TERCERA MEDITACION
día segundo

 

La alianza con Noé

 

«Reiteraste tu alianza a los hombres...», así dice la Plegaria Eucarística IV.

Dios creó el mundo con miras a la alianza, a la Iglesia. La ruptura ocasionada por el pecado no destruyó el plan de Dios, sino que únicamente modificó los caminos para su realización. Lo que el pecado rompe y dispersa hay que congregarlo de nuevo por medio de las alianzas de Dios con los hombres, y este «movimiento de congregación» es la Iglesia. La Iglesia es preparada en la Antigua Alianza, la cual es preparada a su vez por la alianza de Noé.

Precisamente hoy día, cuando se plantea de manera intensa la cuestión acerca del sentido de las religiones (no cristianas), tiene particular importancia la meditación sobre esta primera y amplísima alianza. Aquí se halla uno de los fundamentos para la visión cristiana de las religiones, para su significado en la historia de la salvación. Pero también la teología política encuentra aquí importantes puntos de orientación porque en ella se trata de saber lo que significa, a la luz de la revelación, la tendencia a la unidad política de la humanidad y, también, qué sentido tiene la diversidad de pueblos, lenguas, razas y tribus. Todas estas importantes cuestiones no podremos más que abordarlas brevemente, dejándolas así para la meditación personal.

 

1. En la meditación del «protoevangelio» se mostraba ya lo que ahora resaltará con más claridad todavía: Dios cura las heridas del pecado precisamente por medio de esas heridas. Las penalidades del embarazo, las fatigas del trabajo, se convierten en el camino para la expiación, en remedio curativo. Las penalidades del embarazo, los sufrimientos causados por las relaciones entre el hombre y la mujer, los transforma El en «remedio contra la concupiscencia», contra el afán de centrarse en sí mismo a causa del pecado original. La propensión al mal, la inclinación al mal, causada por el pecado, se convierte en el lugar de prueba en la lucha por el bien (CIC 1264).

En la alianza de Noé encontramos otras dimensiones de perdición, causadas por el pecado original, y la transformación de las mismas en caminos de salvación.

«La tierra estaba pervertida a los ojos de Dios y llena de maldad» (Gén 6,11). La descripción de la cascada de actos de violencia, desde el fratricidio de Cain hasta la venganza de sangre de Lamec —«si a Cain se le venga siete veces, a Lamec setenta y siete»—, no ha perdido hoy día nada de actualidad. Más que nunca dominan hoy día la violencia y el asesinato, comenzando por la guerra contra los débiles, los niños no nacidos y los ancianos desvalidos, hasta llegar a la posibilidad de una autoaniquilación colectiva de la humanidad mediante el uso de las armas nucleares.

La respuesta de Dios, a través de toda la historia de la salvación, será la elección de una persona o de unas pocas personas, a fin de obrar por medio de ellas la salvación y la bendición para todos. Sin el misterio de la representación vicaria no puede comprenderse el sentido de la Iglesia. La elección del justo Noé y de los suyos se convierte así en imagen prototipica de la Iglesia. Los Padres y la liturgia desarrollaron extensamente el tema del arca como símbolo de la Iglesia. De esto hablaremos más adelante.

Ahora bien, Noé es ante todo el ideal del gentil justo. Como tal le menciona el profeta Ezequiel, juntamente con Job y con un tal Daniel a quien no vuelve a nombrarse en ninguna otra parte (Ez 14,14; CIC 58). El Antiguo Testamento conoce y aprecia tales grandes figuras procedentes de los «pueblos», de las naciones gentiles: Melquisedec, rey de Salén, se cuenta entre ellas. Todas estas personas pertenecen a la alianza de Noé, que en cierto modo puede considerarse como el ámbito de las religiones de la humanidad. La Iglesia, al venerar a esos «gentiles santos», atribuye también cierta validez a sus actos de culto y de servicio divino.

El sacrificio de Noé, ofrecido en el altar erigido por él, encuentra el agrado de Dios. Dios le promete a continuación que el orden cósmico será estable a partir de entonces: «Mientras dure la tierra habrá sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche» (Gén 8,22). Y Dios sella su alianza con la humanidad y con toda la vida mediante el signo celestial del arco iris (Gén 9,12-17). Esta vinculación entre el culto y el orden cósmico significa que en las religiones de la humanidad se viven genuinas adoraciones de Dios (religio), a las que Dios responde con sus beneficios. La figura de Melquisedec lo atestigua, una vez más, de manera impresionante, así como los sacrificios y las oraciones del gentil Job. Claro que si a la religión de los gentiles justos les corresponde tan alta dignidad, que puede ser figura de Cristo, esto se debe a que en esa religión actúa ya ocultamente Cristo y su gracia. Por tanto, no se trata simplemente de una «equivalencia» de todas las religiones, sino de que las semina verbi, «las semillas del Verbo» (CoNc. VAT. II, Ad gentes 11), se encuentran dondequiera que hay personas que, como Noé, Melquisedec y Job, sirven con justicia y adoran fielmente a Dios. Pero con esto se dice al mismo tiempo que las religiones de los pueblos deben decidirse en favor o en contra de Cristo, y que desde la venida de Cristo la situación de las religiones ha cambiado. Han pasado «los tiempos de la ignorancia», dice Pablo (Hech 17,30). «Dios hace saber a los hombres que todos, en todas partes, han de convertirse, ya que él ha establecido un día en el que va a juzgar al universo con justicia por medio de un hombre designado por él, a quien ha acreditado ante todos resucitándolo de entre los muertos» (Hech 17,30-3 1).

Desde que llegó «la plenitud de los tiempos», las religiones se encuentran en la crisis, y la risa de los atenienses al oír hablar de la resurrección de los muertos es ya una señal de ese juicio. El «diálogo con las religiones» no puede prescindir de que «el final de la historia ha llegado ya a nosotros» (CoNc. VAT. II, LG 48,3). Aunque «la Iglesia Católica no rechaza nada de lo que en estas religiones es verdadero y santo» (CoNc. VAT. II, Nostra aetate 2,2), sin embargo es muy seria la pregunta sobre hasta qué punto la situación religiosa actual no estará determinada de manera sumamente íntima por el «sí» o «no» pronunciado a Cristo. Especialmente apremiante es esta pregunta con respecto al Islam, que —condicionado también por los pecados y las divisiones de los cristianos— pronuncia un «no» tan decidido ante la verdad de que Jesús es el Hijo de Dios y en contra de la cruz y la resurrección de Jesus.

Cuanto más apremiante es el encargo del Señor de hacer discípulos suyos a todos los pueblos (Mt 28,19), tanto más ardiente será el fuego del Espíritu Santo en los discípulos de Jesús: Caritas Christi urget nos, «nos apremia el amor de Jesucristo» (2 Cor 5,14).

 

2. A propósito de la alianza de Noé, hay que estudiar también un segundo tema: el significado de la diversidad de pueblos, lenguas y razas en el plan divino de la salvación. ¿No es curioso que el Señor diera a los apóstoles el encargo de «hacer discípulos suyos a todos los pueblos» (Mt 28,19)? No es suficiente interpretar esta frase en el sentido de «hacer discípulos suyos a todos los hombres». El Apocalipsis de San Juan designa a Cristo como el «Rey de las naciones» (Ap 15,3), y promete: «Todas las naciones vendrán a postrarse ante ti» (Ap 15,4). ¿Qué significa esto para la Iglesia, que en su consumación ha de ser una muchedumbre enorme «de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7,9), y que en cierto modo es ya esa muchedumbre? ¿Se salvarán aisladamente los justos, saliendo de entre la multitud de pueblos? ¿Por qué se dice entonces que, en el juicio final, se congregarán todos los pueblos ante el Hijo del hombre (Mt 25,32) y que en la Jerusalén celestial «los pueblos caminarán a su luz» y traerán sus tesoros a la ciudad de Dios (Ap 2 1,24-26)?

¿Qué significan los pueblos y sus tesoros (es decir, sus culturas, lenguas, experiencias) para la Iglesia, para el «movimiento de congregación» efectuado por Dios?

La gran «lista de pueblos», en el capítulo décimo del Génesis, atestigua que los numerosos pueblos de la tierra tienen un origen común; que constituyen realmente una familia. Pero la quiebra del pecado rompería esa unidad: la torre de Babel (Gén 11) se considera como el intento de la humanidad caída por restaurar —ella misma— la unidad, por demostrar e incrementar su propio poder, sin Dios y en contra de Dios (CIC 398). La dispersión de la humanidad por toda la tierra, la confusión de las lenguas es el castigo de Dios por la insolencia de los hombres.

Ahora bien, esto quiere decir que los hombres, por sí mismos, no son capaces de restaurar esa unidad, de anular y remediar la separación de las lenguas y de los pueblos, y que, siempre que lo intentan, dan origen a un Estado totalitario, hasta llegar a los incesantes intentos de crear un imperio universal (cf. J. RATZINGER, Die Einheit der Nationen [Salzburgo 19711, 20s). Claro que el castigo de Dios tiene también efectos saludables. El castigo de la dispersión, de la diáspora de los pueblos, es al mismo tiempo camino de sanación, posibilidad de santificación. El plan original de Dios de convertir a la humanidad en su familia, se sirve ahora de la solidaridad de los pueblos y de las lenguas, de las naciones y de las tribus, para preparar su propia Iglesia. Pablo afirma en el Areópago: «El (Dios) creó de un solo hombre todo el linaje humano para que habirara en toda la tierra, fijando a cada pueblo las épocas y los limites de su territorio, con el fin de que buscaran a Dios, por si, escudriñando a tientas, lo podían encontrar. En realidad no está lejos de cada uno de nosotros» (Hech 17,26-27).

Desde luego, se trata de una economía provisional. Ningún pueblo, ninguna cultura, ninguna lengua ha recibido la promesa de existir para siempre, con excepción del pueblo elegido, que Dios mismo escogió para que fuera su propiedad.

¿Qué es lo que constituye lo especifico de los pueblos, de las naciones? Ni la lengua ni la cultura ni el territorio, por importantes que sean, determinan por si solos lo especifico de los pueblos. Más bien diríamos: el destino común, la historia común, son lo decisivo para ello. Que se trata de algo más que de una realidad que pueda captarse de manera puramente empírica, lo indica la Sagrada Escritura cuando dice que los pueblos están confiados, cada uno, a la custodia de su propio ángel (CIC 57) y cuando habla de las riquezas y objetos preciosos, del patrimonio de los pueblos, que serán traídos al pueblo de Dios (Is 60,7-11; Ag 2,7; Ap 21,24-26).

La virtud del amor a la patria, la prontitud para servir a la patria, el amor a la cultura y a la lengua del propio pueblo: todo ello es praeparatio Ecclesiae y encuentra un lugar en la Iglesia

(CIC 2239; 2310).

Pero los pueblos no sólo tienen sus ángeles custodios, sino también sus demonios. El orgullo nacional, el desprecio de los «bárbaros», la xenofobia, la idolatría del propio poder: ¡nuestro siglo pudo contemplar sin velos lo demoníaco de una nación impía!

Olvidamos con demasiada facilidad que nuestros países de la vieja cristiandad han sido «exorcizados» durante siglos; que, en cuanto sociedades y en cada uno de sus miembros, han recorrido durante muchas generaciones el camino del arrepentimiento, de la penitencia y de la conversión, de la gracia y de la santificación. San Antonio luchó durante decenios, en las tumbas de Egipto, contra los demonios de una «cultura de la muerte». ¡ Cuánto vivir y cuánto morir cristiano fueron necesarios para empapar a nuestros países del espíritu del Evangelio, del que siguen viviendo incluso en nuestros días! Las idolatrías del Estado, que estamos viendo en nuestro siglo, ¿no son el regreso de los demonios —que habían sido expulsados— a la casa, ahora ya limpia y aseada, de tal manera que la situación actual resulta ser, al fin, peor que la de antes, en la época del paganismo (cf. Mt 12,44-45)?

La Iglesia no puede identificarse jamás con una nación; no es una Iglesia nacional. y, sin embargo, la Iglesia tiene un carácter inconfundiblemente propio en cada una de las diversas naciones.

Este carácter nunca se expresa con más belleza y brillantez que en los santos. ¿Quién habría más francesa que Santa Teresita del Niño Jesús, quién más inglés que Santo Tomás Moro, quién más español que San Ignacio de Loyola, quiénes más italianos que Santa Catalina y San Francisco de Asís? Y, sin embargo, ninguno de ellos es únicamente un «santo nacional», y todo intento por abusar de los santos para fomentar el nacionalismo (como ocurre quizás con Santa Juana de Arco) distorsiona por completo la fisonomía de esas personas.

Un pueblo, una nación, no encuentra su identidad sino cuando halla el camino hacia Cristo. El recibió del Padre «los pueblos como heredad» (Sal 2,8). Cuando Cristo, por medio de la evangelización, llega a un pueblo («Haced discípulos míos a todos los pueblos»), entonces El llega «a lo que es suyo» (Jn 1,11). Pues mucho antes de que se predique el Evangelio, el Señor comienza ya a prepararse un pueblo. Su gracia se adelanta a los mensajeros del Evangelio. Así lo atestigua de manera impresionante la visión en la que el Señor dice al apóstol San Pablo, al comienzo de su misión en Corinto: «No temas, sigue hablando, no te calles, porque yo estoy contigo, y nadie intentará hacerte mal. En esta ciudad hay muchos que llegarán a formar parte de mi pueblo» (Hech 18,9-10).

 

¡Alabado sea Jesucristo!