«EN EL CORAZÓN DE LA IGLESIA YO SERÉ EL AMOR»

 

Meditación final

 

¡Santo Padre! ¡Venerables hermanos en el Señor!

Su Santidad Pablo VI dijo una vez que la Iglesia es «el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad» (Alocución del 22 de junio de 1973; CIC 776). A este proyecto del amor de Dios estuvieron dedicadas nuestras meditaciones en el curso de los Ejercicios Espirituales.

«Dios es infinitamente Perfecto y Bienaventurado en si mismo» (CIC 1): con esta primera frase del Catecismo comenzamos el camino de los Ejercicios. Hemos ido siguiendo las diversas etapas del camino por el que el Dios Trino y Uno, infinitamente perfecto y bienaventurado, hace partícipes a los hombres, criaturas suyas, de su propia bienaventuranza al convocarlos para que sean Su Familia, la Iglesia (cf. CIC 1).

Hemos meditado en lo que es la Iglesia, ese «proyecto del amor de Dios». Y para ello hemos seguido las enseñanzas del Concilio Vaticano II:

«En la asamblea conciliar, la Iglesia, para seguir siendo plenamente fiel a su Maestro, se ha formulado la pregunta acerca de su propia identidad y de esta manera ha redescubierto la profundidad de su Misterio como cuerpo y esposa de Cristo» (Tertio millennio adveniente 19).

En todo ello nos ha guiado siempre la pregunta sobre dónde se halla la Iglesia hoy, en el umbral del tercer milenio post Christum natum. «Custos, quid de nocte?» «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,8), o «¿Nuestra salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando empezamos a creer» (Rom 13,11)? ¿Va haciéndose más densa la noche, la oscuridad? O ¿«ya es hora de que despertemos del sueño... nox praecessit, dies autem appropinquavit» (Rom 13,11-12)?

No conocemos ni el día ni la hora (Mc 13,32), tan sólo sabemos que hemos de permanecer despiertos (Mt 24,37). Y tenemos la inquebrantable certeza de la fe (cf. CIC 157): «El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo» (LG 48; CIC 670).

¿En qué se fundamenta esta certeza? ¿A qué signos puede referirse para ser también, en cierto modo, una certeza evidente? El Concilio nos enseña cuál es ese fundamento: «La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta» (ibid.; CIC 670). Y al comienzo del capítulo quinto de la Constitución dogmática sobre la Iglesia se dice: «La fe confiesa que la Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Sínodo, no puede dejar de ser santa» (LG 39; CIC 823).

Esta Iglesia santa es «el proyecto del amor de Dios». Es la Esposa amada, por quien Cristo se entregó a fin de santificarla. Si la Iglesia significa «comunión de vida con Cristo», entonces no puede menos de ser santa como él, y santificadora por medio de El. En la fe sabemos con certeza que a la Iglesia no le faltará nunca la santidad, aunque sus miembros sigan siendo pecadores en muchas cosas. El que encuentra la santidad de la Iglesia ha descubierto «las profundidades de su misterio». Contemplar a la Iglesia es el gozo de Dios y «el deseo de los ángeles» (1 Pe 1,12). Por eso, nuestra última meditación está dedicada a la santa Iglesia a fin de que nuestro amor a la Iglesia se inflame con el amor de Cristo a su Esposa.

En nuestra meditación inicial seguimos las huellas de los primeros discípulos en su primer encuentro con el Maestro. En nuestra meditación final volveremos a seguir a los discípulos, esta vez en su ida a Jerusalén, al templo. Y nuevamente los invita el Señor a mirar. Es como si El, poco antes de su Pasión, quisiera mostrarles lo más importante. Es como si Jesús dijera de nuevo:

«Venid y ved» (Jn 1,39). Pero lo que El ahora les muestra es sorprendentemente «poco» e «insignificante»:

«Jesús estaba sentado frente al lugar de las ofrendas (en el templo) y observaba cómo la gente iba echando dinero en el cofre. Muchos ricos depositaban en cantidad. Pero llegó una viuda pobre, que echó dos monedas de muy poco valor. Jesús llamó entonces a sus discípulos y les dijo: —Os aseguro que esa viuda pobre ha echado en el cofre más que todos los demás. Pues todos han echado de lo que les sobraba; ella, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir (hólon tón hion autés)» (Mc 12,4 1-44).

El episodio constituye en Marcos y en Lucas el punto culminante y final de las palabras y los actos de Jesús antes del discurso escatológico y de la historia de la Pasión. En esta breve escena se halla sintetizado una vez más todo el Evangelio. Es como un breve compendio del Evangelio.

En primer lugar, ¡Jesús mira! Jesús está sentado y observa cómo la gente echa cantidades de dinero en el cofre de las ofrendas. Durante largo tiempo podemos contemplar esa acción de Jesús de mirar. Porque ¿cómo íbamos a ser discípulos de Jesús si no aprendiéramos a conocer su mirada, si no hiciéramos que Su manera de ver las cosas fuera también la nuestra? Jesús enseña a sus discípulos a ver las cosas, las situaciones, las personas, con los ojos de El: así es como Jesús forma a su Iglesia. La enseña a ver con los ojos de El, a entender con la mente de El, a querer con la voluntad de El, a sentir con el corazón de El. De ahí nace la Iglesia. En esto consiste la santidad.

Así pues, Jesús observa a la gente y ve algunos ricos que depositan grandes cantidades en el tesoro del templo. Y he aquí que Jesús ve a una viuda pobre. Dos moneditas de cobre son todo lo que esa pobre mujer echa.

Entonces Jesús reúne a sus discípulos. La Vulgata traduce convocans. Convocado es uno de los nombres que se aplican a la Iglesia. Jesús los convoca y llama para fijar su atención sobre la viuda pobre. Grandes cosas dice Jesús sobre esa pobre mujer: ella dio más que todos; ella lo dio todo, hólon tón bion autés, todo lo que ella tenía para su sustento, «toda su vida».

A causa de esa pobre mujer, Jesús llama y reúne especialmente a sus discípulos, como si tuviera que enseñarles algo de la mayor importancia, algo verdaderamente digno de observarse.

La viuda no se da cuenta de que la están mirando, de que El se ha fijado en ella. Jesús no dice nada a esa mujer, no la alaba, no le promete ninguna recompensa. Por eso, aparece a una luz más pura esa acción nada llamativa, que pasa inadvertida para los ricos, para la gente que se hallaba entonces en el templo, para los discípulos que —¡ como sucede tantas veces!— no se hubieran fijado en algo si su Maestro no lo señala a su atencion.

Es hermosa la acción de la viuda, porque ella la realiza con la mayor naturalidad, sin fijarse para nada en sí misma. En este caso la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha (Mt 6,3). En este caso no se dan limosnas «para ser alabado por la gente» (Mt 6,2). Y seria, tremendamente seria es la acción, porque la viuda dio todo lo que tenía para su sustento.

¿Por qué el Señor reúne a los discípulos para que se fijen en esa pobre viuda? Porque ellos deben aprender a ver a las personas como ven a esa viuda. Ellos, los pastores, deben tener ojos para ver a esas personas, y Jesús los reúne precisamente en torno suyo para que ellos aprendan a mirar las cosas «desde la perspectiva de Jesús». Y deben aprender a asombrarse ante esa grandeza: deben aprender a ver quién es grande en el reino de los cielos. Jesús forma la mirada de ellos para que sean pastores con arreglo al corazón de El.

Poco antes de su Pasión, Jesús muestra a sus discípulos como en un espejo el sentido pleno de Su propia misión: porque El vino en pobreza, se despojó a Sí mismo (Flp 2,7), se convirtió en servidor de todos y, finalmente, entregó «toda su vida» por nosotros, depositándola en el cofre de las ofrendas del Padre.

Así pues, esta viuda pobre es imagen pura y fiel de Jesús mismo, y no es casual que la exégesis de los Padres de la Iglesia viera en ella una figura de la Iglesia, que «sabe muy bien que todo de lo que ella vive es regalo y dádiva de Dios» (BEDA EL VENERABLE, In Luc. cap. 86; citado según ToMÁS DE AQUINo, Cathena aurea, ad loc.).

Si «nos hacemos la pregunta acerca de su identidad (es decir, de la identidad de la Iglesia)» (Tertio millen nio adveniente 19), entonces se nos remite a esa figura. El Señor nos reúne en torno suyo a los que hemos sido llamados al ministerio apostólico y nos muestra esa figura de la Iglesia que nosotros dejamos de ver tan fácilmente, pero que a los ojos de Jesús es grandiosa: la figura pobre e inadvertida de esa entrega abnegada, que se olvida de si. El Señor nos muestra dónde hay que encontrar a la santa Iglesia, y nos invita a compartir Su propio amor hacia esa «Iglesia que es una viuda pobre», a sintonizar con Su exclamación de júbilo porque al Padre le agradó hacer que Su misterio resplandeciera ante esos «pequeños» (Mt 11,25-26). Esta es la profundidad del Misterio de la Iglesia como «Cuerpo y Esposa de Cristo», que el Concilio redescubrió (Tertio millen nio adveniente 19).

Esa santidad oculta y verdadera de la Iglesia no faltará nunca. ¡Ojalá que a nosotros los pastores no nos falte nunca la mirada para verla y para alabar por ella al Padre, al Señor de cielos y tierra (Mt 11,25)!

Ahora bien, para ello nos ayuda el Señor mismo, que pone en el camino de la Iglesia a personas que ven con los ojos de El, y piensan y sienten con el corazón de El. El Señor nos obsequia con figuras luminosas, que hacen patente la santidad de la Iglesia.

En el Catecismo de la Iglesia Católica se presenta un gran número de testimonios y palabras de santos, hombres y mujeres. No son un ornato; son el núcleo mismo de la catequesis. En esas ardientes palabras se ve claramente que la doctrina de la fe es espíritu y vida.

En medio de la sección sobre «La Iglesia es santa» (CIC 823) se halla un conocido texto de Santa Teresita, tomado del Manuscrito autobiográfico B.

«En el corazón de la Iglesia yo seré el amor» 217

Expresa así, en lenguaje claro y directo, lo que es el misterio de la santidad de la Iglesia:

«Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaba; comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que el Amor solo hacía obrar a los miembros de la Iglesia, que si el Amor llegara a apagarse, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los Mártires rehusarían verter su sangre... Comprendí que el Amor encerraba todas las vocaciones, que el amor era todo, que abarcaba todos los tiempos y todos los lugares...; en una palabra, que es ¡eterno!» (Manuscrito autob. E, f.3v; CIC 826). Y Santa Teresita sigue escribiendo: «Entonces, en un acceso de alegría desbordante, exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío!... ¡ Por fin encontré mi vocación! ¡Mi vocación es el amor!... Sí, he encontrado mi lugar en la Iglesia. ¡Y ese lugar, Dios mio, me lo has dado tú!... ¡En el corazón de la Iglesia... yo seré el amor!... ¡Y, así, yo lo seré todo!... ¡Así mi sueño se hará realidad!» (Manuscrito autob. E, f.3v).

El Concilio nos recordó claramente que todos nosotros estamos llamados a la santidad. Pero difícilmente nadie habrá vivido de manera tan ejemplar y habrá enseñado como Santa Teresita que el camino de la santidad puede andarse realmente. En su «Acte d’offrande á l’Amour miséricordieux» se encuentran palabras que con incomparable precisión expresan la doctrina católica de la justificación por la gracia. En el Catecismo, estas palabras se hallan conscientemente al final del capítulo sobre la justificación, la gracia y el mérito. Con ellas terminaremos el camino de nuestros Ejercicios Espirituales. Esta oración de entrega, de Santa Teresita del Niño Jesús, nos hace retornar al punto de partida, a la finalidad con que Dios creó el cielo y la tierra: el regreso de la Iglesia a la patria celestial, al seno de la Santísima Trinidad:

«Tras el destierro en la tierra espero gozar de ti en la Patria, pero no quiero amontonar meritos para el Cielo, quiero trabajar sólo por nuestro amor... En el atardecer de esta vida compareceré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que cuentes mis obras, todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de ti mismo» (CJC 2011).

¡Alabado sea Jesucristo!

¡Por siempre jamás, amén!