Creo en Dios Padre
Dios como afirmación plena del hombre
En los capítulos anteriores hemos atendido, sobre todo, al aspecto negativo, a las dificultades con las que tropieza el reconocimiento de Dios en el mundo moderno. Ahora conviene centrarse ya en lo positivo. En primer lugar, como respuesta a las preguntas y objeciones. Pero también -y, en el fondo, principalmente- como búsqueda directa del rostro del Señor, como apertura gozosa a la plenitud de su encuentro. Sólo desde lo positivo cabe una respuesta válida a lo negativo. Y nada mejor que la misma experiencia del Dios de Jesús para que en ella, como en un mar de amor, se diluyan todas nuestras objeciones.
1. Introducción
a) Carácter y tono de la reflexión
Los cristianos no tenemos necesidad de buscar la puerta principal para acercarnos al interior de esa experiencia. La tenemos siempre abierta en el comienzo mismo del Credo, es decir, de nuestro «santo y seña»-eso significa lo de simbolo- de creyentes: «creo en Dios Padre». Con estas palabras se anuncia el primer artículo de nuestra fe y se abre el acceso a la más genuina oración cristiana. Enunciarlas equivale a asomarse al vértigo del misterio; sólo que se trata de un misterio presentido como cálido, abierto y acogedor: impone respeto, pero no miedo; aparece inmenso, pero no humillante. Todo en la revelación evangélica invita a acercarse a él y a ir temperando a su luz el misterio, pequeño pero entrañable, de nuestra propia vida. Pues Dios como Padre nos revela a nosotros como hijos. Y si de algún modo esta revelación nos alcanza de veras, nuestro entero ser queda iluminado y transfigurado.
Por eso mismo hemos de prepararnos a la distancia del respeto y a la paciencia de la espera. No puede tratarse tanto de «entender» o «explicar» cuanto de abrirse cordialmente y dejarse caldear por su calor. En realidad, más que de reflexión es un tema de oración; o acaso de esa sabiduría que pertenece al patrimonio de los pequeños, de los limpios de corazón, de los santos. Con lo cual, naturalmente, no se pretende negarle todo valor a la reflexión teórica, sino que se le señala a ésta su carácter más bien propedéutico, de esfuerzo por despejar el camino para la experiencia. Si al final todo quedase un poco más claro y expedito para que la gran revelación de Jesús -Dios como Abbá, como Padre de misericordia, respeto y amor entrañables- resonase de un modo más perceptible en nuestro espíritu y de un modo significativo para la sensibilidad de nuestro tiempo, estaría conseguido lo fundamental.
Desde aquí espero que se comprenda el paso demorado y el método indirecto, como de rodeo, de nuestras reflexiones. Y también la búsqueda, en lo posible, de un tono cordial que se aproxime mínimamente a la misteriosa modalidad de su tema.
Y una palabra fundamental desde el comienzo. Hablaremos de Dios como «Padre», pero siendo muy conscientes de la enorme e injusta simplificación que ello comporta. Con idéntica razón podríamos hablar de El como «Madre». Es más: acaso deberíamos hacerlo, aunque nada más fuera como compensación al largo silencio histórico.
Lo ideal sería disponer de una palabra que conjugase ambos significados, para que ya en el mismo significante el símbolo lingüístico apuntase a la plenitud divina. Plenitud que -ella sí- conjuga y desborda hacia lo infinito los valores específicos por nosotros intuidos en lo mejor de la maternidad y de la paternidad. Confieso que siempre estuve tentado de escribir «Padre-Madre». Pero, aun cuando es una posibilidad que tal vez debiera pensarse, recargaría lingüísticamente la exposición. En todo caso, quede constancia de que la limitación es meramente de lenguaje y que, donde digamos «Padre», hay que leer simultáneamente «Madre». A reserva, además, de aludir en su momento a aquellos valores específicos que sólo pueden ser vehiculados para nosotros por el simbolismo del amor maternal.
b) Eclipse de la paternidad en el mundo moderno
PATERNIDAD/ECLIPSE: Hablaremos, pues, de la paternidad-maternidad de Dios como símbolo supremo de su relación con el hombre. Pero los capítulos anteriores (o un mínimo conocimiento de las relaciones entre la religión y la cultura moderna) muestran ya la dificultad fundamental. No es el amor afirmativo en la relación paternal lo que la modernidad asocia con Dios, sino la sensación de una radical e irreductible rivalidad.
Las relaciones con la divinidad fueron siempre, por profundas motivaciones antropológicas, de una enorme ambivalencia: fascinación y horror, entrega y huida, amor y temor, adoración y resentimiento. Pero, por motivos en parte analizados en los capítulos anteriores, a partir de la ilustración una gran parte de la cultura occidental hizo estallar el equilibrio, ya de suyo inestable, sesgándolo hacia su lado negativo. Hubo en ello mucho de fatalidad cultural y no poco de «katharsis» del subconsciente colectivo, en ruptura y protesta contra la tutela de un sistema de cristiandad. Este, al no evolucionar a tiempo -al no saber «morir a sí mismo»- para acoger las nuevas aspiraciones de la humanidad, provocó la rebelión: contra él y, como consecuencia, contra su símbolo central.
D/ENEMIGO-H: El caso es que Dios fue siendo visto, cada vez con mayor intensidad, como opuesto al progreso del hombre, como el gran obstáculo que impedía su crecimiento, como la ley implacable que anulaba su autonomía. En una palabra: como la negación que había que negar mediante la afirmación atea. De modo que la negación de lo divino constituye la condición previa e indispensable para asegurar la realización social (Marx), psicológica (Freud), vital (Nietzsche), libre (Sartre) y hasta moral (Merleau-Ponty) del hombre. 76
Y téngase en cuenta que, incluso allí donde no se afirma expresamente, no deja de formar uno de los estratos más determinantes de la conciencia moderna. Por los mil vasos capilares de las manifestaciones culturales o artísticas, por la simple ósmosis social, ese supuesto antagonismo Dios-hombre llega a todos y acaba constituyendo lo que Ortega llamaba una «creencia», es decir, una asunción implícita, pre-reflexiva y, por lo mismo, tomada como algo obvio, incontrolado y que se cae de su peso.
Ni siquiera la misma conciencia creyente se libra de su influjo. Hay mucho temor inconfesado al Dios en el que se cree; demasiada sensación de vida mermada, de libertad controlada, de gozo de vivir envenenado. Hay demasiadas sumisiones serviles y resentimientos ocultos. Y esto tanto a nivel de tópicos ambientales (las enfermedades que «manda» Dios, el «fastidiarse» por ser cristianos...) como a nivel de una gran parte de la teología, que -de ello hablaremos en el capitulo siguiente- no acaba de presentar a Dios completamente dessolidarizado del mal.
O puede producir el mismo efecto desde otras perspectivas. Tal es el caso de la «Teología dialéctica», llamada así justamente porque, con la intención de salvaguardar la transcendencia y la santidad de Dios, se creyó obligada a proclamar que afirmar a Dios equivale a negar al hombre, y que afirmar al hombre equivale a negar a Dios. Esto, sustentado por la elocuencia y el prestigio de Karl Barth -probablemente el teólogo más grande de este siglo-, influyó tremendamente en el ambiente teológico. (Si bien conviene reconocer que hacia el final de su vida, en una magnifica conferencia con el significativo titulo de «La humanidad de Dios»1, Barth reconoció la unilateralidad de su postura, que explicó como una reacción excesiva contra el no menos excesivo humanismo de la Teologia liberal).
No está de sobra insistir en esto, porque sigue habiendo -muchas veces con las mejores intenciones- demasiada negatividad en el modo cristiano de hablar acerca de Dios. Para ejemplarizar, vale la pena aducir una cita, ciertamente extrema, de Kierkegaard: «Del cristianismo del Nuevo Testamento, si se puede decir que es un don para el hombre, debe decirse asimismo que es para él una obligación, y que esta obligación es tan dura que ser cristiano es, humanamente hablando, la miseria y la desgracia más grande»2.
Ya se sabe que Kierkegaard era Kierkegaard. Pero si esto se tomase medianamente en serio, habría que abandonar el cristianismo. Interpretada a la letra, esa afirmación niega el sentido más fundamental de la «encarnación», que consiste justamente en la plena afirmación de lo humano. Si el Evangelio fuese una miseria y Dios una desgracia para el hombre, no valdría la pena ser cristiano; más aún: no se debería ser cristiano, porque el hombre tiene el deber primario y radical de afirmar su propio ser y buscar su plenitud.
No hace falta negar que, de algún modo y a ciertos niveles de reflexión, afirmaciones semejantes pueden tener algo de verdad. Pero lo dicho evidencia -esperamos- su gravísimo peligro. Necesitamos pensar muy en serio cuán delicada y profunda es la relación Dios-hombre, con qué exquisita sintonía evangélica debe ser vivenciada, con cuánto cuidado debe ser pensada. Acaso sea, además, la única manera de hacer llegar a la sensibilidad moderna la imagen auténtica de Dios: tan sólo el rostro verdadero del Dios de Jesús podrá romper la ambigüedad y desenmascarar como un ídolo -rechazado con razón- la idea de un dios-rival-del-hombre.
Tarea ciertamente fundamental, en la que el «rol» primero le corresponde, desde luego, a la vida cristiana: oración como apertura; experiencia como apropiación; praxis como realización y «mostración». Pero tarea en la que también la teoría -repitámoslo- tiene su función. Una función no sólo propedéutica, sino también curativa, en cuanto que puede apartar prejuicios, corregir deformaciones y abrir perspectivas. La teoría, pues, al servicio de la vida.
c) Nuestro planteamiento
Servicio que hoy precisa ser muy lúcido y que debe atender a las dificultades reales de nuestro tiempo. Lo cual significa, en concreto, que debe situarse más acá de la ruptura de la modernidad, respondiendo muy conscientemente a sus criticas y aprovechando sus aportaciones.
Puede hacerlo releyendo en la nueva perspectiva los simbolos tradicionales. La imagen de Dios que éstos vehiculan entra entonces en una dinámica purificadora y actualizadora: las limitaciones propias del espacio y el tiempo en que esos símbolos fueron generados, junto con sus condicionamientos culturales, pueden, de este modo, quedar superadas por la intención genuina que las habita, quedando ésta liberada para seguir fecundando nuestro tiempo. Constituye un proceso fructifero y siempre necesario; algo que en realidad inició ya la propia Biblia. Como lo muestra cualquier buena teología del Antiguo Testamento, la imagen de Dios se va depurando y profundizando a lo largo de la experiencia de Israel3.
Así, en los estratos más recientes desaparece completamente lo que alguien ha llamado los «rasgos demoniacos» de Yahvé: recuérdese, por ejemplo, cuando uno de los hijos del sumo sacerdote, con toda la buena intención de que no se cayese, echó mano al Arca y, en castigo, murió fulminado, porque el Arca era santa y no debía ser tocada (cfr. /2S/06/06-08). Del mismo modo fueron desapareciendo también los restos de magia, para dejar paso al Dios libre, personal y amoroso que no obra arbitrariamente, sino atendiendo a la conducta ética y a la intención libre del hombre. Y junto a la depuración, progresa la profundización: especialmente la tradición profética va poniendo al descubierto su bondad protectora, su amor gratuito, su perdón incondicional. Un Dios que puede llegar a aparecer-en un salmo que Harnack consideraba insuperable- como la plenitud gozosa e invencible, más allá de toda crisis y de toda angustia:
«...pero yo estaré siempre contigo; tú agarras mi mano derecha, me guias conforme a tus planes, me llevas a un destino glorioso. ¿A quién tengo yo en el cielo? Contigo, ¿qué me importa la tierra? (...) El apoyo de mi corazón, mi patrimonio, es Dios para siempre» (Sal 73,23-26).
Como es natural, nuestra reflexión dará esto por supuesto. Con todo, va a seguir otro camino. Un camino que se sitúe más directamente en la problemática de la autonomía humana y de su preservación y afirmación en la relación con Dios. Para ello procederemos de un modo escalonado, apoyándonos en simbolos que vayan abriendo paulatinamente el sentido auténtico de nuestra relación con Dios o, acaso mejor, de la relación de Dios con nosotros.
No se trata, claro está, de un escalonamiento necesario. Pero tampoco es simplemente arbitrario o gratuito. Se sitúa, más bien, dentro de la experiencia cristiana, dejándose agarrar por su dinamismo, cada vez en estratos más profundos, y tratando simultáneamente de comprenderla mejor y de abrirle vías de salida en los condicionamientos de una conciencia critica moderna. Sin que se signifique tampoco que se trate de un proceso de pura y simple superación: cada estrato conserva siempre su valor irreductible: una riqueza que le es peculiar y que, de un modo vivo y permanente, alimenta la riqueza del resultado final.
En la confesión «creo en Dios Padre» lo anterior no queda eliminado, sino asumido-hegelianamente: aufgehoben-, ofreciendo su aportación a la vez que se manifiesta en toda su plenitud. En el rostro del Padre encontraremos recapitulado lo que a través de los otros dos grandes símbolos -«autor del teatro del mundo» y «creador»- se nos vaya apareciendo. (En cualquier caso, el lector no particularmente interesado en esta dialéctica puede saltar directamente al apartado 3 de este capitulo: «La experiencia cristiana de Dios como Padre»).
2. La dialéctica de los símbolos
a) Dios como autor en el «gran teatro del mundo»
Existe un viejo símbolo de la vida humana, presente en casi todas las culturas y con especial fuerza en la occidental: la vida como un gran drama, y los hombres como actores que desempeñan su papel en el gran escenario de la historia. En los autos sacramentales de nuestro «Siglo de Oro» encontró una de sus expresiones definitivas: «el gran teatro del mundo».
De entrada, tal vez extrañe un poco el recurso a este símbolo, que puede parecer superficial y hasta opuesto (en determinadas interpretaciones lo es de hecho) a lo que aquí buscamos. Pero lo cierto es que se trata de un símbolo de enorme y polivalente riqueza, como de modo magnifico lo muestra Hans Ursvon Balthasar en su Theodramatik4, donde consigue mostrar desde dicho símbolo -con sus diversos componentes- el entero proceso de la historia santa de Dios con el hombre. Aquí intentamos únicamente tomar dos aspectos especialmente significativos para nuestro propósito de mediar reflexivamente la intuición cristiana del profundo respeto de Dios por la autonomía humana.
1. Empecemos por lo más externo. Cabe concebir el mundo como una gran obra de teatro escrita por Dios. De las múltiples valencias y hasta problemas que el símbolo ofrece, tomemos tan sólo un aspecto: el interés del autor y el del actor coinciden. Cuanto mejor vivamos los hombres nuestra vida, cuanto más realicemos nuestras posibilidades, más y mejor se cumplirá también, por eso mismo, el propósito del autor. No hay colisión ni concurrencia de intereses: tanto Dios como el hombre quieren que la obra alcance su perfección.
De este modo, no resulta difícil ver intuitivamente que el hombre, entregado a su tarea mundana y preocupado por su autorrealización, está llevando a cabo en esa misma actividad el plan divino. O al revés: que el plan divino consiste en que el hombre alcance su realización plena. El éxito del drama es común. No hay lugar para el temor de que Dios se oponga al crecimiento del hombre, ni miedo a que el hombre le «robe» algo a Dios, pues en la perfección del actor se cumple la intención del autor, y el éxito del autor consiste en el acierto del actor. En términos tradicionales: el progreso del hombre significa justamente la realización del plan de Dios.
Ya se sabe que un símbolo nunca puede ser plenamente reducido a la lógica. Lo que acabamos de decir esquematiza una dimensión, dejando otras de lado. Supone, sobre todo, una abstracción fundamental: no tiene en cuenta el conflicto que se puede originar entre la libertad del autor y la del actor; o, con otra variante: el posible conflicto entre el «rol» que se le asigna al hombre y su ser intransferible. No cabe, naturalmente, entrar aquí en estas cuestiones, para las que remitiría al lector interesado a la citada obra de von Balthasar. Indiquemos únicamente que en Cristo podemos intuir que esa identidad es posible: El, cuyo alimento era «hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4,34), muestra- realidad en El, ideal para nosotros- la perfecta coincidencia entre «rol», misión y persona.
Descontada esa abstracción, aparece, con todo, que el símbolo no es usado arbitrariamente. Un ejemplo histórico lo puede aclarar. Uno de los primeros pasos en la reivindicación moderna de la autonomía lo constituyó el deísmo. En el fondo, consistía en el intento de sustituir la imagen de Dios, que resultaba heterónoma -recuérdese el capítulo 1°-, por un Dios que dejase espacio a la libre racionalidad del hombre. Creando un mundo ordenado y racional, dejaba que éste funcionase por sí mismo; cada parte tenía asignado su «rol», que debía realizar de por sí. También el hombre, con sus características peculiares de razón y libertad.
Contra lo que ordinariamente se piensa y lo que, de hecho, ocurrió después, la intención primigenia de la ilustración -y, por supuesto, del deismo- no era negar a Dios, sino comprenderlo desde la nueva situación. De este modo, Dios era el ordenador y planificador -el «autor»- , mientras que el hombre -«actor»- realizaba por su cuenta ese plan. Era un modo de preservar la autonomía humana sin negar la fe en Dios. Quien conozca el pensamiento de Kant verá este intento -con sus evidentes tensiones- ejemplarmente reflejado en su obra.
Pero el reconocimiento de la intención no puede ocultar los límites del intento. Limites que ya Lessing señaló con agudeza y que se hicieron más que patentes en el fracaso histórico del deísmo. Y es que en este estadio el símbolo resulta de una cruda insuficiencia. La conciencia cristiana experimenta el frío intolerable de lo impersonal: entre un dios satisfecho con el perfecto funcionamiento del espectáculo y un hombre clausurado en su «rol», se interpone una distancia glacial. Ese no es ni el espacio del Dios bíblico, volcado en la liberación del hombre, ni el del creyente cristiano, vuelto a El en la respuesta viva de la fe y en el intercambio incesante del amor.
2. Por eso se impone una profundización ulterior en el símbolo teatral. El mundo como teatro, pero no como escenario neutro donde el autor observa, distanciado y desinteresado, la representación de su obra, sino donde el autor es también director interesado y comprometido.
La historia aparece entonces como un escenario vivo en el que Dios se implica y participa, comprometiendo su saber y su amor para que todo salga bien. El hombre-actor cumple su «rol» y sabe que en él se realiza (tal es la verdad del momento anterior); pero se siente también en relación viva con el autordirector: querido y protegido, orientado y estimulado, compartiendo en vivo el mismo interés.
De este modo se rompe el anonimato: la obra no pierde su densidad, ni la representación su rigor; pero se vivencia expresamente como pretendida, acompañada y fomentada. El actor sigue siendo él mismo, realizándose al realizar su tarea; pero ahora sabe que no sólo no le roba nada a Dios y que cumple así su designio, sino que además lo hace todo en comunión con El. En El encuentra orientación y fuerza, a El puede acudir en los trances de la peripecia; con El se experimenta asociado en el triunfo o en el fracaso.
Se había dado, pues, un paso importante. En el primer estrato aparecía ya que no existe rivalidad: en el cumplimiento de las aspiraciones del hombre se realiza el designio de Dios. Ahora se resalta lo positivo: cuanto mejor viva el hombre, cuanto mejor realice la obra de su vida, más «satisfecho» estará el Dios-autor y más «estimulado» a acompañarnos, a apoyarnos, a darnos ánimos el Dios-director. Se intuye que hay algo más: la simple no-rivalidad se convierte en «complicidad». Dios pone todo su interés en cooperar a que el hombre se realice.
Desde aquí resulta ya posible recuperar en su positividad el dinamismo más genuino de la experiencia bíblica: que Dios se pone a disposición del hombre; que únicamente busca potenciarlo, liberarlo, salvarlo. Entonces se diluye por si misma, para el creyente, la sospecha de Feuerbach, pues cuanto más rico es Dios más rico puede ser también el hombre. A su modo, con San Ireneo, la tradición patrística ya lo había expresado desde el punto de vista de Dios, por así decirlo: Gloria Dei vivens homo, esto es, la gloria de Dios está en la plenitud del hombre.
1. Pero este tipo de constatación, con su mismo exceso verbal, muestra que la experiencia cristiana tiende a desbordar la capacidad del símbolo teatral. No ya por la aludida dificultad de éste para superar la antinomia libertad divina/libertad humana, sino también por la intensidad «existencial» del compromiso de Dios en la vida del hombre y, más todavía, por su superabundancia ontológica. En la Biblia, Dios no sólo supera la mera contemplación teatral de la acción del hombre en el mundo por el hecho de fomentarla, dirigirla o protegerla. Su presencia es infinitamente más íntima: da también el ser de la acción y del mundo: da el ser mismo del hombre, que se experimenta como entregado por Dios a sí mismo. A esto apunta ese otro gran y original símbolo: la creación.
El fracaso del deísmo nos pone en guardia para que no tomemos esta palabra como descripción estática o concepto abstracto de algo que aconteció una vez al comienzo de los tiempos y cesó después. No; la creación no es un acto puntual que nos ponga en el ser y luego nos abandone a la inercia de la propia perduración. La creación es algo permanente, el apoyo vivo de nuestro ser en cada momento de la existencia. Al no existir por nosotros mismos, porque en nosotros no está la razón de nuestro ser, éste está siendo continuamente sustentado por Dios, que nos lo está constantemente entregando. Sin la viva y perenne presencia del actor-creador, no seriamos, senciI lamente.
Por eso no podemos, en realidad saber qué es la creación. Constituye un misterio en sentido estricto. Desde nuestra experiencia sabemos qué significa hacer una cosa: transformar algo en algo; tomar un trozo de madera y transformarlo en una mesa o en una silla. Pero la creación no presupone nada: sólo Dios y su decisión de que, además de su plenitud, haya otros seres. Todo cuanto éstos tienen y son, lo reciben de Dios, lo son desde Dios. Ni siquiera cabe afirmar sin más que, en absoluto, haya un «aumento» de realidad: recibido de Dios, todo «está» en El, es hacia El: «en El vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28), dice el propio Nuevo Testamento haciéndose eco de una intención ambiental formulada por el pensamiento estoico.
Verdaderamente, el pensamiento siente aquí el vértigo del abismo. Pero no se trata de comprender ahora este misterio, sino de abrir un poco, en nuestra perspectiva, la riqueza de su simbolismo. No ya un Dios que escribe el guión y dirige la obra de nuestra vida y de nuestra historia, sino un Dios que nos da la acción y la vida misma, que nos da el mundo en que vivimos y nos entrega nuestro propio ser.
2. De hecho, desde la especulación védica y neoplatónica hasta la del idealismo alemán, pasando por la experiencia de todos los místicos, el símbolo de la creación fue una fuente perenne de admiración y suprema exaltación para el hombre. El contacto intimo con la Divinidad como origen fecundo, realidad fontal y fundamento permanente despierta las más intimas potencialidades y suscita la fascinada atracción del hombre, que de algún modo se «infinitiza» en una identificación vital con Dios: «porque somos incluso de su raza», cita aprobatoriamente el aludido pasaje del libro de los Hechos.
El Antiguo Testamento, con su estilo siempre vivo y concreto, expresa esto acudiendo, sobre todo, al espíritu, a la «ruah» del Señor. Espiritu que es «aliento»; y aliento que, salido de las entrañas de Dios, construye y vivifica las entrañas del hombre. Por eso el hombre entero se experimenta animado y sostenido por el espiritu-aliento de Dios. Por ese aliento entra el hombre en la vida: «El Señor Dios... insufló en su nariz el aliento de la vida, y el hombre se hizo un ser vivo» (Gn 2,7). Sin ese aliento vuelve a la nada: «Si El retirase su aliento, si recogiese en si su espiritu, junta expiraría toda carne y el hombre volvería al polvo» (Job 34,14-15). De un modo general y complexivo lo expresa magníficamente el salmista:
«Escondes tu rostro y se humillan; les retiras tu aliento y expiran, y vuelven a ser polvo. Envias tu aliento y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,29-30).
CREATURIDAD/DIGNIDAD: Conociendo como conocemos la experiencia que subyace a todo esto -la experiencia liberadora del Exodo, de un amor que acompaña, libera y promueve-, nos damos cuenta fácilmente de su sentido absolutamente positivo. El aliento divino puede vivificar porque sale del seno desbordante de su plenitud vital, no como necesidad de quien busca algo para si, sino como generosidad de quien lo regala todo desde si. Sólo desde la infinitud divina, plena y feliz en si misma, absolutamente inmune a la tiranía del deseo, cabe la gratuidad absoluta de ese don total que es la creación. En ella la creatura es entregada a si misma por el único interés y con la única finalidad de su plenitud. No sale de una necesidad, sino que es alumbrada en el amor gratuito de un don total.
3. Por eso la «rivalidad» ni siquiera es concebible. La intención de la creación se realiza en el ser de la creatura, en su máxima perfección posible. La «autonomía» del hombre no está amenazada, sino buscada como culminación suprema de un don que tan sólo el poder amoroso de una libertad infinita -absolutamente ajena a la necesidad, al miedo y a la amenaza- podia conceder. Y así resulta obvio lo que podría parecer imposible: cuanto más el hombre se recibe de Dios, más es en si mismo; cuanto más logra afirmar su consistencia, más está recibiendo y afirmando la acción creadora. Paradójicamente, cuanto más se «autonomiza» el hombre, mejor cumple el designio de Dios, que tiene su gloria en la plenitud de la creación, en el «hombre vivo», que decia San Ireneo.
LBT-REALIZACION: Si estas afirmaciones parecen abstractas, mírese a la experiencia religiosa; a cualquier experiencia religiosa, con tal de que sea auténtica. En la medida en que una persona se siente cerca y pendiente de Dios, en esa misma medida se siente afirmada en si misma. Y en la medida en que se siente afirmada en si misma, en que se siente libre y con capacidad de amor y de entrega, en esa misma medida se experimenta cerca de Dios. En Jesús lo vemos con claridad. Por eso hablamos de que en El la humanidad alcanza la plenitud, no «a pesar de», sino precisamente «porque» está máximamente cerca de Dios. Cuanto más unido a Dios, más pleno como hombre; cuanto más entregado al Padre, más libre en sí mismo.
Esta dinámica se manifiesta en toda su grandeza en el cumplimiento mismo de la creación. San Pablo lo evoca en una visión insuperable. Recogiendo su dinamismo más íntimo les dice a los cristianos: «todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Cor 3,22-23). Y después asume ese dinamismo en una síntesis impresionante: cumplida la historia, culmina -en la entrega última y definitiva- el intercambio de amor y libertad que le había dado origen: «para que Dios sea todo en todos» (I Cor 15,28). Entrega que no anula sino que exalta hasta el misterio la afirmación: la creatura aparece absolutamente plenificada en Dios, y la plenitud de Dios brilla en su nueva comunión con la creatura.
De un modo más «existencial», idéntica intuición aparece en el mismo Pablo cuando habla de su vivencia del Cristo resucitado, el cual es la presencia de Dios en nuestra vida: «vivo yo, pero ya no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (/Ga/02/20). Exclamación de auténtica euforia en la plenitud insuperable: Pablo se siente vivido por Cristo, y en su ser vivido por Cristo experimenta el pleno desbordamiento de su ser.
4. Pero este recurso a la dinámica bíblica está indicándonos que el simbolismo de la creación padece también sus limites. La idea de la creación en la Biblia está, desde el comienzo, empapada de la idea del Dios liberador: la creación no es descubierta desde el Exodo -en contra de lo que ciertas interpretaciones apresuradas afirman-, pero sí totalmente modelada desde él, pues el Dios del relato del Génesis es ya el Dios experimentado en la liberación y en la alianza. Por eso Yahvé ni se aleja en una transcendencia abstracta ni se diluye en la identidad de la pura inmanencia. Lo primero constituye el peligro, ya indicado, del deísmo; lo segundo, el siempre acechante peligro del panteísmo. Digamos algo acerca de éste último.
El símbolo de la creación, al abrir el abismo de la comunión ontológica, propende a borrar los contornos. Resulta difícil para la inteligencia humana mantener equilibradamente tan suprema dinámica: o bien Dios aparece tan grande que acaba anulando al hombre, o bien, vista desde el hombre, la identidad se hace tan unívoca que sólo a través del hombre puede Dios realizarse a si mismo. De este modo, Dios dependeria en su misma realidad del destino de las creaturas y sería, en definitiva, el resultado último de su propia creación. Nada menos que desde una auténtica vivencia mística se acercan a esta visión Eckhart y Silesius: «si yo no fuese, tampoco seria Dios»5. Y de toda mística no trabajada por el personalismo bíblico-cristiano afirma Amor Ruibal que acaba cayendo en el panteísmo. Respecto del Idealismo, es bien sabido que aquí radica justamente la ambigüedad que lastra toda su concepción del absoluto: Hans Urs von Balthasar hace caer acertadamente en la cuenta de la «falta total de la oración en todo el Idealismo alemán»6.
No pretendemos que estas afirmaciones sean «fatales»: toda mística auténtica tiende a recuperar el rostro vivo de Dios; esto es evidente, por ejemplo, en Eckhart; y la misma mística hindú camina irresistiblemente en esta dirección, como lo muestran el budismo mahayana y toda la mística de la bakti. En este sentido, el símbolo de la creación resulta irrenunciable y siempre seguirá ofreciendo su riqueza. Pero estos limites remiten más allá de si mismos, buscando asegurar la concreción de lo irreductiblemente personal. Aquí es donde se ofrece en toda su riqueza e importancia el símbolo final: Dios como Padre.
1. La reflexión de Paul Ricoeur7, hecha en otro contexto, muestra que no es casual que encontremos al final el símbolo que se nos ofrecía ya al principio. La critica moderna -a veces feroz- del símbolo de la paternidad divina hace que el hombre actual deba repetir en sí mismo la dialéctica que toda religión en general, y la bíblica en particular, ha vivido a lo largo de la historia.
En efecto, en los comienzos mismos de la religión, allí donde es posible descubrir «los más primitivos de los primitivos», aparece como clave la figura de Dios como Padre. Lo demostró la escuela de Viena, fundada por W. Schmidt, con una validez incuestionable, por discutible que sea como teoría su concepción del «monoteísmo primitivo». Luego, en momentos ulteriores de la evolución religiosa, dicha figura se pierde o se difumina, para ser recuperada más tarde en los dioses supremos del «panteón» y, sobre todo, en el monoteismo.
En los inicios del mundo bíblico, en el Antiguo Oriente, ya desde el segundo o incluso el tercer milenio antes de Cristo, Dios es invocado como padre. (Por cierto que Joachim Jeremias indica que tal invocación implica ya, y muy claramente, «algo de lo que para nosotros supone la palabra "madre"»8). En la Biblia misma, la percepción inicial de la paternidad divina pasa por la sorprendente reserva del Antiguo Testamento -menos de 20 menciones en todo él-, para ser reafirmada definitivamente en la intimidad única y en la riqueza excepcional del Abbá de Jesús.
Tal observación es importante en la economía de las presentes reflexiones, porque sitúa y clarifica el «rol» de los símbolos hasta ahora analizados. El del «teatro» es redimido por la paternidad de la distancia, formalismo o confusión de libertades (divina y humana); el de la «creación» se libra de la indiferenciación abisal en la que puede sucumbir; y en ninguno de los dos casos se pierde su riqueza. Pero, a su vez, la paternidad se libra así de un riesgo para el que hoy somos muy sensibles: el del sentimentalismo, por el que el símbolo paternal puede sumergirse en una especie de magma sentimental, difuso e infantilizante. El haber llegado a él a través del esfuerzo por precisar los otros símbolos y desplegar su riqueza hace que la paternidad misma quede distendida en su objetividad interna y liberada para mostrar las propias valencias.
2. De hecho, el símbolo paternal recoge admirablemente, elevándolas a una síntesis superior, las dos líneas significativas anteriores. La primera, en cuanto que el padre, como perfectamente lo analizó A. Vergote9, prepara y dirige al hijo para su actuación en el teatro del mundo. El padre da normas, sirve de modelo, abre posibilidades. Como ley, modelo y promesa, la figura paterna pertenece a la trama más íntima del hombre como actor y realizador de la propia vida. Al mismo tiempo, como «engendrador», el padre recoge también, en el calor de lo vivo y personal, la riqueza genuina del símbolo de la creación: el hijo «se recibe» a sí mismo del padre, en comunión de ser y de vida. Por cierto que el símbolo «teatral» aparece así más inmediatamente representado por lo paterno, mientras que el símbolo «creador», en cuanto fondo fecundo y permanente del ser y de la vida, se muestra con mayor inmediatez en lo maternal. Dios como madre se presenta entonces espontáneamente. Y de nuevo se patentiza la riqueza transcendente del símbolo, que exige actualizarlo siempre como «padre-madre».
En su espontaneidad más sencilla, no contaminada aún por las desviaciones patológicas, este símbolo evoca protección y orientación, fuerza de ser y capacitación para la vida. Su dinamismo íntimo y auténtico elimina de raíz la rivalidad y la concurrencia: «pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos» (Rm 8,15).
Se comprende, además, que únicamente en la plenitud divina, intuida por la experiencia religiosa, resulta posible el pleno despliegue de este símbolo. Sólo esa plenitud puede estar totalmente libre de las fantasías del narcisismo, de las trampas del deseo y de las pulsiones de la voluntad de poder y posesión. Paralelamente, sólo en esa plenitud pueden darse en positivo las condiciones de un amor completamente volcado en la realización del hijo: el amor que lo da todo sin necesitar -¡aunque sí puede acoger!- nada a cambio; la generosidad total, que sólo quiere la felicidad y la realización del otro; el desbordamiento del propio ser, que encuentra su felicidad «más en dar que en recibir» (cfr. Hch 20,35).
Expresado de un modo más concreto, y apoyándonos en los conocidos y sugerentes análisis de Erich Fromm10, sólo en Dios cabe la realización plena de la doble valencia del amor paternal: el amor incondicional de la madre, sustentado en la inmanencia divina, en su infinita capacidad de acoger y alimentar, de dar la fuerza y la alegría -«leche y miel» de la vida, y el amor exigente del padre, sustentado en la transcendencia divina, en el impulso creador hacia adelante, en la llamada ética a la superación, en la apertura ilimitada del crecimiento. Naturalmente, todo esto está expresado con la flexibilidad semántica de lo simbólico; pero la experiencia religiosa nos dice que no es arbitrario, y marca muy bien la dirección y como el «punto de fuga» de estas ricas referencias.
3. La experiencia cristiana de Dios como Padre
a) La preparación del Antiguo Testamento
Pero mejor que hablar de experiencia religiosa en general es remitirse concretamente a la experiencia bíblica. Al Antiguo Testamento en primer lugar.
Ya hemos hablado de «reserva» en este punto, seguramente debida al miedo reverencial de contaminar a Yahvé con los cultos de la fecundidad (peligro siempre al acecho en Israel). Por eso la paternidad de Dios viene siempre fundamentada en un acto histórico: la salida de Egipto. Lo cual quiere subrayar que se trata de una elección, no de una generación.
Con todo, la conciencia de creación y cuidado amoroso por parte de Dios no podia menos, incluso en circunstancias tan adversas, de buscar la plasmación en el símbolo paternal. Y lo logra con admirables acentos. Tal en esta invocación sálmica (de especial valor, pues pertenece a la oración de la comunidad):
«Igual que la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvé para quienes le temen; pues él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103,13-14).
Pero van a ser sobre todo los profetas quienes alcancen expresiones llenas de ternura, a veces rayanas en lo sublime. Como no se trata de hacer una antología (más textos puede verlos el lector en la obra de Joachim Jeremías), indiquemos algunos más significativos.
Primero, uno de Isaías que muestra perfectamente, en forma de oración, el vínculo entre creación y paternidad:
«Pues bien, Yahvé, tú eres nuestro Padre. Nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero; la hechura de tus manos somos nosotros. No te irrites, Yahvé, demasiado ni para siempre recuerdes nuestra culpa» (Is 64,7-8).
Importante también este otro de Oseas, en un contexto de amor y perdón incondicional, del que afirma von Rad11, que, en su osadia, «no tiene parangón en toda la profecía»:
«Y, con todo, yo enseñé a Efraín a caminar, tomándolo en mis brazos (...) ¿Cómo voy a dejarte, Efraín?, ¿cómo entregarte, Israel? (...) Mi corazón se me conmueve, mis entrañas se estremecen» (Os 11,3.8-9).
Finalmente, esta cita paralela de Jeremías, que, según su homónimo, Joachim Jeremías, muestra una «piedad divina y paternal» que «es en Dios necesidad absoluta, un reto a toda comprensión»12:
«¡Si es mi hijo Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que lo reprendo, me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión» (Jer 31,20).
Acaso más admirable todavía resulta el que en una mentalidad tan patriarcal como la veterotestamentaria, en la que Yahvé es irremediablemente un Dios masculino, acaben haciéndose presentes los rasgos maternales, aunque sea en la forma indirecta de la comparación:
«Como consuela la propia madre, así os consolaré yo» (Is 66,13).
Más aún, en esa misma forma se va a producir la maravilla conmovedora del desbordamiento del símbolo hacia una infinita ternura, muy superior a la de la madre:
«Sión decia: ''¡el Señor me abandonó, mi Señor se olvidó de mi!" ¿Olvida la madre a su hijo pequeño? ¿Olvida ella mostrar su ternura al hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,14-15).
b) La experiencia del «Abbá» en Jesús
De todos modos, es en Jesús donde el símbolo alcanza su grandeza insuperable y rompe todas las expectativas, adquiriendo una intensidad y una ternura que asombrarán y alimentarán para siempre a toda experiencia religiosa.
En Jesús, la vivencia del Padre -la vivencia del Abbá- constituye el núcleo más intimo y original de su personalidad. De ella, como de un centro vital, mana para El una confianza sin limites que aún hoy hace inconfundible su figura. Confianza que, por otra parte, supo contagiar a los demás: «no os angustiéis» (Mt 6,25-34); «no tengáis miedo» (Mt 10,26-33); para Dios, «vosotros valéis más» que todas las creaturas (Mt 6,26.30; 10,31). Por eso Edward Schillebeeckx ha podido mostrar recientemente que esa vivencia constituye el camino real para acercarnos al misterio del Nazareno13.
De un modo bien significativo, el mismo vocabulario estalla bajo la presión de tal experiencia. J. Jeremías -posibles matices aparte- demostró sin lugar a dudas que, al dirigirse a Dios como al Abbá, Jesús empleaba una palabra de inequívoco origen e indudables resonancias infantiles -en todo paralela a nuestro «papá»- , introduciendo una innovación increíblemente osada y radical. Era su modo de dar cauce a la radical novedad de su experiencia única.
Nacía de la audacia de la ternura y constituía el anuncio de un tiempo nuevo: el del hombre filial, porque tiene la seguridad de que Dios, en su fondo más abisal y en su interioridad más entrañable, es un Dios paternal. Jesús era consciente de la novedad y de sus consecuencias, como lo muestra maravillosa y misteriosamente el «himno de júbilo». Todo en él proclama que se trata de una «revelación». Revelación desde la que la vida, a pesar de su dureza y sus contradicciones -«sabios y prudentes» frente a «humildes»-, puede ser alegría y acción de gracias:
«Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a la gente humilde. Sí, Padre, porque así fue de tu agrado. Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,25-27).
La última frase es importante. Porque, efectivamente, Jesús entregó -reveló- este símbolo a sus discípulos. Aparece claro en la redacción de Lucas (en esto, con toda probabilidad, la original): «En una ocasión, después de estar orando en cierto lugar, le pidió uno de sus discípulos: "Maestro, enséñanos a orar, como les enseñó Juan a sus discípulos"» (/Lc/11/01). La petición anónima demuestra que cada grupo tenía su modo típico de orar, el cual respondía a un modo específico de relacionarse con Dios. Pues bien, Jesús entrega en esta ocasión el «Padre nuestro». Y lo hace justamente con la palabra «Abbá», es decir, con el santo y seña de su más honda y original intimidad.
De este modo, Dios queda definitivamente revelado como paternidad entrañable, como esa fuente de confianza y ternura que alimentaba el misterio de Jesús y que se abre en adelante para todo hombre. (Hagamos, de paso, una observación: ¿nos damos cuenta de cómo, a pesar del ejemplo de Jesús y después de tantos siglos, todavía hoy nos resistimos a la traducción más obvia y espontánea de «papá»? El mismo J. Jeremías, que con tanto vigor insistió en esto, busca el rodeo de la expresión «padre querido»14: ¡tal fue el inaudito atrevimiento de aquel hombre del siglo I! Atrevimiento sólo explicable por la intimidad irreductiblemente única de su filiación insondable).
Intimidad y ternura que, sin embargo, distan mucho de caer en lo banal o de perderse en la falsa blandura del sentimentalismo. En esa dirección hay que interpretar la prohibición expresa de invocar a nadie con ese nombre: «a nadie llaméis "padre" en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre celestial» (Mt 23,9). Jesús no rebaja la intimidad, pero sí quiere protegerla en su pureza y preservarla en su transcendencia, reservándola para el Unico que puede realizarla en plenitud.
c) La reflexión del Nuevo Testamento
No estará de sobra dar todavía un paso más en la reflexión para mostrar que no se trata en todo esto de una interpretación forzada que introduzca en los textos datos o intereses posteriores. Hay un hecho críticamente cierto: a pesar de su extrañeza, la palabra «Abbá», aplicada a Dios, fue acogida en las comunidades de lengua aramea y transmitida, sobre todo por vía litúrgica, a todas las demás, incluidas las de lengua griega.
Como es bien sabido, la última mención literal está en el evangelio de Marcos (14,36): «Abbá. Padre mío, tú lo puedes todo: aparta de mí este cáliz». El contexto extremo en que es pronunciada -agonía de Getsemani- remite a la profundidad tremenda y entrañable, sublime y humanisima, de su misterio filial. Las otras dos están en Pablo; no obedecen ya a la espontaneidad de la invocación, sino que suponen reflexión teológica. Y ésta pone de manifiesto una clara conciencia tanto del absoluto realismo de la invocación como de su misteriosa y gratuita profundidad: «la prueba de que sois hijos de El es que Dios mandó a vuestros corazones el Espiritu de su Hijo, que exclama: "¡Abbá!" (que quiere decir "Padre")» (Gal 4,7); «pues no recibisteis un espiritu de esclavitud para volveros al miedo, sino un espiritu de hijos adoptivos, gracias al cual podemos gritar: "'Abbá. Padre!"» (Rm 8,15).
Pero sería erróneo medir esta conciencia exclusivamente por la presencia de la palabra. En su extrañeza, ésta es más bien como la punta visible de ese «iceberg» que es el ancho y profundo cuerpo de experiencia que sustenta todo el Nuevo Testamento y que emerge sobre todo, como era de esperar, en la conciencia de la patennidad reflejada en el hombre: en nuestro ser hijos. Y lo hace con una consecuencia y una riqueza verdaderamente asombrosas y literalmente inagotables. Juan y Pablo abren aquí horizontes llenos de luz y de esperanza para la humanidad entera.
En ambos resulta todavía perceptible el pálpito del asombro. No hay ingenuidad, sino reconocimiento agradecido y fascinado de algo que sobrepasa y plenifica:
«Mirad cuánto nos quiso el Padre, para llamarnos hijos de Dios y serlo de verdad. (...) Amigos mios, ya somos hijos de Dios, pero aún no está a la vista lo que seremos; sabemos que, cuando aparezca, nosotros seremos semejantes a El, ya que lo veremos tal como es» (1 Jn 3,1-3).
Y Pablo extiende esto a toda la humanidad y acaso a toda la creación (si «creación», aquí, implica también toda la realidad cósmica): «Pues la esperanza viva de la creación aguarda anhelante la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19).
Tal asombro no se queda en lo meramente «ontológico», sino que tiene consecuencias radicales para nuestra vida y nuestra conducta. Esperanza, libertad y ausencia de temor son quizá las categorías que definen o, mejor, abren desde la filiación el campo específico de la experiencia cristiana, dotado así de una originalidad inaudita que supera toda expectativa meramente humana.
/Rm/08: Pablo lo tematiza, de un modo agudamente existencial -la palabra no está aquí fuera de lugar-. como liberación de toda posible constricción, incluso de aquellas que en la evidencia primera de los hechos parecen imponerse al hombre. Habría que releer todo el capítulo VIII de la Carta a los Romanos para captar mínimamente la fuerza y la inmensidad de su intuición. El propio apóstol parece desbordado por su experiencia. Después de proclamar que el Espíritu nos capacita para ser hijos con derecho a gritar «¡Abbá!» (v. 15), sabe que toda negatividad o dureza posible «no tiene comparación» con el horizonte de gloria que ahí se nos abre (v. 18); en nuestra misma «debilidad», y más hondo aún que la propia vida consciente, el Espíritu nos empuja hacia el amor salvador del Padre (vv. 26-27), haciendo posible lo imposible: que, pase lo que pase, en definitiva «todo colabora para el bien» (v. 28). No puede extrañar, pues, la exclamación: «¿Qué más se puede pedir después de esto?» (v. 31). Ni en el cielo ni en la tierra, nada puede haber ya contra nosotros. No Dios, ciertamente, que en la entrega de Jesús se puso irrevocablemente de nuestro lado (vv. 32-34); tampoco lo anti-Dios: todo cuanto, oponiéndose a nuestra realización -y Pablo no esconde infantilmente su dureza-, es declarado anti-divino por anti-humano. Está ahí; deberemos acaso padecerlo; pero no puede aniquilarnos, porque ya está vencido:
«Porque estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo venidero, ni las potestades, ni la altura ni el abismo, ni cualquier otra creatura podrá apartarnos del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús» (vv. 38-39).
(En un precioso comentario, Paul Tillich muestra que estas expresiones -polarizadas en torno a lo alto y a lo profundo- aluden a aquellas fuerzas incontrolables, sean cósmicas, subconscientes o sociales, que nos sobrepasan, pero que en definitiva no pueden llegar a ese núcleo último que es el amor de Dios, que constituye nuestra esencia y nos da una seguridad que no puede ser quebrantada por nada15).
El desbordamiento hacia la grandeza inefable no es menor en los escritos joánicos. En realidad, en ellos todo está dicho en la fórmula en la que todo confluye y de la que todo fluye: «Dios es amor» (/1Jn/04/08/16). Ella sola bastaria... si la comprendiésemos. Si Dios es amor, amor será todo cuanto salga de sus manos; en el amor deberá fundarse toda relación y en él tenderá a resolverse. San Juan no dudará-como si quisiera desmentir a todos los que fundaron la religión en el miedo: timar fecit deos- en sacar la consecuencia última: en el limite, ni siquiera queda lugar para el temor: «en el amor no hay temor» (I Jn 4,18). Es como si el amor de Dios tronzase las mismas barreras de la finitud. Pero -fijémonos- también aquí con pleno realismo: no por la fantasía infantil de una omnipotencia narcisista que niegue los límites de la realidad, sino por la confianza en el Otro desde el reconocimiento expreso de los propios límites. Eso quiere significar la atrevida afirmación joánica:
«De este modo sabremos que vivimos conforme a la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón delante del tribunal de Dios. Porque, aunque nuestro corazón nos condene, Dios es más grande que nuestro corazón, y conoce todo» (1 Jn 3,19-20).
Verdaderamente, afirmaciones de este calibre rompen toda posibilidad de comentario. Más bien postulan que nos dejemos arrastrar por la fuerza de su movimiento interno, adentrándonos agradecidos y confiados en las aguas infinitas adonde nos intentan llevar. Digamos únicamente que de un Dios que así se nos quiso revelar el hombre puede esperarlo todo y «no tiene derecho» a temer nada. Entre ese todo y esta nada se le ofrece su lugar a la experiencia cristiana. En su centro está el símbolo sencillo y entrañable del Dios que es Padre.
4. Afrontamiento de la critica freudiana
a) La sospecha de Freud
De intento, la exposición ha procedido hasta aquí de un modo directo y espontáneo, tratando de acoger el mensaje positivo de los textos y explicitar la riqueza de la experiencia. Hemos preferido dejar de lado la consideración expresa de las dificultades y sospechas que, como insinuábamos al principio, son hoy muy fuertes en el tema de la paternidad. La razón principal radica en que, en el fondo, nada hay más convincente que el brillo mismo de la realidad expuesta por sí misma. Además, en un diálogo honesto no existe mejor ni más respetuosa respuesta a las dificultades del otro que la directa aclaración de la propia postura.
Con todo, esas dificultades están ahí, y no estará de más afrontarlas brevemente como verificación de lo expuesto y como mano tendida a las preguntas: así eliminamos de raíz toda posible «mala fe» en la propia postura y le damos al otro «razón de nuestra esperanza» (I Pe 3,15). De paso, esto sirve en cierto modo para cubrir un hueco que hemos dejado pendiente: en el capítulo 2º se atendió a la critica marxista para mostrar que la fe en Dios presenta la autonomía humana en el mundo social; ahora cabe afrontar brevemente la critica freudiana para mostrar que la preserva también en el mundo psicológico.
En cualquier caso, el lector no especialmente interesado en el tema puede ignorar tranquilamente este apartado, que, por lo demás, no va a estar exento de un cierto aire erudito y esquemático.
Insisto en la convicción de que basta un contacto limpio con la expresión de la experiencia cristiana en este punto para caer en la cuenta de su autenticidad; y también para comprender cómo sobre ella puede montarse una existencia totalmente distendida a partir de una confianza que alcanza al fondo mismo del ser y, de ese modo, permite abrirse a los demás y al mundo sin miedo ni reservas de fondo. Pero, como recordábamos al principio, tampoco podemos olvidar que en este preciso punto se levanta hoy una sospecha que busca su apoyo en la sutil y poderosa parafernalia de la teoría freudiana.
RL/FREUD: El propio Freud en persona concentró aquí la artillería de su critica de la religión. Según él, todo esto resulta tan bonito y gratificante justamente porque es el producto segregado por el hombre con el fin de aplacar su angustia y/o satisfacer su necesidad de consuelo y protección. De modo que en la grandeza misma de la idea estaría no la confirmación, sino la refutación de la oferta cristiana. El dios-padre es simplemente el fantasma del hombre-niño que no se atreve a afrontar la realidad; es el fruto narcisista del deseo infantil de omnipotencia o la proyección que aplaca el sentimiento de culpa. Por eso mismo debe ser abandonado. La religión es una neurosis infantil de la humanidad que impide el crecimiento adulto del hombre: negar al dios-padre significa crecer, sanar y acceder a la propia autonomía.
b) Primera respuesta desde la tradición
Desde luego, sería ingenuo pensar que la conciencia religiosa haya ignorado el peligro, siempre acechante, de que el hombre tienda a hacer a Dios a su medida. El Antiguo Testamento, con su prohibición de hacer imágenes, es una buena prueba. Por su parte, la reflexión teológica siempre buscó salvaguardar la exclusividad de los «nombres divinos», es decir, de las denominaciones que le aplicamos a Dios. La teología negativa afinó en este punto hasta el extremo. Y la analogia fue el recurso más elaborado para mostrar que todo cuanto el hombre afirma de Dios, si bien depende de nuestros conocimientos empíricos, acaba rompiendo la significación inicial, negando y superando sus límites, para adquirir un sentido que, en rigor, sólo se puede aplicar a Dios. Así, nosotros podemos llamarle «Padre» a Dios porque sabemos por experiencia lo que es un padre; pero en ese mismo llamarle «Padre» somos conscientes de que Dios lo es de un modo radicalmente distinto del de cualquier padre humano.
Resulta curioso comprobar cómo, a su manera, esto aparece con toda claridad en el propio Evangelio. Ya queda comentado el mandato de Jesús: «a nadie llaméis "padre" en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre celestial» (Mt 23,9); lo cual, en el fondo, significa que la palabra que sirvió como de «escala» para llegar a la denominación con la que invocamos a Dios se hace inservible una vez alcanzado el objetivo: queda vacía en virtud de un significado más alto y poderoso. Incluso cabe señalar la dinámica de esta superación, por analogía, del significado primario: «Pues si vosotros, que sois malos [señalamiento del limite en la denominación humana], sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, icuánto más [superación del limite en Dios] vuestro Padre Celestial se las dará a los que se las pidan!» (Mt 7,11). Más aún: hay un pasaje en el que la inversión reflexiva del significado aparece expresamente, en el sentido de que la propiedad que por analogía fue descubierta en Dios aparece, en definitiva, como fuente y fundamento de aquello mismo que permitió descubrirla: «Por esta razón doblo las rodillas delante del Padre, de quien viene toda paternidad [patria: paternidad o familia] en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 14-15).
Por cierto que esta constatación debería hacernos más cautos a la hora de afirmar que el símbolo de la paternidad divina sólo puede ser válido en cuanto presupongo, por parte de quien lo emplea, una experiencia positiva en la relación con su padre. Desde luego, ése es un elemento clave y debe ser tenido siempre en cuenta. Pero no puede ser absolutizado ni convertido en condición indispensable: a veces en la carencia de una paternidad humana puede inscribirse con fuerza el presentimiento de otra paternidad más alta y que no falta. Quiero decir que si la carencia puede llevar a despreciar el símbolo, también puede propiciar su acogida a un nivel muy hondo. A menudo es el ciego quien mejor pre-siente la felicidad de la luz. Y también aquí tiene su aplicación lo de «bienaventurados los pobres». El no comprender el condicionamiento puede llevar a fatales equívocas; pero el absolutizarlo puede hacer que se ignore la fuerza del Evangelio, siempre capaz de superar todas las miserias e injusticias humanas.
c) Respuesta desde la psicología religiosa
De todos modos, estas consideraciones, con ser válidas y fundamentales, no pueden hoy obviar la critica concreta abierta por Freud. Algo en lo que no resulta difícil predecir candentes debates en un próximo futuro. No cabe aquí entrar en el detalle, pero sí ofrecer algunas indicaciones elementales.
Desde un punto de vista directamente psicológico, ya hay trabajos que apuntan a una respuesta llena de equilibrio. J.M. Pohier, por ejemplo, en su obra «En el nombre del Padre»16, recoge lo mucho de positivo que la conciencia creyente puede y debe aprovechar para purificarse mediante la critica freudiana: «Hay un modo de creer en Dios, de llamarle "Padre" y de llamarse hijo suyo, que constituye la manera más sutil y eficaz de decir que Dios no es Dios y que el hombre sí lo es». Por otro lado, A. Vergote, en su «Psicología religiosa», señala los límites de una crítica que no sabe ver más que lo negativo y lo prohibitivo en el símbolo paterno, ignorando lo que tiene de positivo como reconocimiento y promesa. Después de un detenido análisis de la problemática psicológica, Vergote concluye así:
«Dios se presenta, en efecto, con las mismas cualidades que el padre: autor de una ley moral, formulada negativamente en razón de la exigencia de espiritualización que contiene; modelo y santidad a imitar; y, en fin, providencia por la donación de una promesa que orienta al hombre no ya hacia el paraíso arcaico de sus deseos, sino hacia una felicidad final, culmen de la espiritualización humana»17.
Por su parte, J. Rof Carballo18, prosiguiendo desde su perspectiva peculiar los análisis de Erikson, señala -como lo hace también el teólogo W. Pannenberg19- el profundo enlace de la «confianza básica» (esa confianza que desde la madre afirma al niño en la existencia) con la fe religiosa. Dios Padre, como autor primigenio, sustentador y acogedor, soporta desde el fondo el ser del hombre, permitiéndole afrontar con serenidad y sosiego -con Gelassenheit (Heidegger la angustia de la culpa, el dolor de la historia y el enigma del mundo.
Claro que con tales reflexiones no queda eliminada sin más toda posible sospecha: como todo lo profundamente humano, la vivencia de Dios se ve continuamente asediada por la estrategia del deseo. Advirtamos, sin embargo, que esto es válido en las dos direcciones. Christian Duquoc observó perfectamente que las fantasías de omnipotencia infantil pueden esconderse tanto en la aceptación como en el rechazo de Dios: «La increencia, lo mismo que la creencia, es incapaz de librarse de la ambigüedad del deseo. La renuncia al padre no lo es necesariamente. Podría ser que se tratase de un resentimiento. La negación de Dios puede ser un sustitutivo de la omnipotencia del deseo. Nadie puede pretender ser verdaderamente humano por haber renegado de Dios. La negación de Dios puede también disimular en su interior una afirmación infantil de Dios»20.
De hecho, al igual que en tantas otras cosas, también aquí Nietzsche, con su retórica apasionada, pone esa ambigüedad al descubierto: «Amigos, os quiero abrir el corazón: si hubiese dioses, ¿cómo podría yo soportar no ser dios? Por lo tanto [subrayo yo], no hay dioses»21.En este sentido se entiende muy bien el que H.E. Richter, en un libro que hace unos años fue best-seller en Alemania22, hiciera un impresionante diagnóstico de la civilización occidental moderna bajo el título de «El complejo de Dios». El paso del Medievo a la Modernidad seria muy semejante a un proceso infantil traumático: de sentirse impotente ante un Dios que todo lo gobierna y determina (fantasma del padre dominador), a buscar la autoafirmación en un sueño de omnipotencia egocéntrica que niega los limites de la propia finitud y neurotiza profundamente el pensamiento, las vivencias y las relaciones en la sociedad actual. El autor -que no es creyente ni busca en la fe la solución- invierte así, de algún modo, el diagnóstico o, mejor, desenmascara la falsa dialéctica de la protesta como un juego de fantasmas: el fantasma de un dios alienado del hombre y el fantasma de un hombre alienado de Dios (recuérdese el diagnóstico del capitulo 1°).
d) Respuesta desde una ontología hermenéutica
El problema es verdaderamente hondo. Por eso Paul Ricoeur intenta ir aún más allá, trascendiendo la psicología hacia una critica de corte ontológico23. Y lo hace, concretamente, en un trabajo cuyo mismo titulo indica el movimiento fundamental de su pensamiento: «Del fantasma al símbolo»; es decir, del peligro de caer en la regresión arcaizante de la fantasía o de la inconsciencia infantil, a la dinamización hacia adelante, mediando en el esfuerzo de la cultura y del trabajo la promesa escondida y presentida en el «paraíso» de la infancia. El fantasma paternal está, sí, sometido a la estrategia irreal del deseo; pero no sucede lo mismo con el símbolo: tanto la religión en su historia como la reflexión filosófico-teológica actual muestran que la caída no es una fatalidad, y que puede ser superada.
Ya queda indicado más arriba que en la propia Biblia se detecta el mismo proceso. La afirmación inicial de la paternidad divina «desaparece» durante largo tiempo, antes de retornar. Dios se presenta como «héroe liberador» que da la ley y se da un nombre; que no es el «padre», sino «el que es» (Ex 3,13-15). (Obsérvese, de paso -aunque no lo haga notar Ricoeur-, que nos hallamos aquí ante algo que contradice toda la expectación freudiana: Dios remite no a la fantasía, sino a la historia efectiva, al «principio de realidad»). Aparece como «creador», no como «padre»; y el hombre como «imagen y semejanza», no como «hijo».
Como padre, la figura divina vuelve con los profetas. Pero lo hace con dos características fundamentales: volcada hacia el futuro, es decir, hacia la responsabilidad ética del adulto, no hacia la regresión infantil, e indisolublemente mezclada con otras imágenes, sobre todo con la de Dios como «esposo» de Israel-pueblo, excluyendo así toda generación física y haciendo imposible la fijación en el fantasma.
En los evangelios, a pesar de la contracción del tiempo, ocurre algo parecido: el Padre vuelve decidida y decisivamente en Jesús; pero vuelve después de la insistencia en la predicación del Reino, es decir, dentro de la remisión al futuro, a la esperanza:
«Jesús osa dirigirse a Dios como un hijo a su padre: la reserva que toda la Biblia testimonia es rota en un punto preciso: la audacia es posible, porque comenzó un tiempo nuevo».
En el plano de la reflexión filosófico-teológica, Ricoeur procede enfrentando a Freud con Hegel. En un agudo y sugerente proceso, muestra una profunda correspondencia entre las respectivas dialécticas de ambos autores, haciendo caer en la cuenta de la necesidad de su integración. La dialéctica regresiva -«arqueológica»- de Freud hacia el fantasma infantil de la omnipotencia y de la culpabilidad debe ser asumida en la dialéctica progresiva -«teleológica»- de Hegel hacia la conquista de la naturaleza por el trabajo -dialéctica del amo y el esclavo- y hacia el reconocimiento personal en el ámbito de la Sittlichkeit (moralidad objetiva). Entonces los fantasmas infantiles, lejos de dominar e imponer la regresión, pueden ser asumidos dinámicamente en la libertad abierta por el símbolo. En palabras de Ricoeur, puede producirse el paso «del fantasma al símbolo; dicho de otra manera: de la paternidad no reconocida, mortal y mortificante para el deseo, a la paternidad transformada en vinculo de amor y de vida».
Todo esto -sobre todo en la obligada concentración del resumen- puede parecer abstracto y, como lo confiesa el propio Ricoeur, no lo deja todo resuelto. Pero era importante para mostrar cómo, a través de la ardua austeridad de la critica pueden brillar la grandeza y la promesa del símbolo paternal. La critica purifica, no tiene por qué anular; al contrario: patentiza la auténtica fecundidad:
«Superada como ídolo, la imagen del padre puede ser reencontrada como símbolo. (...) Es preciso que muera un ídolo para que empiece a hablar un símbolo del ser»24.
5. Creo en Dios, Padre de Jesús
Una vez recorrido este camino y pagado el tributo a la critica, conviene repetir que no era absolutamente necesario. La mejor respuesta a la critica freudiana, lo mismo que a cualquier critica, está en la realidad misma en que se funda nuestra convicción: la experiencia de Jesús de Nazaret.
J/PADRE: En realidad, cada página del Evangelio testimonia contra una interpretación neurótica e infantilizante de la confianza en el Padre. Es suficiente contemplar la vida de Jesús para comprender la definitiva impotencia de las objeciones. La experiencia de Dios como Abbá nuclea su persona y su misión. La ternura y la confianza ilimitada en el Padre son evidentes. Pero no hay nada de infantil en ese hombre, capaz de romper todo tabú y pasar por encima de todo legalismo; totalmente identificado con la realidad de su misión -«hombre para los demás», como reconoció la critica más radical- y ajeno a todo narcisismo; con una personalidad radicalmente «no-autoritaria» (entendiendo la personalidad «autoritaria» en el sentido «frankfurtiano» de un jefe en quien delegar la propia responsabilidad), sino decididamente libre, hasta el punto de concitar en su contra a los poderes politico, militar y religioso25. La confianza no es en él freno, sino motor; la ternura no es debilidad, sino capacitación enérgica para la entrega total. Contra el retrato de pasiva e intimista mansedumbre, incapaz de modificar la realidad externa y afrontar sus conflictos, que de Jesús hace Nietzsche, reacciona enérgicamente Karl Jaspers: es un retrato unilateral que «no puede convencer a nadie», porque «en los evangelios aparece Jesús como una fuerza elemental, no menos clara en su dureza y agresividad que en sus rasgos de infinita mansedumbre»26.
Verdaderamente, siendo hijo, fue hombre pleno y cabal; fue el hombre: ecce homo. Y así reveló la realidad del Padre como amor que protege y promueve, como el que «entrega» a la propia responsabilidad de lo real, pero sigue siempre atento a la llamada del amor: «Vosotros rezad así: "Padre nuestro..."» (Mt 6,9).
En contra de lo que ciertas rutinas teológicas puedan mantener por inercia, no se trata -en la experiencia filial de Jesús- de un fenómeno supra-normal, en el sentido de supra-histórico o extra-humano. Para la teología actual es un dato adquirido el que esa experiencia fue plenamente histórica y se realizó conforme al proceso normal de la filiación humana. Los mismos evangelios, a pesar de su tendencia a mostrar ya al Jesús terreno como el Señor resucitado, para siempre en posesión de sus atributos gloriosos, lo dejan entrever con claridad suficiente: Jesús era un niño normal que «crecía en estatura, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). En dos ocasiones solemnes -Bautismo y Transfiguración- también él recibe el nombre y es reconocido por el Padre: «Este es mi Hijo amado, en el que me he complacido» (Mt 3,17 = Mc 1,1 1 y Lc 3,22; Mt 17,5 = Mc 9,7 y Lc 9,35).
Jesús vive, habla y actúa siempre en la confianza del Padre, Abbá; pero también esa confianza va a ser puesta a prueba y va a chocar con el «principio de realidad»: «Abbá, Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz...» (Mt 26,39 = Mc 14,36 y Lc 22,42), con la terrible constatación: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27,46 = Mc 15,34; en Lc 23,46a: «dando un fuerte grito»).
Este choque con la realidad fue tan fuerte que la Carta a los Hebreos, como pensando en nuestro contexto crítico, se atreve a traducirlo: «Aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer» (Hebr 5,8). También en Jesús tuvo, pues, que morir el «fantasma» del Padre para ser -en su fidelidad única y sin fisuras- recuperado como «símbolo», traduciéndose en una confianza que abarca la vida entera y salta la misma frontera de la muerte: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46b).
Por eso, en definitiva, la confesión de Dios como Padre no se apoya, ni se apoyó nunca, en razones teóricas, sino en la invitación de Jesús y en el ejemplo vivo de su experiencia. Desde el principio, como veíamos en Pablo y en Juan, la conciencia cristiana descubrió aquí el fundamento radical de su fe y la fuente inagotable de su confianza. Dios es el Padre de Jesús, nuestro Padre, el Padre del hombre. En la lectura del Evangelio, en la escucha de la oración, en el ejercicio eficaz del amor, ese símbolo se trasluce siempre con nueva fuerza y claridad. Por encima de todas las sospechas y por debajo de todas las crisis, el cristiano -y en él, de algún modo, todo hombre- podrá confesar la experiencia: «Creo en Dios Padre».
Será bueno dar cima a esta reflexión transcribiendo una versión actual de esta experiencia tal como la expresó Charles de Foucauld, un hombre que supo del desgarramiento moderno entre la desesperación y la confianza. No deja de ser simbólico que se trate de un comentario a las palabras de Jesús, «Padre, en tus manos entrego mi espíritu», y que naciese en Nazaret, adonde acudió Foucauld en busca de las pisadas de su Maestro:
«Padre mío, yo me entrego en tus manos.
Padre mío, yo me abandono a ti, confío en ti.
Padre mío, haz de mí lo que quieras:
hagas lo que hagas, te doy las gracias;
gracias por todo: estoy dispuesto a todo,
acepto todo, te doy gracias por todo,
con tal de que tu voluntad se haga en mi, Dios mío,
con tal de que tu voluntad se haga en todas las creaturas,
en todos tus hijos,
por todos a quienes ama tu corazón:
no deseo ninguna otra cosa, Dios mío.
Entrego mi vida en tus manos,
te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo
y porque es para mí una necesidad del amor darme,
entregarme sin medida en tus manos:
me entrego en ellas con infinita confianza,
porque tú eres mi Padre»27.
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA: CREO EN DIOS PADRE
El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre
Sal Terrae. Col.: Presencia Teológica, 34. Santander 1997
1. K. BARTH, «La humanidad de Dios», en Ensayos teológicos. Barcelona 1978. pp. 9-34.
2. S. KIERKEGAARD, Diario (citado en A. KLEIN, Antirazionalismo di Kierkegaard, Milano 1979. p. 123).
3. Cfr., por ejemplo, W. EICHRODT, Teciogia del Antiguo Testamento I, Madrid 1975, pp. 163-262.
4. H.U. VON BALTHASAR, Theadramatik. 1: Prolegomena Einsiedeln 1973, pp. 121-238.
5. Cfr. E. JÜNGEL, Dios como misterio del mundo. Salamanca 1984, pp. 423-427. H.U. VON BAL- THASAR. Op cit.. pp. 518-523.
6. H.U. VON BALTHASAR, Op.cit. p. 552.
7. P. RlCOEUR R, «La paternite: du phantasme au symbole». en Le conflit des interprétacions, París 1969. pp. 458-468.
8. J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1983 (28 ed.), pp. 19, 225.
9. A. VERGOTE, Psicología religiosa. Madrid 1969. pp. 232-239.
10. E. FROMM, El arte de amar, Buenos Aires 1985, pp. 232-239.
11. G. VON RAD. Tealogía del Antiguo Testamento II, Salamanca 1972, p. 184.
12. J. JEREMIAS. Op. cit.. p. 23.
13. E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid 1981. pp. 232-235.
14. J. JEREMíAS. Op. cit.. pp. 72.221 225.
15. P. TILLICH, Se conmueven los cimientos de la tierra Barcelona 1968, pp. 163-169.
16. J.M. POHIER, En el nombre del Padre. Salamanca 1976 (cito la traducción italiana: Assisi 1973, p. 36).
17. A. VERGOTE, op. cit. p. 253.
18. J. ROF CARBALLO, «Psicoanálisis y Religión», estudio introductorio al libro de A. Pié, Freud y la Religión, Madrid 1969, pp. 56-74, 91-93.
19. W. PANNENBERG, La fe de los Apóstoles, Salamanca 1975, pp. 15-21.
20. Ch. DUQUOC. Cristología. II. El Mesías, Salamanca 1972, p. 460.
21. F. NIETZSCHE, Also sprach Zarathuslra (ed. K. Schlechta II), p. 618.
22. H.E. RICHTER, Der Gotteskomplex. Die Geburt und die Krise des Glaubens an die Allmacht des Menschen, Hamburg 1979.
23. P. RICOEUR, Op. cit.. pp. 473-478. Las dos citas siguientes están en las pp. 480 y 470, respectivamente.
24. P. RICOEUR, «Religión, athéisme et foi», en Le conflit des interprétations, Paris 1969, p. 457.
25. Véase un expresivo resumen en Ch. DUQUOC, Jesús, hombre libre, Salamanca 1975; y de un modo más profundo, en Mesianismo de Jesús y discreción de Dios. Madrid 1985.
26. K. JASPERS, Die Massgebenden Menschen. München-Zürich 1984 (8ª ed.), p. 179. Acerca del proceso normal de la filiación humana, cfr. A. TORRES QUEIRUGA, «Jesús, hombre verdadero»: Iglesia Viva 105/106 (1983), pp. 265-290; «A humanidade de Xesús de Nazaret»: Encrucillada 35 (1983), pp. 403-418.
27. Ch. DE FOUCAULD. Lettres et Carnets, Paris 1966, p. 119 (versión propia que pretende ser fiel a la forma original).