La Globalización y la Misión Social de la Iglesia

T. Howland SANKS

 

El autor parte de la constatación de que la misión social de la Iglesia ha estado siempre contextualizada, desde el punto de vista histórico, social y cultural. Parece que el contexto actual puede describirse como de globalización. Las aportaciones de algunos especialistas en ciencias sociales le ayudan a analizar el fenómeno de la globalización y a sacar algunas consecuencias para la misión social de la Iglesia en nuestros días.

 

Aparición original en: Globalization and the Church´s social mission, Theological Studies 60 (1999) 625-651.

Edición resumida (de donde se toma esta edición telemática): «Selecciones de Teología» 160 (2001) 321-334.

 

 

LA MISIÓN SOCIAL DE LA IGLESIA

Cuidar de la viuda, del huérfano y del extranjero ha formado parte de la tradición judeo-cristiana desde el principio. La comunidad que llamamos Iglesia se responsabilizó del pobre y del marginado, como consecuencia directa del Reino de Dios predicado por Jesús, y entendió la salvación como algo que afecta no sólo a las «almas» individuales, sino a la transformación del orden social, político y económico, y del cósmico, hasta que «el león viva con el cordero... » (Is 11, 6-9). Predicar y dar testimonio de este Reino fue la misión de Jesús y es la misión social de la Iglesia.

Como consecuencia de esta forma de entenderse a sí misma, la Iglesia primitiva se interesó por el origen, la acumulación y la distribución de la riqueza. Los bienes materiales, creados por Dios, eran tenidos por buenos en sí mismos, pero su acumulación superflua y un apego excesivo a los mismos era malo. Entendieron que la intención de Dios era que la riqueza debía ser un bien común y, por tanto, debía ser compartida. La posesión privada de bienes era el resultado de la caída y, si algunos eran ricos, debía ser para que tuvieran cuidado de los demás. No se trataba de dar de lo sobrante, sino de quedarse sólo lo necesario, dando el resto a los que lo necesitaban.

El contraste con la actitud común dominante en el Imperio romano, con respecto a la riqueza y a la pobreza, fue considerable. En una sociedad jerárquicamente estructurada en torno a la riqueza, la pobreza era considerada algo vil, deshonroso y repugnante. Los romanos ricos despreciaban a los pobres y los consideraban prácticamente inmorales: no respetaban a los dioses, eran codiciosos, corruptos, mentirosos y la causa básica de todo desorden y rebelión social.

En una sociedad como ésta, la cristiandad aportó una ética social de la dignidad de la persona y una igualdad que trascendía el status social (no más judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; Gal 3,28). Mi primera afirmación, por tanto, es que la Iglesia se entendió a sí misma desde el principio como una comunidad con una misión social.

 

Contextualización

Esta misión social, como la misma Iglesia, siempre ha estado condicionada por el contexto. Esta contextualización se puede ver con la máxima claridad en el período moderno de la misión social de la Iglesia.

Cuando León XIII escribió la Rerum novarum (1891), el contexto era la rápida industrialización y urbanización de Europa, y la cuestión laboral condujo a una sociedad de dos clases: los empresarios burgueses capitalistas y la clase trabajadora o proletariado urbano. De ahí el tema de la encíclica. En 1931, su sucesor Pío XI conmemoró la encíclica de León XIII con la Quadragesimo anno. La cuestión del momento era la alternativa real a un orden social cristiano planteado por el socialismo de estado o comunismo. Por aquel entonces, el sistema capitalista había llegado a ser tan generalizado que había permitido la acumulación de «un inmenso poder y una dictadura económica despótica» en manos de unos pocos (Quadragesimo anno, n. 105). Desde este momento la Iglesia articuló por primera vez, con toda claridad, el principio de subsidiariedad.

Cuando Juan XXIII articuló su visión de la misión social de la Iglesia en Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963), el contexto era la guerra fría, las armas nucleares, la carrera del espacio. Las cuestiones del momento tenían que ver con problemas internacionales provocados por la nueva energía nuclear, el desequilibrio entre agricultura e industria en la economía de los estados, la disparidad de riqueza entre países. Juan XXIII enunció entonces el principio de la solidaridad de la raza humana y la necesidad de que los estados enfrentasen juntos problemas como la explosión demográfica y la necesidad de ayuda internacional.

Esta perspectiva internacional y universalista pasó a la Gaudium et spes (1965) del Vaticano II. El contexto era el de la transformación social y cultural fruto de la ciencia y la tecnología, un sentido más dinámico y evolutivo de la realidad, la gran prosperidad de algunos países industrializados y la creciente interdependencia de los humanos, con el resultado de que el bien común tenía ahora carácter universal e incluía derechos y deberes respecto a toda la raza humana. La idea de la solidaridad humana, de una única comunidad mundial impregna todo el documento. La misión social de la Iglesia está al servicio de toda la humanidad (Gaudium et spes, n. 3).

Las encíclicas sociales de Pablo VI y Juan Pablo II han continuado esta perspectiva internacional. Marcando el aniversario de la Rerum novarum, Juan Pablo II escribe en Centessimus annus (1991) que «hoy el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su conocimiento, especialmente el científico, su capacidad para una organización interrelacionada y compacta, así como su habilidad para percibir las necesidades de los demás y satisfacerlas» (n.32). El comunismo ya no es una alternativa viable al capitalismo liberal, lo cual no significa que el sistema capitalista sea algo bueno sin más. Las consecuencias del capitalismo (materialismo, consumismo, pobreza continuada de los países subdesarrollados, deuda externa, amenazas ecológicas) deben ser enfrentadas por la comunidad mundial.

La relación de la misión social de la Iglesia con su contexto y su reflejo en documentos oficiales de la Iglesia se ha dado también a niveles regionales y nacionales. El caso más conocido es el de América Latina, con las dos reuniones del CELAM (Medellín, 1968, y Puebla, 1979). La jerarquía latinoamericana proclamó que la misión social de la Iglesia allí era una «opción preferencial por los pobres», con lo que enfocaba la misión hacia los «no personas» más que a los «no creyentes».

Este breve recorrido nos ha permitido ver que la misión social de la Iglesia ha cambiado siguiendo su contexto social, económico y político. Los signos de los tiempos han de ser releídos constantemente.

 

GLOBALIZACIÓN

El término, principalmente aplicado en economía, tiene implicaciones políticas, sociales y culturales. Intentaré dar una visión sintética, subrayando aquellos aspectos que puedan contribuir a reflexionar sobre la misión social de la Iglesia.

 

Definición descriptiva

Una definición funcional podría ser «la extensión de los efectos de la modernidad en el mundo entero, y la compresión del tiempo y el espacio, de modo que todo ocurre al mismo tiempo», a lo que habría que añadir «la intensificación de la conciencia del mundo como un todo» (Robert J. Schreiter).

Schreiter describe positivamente los efectos de la modernidad como «creciente prosperidad material, mejor cuidado de la salud, más oportunidades educativas, aumento de libertad personal y liberación de muchas obligaciones tradicionales», y negativamente como materialismo, consumismo, individualismo al margen de las normas y relativización de los valores. Estos efectos se extienden por todo el mundo gracias a las tecnologías de la comunicación.

Los mismos desarrollos tecnológicos que han extendido la modernidad por todo el globo, han comprimido también nuestro sentido del tiempo y del espacio. Ejemplos de este efecto serían que la misma noticia llega simultáneamente a medio mundo; el correo electrónico permite una comunicación instantánea casi con todas partes; ciudadanos de un país viven y trabajan en otro, y se vuela a Japón o Sudamérica para una reunión de fin de semana. Otras expresiones del mismo fenómeno serían el turismo masivo y, en otro orden, las migraciones de masas en busca de una salida económica.

La «intensificación de la conciencia» es el aspecto subjetivo del proceso de globalización, tan importante como el aspecto objetivo. Se aplica a los individuos y a los colectivos. Nos sentimos parte de la humanidad como un todo, amenazada por un posible holocausto nuclear o por un desastre ecológico originado en tierras lejanas, como Bhopal o Chernobyl. La conciencia global está creando una nueva clase, pequeña pero influyente, de profesionales cosmopolitas, que tienen más en común con sus colegas de otras «ciudades globales» que con los trabajadores de su propia ciudad. En definitiva, en un mundo globalizado, hay un aumento de autoconciencia a nivel de civilización, de sociedad, de etnia, de región y también, por supuesto, a nivel individual (Robertson).

 

Fuentes y desarrollo histórico

La globalización, tal como la hemos descrito, es considerada un fenómeno relativamente reciente por la mayoría de los autores. lmmanuel Wallerstein, en un análisis básicamente marxista del sistema mundial, sostiene que éste empieza con la expansión del comercio y el desarrollo de una agricultura capitalista en Europa, entre 1450 y 1640, a lo que sigue el sistema mercantilista durante un siglo y medio. El capital se acumuló en manos de mercaderes que comerciaron con regiones que quedaban muy lejos de sus territorios. Dichos territorios pasaron a ser parte de una economía mundial, aunque no de un único dominio político. Walierstein sostiene que esta economía mundial europea creó sus propias divisiones geográficas: núcleo (donde se concentraba el capital), periferia (proporcionando materia prima y mano de obra barata) y áreas semiperiféricas (que compartían características de las otras dos). Esta economía mundial condicionaba la forma en que se formaban las unidades políticas, y las naciones-estado son una función dependiente de la economía mundial. Para Walierstein, pues, el moderno sistema mundial es la economía mundial capitalista.

Aun apreciando la contribución de Wallerstein a la discusión, Giddens ve la economía capitalista mundial sólo como una de las cuatro dimensiones de la globalización. Las otras son: el sistema de naciones-estado, el orden militar mundial y la división internacional del trabajo. Las naciones-estado son los «actores» principales dentro de la política global, pero sociedades-empresas son los agentes dominantes dentro de la economía mundial. Por orden militar mundial Giddens entiende las conexiones entre la industria de guerra, el flujo de armamento y de técnicas de organización militar de algunas partes del mundo a las otras, el sistema de alianzas militares y, por supuesto, las guerras mundiales. La cuarta dimensión de la globalización Giddens la ve como desarrollo industrial y como «la expansión de interdependencia global en la división del trabajo desde la Segunda Guerra Mundial», y la «difusión mundial de los aparatos tecnológicos».

Roland Robertson, uno de los teóricos de la globalización más atento y penetrante, es crítico con Wallerstein y Giddens por no haber prestado suficiente atención a los factores culturales de la globalización. Concibe su desarrollo como algo multidimensional en cinco fases:

1. La fase germinal (Europa 1400-1750) incluye el incipiente crecimiento de las comunidades nacionales, la caída en importancia del sistema transnacional, la ampliación del dominio de la Iglesia Católica, la teoría heliocéntrica, la difusión del calendario gregoriano.

2. La fase incipiente (principalmente en Europa, 1750-1875), incluye la idea del estado homogéneo, unitario, la legalización de las relaciones internacionales, los individuos como ciudadanos, y las ferias internacionales.

3. La fase de despegue (1875-1925), que da origen a los cuatro puntos de referencia claves en el análisis de Robertson: sociedades nacionales, individuos genéricos, una única «sociedad internacional» y una concepción de la humanidad; globalización de las restricciones a la inmigración, crecimiento en rapidez y formas de la comunicación global, movimiento ecuménico, competiciones globales, por ejemplo, las olimpiadas, los premios Nóbel, la Primera Guerra Mundial.

4. La fase de lucha por la hegemonía (1925-1969), con las Naciones Unidas, el principio de la independencia nacional, concepciones conflictivas de la modernidad (los Aliados contra el Eje), la Segunda Guerra, la Guerra Fría, cuestiones acerca de las esperanzas para la humanidad, planteadas por el Holocausto y la bomba atómica, cristalización del Tercer Mundo.

5. La fase de incertidumbre (fines de 1960 hasta hoy), que incluye el crecimiento de la conciencia global, la llegada a la Luna y las imágenes de la Tierra desde el espacio, fin de la Guerra Fría del mundo bipolar, rápido crecimiento de instituciones, movimientos y medios de comunicación globales, problemas de multiculturalidad y polietnia, los derechos humanos se generalizan, resurge el Islam, reconocimiento de los problemas globales de medio ambiente y la Cumbre de la Tierra.

En resumen, el punto más importante de Robertson «es que el proceso de globalización tiene una autonomía general y una lógica que operan con relativa independencia de los procesos estrictamente sociales y de otros procesos estudiados de forma más convencional. El sistema global no es simplemente un resultado de procesos de origen básicamente intra-social ni tampoco un desarrollo del sistema interestatal... Es mucho más complejo que todo esto».

 

Análisis y consecuencias

Si el proceso de globalización remite a algo más que al mundo de la economía capitalista y al del sistema de las naciones-estado, si es complejo y pluridimensional, ¿cómo hemos de entenderlo y cuáles son sus consecuencias?

El análisis de Robertson del proceso de globalización implica la interacción dinámica de cuatro componentes, puntos focales o de referencia que han agudizado sus formas desde la fase de despegue: las sociedades constituidas nacionalmente, el sistema internacional de sociedades, los individuos, la humanidad. Voy a subrayar algunos aspectos.

En primer lugar afirma que cada uno de los componentes tiene una relativa autonomía, pero al mismo tiempo es constreñido por los otros tres, y que cargar el énfasis en uno a expensas de los otros es una forma de «fundamentalismo».

En segundo lugar, su perspectiva de la globalización tiene un foco cultural, lo cual significa que, por importantes que sean, las cuestiones económicas y las relaciones transnacionales están considerablemente sujetas a contingencias y codificaciones culturales.

En tercer lugar, en su modelo, la globalización incluye procesos de relativización: de sociedades, de identidades, de ciudadanía, de referencias sociales y también de culturas, doctrinas e ideologías. Al usar el término «relativización» Robertson pretende indicar las formas en que, a medida que avanza la globalización, se presentan cada vez más retos a la estabilidad de las perspectivas particulares sobre el proceso de globalización en su conjunto y a las formas colectivas e individuales de participar en él.

Una de las intuiciones más provechosas de Robertson es que mientras las tendencias hacia la unicidad del mundo son inexorables, esto no implica la desaparici6n de lo local o la homogeneización de lo particular. Es más, la relación entre lo universal y lo particular es central para nuestra comprensión del proceso de globalización. Particularismo y universalismo no son simplemente simultáneos, sino que están interpenetrados.

Finalmente Robertson enfatiza lo que otros no hacen: el aspecto de intensificación de conciencia que acompaña la globalización. En efecto, la misma noción de globalización implica connotaciones que hacen reflexionar. Qué pensamos acerca del mundo, de nosotros, de nuestros países y de la relación entre todo esto, forma parte de lo que entendemos por globalización. Y por esto es importante para nuestra forma de pensar la Iglesia y su misión social.

Para los teóricos, la globalización es un hecho, no necesariamente una cosa buena en y por sí misma; e implica la relativización de identidades individuales y colectivas; rompe modelos establecidos de relaciones políticas y económicas; engendra conflictos culturales al yuxtaponer diferentes formas de vida; en definitiva: plantea problemas y retos a las naciones, al orden internacional, a los individuos y a la humanidad.

 

Globalización y religión

Hasta aquí no se ha hecho mención de la religi6n. Wallerstein considera todos los factores culturales, incluida la religión, como epifenómenos, funciones dependientes del dominio económico. Y para Giddens la religión tampoco es un factor importante en el proceso de globalización.

Para Robertson, en cambio, la religión es un ingrediente crítico del proceso de globalización y lo es de diversas formas. Se centra en la pregunta de cómo pensamos el mundo como una comunidad de seres humanos, cuestión que, como él mismo reconoce, tiene una larga historia en el pensamiento teológico y metafísico. Es una imagen del orden mundial que coloca a la humanidad como pivote del mundo como un todo. Y Robertson cita explícitamente a la Iglesia Católica, a la que considera la organización más antigua orientada a todo el mundo, en el que recientemente ha sido particularmente efectiva y políticamente influyente reivindicando que la humanidad era su interés principal. Robertson considera la religión como algo crucial para repensar la noción de comunidad en un mundo globalizado.

Pero el tratamiento más completo y sistemático de la relación entre religión y globalización se debe a Peter Beyer, de la Universidad de Toronto. Beyer sostiene que la religión «desempeña uno de sus papeles significativos en el desarrollo, la elaboración y la problematización del sistema global». Beyer está interesado en la influencia pública de la religión, que es otra forma de hablar de su misi6n social.

Beyer define la religión en general como un tipo de comunicación basado en la polaridad inmanente-trascendente, que funciona para dar significado a la indeterminabilidad radical de toda comunicación humana significativa, y que ofrece vías de superación o al menos de dominio de esta indeterminabilidad y de sus consecuencias. Históricamente ha habido una relación estrecha entre grupo cultural y religión, con lo que una y otra han tenido que hacer frente a distintos contextos. Pero la religión no es sólo algo cultural, también es algo sistémico y, como otros sistemas de comunicación (político, legal, artístico, económico) puede funcionar como un subsistema de la moderna sociedad global. Beyer afirma que la religión es una esfera social que manifiesta a la vez lo particular sociocultural y lo global universal.

En el nuevo contexto, Beyer ve dos posibles maneras de que la religión tenga una influencia pública en una sociedad global. La primera, que él llama opción liberal (la terminología puede más bien confundir que clarificar), es seguida por los ecumenistas, los tolerantes, los religiosamente pluralistas. El principal problema teológico de esta opción es que hace poco reales las demandas religiosas: vehicula poca información específicamente religiosa que marcaría la diferencia en las decisiones de la gente, o que la gente no podría obtener de fuentes no-religiosas. La opción liberal tiene dificultades para especificar los beneficios y los requisitos de la religión en su forma funcional o «pura», lo cual la ha llevado a apoyarse en relaciones de aplicación para restablecer la importancia de la religión. Para Beyer el mejor ejemplo de esta opción es la teología de la liberación: «Esencialmente los teólogos de la liberación responden a la privatización de la religión buscando una revitalización de la función religiosa en aplicaciones religiosas, especialmente en la esfera política».

La segunda opción es la conservadora, que reafirma la tradición a despecho de la modernidad. Beyer considera que esta opción hace más visible la religión en el mundo de hoy y es un aspecto vital de la globalización y no su negación. La religión reafirma la visión tradicional de la trascendencia, pero se encuentra en conflicto con las tendencias dominantes en la estructura social global. Esta opción se concentra en la función religiosa y tiende a la privatización. Y la aplicación, en esta opción, toma con frecuencia la forma de la movilización política (la revolución islámica en Irán, el sionismo en Israel).

A diferencia de la opción liberal, esta opción sostiene que las normas religiosas deberían entrar en la legislación y pretende resolver los problemas sociales otorgando al sistema religioso y sus valores el primer lugar entre las distintas esferas funcionales. Según Beyer, pueden frenar la ola de las consecuencias de la globalización por un tiempo, pero no niegan la estructura fundamental de la sociedad global.

En el análisis de Beyer, el contexto moderno y global conlleva implicaciones negativas para la religión como forma de comunicación, pero también un potencial nuevo, pues los subsistemas dominantes dejan en la indeterminación amplias áreas de vida social y crean problemas que no resuelven (de identidad personal o, de grupo, de amenazas medioambientales, de desequilibrio creciente de bienestar y poder). Estos «asuntos residuales» son afrontados hoy por movimientos sociales de base religiosa. Beyer ve en estos movimientos una serie de posibilidades de salvar el hueco entre la función religiosa privatizada y la aplicación religiosa de influencia pública.

 

LA MISIÓN SOCIAL DE LA IGLESIA EN SU CONTEXTO GLOBAL

¿En qué medida la misión social de la comunidad cristina (y más en concreto la católica) resulta afectada por el fenómeno de la globalización? Como teólogos que tratan de leer los signos de los tiempos, creo que debemos estar de acuerdo en que la globalización es una descripción acertada de nuestra situación, con sus implicaciones positivas y negativas, éticas o morales. Juan Pablo II, en su exhortación Ecclesia in America recogía algunas de estas implicaciones. Positivas podrían ser, dentro de la globalización económica, el aumento y la eficiencia de la producción que, unido al desarrollo de los lazos económicos entre los países, pueden contribuir a una mayor unidad entre los pueblos y a hacer posible un mejor servicio a la familia humana. Entre las negativas, Juan Pablo II menciona la absolutización de la economía, el desempleo, la reducción y el deterioro de los servicios públicos, la destrucción del entorno y de los recursos naturales, la creciente distancia entre ricos y pobres, la competencia desleal que pone a las naciones pobres en situación de creciente inferioridad.

En cualquier caso, no hemos experimentado suficientemente el proceso de globalización como para prever sus ramificaciones por lo que respecta a la misión social de la Iglesia, pero a pesar de todo me atrevo a sugerir algunas posibilidades.

 

Naciones - Estado

Si algo ha puesto rotundamente de manifiesto el proceso de globalización es el cambio que ha supuesto para el papel y las funciones de las naciones-estado. Sigue siendo cierto que controlan el territorio y los medios violentos, pero han perdido el control regulador sobre sectores clave del subsistema económico, como las multinacionales, los precios de las materias primas, el flujo de capitales y de la información económica, o incluso el valor de su propia moneda. Y aunque algunos analistas sostienen que la economía global sigue basándose en lugares geográficamente estratégicos (las ciudades globales) y que el estado sigue siendo el garante definitivo de los derechos del capital global, es decir, de los contratos y de los derechos de propiedad, lo cierto es que las naciones-estado tienen un papel distinto y más limitado del que tenían en el siglo XIX y comienzos de XX.

En consecuencia, la nación-estado no puede ser el destinatario principal de la misión social de la Iglesia como lo fue en el pasado. La Iglesia, pues, debería quizá promover nuevas organizaciones y estructuras transnacionales para hacer frente a las formas de injusticia provocadas por la economía globalizada.

En segundo lugar, la Iglesia ha mantenido la distinción entre estado y sociedad civil, en contra del totalitarismo o del estado que controla todos los aspectos de la vida. En muchas de las naciones-estado emergentes, la Iglesia debería ayudar a la formación de asociaciones cívicas, organizaciones intermediarias independientes del estado. La misión social de la Iglesia podría, por ejemplo, adoptar la forma de organizar escuelas profesionales para preparar líderes en el mundo del trabajo en Nigeria o Indonesia, como hizo en Europa a principios del siglo XX. Hay que tener en cuenta, de todos modos, que en muchos países en vías de desarrollo la misma inseguridad de los gobiernos impide la formación de estas organizaciones intermediarias que surgen de la sociedad civil. De ahí que fomentar la democracia y gobiernos democráticos sea una condición previa para el crecimiento de la sociedad civil. Parece pues que ahí hay un buen terreno para la misión social de la Iglesia: impulsar ambas cosas a la vez, organizaciones intermediarias de la sociedad civil y formas democráticas de gobierno en estas naciones-estado emergentes en África y Asia en las que la relación entre sociedad civil y el estado difiere de la que hay en Occidente.

 

Sistema internacional de sociedades

Estas limitaciones de las naciones-estado hablan a favor del fomento de los organismos internacionales. La Iglesia debería apoyar el fortalecimiento de las Naciones Unidas de manera que pudiera existir alguna forma de poder policial no sujeto al veto de ninguna nación-estado. El principio de no interferencia debería modificarse legalmente para capacitar a las Naciones Unidas a proteger a las minorías de la explotación y la opresión, como ponen de manifiesto las atrocidades en Ruanda y la antigua Yugoslavia. La Iglesia debería apoyar y colaborar con otros organismos internacionales para controlar las violaciones de los derechos humanos y también graves problemas ecológicos, como el efecto invernadero y la deforestación. También puede desarrollar su misión social a nivel regional, impulsando la cooperación entre Iglesias en determinadas áreas. Los recientes sínodos en África, América y Asia son pasos en la dirección correcta.

 

Economía capitalista mundial, división global del trabajo y orden militar mundial

Estos aspectos del análisis de Giddens los ha tratado la Iglesia desde Juan XXIII. Pero la situación cambió radicalmente con el colapso de la Unión Soviética y la caída del comunismo en los países de la Europa del Este. Juan Pablo II ya dejó claro en la Centessimus annus (n. 42) que el capitalismo neoliberal actualmente imperante no existiría sin sus propias formas de injusticia, y hacía notar las consecuencias de una forma de globalización dominada exclusivamente por el mercado. El capitalismo neoliberal, en efecto, parece conducir a una mayor desigualdad en la distribución del bienestar, a un cierto nivel de desempleo y de precariedad laboral, a una creciente desigualdad entre ricos y pobres y entre naciones ricas y pobres. Datos sobre esto no faltan: al menos 10 países africanos tienen un producto interior bruto per capita inferior al que tenían en 1960; hay más ordenadores en los Estados Unidos que en todo el resto del mundo y Norteamérica y otros países industrializados poseen el 97 % de las patentes de todo el mundo.

Este vacío creciente entre los países ricos del norte y los más pobres, especialmente de África y Asia, suscita la pregunta de cómo la opción preferencial de la Iglesia por los pobres puede llevarse a cabo en una economía globalizada. Por supuesto se debe hacer atendiendo no sólo a los individuos, sino también a países o regiones enteras del mundo, y debe dirigirse a las estructuras que provocan la pobreza y a las reglas de la globalización para que beneficien a todos y no sólo a las empresas. La Iglesia no puede proporcionar soluciones específicas a estos problemas, pero puede presionar a los países ricos, representados por ejemplo por el Grupo de los Siete, para que escuchen también a los países pobres cuando se trate de crear nuevas estructuras.

En cualquier caso, ya hemos dicho que muchas naciones-estado son incapaces de enfrentarse a estos problemas por sí mismas, y que se requieren nuevas estructuras internacionales para enfrentarse a estos problemas. Para responder a la pregunta de cómo se hace esto, hemos de acudir a los dos componentes mencionados por Robertson: la humanidad y los individuos.

 

Humanidad

La inclusión de Robertson del aspecto subjetivo de la globalización, la conciencia de globalidad, es muy pertinente para la misión social de la Iglesia. Será necesaria una mayor conciencia de la unidad y la dignidad de todo el género humano si algunas de las sugerencias mencionadas sobre responsabilidad y cooperación se han de hacer realidad. Con los desarrollos tecnológicos en comunicaciones, la globalización hace más posible que nunca la conciencia de solidaridad humana. Los medios están contribuyendo claramente, aunque quizá no deliberadamente, al incremento de esta conciencia. Gentes de muy distintas partes del globo quizá no puedan ayudar, pero se identifican y simpatizan con víctimas del hambre, de los terremotos, de las inundaciones que se pueden ver cada noche en la TV. Históricamente la Iglesia ha despertado la conciencia de la solidaridad humana por medio de la enseñanza y el testimonio, pero ha de ir más allá de este despertar conciencias, hacia acciones responsables con sus indispensables estructuras. La Iglesia Católica, con sus estructuras internacionales, está en mucha mejor posición para hacer esto que muchas otras confesiones. En este empeño, las conferencias episcopales y los sínodos nacionales y regionales podrían ser un medio eficaz. Lo mismo se podría decir de las órdenes religiosas internacionales.

 

Los individuos

Como individuos, a todos nos influye el conocimiento consciente de la globalidad, aunque nos resistamos a ello. Y precisamente, la conciencia de la solidaridad humana tiene que darse en los individuos, no en una abstracta «humanidad como tal». En consecuencia, para ser efectiva, la misión social de la Iglesia ha de dirigirse a los individuos. Históricamente esto se ha hecho con la enseñanza y la predicación, pero por desgracia no parece haber sido muy efectivo. Los autores de encíclicas, cartas pastorales y declaraciones conciliares o sinodales tienen un estilo que parece calculado para evitar la comunicación. Si la Iglesia pretende que su misión social sea tomada en serio y sea eficaz ha de cambiar radicalmente su forma de comunicación.

Otra contribución de Giddens y Robertson es su llamada de atención sobre el lugar que ocupan los individuos como agentes conscientes en el cambio social. Las estructuras sociales son producto de la actividad humana y se mantienen o no en función del constante impulso de valores y compromisos por parte de los individuos. La globalización puede hacer que el cambio social parezca una empresa imposible, pero incluso en un contexto global sin esperanza y sin ayuda, los individuos pueden marcar -y marcan- la diferencia. Una de las principales funciones de la misión social de la Iglesia es seguir recordándonos que a la visión utópica nosotros la llamamos Reino de Dios y que la esperanza lo engendra. Somos una comunidad de esperanza y resistencia.

 

Universalismo y particularismo

Quizá uno de los análisis más estimulantes de Robertson es el que concierne a la universalización de lo particular, la particularización de lo universal y la mutua interpenetración de ambos. En el caso de la Iglesia (y de la teología) la atención a la diversidad y pluralidad de culturas, estimulada por el Vaticano II , nos ayudó a centrarnos en lo particular y consecuentemente en la necesidad de inculturación. Pero ahora hemos constatado lo porosas que son las culturas, por aisladas que parezcan geográficamente (por ejemplo, las islas de Micronesia y Oceanía). Desde sus inicios la comunidad cristiana ha vivido con la tensión entre lo particular y lo universal. Para llevar a cabo su misión social, la Iglesia debe simultáneamente afirmar los principios universales de solidaridad y subsidiariedad humana y adaptarlos a los contextos culturales particulares.

 

Cultura

Ya hemos visto que el proceso de globalización incluye aspectos que básicamente son de carácter cultural. Como dice Robertson, no importa cuánto «interés nacional pueda haber en las interacciones entre las naciones, todavía hay aspectos cruciales de naturaleza cultural que estructuran y modelan muchas relaciones, de las hostiles a las amicales, entre sociedades organizadas nacionalmente ... ». La mayor parte de los conflictos locales y regionales, por ejemplo, en Ruanda, la antigua Yugoslavia, Oriente Medio, India y Paquistán, no se deben precisamente a territorios o recursos naturales, sino a la cultura. La misión social de la Iglesia ha de interesarse por las culturas, por una parte, para apoyar las mejores contribuciones de las distintas culturas y, por otra, para criticarlas a la luz del Evangelio. Habiéndose apoyado en la cultura occidental europea respecto a su actividad misionera, la Iglesia debe aprender a escuchar las culturas no europeas y aprender de ellas antes de iniciar cualquier crítica. Las Iglesias de Asia, África y Latinoamérica deberían liderar esta actividad.

Por otra parte, el análisis de la globalización sugiere que estamos ante la formación de algo parecido a una cultura global y no meramente ante una occidentalización de las culturas. El flujo cultural no va sólo de norte a sur, sino que, como resultado de la globalización, hay elementos de las culturas dominadas que se abren camino en el norte (por ejemplo, el interés por las religiones orientales). Lo cual nos lleva a concluir que si es cierto que está emergiendo una cultura global, será como resultado de una interpenetración de lo local y lo universal.

En cierto sentido, nuestro interés por la globalización, como teólogos, es una continuación de nuestro interés por la cultura y la inculturación. Hoy, las culturas no sólo implican particularismos y diferencias locales, sino también la cuestión de cómo cada grupo participa en la singularidad global.

 

La Eclesiología subyacente

Al reflexionar sobre la misión social de la Iglesia en el contexto de la globalización presuponemos una eclesiología de comunión, es decir, que la Iglesia Universal es una comunión de Iglesias particulares. Dejando de lado la discusión sobre el modelo «centralista» o el «federalista» de entender esta comunión, creo que el lenguaje histórico para entender a la Iglesia a la vez como universal y como local es hablar de communio communionum. De hecho, el Vaticano II, al reafirmar la importancia de las diversas Iglesias particulares, no abandonó la noción de catolicidad de la Iglesia: «Esta variedad de Iglesias locales, con su aspiración común, es una prueba particularmente espléndida de la catolicidad de la única Iglesia» (Lumen Gentium, n. 23). El concilio no podía prever el rápido proceso de globalización que ha tenido lugar desde entonces, pero sí afirmó, con su lenguaje, la interpenetración de lo universal y lo particular, descrito por Robertson y otros sociólogos desde una perspectiva sociológica. Sus análisis pueden ayudarnos a evitar la inútil dicotomización entre las dimensiones particular y universal de la Iglesia.

 

CONCLUSIÓN

La globalización, pues, es descripción adecuada de un cambio relativamente reciente de la forma en que las naciones-estado, el sistema internacional de estados, los individuos y la humanidad como un todo interactúan los unos con los otros, y de cómo entienden cada uno de ellos que están en este «único lugar». La globalización describe a la vez una situación objetiva de relaciones y una conciencia subjetiva de las mismas. Es cierto que estas nuevas dinámicas tienen aspectos negativos (amenazan la identidad de los grupos y de los individuos), pero también los tienen positivos (posibilitan la participación de un número cada vez mayor de personas en su propio desarrollo, no sólo desde un punto de vista económico, sino también político y cultural).Y mientras es una cultura global en desarrollo, la globalización no es necesariamente homogeneizadora, sino que también promueve y valora la diversidad.

Para los cristianos, comprometidos desde siempre con la promoción del bien común y de la justicia y la paz para todos, el nuevo contexto supone retos y oportunidades.

Entre los retos, mencionaremos los siguientes: repensar el lugar y la función de las naciones-estado en la búsqueda de la justicia; promover y preservar la particularidad cultural capacitando a las distintas culturas para participar en el mercado global; promover la libertad individual sin llevar a un individualismo aislado; fomentar nuevas estructuras internacionales para hacer frente a los problemas que exceden de las capacidades de las naciones-estado; comunicar los principios cristianos de la justicia social de forma persuasiva y que lleve a la conversión del corazón; ejemplificar en la vida de la institución eclesial la justicia que predicamos.

La globalización también ofrece a la misión social de la Iglesia nuevas oportunidades. Las espectaculares nuevas tecnologías de la comunicación ofrecen la mayor posibilidad de aumentar el sentido de la solidaridad humana y permiten llegar a un conocimiento de unos y otros como seres humanos impensable cuando León XIII escribió acerca de «las cosas nuevas». El colonialismo occidental y el imperialismo soviético han cedido el paso a un mundo policéntrico. Culturas durante largo tiempo reprimidas han cobrado nueva vida al interactuar con otras culturas. La Iglesia tiene una nueva oportunidad de fomentar la subsidiariedad y la solidaridad. Su antigua doctrina sobre el uso de los bienes materiales para el bien común puede ahora aplicarse globalmente, pero al mismo tiempo este bien común ha de concretarse en comunidades locales y organizaciones intermediarias: globalización de la misión social.

Y finalmente, quiero insistir una vez más en que la misión social de la Iglesia es una dimensión constitutiva de su misión fundamental: dar testimonio de la verdad, salvar y no juzgar, servir y no ser servido, ser portador de la esperanza y luz para todas las naciones (Gaudium et spes, n. 3).

 

Traducción y condensación: LLUIS TUÑÍ