; él «nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15-16 y Ga 
4,6); «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues 
nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo 
intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). 
Finalmente, el Espíritu derrama sus diversos dones para edificar la 
Iglesia (en diversidad por lo tanto, pero también dentro de la 
unidad y la comunión): para esto, el capitulo 12 de la primera carta 
a los Corintios, del que volveremos a hablar cuando tratemos de la 
renovación en el Espíritu y de los carismas.
Después de «sobrevolar» así por San Pablo, una sola 
observación. Se advierte en él una clara diferencia de tono y de 
propósito, en comparación con San Lucas. Este no compone un 
tratado de espiritualidad cristiana; lo que hace es mostrar el 
dinamismo del Espíritu, el crecimiento de la Iglesia y los progresos 
de la Palabra y de la misión. Pero no sería honrado «poner en 
juego» a Pablo contra Lucas, contraponer «vida espiritual» y 
«testimonio misionero»: hacer esto seria traicionar a Pablo y a 
Lucas, incorporándolos a nuestras tendencias «ideológicas» y 
atribuyéndoles una problemática que seria ajena a ellos.

¿Y si consideráramos al Espíritu Santo desde San Juan?
Ya hemos aludido a la mayoría de las afirmaciones esenciales 
de San Juan acerca del Espíritu Santo, sobre todo en lo tocante a 
la promesa de enviarlo, hecha por Jesús en el discurso de la Cena 
(cf. Jn, capitulas 14, 15 y 16). Recordemos por lo menos, que el 
cuarto evangelio es lo más pospascual que hay. Entiéndase por 
este término, que este evangelio es el que más clara lleva la 
impronta de la actuación del Espíritu: este Espíritu hizo entender a 
Juan el sentido de los acontecimientos y de las palabras de Jesús, 
que en un principio ni él ni nadie habían entendido: «el Espíritu de 
la verdad os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13). «El 
Espíritu Santo (...) os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 
14,26). Este es el principio. Y los ejemplos concretos vienen a 
ilustrarlo: el episodio de la purificación del Templo, que Juan 
coloca muy al principio de la vida pública y que da pie a un quid 
pro quo ya en el primer momento (¿el Templo de piedra?, ¿el 
Templo del cuerpo de Jesús?); quid pro quo que desharán el 
Resucitado y su Espíritu: «Cuando Jesús resucitó de entre los 
muertos, se acordaron sus discípulos de que eso era lo que quiso 
decir, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho 
Jesús». (Jn 2,22). O también, la entrada de Jesús en Jerusalén: 
«Esto no lo comprendieron sus discípulos de momento; pero 
cuando Jesús fue glorificado, cayeron en la cuenta de que esto 
estaba escrito sobre él, y que era lo que habían hecho» (Jn 
12,16).
A titulo de información, mencionaré de nuevo los textos en gran 
manera simbólicos de Juan: «El viento sopla donde quiere (...). Así 
es en todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8), pues «el que no 
nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,5); y esos 
«ríos de agua viva» que significan el Espíritu que Jesús 
comunicará, una vez glorificado (Jn 7,38-39).
Dejemos el cuarto evangelio, pero no a San Juan. Su primera 
epístola, sin duda está centrada en la encarnación: en ese «Verbo 
de vida» que Juan y los demás discípulos vieron, oyeron y tocaron 
(1 Jn 1,1-3)
Parece como que todo tiene lugar entre el Padre y su Hijo. Y al 
Espíritu, solo en 1 Jn 3,24 se le nombra explícitamente. Pero el 
capitulo 4 está muy claro: «Nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn 
4,13), y ese Espíritu nos lleva a «confesar a Jesucristo, venido en 
carne» (1 Jn 4,2) Con toda claridad se pone el acento en la 
encarnación San Pablo recalcará la resurrección-glorificación Pero 
es un mismo Espíritu el que hace que en este Jesús de la historia 
se reconozca al Verbo, al Hijo amado y al Señor: «Nadie puede 
decir: ¡Jesús es Señor!, sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 
12,3). Y Juan por su parte, al final de su epístola escribirá que 
«Dios ha dado testimonio acerca de su Hijo, y que «el Espíritu es 
el que da testimonio» (1 Jn 5, 9 y 6)
Por lo que al Apocalipsis se refiere (también obra de Juan), este 
libro pone en escena, en el centro de su simbolismo, al «Cordero». 
Pero están presentes la Iglesia, que milita y que sufre, y el 
Espíritu, que la asiste y mantiene su esperanza. A lo largo de los 
capítulos 2 y 3, se repite siete veces la fórmula: «El que tenga 
oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias». Y justo al final del 
Apocalipsis, son el Espíritu y la Iglesia quienes dicen al Señor 
Jesús: «¡Ven!». Nada tiene esto de extraño desde el momento en 
que Juan vuelve a decirnos que «el que tenga sed», venga, y «el 
que quiera, reciba gratuitamente agua de vida». (Ap 22,17. 
Cotéjese naturalmente, con Jn 7,37-39).
Finaliza nuestro recorrido sobre «el Espíritu Santo en la 
Biblia». Antes de pasar a cubrir la segunda etapa, «Denominar al 
Espíritu Santo», unas últimas líneas para responder a una 
pregunta que puede formularse al ver, en el Nuevo Testamento, 
que si Lucas sitúa la efusión del Espíritu cincuenta días después 
de la Pascua, Juan pone su «pentecostés» en el atardecer del día 
mismo de Pascua: «Al atardecer de aquel primer día de la semana 
(...) se presentó Jesús en medio de ellos (...), sopló sobre ellos y 
les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,19-22,passim). ¿A qué 
nos atenemos entonces? ¿Fue el día de la Pascua? ¿O cincuenta 
días después (Hech 2,1), según la cronología de Lucas, que tanta 
huella ha dejado en nuestras ideas al respecto?
Yo responderla así: la fecha importa poco, ya que el significado 
es el mismo para Juan y para Lucas, aunque el primero 
«apresura» y «comprimes, mientras el segundo «fragmenta» y 
«escalona» realidades simultáneas, guiados ambos por motivos de 
índole pedagógica. Para los dos, la glorificación de Jesús lleva 
consigo el don del Espíritu. No hay duda de que la efusión del 
Espíritu relatada en el capítulo segundo de los Hechos, no es la 
primera: Lucas la retuvo y le dio la preferencia por ser pública y 
solemne y porque señalaba así, a los ojos de todos, como el 
nacimiento «oficial» de la Iglesia y el punto de partida de su 
expansión.

ANDRE FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE 35
Santander-1985.Págs. 9-66