UN RECORRIDO POR EL ANTIGUO TESTAMENTO

¿Habla del Espíritu Santo el Antiguo Testamento ?
Quisiera confirmar aquí algo muy conocido: que el Antiguo 
Testamento no incluye ninguna revelación explícita de la persona 
del Espíritu Santo. Pero igualmente desearía matizar esta 
afirmación: en los libros sapienciales principalmente (ya lo 
veremos), hay indicios, preparaciones.
Constituye una evidencia que el Antiguo Testamento habla 
muy a menudo del Espíritu de Dios. Se encuentran en él incluso 
las palabras «espíritu santo», con mayúscula o con minúscula en 
la palabra «Espíritu» (cf. Sal 51,13; Is 63,10-11; Sab 9,17). Con 
todo, aun en estos casos, se puede afirmar que el Antiguo 
Testamento nunca habla del Espíritu Santo como hablará de él la 
teología cristiana partiendo del Nuevo Testamento. El Espíritu de 
Dios, o el hálito de Dios, es Dios mismo cuando se manifiesta, es 
su fuerza, su poder, su energía creadora o recreadora, actuando 
en el corazón del mundo, en el corazón de las libertades humanas, 
animando a los hombres de Dios en su misión, adueñándose de 
los profetas e inspirándoles. Pensemos, por ejemplo, en Moisés tal 
como lo ve Isaías (63,11-12): «¿Dónde está el que puso en 
Moisés su Espíritu Santo? ¿Dónde el que hizo que su brazo fuerte 
marchase al lado de Moisés?».
Se creta que el Espíritu de Dios estaba reservado para unos 
cuantos privilegiados (jefes, ancianos, Jueces», reyes y profetas), 
y que no se daba a todo el pueblo. Por eso mismo resulta más 
sorprendente la respuesta de Moisés a Josué, que le pedía que no 
permitiera profetizar a dos ancianos que se hablan quedado en el 
campo con el pueblo: «¿Es que estás tú celoso por mi? ¡Quién me 
diera que todo el pueblo de Yahvéh profetizara porque Yahvéh les 
daba su espíritu!» (Nm 11,29). ¡Formidable anticipación! Pues 
esto es precisamente lo que se realizó en Pentecostés y lo que 
Pedro explicó, aludiendo al profeta Joel (3,1): 
«Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y 
sus hijas» (Hech 2,17); los «ultimas tiempos» habían llegado, y el 
Resucitado había enviado desde el Padre el Espíritu Santo 
prometido (cf. Hech 1,4-5).
Pero sigamos todavía en el Antiguo Testamento y recordemos 
los grandes textos en que aparece el Espíritu de Dios.
En el momento de la creación: El aliento de Dios se cernía 
sobre la faz de las aguas» (Gn 1,2); «El Señor Dios sopló en su 
nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gn 
2,7).
En la famosa visión de Ezequiel (37,9-10) donde los huesos 
secos representan al pueblo de Israel: «Ven, espíritu, de los 
cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan (...), y 
el espíritu entró en ellos; revivieron». Y de nuevo Ezequiel 
(36,26-27): «Infundiré en vosotros un espíritu nuevo (...). Infundiré 
mi espíritu en vosotros».
Del mesías que había de venir, el esperado descendiente de 
David, profetiza Isaías: «Reposará sobre él el Espíritu de Yahvéh: 
espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, 
espíritu de ciencia y temor de Yahvéh» (Is 11,2). Y por último, el 
siguiente oráculo de Isaías, que Jesús se aplicará a si mismo: El 
Espíritu del Señor Yahvéh está sobre mi, y me ha ungido; me ha 
enviado a anunciar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1; Lc 
4,18).
Estos textos son clásicos. Hay otros menos conocidos quizás, 
pero de mayor fuerza; de gran interés, en cualquier caso, para 
asegurar el nexo entre ambos testamentos en el tema del Espíritu 
Santo. Loas ofrecemos a continuación.

Los libros sapienciales y el Espíritu Santo
Desde luego no afirmamos que los siguientes textos de la 
literatura sapiencial, que vamos a mencionar (Proverbios, Sirácida, 
Sabiduría e incluso Baruc), son absolutamente claros y explícitos 
acerca del Espíritu Santo; pero decimos, por lo menos, que quizás 
es en ellos donde mejor se aprecia «cierta personalización del 
Espíritu (Y. Congar); personalización que con frecuencia es más 
que un mero procedimiento literario. Esto no extrañará en absoluto 
si se recuerda que, en el Antiguo Testamento, el termino «el 
Espíritu de Dios» expresaba unos modos de presencia y de acción 
de Dios mismo en el mundo y en los hombres. Podría conducir 
esto (y de hecho conduce), en muchos textos, a una especie de 
ecuación e identificación entre el Espíritu de Dios y la Sabiduría 
nacida de Dios y operante en lo más intimo del hombre, como si, 
en último término, ese don de Dios que es la sabiduría, 
identificada con el Espíritu de Dios, adquiriera cierta «autonomía 
personal» con respecto a Dios que la comunica, la envía y la hace 
morar entre nosotros y con nosotros.
¿Nos gustaría juzgar sobre la base de algunos ejempIos 
determinados? Elegir entre todos ellos resulta difícil. Bien sea que 
los libros a que nos estamos refiriendo hablen de la Sabiduría o 
bien que la hagan hablar a ella misma, los siguientes textos son 
algunos ejemplos típicos de lo que decimos:
«Toda sabiduría viene del Señor, y con él está por siempre». 
«Antes de todo estaba creada la sabiduría» (Si 1,1.4).
«Contigo está la Sabiduría que conoce tus obras, que estaba 
presente cuando hacías el mundo» (Sab 9,9).
«Ella es la ley que subsiste eternamente» (Ba 4,1). Habla la 
Sabiduría: «Yo salí de la boca del Altísimo (...). Antes de los siglos, 
desde el principio, me creó, y por los siglos subsistiré» (Si 
24,3.9).
«Yahvéh me creó, primicia de su camino, antes que sus obras 
mas antiguas. Desde la eternidad fui moldeada, desde el principio, 
antes que la tierra (...). Cuando asentó los cielos, allí estaba yo 
(...), yo estaba allí como arquitecto» (Pr 8,22-23.27.30).

¿Cómo no iba a resonar indefectiblemente en nosotros, al leer 
estos textos, el eco de otros? «En el principio la Palabra existía y 
la Palabra estaba en Dios (...). Ella estaba en el principio con Dios. 
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe» 
(Jn 1,1-3). «El es (...) Primogénito de toda la creación (Pablo está 
hablando de Cristo) , porque en él fueron creadas todas las cosas 
(...), todo fue creado por él y para él» (Col 1,15-16). Por lo demás, 
estos dos textos del Nuevo Testamento se aplican al Verbo (en 
Juan) o al Hijo amado (en Pablo); a Cristo, pues, y no al Espíritu 
Santo: más adelante lo explicaremos. Antes, debemos presentar 
una ultima serie de textos sapienciales. Están tomados 
precisamente del libro de la Sabiduría:
«En alma perversa no entra la Sabiduría (...), pues el Espíritu 
Santo que nos educa huye de la doblez (...). Porque el Espíritu del 
Señor llena la tierra; y él, que todo lo mantiene unido, sabe cuanto 
se habla» (Sab 1,4-7). «¿Quién hubiera conocido tu voluntad, si tú 
no le hubieras dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo 
alto tu Espíritu Santo?» (Sab 9,17). Ya se habrá advertido la 
equivalencia entre Sabiduría y Espíritu (o espíritu) santo.
Otro texto del mismo libro se expresa así hablando de «la 
Sabiduría»: «Es un efluvio del poder de Dios, una emanación pura 
de la gloria del Omnipotente ( ..). Es un reflejo de la luz eterna, un 
espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su 
bondad» (Sab 7,25-26).
¿Cómo no nos va a sonar, también en estos textos, como en 
«sobreimpresión», el comienzo de la epístola a los Hebreos? «Dios 
(...) nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de 
todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del 
mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el 
universo con su palabra poderosa» (Hb 1,2-3).
Estos son los datos textuales de la literatura sapiencial. Ellos 
nos permiten comprobar esa «cierta personalización del Espíritu», 
de que habla Y. Congar, y por lo tanto, matizar esta afirmación 
demasiado precipitada: «En el Antiguo Testamento, no existe una 
revelación explícita sobre el Espíritu Santo». La zanja entre ambos 
testamentos es menos profunda de lo que se cree, hasta el punto 
de que Paul Beauchamp ha podido titular así una de sus obras: 
Uno y otro Testamento (así, sin s al final de Testamento). Vamos a 
poder comprobarlo a propósito del Espíritu Santo, sin olvidar que 
el Nuevo Testamento ha recogido pasajes del Antiguo relativos a 
la Sabiduría aplicándoselos a Cristo, como acabamos de ver.

¿Quién es, pues, esta Sabiduría? La transición al Nuevo 
Testamento
Nuestro gula será precisamente Paul Beauchamp (En su 
contribución a la obra colectiva L'Esprit Saint. Bruselas. Facultes 
universiteires Saint-Louis). A propósito de Dios, tal como el Antiguo 
Testamento le conoce, este autor opina que el término 
«monoteísmo» es incompleto: se trata «de monoteísmo rico, 
problemático, en trance de alumbramiento» (p. 41). Dicho de otro 
modo y más sencillamente: en Dios mismo («Dios vivo»), hay vida 
multiforme y abundante. Y Dios aspira a comunicar toda la riqueza 
de esa vida: riqueza de su acción, de su revelación, del don de si 
mismo que quiere hacer a los hombres. Poco a poco, los 
escritores bíblicos, sobre todo los más próximos al Nuevo 
Testamento (libros sapienciales), son llevados a personalizar este 
don: la Sabiduría es el Espíritu de Dios. Sabiduría que viene a 
aclarar, resumir y, en cierto modo, cerrar los escritos anteriores, la 
Ley y los Profetas. Pero esta Sabiduría también podría 
identificarse con el Verbo de Dios, con su Palabra, como no dudan 
en hacerlo los ya citados textos del Nuevo Testamento, que 
asumen hasta la evidencia determinadas frases de los libros 
sapienciales relativas al Espíritu.
¿Qué explicación tiene esto? Se puede responder —siempre 
siguiendo a Paul Beauchamp— que el Nuevo Testamento, 
aprovechando toda la experiencia del Antiguo, no necesitará hacer 
otra cosa que realizar la transición explícita de la dyada: Dios/La 
Sabiduría, don de Dios cada vez más «personalizado», a la triada 
(Trinidad): Padre, Hijo, Espíritu; siendo estos dos últimos, lo mismo 
el uno que el otro, Sabiduría de Dios, don del Dios único. Así, la 
Trinidad, revelada sólo en el Nuevo Testamento, en cierto sentido 
está ya presentida y como misteriosamente presente en ese 
monoteísmo del Antiguo Testamento; monoteísmo estricto 
ciertamente, pero abierto, «rico, problemático, en trance de 
alumbramiento»; (problemático en un sentido muy positivo: que 
«suscita problemas» y no excluye ningún desarrollo ulterior).
Resumamos. El don de Dios —que no es algo exterior a Dios, 
sino Dios mismo en sus manifestaciones de amor— es la Sabiduría 
«personalizada» y asimilada al Espíritu de Dios (Antiguo 
Testamento). Pero en el Nuevo Testamento, los calificativos que el 
Antiguo atribuye a la Sabiduría, pueden aplicarse tanto al Espíritu 
Santo como al Verbo, enviados ambos por el Padre y actuando en 
la más completa unidad.
Para rematar el tema del Espíritu Santo en el Antiguo 
Testamento, precisemos que no tenemos que renunciar al 
carácter «enigmático» de este Testamento y lanzarnos a ver ya en 
él una confesión de fe explícita sobre el Espíritu Santo y, a fortiori, 
una afirmación trinitaria. Pero de su «obertura» y de su «inicio de 
revelación a propósito del Espíritu», extraigamos al menos una 
lección de reserva y de modestia en lo tocante al misterio de Dios: 
«Los hombres del Antiguo Testamento —se nos dice— iban 
camino de las cumbres; pero nuestros contemporáneos suelen 
describir ese camino como si ellos mismos habitaran ya en las 
cúspides con desenvoltura y familiaridad de propietarios, y miraran 
por encima del hombro a los que las escalaron: Moisés, los 
profetas y los sabios» (P. Beauchamp, op cit, p 58). ¡Qué 
pretensiones, qué ilusiones! Aquellos antiguos padres en la fe 
estaban ya iluminados por las divinas personas, aunque no 
pudieran nombrarlas aún como personas. Y nosotros mismos 
seguimos siendo, también, buscadores de Dios.