TERCERA MEDITACI
ÓN
día quinto

 

Tertio millennio adveniente

 

¡Santo Padre! ¡Venerables hermanos en el Señor!

«La Iglesia será consumada en gloria al fin de los tiempos». Por tanto, no se halla aún consumada; será consumada. Gloriose consummabitur: ¡en gloria! Esto quiere decir que la Iglesia no está aún consumada en gloria. En cierto modo, ya está consumada, pero todavía no en gloria. Por tanto, ¿cómo se halla consumada, y qué le falta aún para estar consumada en gloria? ¿Y cómo será consumada? Su Maestro y Señor fue consumado a través de la Pasión y la Cruz! ¿Y cuándo sucederá eso? «¡Al fin de los tiempos!» Pronto se cumplirán dos mil años desde que la Iglesia espera. Aunque para el Señor mil años son como un solo día (2 Pe 3,8), no podemos menos de preguntarnos si debemos seguir esperando aún una consumación que se hace esperar ya tanto tiempo, demasiado tiempo, sí, demasiado tiempo, sentiríamos la tentación de decir. Tanto más que el Señor, en algunas palabras suyas, dio esperanzas de que su venida se iba a producir «en breve», y que hay palabras proféticas que así lo confirman (cf. Mc 9,1; Ap 22,20).

Pues bien, ahora que el segundo milenio desde el nacimiento de Cristo toca ya a su fin, se plantea esta pregunta de manera tanto más apremiante. ¿Dónde se encuentra la Iglesia en su caminar por el tiempo? «Custos, quid de nocte?» ¿Ha avanzado mucho la noche? ¿Se acerca ya el día?

Lo que la Iglesia vive y sufre en su conjunto, eso se refleja también en la vida de cada individuo. Cada uno de nosotros debe preguntarse cuándo dará fin el camino de la peregrinación terrena, qué pasa con nuestro camino personal de la fe: «Nox praecessit, dies autem appropinquabit» (Rom 13,12). ¿Hasta dónde ha avanzado ya nuestra noche?

Así que estas dos últimas meditaciones del camino de nuestros Ejercicios están dedicadas a los «novísimos» de la Iglesia y de nuestra propia vida, con particular atención al inminente Gran Jubileo. ¡Quiera Dios darnos a conocer, por medio de su Espíritu Santo, «los signos de los tiempos»!

«El final de la historia ha llegado ya a nosotros (cf. 1 Cor 10,11) y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta» (LG 48,3).

No habrá ninguna otra era, ninguna era nueva, sino el tiempo post Christum natum. Desde el «Todo está cumplido» (Jn 19,30) del día de Viernes Santo, desde la mañana de Pascua, desde el día de Pentecostés, «la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable». También la esperanza de un Nuevo Pentecostés, asociada con el Concilio Vaticano II, no se encamina hacia una era distinta, sino a que Cristo sea conocido y amado más profundamente; Cristo de quien la Iglesia dice en el Concilio «que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (GS 10,2; cf. CIC 450; Tertio millennio adveniente 59).

Lo que se aplica a la Iglesia, se le aplica también a cada individuo: «Somos llamados hijos de Dios, y así es en verdad» (1 Jn 3,1). «Vosotros habéis resucitado con Cristo» (Col 3,1). Y sin embargo: «Aún no se ha manifestado lo que seremos» (1 Jn 3,2). ¿Cuándo se manifestará? ¿Cuándo llegará plenamente la consumación? ¿No nos hallamos en el umbral de un nuevo período en la vida de la Iglesia, de un nuevo derramamiento del Espíritu Santo?

A través de todos los siglos acompaña a la Iglesia la tentación de soñar en una «época dorada» de la fe. Es muy seductor esperar ahora, con la mirada puesta en el año 2000, en semejante época nueva de la fe, en una época en que la Iglesia haya de resplandecer, en que las resistencias se hayan de debilitar y la fe haya de celebrar su victoria. Semejante esperanza solía fomentarse en Occidente, con la mirada puesta en los cristianos perseguidos de Oriente. Mientras que en Occidente la secularización vaciaba los templos, se aguardaba de la Iglesia en Oriente el nuevo amanecer de una fe purificada. Ex Occidente luxus, ex Oriente lux! Entretanto estamos viendo cómo el camino de la Iglesia en Oriente transcurre de manera muy distinta que bajo el comunismo, pero no con menores dificultades: son demasiado profundas las destrucciones que el comunismo dejó tras de sí. Y tampoco en el Tercer Mundo hace su aparición ninguna «nueva era» (New Age) para la Iglesia. Asia sigue siendo, en grandes extensiones, un campo que rechaza la fe cristiana, y en América Latina la Iglesia está atravesando la dura prueba de la actividad de las sectas. Parece como si, a fin de siglo, se acrecentaran las tribulaciones de la Iglesia. ¿Y no se refleja también aquí la situación de la Iglesia en la vida de cada individuo, en nuestro camino personal de la fe? ¿Se ha cumplido la gran esperanza de un nuevo amanecer de la fe, de una «existencia cristiana feliz»? ¿No sigue siendo nuestra suerte, día tras día, la lucha —a menudo humillante— contra la propia imperfección y contra el poder del maligno?

Estas observaciones sobrias no tienen nada que ver con el pesimismo. Indican tan sólo cómo es la situación de la Iglesia y de cada creyente en particular en la «era de la Iglesia». A todas las épocas de la Iglesia entre Pentecostés y la Parusía se les ha aplicado y se les seguirá aplicando aquella frase de San Agustín: «La Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (CIC 769). Nunca le faltarán los consuelos de Dios ni las tribulaciones del mundo.

Hubo un tiempo, después del Concilio, en el que estaba mal visto hablar del mundo como de un «valle de lágrimas». Y, sin embargo, ¡qué consolador es, gementes et flentes in hac lacrimarum valle, saludar a Maria como nuestra advocata, spes nostra, y refugiarse bajo su protección (sub tuum praesidium confugimus)!

El camino de la Iglesia será siempre una peregrinación. Jamás debemos olvidar que «aquí en la tierra» somos «extranjeros y forasteros» (1 Pe 2,11), sin derecho de residencia permanente (en Suiza se diría que tenemos condición de saisoniers [temporeros, trabajadores de temporada]). Y si lo olvidamos, si no queremos ya darnos cuenta de ello, porque nos sentimos aquí muy bien «asentados», entonces el mundo se encargará de recordárnoslo, persiguiéndonos o tratándonos como a «extranjeros».

«Parroquia», parochia, significa comunidad de paroikoi de extranjeros que no gozan del derecho de ciudadanía. Por esta razón, la Iglesia no podrá nunca identificarse con un pueblo, una tribu, una nación. La Carta a Diogneto (capítulo 6) dice: «Toda patria es para ellos (los cristianos) tierra extranjera, y toda tierra extranjera es su patria». Esta condición de extranjeros y peregrinos no sólo está impuesta por las persecuciones. Es también a menudo una elección que se hace conscientemente en seguimiento de Cristo, el cual «vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1,11): «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). Seguir como pobre a Cristo pobre, habitar en el cielo y peregrinar por la tierra: tal es la conditio christiana. A ciertas palabras de la Sagrada Escritura no se les presta hoy día mucha atención. Entre ellas se cuenta ésta, por ejemplo: «¡No améis al mundo ni lo que hay en el mundo!... El mundo y todos sus atractivos pasan...» (1 Jn 2,15.17). Tal vez se prescinde demasiado aprisa de esas palabras por considerarlas «evasión del mundo». Hoy día nos faltan.

Y ahora lo asombroso: esas personas que anhelaban tan vivamente la patria eterna, que hablaban de la fuga mundi fueron grandes civilizadores, cultivadores, amantes coleccionistas y transmisores de lo bello, lo verdadero y lo bueno. Mientras las ideologías que querían introducir por la fuerza una nueva humanidad, un paraíso acá en la tierra, dejaron por doquier destrucción y desolación (¡qué horribles noticias nos llegan hoy día sobre las dimensiones del genocidio de Cambodia, planeado y ejecutado por un Pol Pot!), los monjes, que también soñaban en una nueva humanidad pero que no se consumaría sino en el mundo venidero, no sólo no asolaban ni destruían, sino que conservaban, cultivaban y construían. ¿No es curioso que las grandes realizaciones culturales de la cristiandad hayan sido efectuadas por personas que al mismo tiempo cantaban: media vita in morte sumus, y que anhelaban post hoc exilium contemplar la gloria del cielo?

Los que construían nuestra catedral (de Viena) sabían que no habrían de ver consumada su obra. Aquellas personas que tenían tan viva conciencia de su condición de peregrinos, ¿de dónde sacaban la paciencia para emprender tales obras? ¿Será la respuesta para «emprender»? ¿Será la respuesta quizás ésta: el que tiene conciencia de ser peregrino, ese tal no debe ni quiere poseerlo y disfrutarlo ya todo en este valle de lágrimas? Se considera un eslabón en la larga cadena de antepasados y descendientes. Renunciará más fácilmente por amor a esa obra común y más grande. Sabían intensamente que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que aspiramos a la ciudad futura» (Heb 13,14), y encontraron la paciencia para la construcción de catedrales, una construcción que se prolongaba durante generaciones y generaciones.

Es grande la tentación de esperar que llegue algún día en que la Iglesia, acá en la tierra, no tenga que llevar ya el yugo de su condición de peregrina. El yugo no será quitado de sus hombros, sino que únicamente se le hará más llevadero, porque es el yugo de Cristo: «Cargad con mi yugo y aprended de mi, que soy sencillo y humilde de corazón» (Mt 11,29-30). Pero, a pesar de todo, habrá que cargar con el yugo.

Hasta la segunda venida del Señor, la Iglesia y todos nosotros seremos «únicamente extranjeros que están de paso en la tierra». Pero esto no significa que la Iglesia no tenga interés por esta tierra. Los peregrinos no son vándalos. La gran virtud de los peregrinos es la paciencia, la perseverancia. ¡Con cuánta paciencia trabaja la Iglesia en la educación, en el servicio de los enfermos y de los pobres! Las parénesis de San Pablo son testimonios de esa paciencia. En ellas no veremos a un apocalíptico impaciente que aguarda la gran intervención de Dios, la intervención que resuelva todos los problemas. Sino que habla alguien que de la fe saca la paciencia de la esperanza, la cual con perseverancia obra el bien.

La nueva evangelización no será quizás diferente de la primera: las pequeñas células de comunidades y hogares cristianos fueron las que, por medio de su vida, proclamaron el «evangelio de la vida» y devolvieron a la sociedad antigua, que se disolvía moralmente, el gusto por la vida. ¡Con cuánta paciencia —y no sin la ayuda poderosa de la gracia— se plantaron las semillas de las virtudes en un mundo «sin amor y sin misericordia» (Rom 1,31), de tal manera que pudo crecer inicialmente una «civilización del amor»! Y, sin embargo, ¡cuántas cosas irredentas, cuánto por evangelizar quedaba, incluso en los primeros tiempos —tan intensos— del cristianismo! Tertio millennio adveniente menciona como ejemplo la extraña ceguera ante la esclavitud y la tortura (TMA 35), una ceguera de la que la Iglesia debe hoy arrepentirse. ¡Y cuántos aspectos irredentos, cuántos aspectos no evangelizados todavía o que hay que evangelizar de nuevo, quedan aún en la Iglesia de nuestro tiempo y en nuestra propia vida! A todo el tiempo de peregrinación de la Iglesia habrá que aplicarle aquellas palabras del Concilio: «Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha (Heb 7,26), no conoció el pecado (2 Cor 5,21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Heb 2,17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación» (LG 8; CIC 827). La Iglesia es semper purificanda, mientras dure su estado de peregrinación; necesita continuo la penitencia y la renovación. Porque mientras la Iglesia peregrine en la tierra, mientras todas las cosas «no estén sometidas» aún a Cristo  (1 Cor 15,28), la salvación de la Iglesia, la salvación de cada uno de nosotros, estará —sí— obrada por Cristo en favor de todos, pero no se hallará aún consumada en nosotros: «Cristo se ofreció una sola vez para tomar sobre si los pecados de la multitud, y por segunda vez aparecerá, ya sin relación con el pecado, para dar salvación a los que lo esperan» (Heb 9,28).

Aun nuestros esfuerzos más nobles, aun nuestras intenciones más cristianas necesitan purificación, redención. Para terminar, mencionaré sólo un objetivo que el Santo Padre de la Iglesia y de todos los cristianos lleva de manera especialmente apremiante en su corazón: el vivo deseo de la unión de todos los cristianos.

El Concilio declaró que las divisiones entre los cristianos se realizaron «no sin culpa de los hombres por ambas partes» (UR 3; CIC 817). Y, así, hoy día vemos con más claridad que la cristiandad separada es también señal de cuántas cosas irredentas, cuántas cosas necesitadas de cura y de salvación hay en la historia de los cristianos. Hoy día en que los esfuerzos por la unidad de los cristianos son perceptibles en todo el mundo, debemos también examinarnos para ver si la búsqueda de la unidad no debe estarse purificando —por su parte— constantemente (semper puríficanda).

Uno de los grandes maestros espirituales de nuestro tiempo, el monje copto ortodoxo Matta el Maskine (Mateo el Pobre), ha señalado que no sólo las divisiones sino también los esfuerzos por la unión pueden estar marcados por el espíritu del mundo. ¿Se trata de la unidad por la que Jesús oró: «que sean uno en nosotros» (Jn 17,21)-«lo mismo que tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17,21)? ¿O se trata de «coaliciones» que hacen que una «unidad sea fuerte»? Y Amba Matta se pregunta si en los deseos de unidad no se esconderá también la tentación de sacudirse el yugo de la debilidad, a fin de ser fuertes ante el mundo. Precisamente una Iglesia perseguida desde hace siglos, como la Iglesia Copta, conoce esta tentación (MATTA EL MASKINE, L’unité chrétienne, Wadi el Natroun, 155). Y esta tentación ¿no se hallará también en medio de los esfuerzos de las «grandes Iglesias cristianas»? ¿Y no permitirá el Señor que soportemos la cruz, la ignominia y la desunión, para burla y escándalo del mundo, porque todavía no estamos en condiciones de vivir la unidad en el mismo sentido en que el Padre y el Hijo están unidos? ¿Acaso la Iglesia no es victoriosa precisamente cuando es «débil», cuando la guía «el Cordero inmolado» (Ap 5,6)? Gertrud von Le Fort, en su novela Die Magdeburgische Hochzeit («Las bodas de Magdeburgo), que tiene como tema de fondo la escisión religiosa en Alemania, pone en labios del mariscal católico Tilly las siguientes palabras dirigidas a un joven oficial protestante: «María no vence con la espada en la mano, sino en el corazón».

¡Alabado sea Jesucristo!