LA IGLESIA, REVELADA POR EL DERRAMAMIENTO DEL ESPÍRITU SANTO

 

PRIMERA MEDITACIÓN
día cuarto
 

El entregó el Espíritu

 

«"Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia y de esta manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo en el mismo Espíritu" (LG 4; CIC 767). Es entonces cuando "la Iglesia se manifestó públicamente (manifestata) ante la multitud; si inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación" (AG 4). Como ella es "convocatoria" de salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos» (CIC 767).

¿Hemos pasado por alto, hasta ahora, al Espíritu Santo? Pudimos hablar de la creación, de la Antigua Alianza, de Cristo, sin mencionar expresamente al Espíritu Santo. ¿Será tan sólo un olvido mío? ¿No será señal de que al Espíritu Santo se le pasa a menudo por alto, se le olvida? ¿Sucederá incluso lo que pasó una vez en Efeso, cuando Pablo encontró unos discípulos que tuvieron que confesar abiertamente: «Ni siquiera hemos oído hablar de que exista un Espíritu Santo» (Hech 19,2)? ¿Tal vez ese «olvido» sea —de algún modo— significativo del Espíritu Santo mismo?

En el capítulo tercero de la primera parte del Catecismo, en el capítulo que trata del Espíritu Santo, leemos a este propósito:

«Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11). Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que «habló por los profetas» nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos «desvela» a Cristo «no habla de sí mismo» (Jn 16,13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué «el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce», mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos (Jn 14,17).

 

Así que el Espíritu Santo precede siempre a la fe, la suscita, la guía y la dirige. Pero, en el orden de la revelación, él es «el último» revelado (CIC 684). La finalidad de la catequesis es «conducir (a los hombres) a la comunión con Jesucristo» (CIC 426). Y ésa es precisamente la finalidad de la Iglesia: plena comunión de vida con Cristo. «Para entrar en contacto con Cristo es necesario, primeramente, haber sido atraído por el Espíritu Santo» (CIC 683).

¿Cómo sucede esto? ¿Cómo nos atrae el Espíritu Santo? ¿Cómo revela El a Cristo? Si El no toca los corazones ni los enseña desde dentro, entonces el mejor método de proclamación del Evangelio no sirve para nada. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra cómo la difusión del Evangelio va dirigida por el Espíritu Santo; El es quien abre las puertas al Evangelio, o quien también las cierra (cf. Hech 16,6.8.14).

Desde el principio actúa el Espíritu, inseparablemente de la Palabra que «érase en el principío», ese Espíritu que era Dios, lo mismo que lo era la Palabra (Jn 1,1). Y al igual que la Palabra, el Logos, lo hace todo en la creación y en el establecimiento de los pactos, así sucede también con el Espíritu Santo.

En el Catecismo encontramos toda una catequesis sobre la actividad oculta del Espíritu Santo desde la creación «hasta la plenitud de los tiempos (Gál 4,4)» (CIC 702). Esta catequesis nos ayudará a leer el Antiguo Testamento en orden a «lo que el Espíritu, "que habló por los profetas", quiere decirnos acerca de Cristo» (CIC 702). El Catecismo trata de conducirnos en este tema —aunque en breves esbozos— a una exégesis tal como el Concilio la desea: En la Dei Verbum 12,3 (que es un texto sumamente importante) se nos dice: «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (CIC 111):

«Desde el comienzo y hasta "la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), la Misión conjunta del Verbo y del Espíritu del Padre permanece oculta pero activa. El Espíritu de Dios preparaba entonces el tiempo del Mesías, y ambos, sin estar todavía plenamente revelados, ya han sido prometidos a fin de ser esperados y aceptados cuando se manifiesten» (CIC 702).

La catequesis sobre el Espíritu Santo en la Antigua Alianza no se sirve, para ello, de la interpretación alegórica, sino que lee los acontecimientos concretos y las etapas de la Antigua Alianza, desde la creación hasta Juan el Bautista (CIC 703-720), como la preparación paciente para la venída de Cristo. Por doquier actúa ya el Espíritu, el oculto «Dispensador de vida», aunque desconocido, más aún, como todavía no «dado»: «Y es que no se había dado aún el Espíritu, porque Jesús no había sido todavía glorificado» (Jn 7,39), como se dice en el Evangelio de Juan en aquel pasaje que fue tan comentado por los Padres (cf. H. RAHNER, Flumina de ventre Christi. Die patristische Auslegunt von Joh 7,37.38, en ID., Symbole der Kirche [Salzburgo 1964], 177-235): «El último día, el más importante de la fiesta, puesto en pie ante la muchedumbre, afirmó solemnemente:

—Si alguien tiene sed, que venga a mi y beba. Como dice la Escritura, de lo más profundo de todo aquel que crea en mi brotarán ríos de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él. Y es que no se había dado aún el Espíritu, porque Jesús no había sido todavía glorificado» (Jn 7,37-39).

«Pero es en los "últimos tiempos", inaugurados ya con la Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este Designio Divino, que se consuma en Cristo, "primogénito" y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia» (CIC 686).

Pentecostés es ciertamente la hora en que la Iglesia se manifiesta, pero el Espíritu Santo es dado ya anteriormente en la Cruz: «Y es que no se había dado aún el Espíritu, porque Jesús no había sido todavía glorificado» (Jn 7,39). Ahora bien, la glorificación de Jesús aconteció en la Cruz. Aquí, en el amor «hasta el fin» (Jn 13,1), se concede también el Espíritu. Aquí, en esta hora, «se efectúa la obra de nuestra redención». Por este motivo nos dedicaremos una vez más al misterio de la cruz, para continuar la meditación —comenzada ayer— acerca del nacimiento de la Iglesia ex latere Christi completándola con la meditación del don del Espíritu Santo en la hora de la glorificación de Jesús. Porque la Cruz, el Mysterium Paschale, sigue siendo la fuente de la cual la Iglesia recibe y puede hacer que broten de ella «torrentes de agua viva», el Espíritu Santo.

Meditamos ayer cómo la condena y la muerte de Jesús fueron a la vez una atrocidad humana y un acto divino de salvación. Este entrelazamiento de la acción pecadora y de la acción de la gracia divina se expresa en una peculiaridad del lenguaje del Nuevo Testamento. El verbo «entregar» (paradídónai" tradere) se emplea tanto para designar la acción salvifica de Dios como también la acción malvada humana. Y, así, se dice que Judas «entregó» a Jesús (tradidit illum; Mt 10,4; etc.), o que Jesús es entregado en manos de los pecadores (por ejemplo, Mc 9,31; Lc 24,7). Ahora bien, se emplea el mismo término para referirse al designio de Dios. Y. así, encontramos la forma pasiva «El fue entregado a la muerte por nuestros pecados» (Rom 4,25) o, con alusión expresa al sacrificio de Abrahán: «Dios no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó a la muerte por todos nosotros» (Rom 8,32). Varias veces San Pablo dice también que Cristo «se entregó» a sí mismo por él, Pablo (Gál 2,20), por nosotros (Ef 5,2), por la Iglesia (Ef 5,25). Y volvemos a encontrar el mismo verbo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre» (Mt 11,27).

A la vista de la Cruz, que es la acción de los pecadores y al mismo tiempo la acción salvifica de Dios, pregunta San Pablo: «¿Cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?» (Rom 8,32). Ese «todas las demás cosas» es El mismo, el Hijo amado del Padre. El Santo Padre escribe en la encíclica Dominum et vivificantem sobre el Espíritu Santo (n.0 23): «En el don del Hijo, en el regalo del Hijo, se muestra ya la más profunda esencia de Dios, el cual, como amor divino, es la fuente inagotable del dar graciosamente. En el don que el Hzjo da se completan la revelación y el don del amor eterno: el Espíritu Santo, que en las insondables profundidades de la Divinidad es don en cuanto Persona, y en nueva forma es dado graciosamente por el Hijo, es decir, por el misterio pascual, a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero».

El Padre, para reconciliarse con nosotros, entregó a su propio Hijo, a su Verbo Eterno, el cual según la admirable expresión de Santo Tomás de Aquino es Verhum spirans Amorem (el Verbo que espira el Amor). Y el Hijo, por amor a nosotros, «se entregó» al Padre, y por amor al Padre se nos dio a nosotros: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu. Y dicho esto, expiró» (Lc 23,46). Y el evangelista San Juan: «Y El entregó su espíritu» (tradidit spiritum) (Jn 19,30). El «espíritu» del que aquí se habla significa —según la exégesis actual y también según la interpretación predominante en los Padres— el alma, el espíritu humano. Sin embargo, el suceso mismo está abierto para que signifique el Espíritu que fue prometido por Jesús y que ahora se da: en la Cruz, el Hijo da graciosamente todo, su vida entera. El, al morir como hombre, es el Verhum spirans Amorem (el Verbo que espira el Amor).

En la Cruz se revela la Santísima Trinidad: el Padre lo ha dado todo: su Hijo; el Hijo lo ha donado todo: su vida. Ambos regalan el Don, el Amor en persona: el Espíritu Santo.

Todo eso no sería más que un bonito sueño si Cristo hubiera permanecido en la muerte. ¡El ha resucitado! «Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre» (Rom 6,4). Y el primer don del Resucitado es el Espíritu Santo. Pero antes de que el Señor sople sobre los discípulos y diga: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22), él les muestra sus manos y su costado (Jn 20,20). Dice, a propósito de esto, el Santo Padre en su encíclica: «(Jesús) les da en cierto modo el Espíritu por medio de las llagas de su crucifixión... Y en virtud de esta crucifixión puede decirles: "Recibid el Espíritu Santo". Se forma así un estrecho vínculo entre el envio del Hijo y el envío del Espíritu Santo. No hay envíos del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la cruz y la resurrección... La misión del Hijo encuentra en cierto sentido su "consumación" en la redención. La misión del Espíritu Santo "se nutre" de la redención. La redención es obrada completamente por el Hijo... cuando El se entregó como holocausto en el madero de la cruz. Pero, a la vez, esa redención es obrada constantemente en el corazón y en la conciencia de los hombres —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, el "otro Consolador"» (Dominum et vivifrcantem 24).

Volvemos así al punto de partida de nuestra meditación: en el día de Pentecostés, por medio del Espíritu Santo, comenzó la «manifestación» de la Iglesia, el «tiempo de la Iglesia», su crecimiento externo e interno, visible y espiritual. Pero el Espíritu Santo es dado en la Cruz, y esta fuente sigue siendo el origen de la Iglesia. El corazón traspasado del Redentor sigue siendo la fuente de amor infinito de la cual fluye el Espíritu Santo (CIC 478).

Por eso, «el tiempo de la Iglesia» no es una era diferente de la del Señor crucificado y resucitado, quien desde el Padre nos envía el Espíritu Santo. El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu Santo, que Cristo espiró en la cruz y en la tarde del día de Pascua. Por eso, no habrá ninguna «nueva era» (New Age), no habrá más era que los «últimos tiempos», en los que estamos desde el día de Pascua. Y el Espíritu Santo no nos conduce a ningún otro lugar sino a Aquel de quien El recibe para darnos (cf. Jn 16,14): a Cristo.

Ahora bien, la Iglesia es el lugar «donde florece el Espíritu» (locus ubí Spiritus Sanctus floret: SAN HIPÓLITO, Tradición Apostólica 35 = CIC 749). Y San Ireneo afirma: «Es en ella (en la Iglesia) donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo... Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (CIC 797).

Ahora bien, ¿en qué le reconoceremos a El, que es el Espíritu de la verdad y del amor? ¿En qué distinguiremos su acción de la acción de otros espíritus y de los espíritus malignos? «El mundo —dice Jesús— no puede recibirle, porque ni lo ve ni lo conoce» (Jn 14,17). Nada necesitamos tanto en nuestro ministerio pastoral como este don de discernimiento, para que «no apaguemos la fuerza del Espíritu» (1 Tes 5,19), para que dejemos que el Espíritu nos guie (Rom 8,14; Gál 5,18), porque sólo entonces seremos libres, hijos de Dios, verdaderamente Iglesia, es decir, la familia de Dios. Y sólo entonces encontraremos aquella felicidad que anhelamos y que sólo puede sernos concedida graciosamente por el Espíritu Santo, el dulcis hospes animae (el dulce huésped del alma).

¡Alabado sea Jesucristo!