PSICOLOGÍA DE LA SUMISIÓN Y PSICOLOGÍA DE LA RESPONSABILIDAD EN LA IGLESIA 

 


José A. GARCÍA-MONGE
Jesuita, Psicólogo clínico,
Profesor de la Universidad Comillas. Madrid


Ofrecemos unas modestas reflexiones para un gran problema que 
es vivido con especial intensidad en nuestra cultura y en nuestra 
iglesia, tributaria e impregnada por las culturas ambientales: la 
vocación del hombre de ir creciendo en responsabilidad puede verse 
favorecida o dificultada por la realidad social del poder. El hombre 
tiene ante sí, tanto a nivel psicológico como a nivel ético, la tarea 
personal de ir capacitándose para decir su palabra responsable, para 
decidir quién es y cómo acontece en la historia de una manera libre, 
realista, relacionada. El ethos se ve invadido frecuentemente por el 
pathos, y el difícil equilibrio entre ambos puede verse facilitado por un 
entorno educador respetuoso. La complicada psicología de ese ser 
relacional que es el hombre o la mujer se ve amenazada por el dato 
poder, generando dinamismos que, por un mal manejo del mismo, le 
llevarán a la sumisión, o bien, con la ayuda de un crecimiento 
personal relacionado siempre con dicho poder, puede conducirle a la 
realización modesta pero auténtica de su responsabilidad. 
El espacio eclesial no es un espacio aséptico dentro de una cultura 
en la que el poder como realidad ambigua se maneja frecuentemente 
de una manera poco constructiva para la responsabilidad humana. Se 
apela a la responsabilidad, pero no se le dan al hombre las 
herramientas adecuadas para construirla. Se proclama la 
responsabilidad como expresión de la dignidad del ser humano y, sin 
embargo, con cierta frecuencia, no se la cultiva de una manera que 
comporte riesgos y posibilite su crecimiento. 

Una intuición poética que expresa un sentir humano
Transcribimos un texto de ·Felipe-León en el que de una manera 
crítica tal vez empapada de una amargura resignada e iluminada por 
una esperanza salvadora, se nos verbaliza el sentir de no pocas 
gentes en torno a su experiencia ante el poder institucional religioso. 

«He aquí una parábola: Había un hombre que tenía una doctrina. Una gran 
doctrina escrita que llevaba en el pecho (junto al pecho, no dentro del 
pecho); una doctrina que guardaba en el bolsillo interno del chaleco. 
La doctrina creció. Y tuvo que meterla en un arca de cedro, en un arca 
como la del Viejo Testamento. 
Y el arca creció. Y tuvo que llevarla a una casa muy grande. Entonces 
nació el templo. 
Y el templo creció. Y se comió al arca de cedro, al hombre y a la doctrina 
escrita que guardaba en el bolsillo interno del chaleco. 
Luego vino otro hombre que dijo: el que tenga una doctrina, que se la 
coma, antes de que se la coma el templo; que la vierta, que la disuelva en 
su sangre, que la haga carne de su cuerpo... y que su cuerpo sea bolsillo, 
arca y templo. 
Esta parábola nació apoyándome en el versículo 21 del capítulo 2 del 
evangelio de San Juan, donde se dice: 'mas Él hablaba del templo de su 
cuerpo'». 

En esta «parábola», comprensible desde la experiencia de León 
Felipe y expresada en términos de intuición poética, se critica 
fundamentalmente el poder religioso como amenazante para la 
auténtica humanización, personalización y libertad del hombre. Este 
texto, criticable, matizable, no generalizable ni absolutizable en 
términos de percepción de los dinamismos históricos de la iglesia, nos 
pone en contacto con el sentir de muchos hombres y mujeres que 
vivencian el poder institucional religioso como amenazante para la 
verdadera estatura humana a la que se refiere el poeta cuando la 
entronca con el dinamismo liberador de Jesús de Nazaret. 
Desde este recuerdo, que nos sensibiliza a la vivencia del poder 
frecuente en nuestra cultura, vamos a adentrarnos en los dinamismos 
de sumisión y responsabilidad que nos hagan conscientes de nuestro 
manejo de la dimensión poder y de cómo somos o podemos ser 
manejados por esa misma dimensión cuando no es sanamente 
ejercida o correctamente asumida. 

Poder: radical humano
PODER/RADICAL-HUMANO: La palabra «poder» y la realidad que 
significa son ambiguas. Conjugamos el verbo «poder» en muchas 
dimensiones: personal, física, social, política, económica, religiosa... 
Es un verbo que pertenece al radical humano, que conjugamos muy 
pronto y que aprendemos muy tarde. 
El niño nace casi con cero poder, y su crecimiento le hará ir 
explorando lentamente distintas raíces de lo humano a través de su 
experiencia de maduración psico-fisiológica, de poder físico, de poder 
mental, de poder afectivo, de poder social... Para compensar esa 
debilidad inaugural, la naturaleza rodea al niño de los cuidados del 
instinto maternal y paternal, del amor de los padres, que compensa 
esa vulnerabilidad de la impotencia fundante y ayuda a crecer hacia la 
experiencia modesta y gratificante del progresivo poder. 
Decir «yo puedo» es descubrir que algo desconocido es posible 
gracias a mis propios dinamismos. 
La realidad del poder es ambigua. Está sembrada, entre el trigo y 
la cizaña, en un campo experiencial humano que necesita de los 
cuidados del entorno para ser asumida y crecer de un modo sano y 
fecundo. 
Dos fantasmas dificultan el crecimiento en el poder: la pretendida 
omnipotencia infantil (una versión psicológica del «seréis como 
dioses», el sueño prometeico) y la impotencia como experiencia 
aniquiladora de la vocación humana de poder. El manejo del poder 
pasa por la liberación de esa pretendida omnipotencia y de la 
amenazante impotencia. Dos fantasmas que dificultan el sano 
crecimiento del poder humano y que nos conducirán a los dinamismos 
de sumisión (impotencia) y responsabilidad, que no es la 
omnipotencia, sino la realidad medida y asumida del poder y la 
libertad personal. 
Cuando no se dialoga con el poder clara y conscientemente, se 
hace a ocultas, subrepticiamente, enmascarándolo con otros nombres 
y racionalizaciones que impiden el crecimiento de la libertad hacia la 
responsabilidad y que tranquilizan o motivan la sumisión como 
dimisión del poder y consecución de seguridad personal. Esta 
ausencia de claridad con el poder es frecuente en ámbitos eclesiales. 

La tranquila constatación «yo puedo», es decir, «tengo un poder 
real, limitado», se convierte en conflictiva cuando mi poder se dispara 
hacia la omnipotencia o se aborta en la impotencia que conduce a la 
sumisión. La colisión de mi poder con el poder de otros complica el 
crecimiento en el poder y dificulta su integración personal, tanto por la 
debilidad psicológica humana como por la invasión colonizadora de 
los que me rodean y, tal vez con «buenas intenciones» y 
racionalizaciones tranquilizadoras, intentan manipularme, «para mi 
bien», con su propio poder. Es verdad que el niño necesita el poder 
amoroso del entorno para sobrevivir, aprender, crecer... Pero el 
entorno tal vez perpetúa nuestra condición infantil por comodidad 
suya, por evitación de riesgos, por un «buen» funcionamiento 
ordenado y sin complicaciones del grupo social... 
Aclarar la experiencia simbolizada en la palabra poder es hacernos 
conscientes de nuestras destrezas, habilidades, capacidades, y saber 
elegir el uso que vamos a dar a nuestro modesto pero real poder. 

El hombre: vocación de libertad
H/VOCACIÓN-DE-LBT LBT/VOCACIÓN-DEL-H: Que el hombre 
tiene una vocación de libertad, no se suele negar teóricamente, pero 
sí suele dificultarse en la práctica. Se trata de una difícil vocación, y 
su realización en la complicada historia individual y social conduce a 
situaciones de sumisión como dimisión de esa vocación a la libertad o 
a la responsabilidad como integración progresiva de dicha vocación 
que se realiza en la historia individual, grupal, social. El dato es que 
no encontramos a demasiados hombres y mujeres, lo cual no nos 
autoriza a invadir con nuestro poder su debilidad, sino que invita a un 
uso inteligente del poder para apoyar, motivar, respetar y hacer 
consciente la vocación humana de libertad. Poner límites al otro, 
sobre todo en un proceso pedagógico, es útil y necesario, pero no 
para defenderse del poder del otro, sino para hacerle consciente de 
cómo su realidad, y especialmente el sentido profundo de su libertad 
situada crece hacia la responsabilidad en áreas concretas de su vida. 


La sumisión, dimisión de la libertad 
SUMISIÓN/LIBERTAD LBT/SUMISIÓN: El miedo a la libertad, que 
popularizó en sus reflexiones Eric Fromm, nos lleva frecuentemente a 
situaciones de sumisión más o menos elegidas por la persona para 
sobrevivir en un mundo de poder. La sumisión es la experiencia de la 
impotencia que se arrima al poder para crecer y medrar a su sombra; 
para no verse amenazada por esos dinamismos que tienen una 
estatura gigante a nuestro lado y que emanan del poder que nos 
rodea. La sumisión es una forma de dependencia; es la dimisión 
asunción de un «rol» que nos expresa y nos limita a la vez. No 
debemos vivir con palabras prestadas por la cultura, la familia, la 
Iglesia.... aunque tengamos que utilizarlas por causa de los «roles» 
que desempeñamos, los cuales siempre están condicionados y 
normativizados con una cierta coacción desde el consenso social a 
propósito del ejercicio de los mismos. Tanto en la Iglesia como en la 
Sociedad, el asumir un «rol» supone responder a determinadas 
expectativas que configuran el ejercicio relacional de dicho «rol». 
Muchas veces la persona que hay dentro del «rol» se ve abrumada 
por el peso de expectativas ligadas a premios o castigos, sutil o 
claramente expresados, y tiene la sensación de que se le exige una 
sumisión que conforma el ejercicio de ese «rol». Es verdad, como 
decía, que los «roles» sanos están estructurados para el bien común, 
de acuerdo con una normatividad implícita o explícita. Es cierto que 
podemos asumir un determinado «rol» y que, una vez metidos dentro 
de él, nuestra palabra es nuestra, pero también es la palabra que el 
consenso ha decidido que diga ese «rol». 
ROL/QUE-ES: No podemos inventar del todo un «rol» de 
profesional, de padre, de madre, de superior, de sacerdote, de 
obispo... Pero ciertamente podemos y debemos personalizar el 
ejercicio de ese «rol». En cierto modo, el «rol» es una situación 
relacionalmente social, donde nuestra libertad se coloca aceptando 
más o menos las reglas de juego. El hombre o la mujer que ejercitan, 
reciben y asumen un «rol» tienen la responsabilidad de 
personalizarse y personalizar desde el ejercicio de ese «rol». Si el 
precio de éste es la sumisión, el «rol» se volverá contra la sociedad y 
el consenso que lo estructuraron. Nuestra palabra no es sólo y ante 
todo la que el «rol» debe decir, sino la que la persona que ejercita 
ese «rol» elige decir de una manera libre, a la vez que realista y 
relacional. Cuando sólo somos «roles». funcionamos, no vivimos; 
nuestras conductas se hacen cómodamente predecibles para la 
sociedad, pero hurtamos a esa sociedad la creatividad que desde el 
«rol» expresa nuestra persona, nuestra libertad, nuestra 
responsabilidad. Someterse al «rol» y a las personas que nos lo han 
otorgado sería hacer un flaco favor al grupo humano, que, si es cierto 
que necesita «roles» para desarrollar sus relaciones, no lo es menos 
que necesita personas que a través del «rol» permitan al grupo 
desarrollarse, crecer, inventarse a sí mismo y madurar 
individualmente y como grupo. Una vez que asumimos libremente un 
«rol», no podemos inventarlo del todo, pero, cuanto más lo 
personalicemos, además de poder salirnos de él, tendremos una 
cierta capacidad de maniobra para que ese «rol» no se convierta en 
una pieza del engranaje social a través de la sumisión sino en un 
impulsor de lo humano dentro de ese engranaje. El poder que 
controla a los hombres a través del ejercicio de «roles» se limita a sí 
mismo, no recibiendo la creatividad personal que ese ejercicio exige y 
conlleva. 

Dinámica de la sumisión
A través del aprendizaje, el cumplimiento o incumplimiento de las 
normas, con el consiguiente premio o castigo, nos va llevando a 
albergar en nuestro interior exigencias que pueden ser demasiado 
gravosas para nuestra psicología humana. Esas exigencias podemos 
introyectarlas o internalizarlas. 
Introyectar las normas equivale a asumirlas sin integrarlas en 
nuestros propios y más auténticos sistemas personales. Introyectar el 
poder nos invita a someternos a algo que creemos que potencia 
nuestra libertad, cuando lo que hace en realidad es hipotecarla. 
Cuando introyectamos el poder que nos viene de fuera, nos vamos 
alienando, haciéndonos ajenos a nosotros mismos, y el poder 
cosecha lo que ha sembrado: sumisión. Esto es cómodo para el 
poder, pero descubre la gran hipoteca de la persona y la desmedida 
colonización que el poder revestido de autoridad o la autoridad 
revestida de poder ejercen sobre la persona. 
Internalizarlas, en cambio, significa crecer hacia la responsabilidad, 
hacer nuestras y elegir determinadas actitudes y conductas que nos 
llevan a decir nuestra palabra única e insustituible de una manera 
coherente con lo que valoramos, pensamos, sentimos y somos. 
Cuando esta tarea de internalizar no se realiza de una manera sana, 
el hombre es un cúmulo de «introyectos» que le hacen fácilmente 
manipulable por el entorno poderoso. Cuando una pastoral eclesial 
introyecta mensajes, no cumple su misión; lo que hace es negarse a 
sí misma en su tarea humanizadora, evangelizadora. 
En la sumisión, el poder estructura conductas por la presión que 
ejerce, pero no madura el interior del hombre. Esas conductas duran 
lo que dura la coacción, clara o enmascarada, del poder. El hombre 
puede sentirse internamente rebelde frente al poder, pero se somete 
externamente. No hay maduración verdadera, sino mera conducta 
sumisa. 
Desde una perspectiva psicoanalítica, la sumisión nacería de un 
poderoso super-ego que aplasta a un débil yo y que impide crecer a 
la persona, otorgándole en compensación seguridad, aplauso, 
aprecio y la posibilidad de elaborar sentimientos de culpa 
inconscientes. Éstos son los beneficios de la sumisión. No nos 
sometemos gratuitamente, sino que, a través de esa dependencia 
inmadura, obtenemos beneficios secundarios que redundan en 
seguridad y aprecio por parte de la autoridad, en comodidad y en fácil 
manejo de nuestras personas por el poder. 

El precio de la sumisión
La sumisión hace cómodo el funcionamiento de un grupo, pero 
también lo hace inmaduro, poco creativo, poco vital y personalizador. 
A la autoridad que ejerce un determinado poder, la sumisión le impide 
una fuente de feed-back que le permitiría autocriticarse y mejorar el 
ejercicio del poder como servicio auténtico. En cuanto a la persona 
que se somete, su silencio irresponsable hace que la autoridad 
cometa errores, al no tener en cuenta los datos «libertad», 
«humanidad», «riesgo» y «crecimiento». La sumisión pasa por 
agresividades reprimidas, por un mal autoconcepto disimulado, por un 
autodesprecio compensado, por la propia desestima e incluso, 
muchas veces, por un ejercicio despiadado del poder con los más 
débiles. 

Del poder al amor
En psicología social está profundamente estudiada la evolución de 
los grupos humanos, que, si están debidamente dotados y 
dinamizados por una salud personal y relacional en la armonía de sus 
«roles», llegarán, por los caminos de la interacción, del poder al amor. 
Para que un grupo humano pueda constituirse de una manera sana 
necesita, ante todo, aclarar su problema con el poder: con la propia 
experiencia subjetiva de actitud ante el poder propio y ajeno y con la 
dimensión relacional del poder ante el otro y con el otro. La historia y 
experiencia del grupo humano nos aclara que no es nada fácil la 
evolución del poder al amor, único dinamismo que cristaliza en una 
comunidad de personas. La mayoría de los grupos se pierden en 
luchas de poder no aclarado, debido al mal manejo del líder o a la 
respuesta dependiente o contradependiente de los que se relacionan 
más con el deseo o el fantasma de la sumisión, porque no han 
aclarado nunca su vivencia del poder. 
Cuando el líder es participativo, cuando no ejerce despóticamente 
el poder, sino que es capaz de generar crecimiento en libertad hacia 
la responsabilidad compartida, el grupo puede recorrer etapas de 
maduración hacia la dimensión del amor como cohesionadora y 
constitutiva del grupo. Pretender llegar al amor, aunque se enuncie 
teórica, solemne y utópicamente desde el principio, sin un adecuado 
manejo del poder, es una empresa imposible que hace abortar a 
muchos grupos en su vocación de humanidad. Sólo cuando el grupo 
llega al amor, se da esa posibilidad de ejercer el poder de una 
manera constructiva, liberadora, responsable.
La Iglesia, al proclamar teóricamente el «mandamiento del amor», a 
menudo se olvida en la práctica de aclarar el verdadero rostro de su 
poder. 
El análisis del grupo humano nos puede ayudar a diagnosticar si 
éste está sumido y bloqueado en subterráneas luchas de poder o si, 
por el contrario, después de una época de crecimiento, tal vez con 
tormentas adolescentes en el tema del poder, la dependencia y la 
contradependencia, está llegando a la autonomía, es decir, a la 
posibilidad de que el amor sea el clima relacional en el que el grupo 
encuentre su verdadera identidad. Si el líder es capaz de no 
autoengañarse hablando de amor, cuando en realidad está 
vivenciando de una manera tal vez insana el poder, puede generar 
dinamismos liberadores que den a los miembros del grupo la 
verdadera estatura de su responsabilidad capaz de amar. 

Madurez del poder
MADUREZ/LIBERTAD LBT/MADUREZ: La madurez del poder es la 
libertad, no sólo del que lo ejerce, sino del que recibe relacionalmente 
el mensaje proveniente de dicho poder. Ser libre para ejercer el poder 
equivale a generar libertad para hacerse consciente del poder que 
cada uno tiene en su vocación de libertad y de amor. 
«Libertad» es una palabra difícil de pronunciar, pero 
profundamente humana e imprescindible en el proceso de 
maduración. De ella depende nuestro crecimiento como personas, lo 
cual tiene que ver con el radical humano de poder vivenciado y 
compartido con otras personas. «Libertad» es una palabra que,—por 
problemas de poder, de desconfianza en el ser humano, de control—, 
no siempre ha sido debidamente utilizada, tanto en el plano personal 
como en el plano grupal, eclesial o institucional. Lo dificultan todos 
aquellos dinamismos que generan miedo a la libertad y todas aquellas 
sumisiones en las que la libertad se hipoteca y se pierde. «Libertad» 
es una palabra amenazada por muchas realidades que la hacen 
difícil; y, sin embargo, crecemos gracias a la pronunciación existencial 
de esa palabra, o bien nos estancamos, haciéndonos eternos niños 
sumisos o adolescentes rebeldes; lo cual, en definitiva, no deberían 
ser más que sendos momentos evolutivos en los que la libertad no 
puede decirse con todas sus letras y con todo su peso social. 
LIBRE/QUIEN-ES: Negativamente, la libertad consiste en la 
ausencia de determinantes. Una persona será libre cuando no esté 
fatalísticamente determinada para realizar, sin otra alternativa, 
acciones concretas; cuando no padezca presiones tan fuertes que 
decidan por ella. 
La libertad, por tanto, supone capacidad de decidir. Mi persona 
—hecha de mente, corazón, cuerpo, espíritu— puede ser libre. La 
libertad se ha vinculado con la voluntad; pero nuestro corazón puede 
ser libre; nuestro cuerpo, dentro de las leyes físicas, puede ser libre. 
Es toda mi persona la que, aun teniendo presiones, puede decidir y 
decidirse a una existencia no determinada, aunque aparezca 
conscientemente presionada. 
La madurez del poder consiste en generar en uno mismo y en los 
demás libertad como capacidad de decirse uno a sí mismo una 
palabra única que nos expresa y nos compromete, que nos 
responsabiliza. En la libertad, lo que importa es que podemos elegir 
sin el peso determinantemente decisivo de fuerzas ajenas a uno 
mismo. Es verdad que siempre que elegimos estamos en parte 
condicionados, presionados; pero la última palabra, la palabra 
decisiva que me revela libre, es una palabra mía que nace de lo más 
auténtico, de lo más profundo de mí mismo. 
Vista con realismo, la libertad, como madurez de la experiencia del 
poder, es la capacidad de dar sentido a los condicionamientos. La 
libertad no es un hueco entre los condicionamientos que todos 
tenemos. Soy un hombre o una mujer libre, no esclavo de nadie, ni 
siquiera de mí mismo. La libertad es esa capacidad de dar sentido a 
nuestra vida condicionada e incluso a nuestra muerte inevitable. Es 
un fondo constitutivo de mi ser responsable. 
Victor Frankl describió en El hombre en busca de sentido esta 
interacción fecunda entre condicionamientos e interpretación 
personal, vital. Yo tengo capacidad de responder a algunos estímulos, 
y de esa respuesta, que pasa por una decisión mía, yo soy 
responsable. Es una actitud ante lo esencial de la vida, una actitud 
personal y social. Ante muchas rutinas, somos muy poco libres; pero 
ciertamente tenemos una capacidad de maniobra en los caminos de la 
vida. Dentro de mi realidad, tengo una capacidad de elegir mi estilo de 
existencia. 
La libertad es también una energía reveladora de mi ser como 
único e irrepetible. Soy el único yo-mismo que ha existido y que va a 
existir en el mundo; otros se parecerán a mí, pero no serán yo. Sin la 
libertad seríamos robots, cómodos para el funcionamiento de un 
grupo o de una institución, pero determinantes del empobrecimiento 
humano de ese grupo o de esa institución, que, en lugar de vivir, sólo 
puede funcionar. 

Libres «para» la responsabilidad
Al hablar de la madurez de la libertad, tenemos que ser 
conscientes de que una cosa es la libertad de, y otra cosa es la 
libertad para. Esta última es la más importante. El poder que genera 
responsabilidad no llegará a la libertad para si no comienza, 
pedagógica y realmente, por fomentar la libertad de, la cual se refiere 
a todo cuanto recorta nuestra verdadera estatura humana, a nuestra 
responsabilidad e incluso a los condicionantes derivados del poder, 
cuando éste es generador de sumisión inmadura. Si el poder en la 
Sociedad o en la Iglesia quiere ser coherente con el proyecto de 
humanidad intuido o revelado por Dios, ha de pasar por la libertad de 
y llegar a la libertad para la responsabilidad. Es utópico creer que 
podemos hacer a otros responsables sin un proceso previo de 
liberación personal y grupal. La libertad para será el fruto maduro de 
una libertad de, que pasa por la independencia, aunque ésta no sea 
equivalente a la libertad que se experimenta en la autonomía como 
camino del crecimiento de esa libertad para. Pretender llegar a la 
responsabilidad sin una participación de independencia y autonomía 
es sustituir al otro por el peso de mi propio poder. 
Soy libre... ¿para qué? Para ser lo que soy. Porque, si la libertad 
que tengo, la empleo en intentar ser lo que no soy, me voy a estrellar 
contra mi propia verdad y voy a ser muy infeliz. Soy libre para elegir, 
para sentir, para pensar lo que considero verdadero; soy libre para la 
verdad promulgada como tal en mi experiencia y conciencia humanas: 
abierta, dialogante, relacional, ética. Esa verdad me hará libre, porque 
la libertad está llamada y motivada por la verdad. En definitiva, soy 
libre para amar. Pero el amor aparece en la maduración de la persona 
cuando una cierta experiencia de independencia y autonomía ha 
cuajado en un hombre o una mujer que pueden decir 
responsablemente una palabra que les compromete con y desde el 
amor. 
La madurez en la experiencia de poder me permitirá ser creativo, 
respetuoso con un pluralismo democrático: acompañante y 
protagonista en la búsqueda de la verdad, experimentador del valor 
de la persona propia y ajena. 

Decálogo psicológico del poder relacional 
1. Si, al ejercer el poder, genero sumisión, debo tener claro que 
algo importante está fallando en ese ejercicio relacional. 
2. Si, después de un cuidadoso análisis, percibo que el que falla 
es el que manda, sobre todo si soy yo el que ejerce un poder, tendré 
una pista segura de que no estoy ejerciendo el poder como 
estimulador de la responsabilidad, que no estoy dinamizando a 
hombres y mujeres libres, ni siquiera estoy revelándome a mí mismo 
como libre. 
3. Si la percepción del fallo se centra más bien en el que 
«obedece», podré intuir que no está obedeciendo (virtud de la 
libertad), sino sometiéndose. Es decir, no está haciendo un «obsequio 
razonable», libre, creyente, sino buscando compulsivamente un 
premio o evitando un castigo en función de determinados miedos, 
inmadureces y necesidades de conservar un «rol» y/o experimentar 
una seguridad irresponsable. 
4. Si el que manda no ama de verdad, es mejor que no mande. 
Pero es fácil engañarse pensando que se ama de verdad al otro. 
Muchas veces, en el ejercicio del poder se ama y se busca uno a sí 
mismo y su poder, más que al otro o a los otros. El peligro del 
narcisismo al mandar sin amor es grande y frecuente. En los ámbitos 
eclesiales se racionaliza fácilmente el amor, institucionalizándolo, 
cuando en realidad existe, abierta o subrepticiamente, una gran dosis 
de narcisismo en el ejercicio del poder, enmascarado por una 
referencia a un Dios que sacraliza el poder dinamizado por el amor y 
la responsabilidad auténtica. 
5. Dinamizar la responsabilidad permite enriquecerse con la 
libertad de otros. Esa libertad no siempre dirá la palabra que yo 
espero, necesito o quiero, sino que completará, profundizará o 
confrontará mi visión de la realidad. Tal vez la libertad del otro me 
sorprenda incómodamente al ejercer el poder, pero también me 
estimulará en una búsqueda más profunda y auténtica. El oficio de 
mandar exige una gran calidad de escucha al otro y mucha humildad 
personal. 
6. Si al mandar no dialogo de verdad, sin ejercer un poder (el de 
dialogar), soy víctima de mi propio dogmatismo, de mis inseguridades 
o de mi deseo de «salvar» al otro sin el otro. 
7. Si mi razón consiste en mi poder, generaré opresión, porque no 
lo usaré rectamente, sino abusivamente, por más que lo disfrace de 
«buenas razones». Por lo general, es más difícil mandar bien que 
obedecer. Dejar sin respuesta al otro, poder al otro, es muchas veces 
más triste que «ser podido» por el otro. 
8. Si mi poder tiene, aunque sea inconscientemente, fantasías de 
omnipotencia, no fomentará responsabilidad, sino sumisa impotencia. 
Lo cual va en contra de la vocación humana y cristiana del poder. La 
omnipotencia de Dios no es adecuadamente medida por ningún poder 
humano. 
9. Si no soy libre para dejar y/o compartir el poder ante el otro y 
con el otro, no tengo poder; en realidad, el poder me tiene a mí. Ante 
el otro puedo construir un muro o un puente por el que pase 
libremente el río de la vida. La responsabilidad y el amor tienen la 
palabra. 
10. Si el bien del otro adulto lo decide el poder, no será bien para el 
otro, sino para mí. El bien del otro ha de ser decidido dialogantemente 
por su responsabilidad, no por su sumisión. No debemos perpetuar el 
infantilismo y la ignorancia como pretextos para ayudar de arriba 
abajo, por mucha fachada de «democracia» con que queramos 
encubrirlo. Como dicen algunos, «aunque el poder feudal se vista de 
seda, poder se queda». 

Cinco sugerencias teológicas en el uso del poder 
1. La libertad para responder al Dios de la Alianza es un requisito 
que se da después de un proceso de liberación, de un éxodo en el 
que hombres y mujeres libres pueden acoger la alianza ofrecida por el 
Dios que les ha liberado. De la libertad de a la libertad para. 
2. Al ejercer el poder estoy revelando la imagen que tengo de 
Dios. Ejercerlo mal sería cerrar los ojos a un Dios creador del hombre 
y de la mujer con vocación de libertad; un Dios que regala al poder la 
posibilidad de dinamizar la responsabilidad, no de sofocar a la 
persona metiéndola por caminos de sumisión. 
3. «Para la libertad os liberó Cristo. Estamos llamados a la 
libertad» (Gal 5,13). Cuando explica su misión en la vida, dice Jesús: 
«El Espíritu está sobre mí y me envía a liberar a los oprimidos» (Lc 
4,18). La voluntad de Dios es una voluntad liberadora. En una 
perspectiva cristiana, el «servicio» de la autoridad no se identifica 
muchas veces con la autoridad del servicio (cf. Mt 20,24-28). 
4. Dios revela su voluntad salvífica a través de los signos de los 
tiempos y de otros muchos cauces, uno de los cuales -y a veces no el 
más transparente, por muy sabio y prudente que sea (cf. Mt 11, 
25-27)- es el poder. La comunidad de los que no tienen más poder 
que el amor nos acerca al Dios «nadapoderoso» y «Todopoderoso» 
de Jesús. 
5. El poder de Dios es siempre liberador. Si al mandar no libero al 
otro de todo, incluso de mí mismo, y no facilito su éxodo hacia la 
libertad, no soy buena noticia, sino sólo noticia de lo que tal vez es 
bueno para mí o para la institución (cf. Mc 10,18) y no puede ser 
experimentado por el otro como camino de crecimiento, comunión y 
posibilidad de hallar a Dios responsable y pacíficamente. 
(·GARCÍA-MONGE-JOSÉ-A. _SAL-TERRAE/96/01. Págs. 21-34