SEGUNDA MEDITA
CION
día segundo

 

El Protoevangelio

 


¡Santo Padre! ¡Venerables hermanos!

«Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado. Y cuando por desobediencia perdió tu amistad no le abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos para que te encuentre el que te busca» (Plegaria Eucarística IV).

Ambas cosas caracterizan nuestra situación: todos nosotros hemos caído bajo «el poder de la muerte», y Dios, no obstante, sigue siéndonos fiel. Nuestra situación es desgraciada, pero la misericordia de Dios encuentra caminos y medios para ayudarnos a buscarle y encontrarle a El.

Tres «etapas» de esta búsqueda y de este encuentro serán los temas de nuestras meditaciones de hoy: el -"protoevangelio"-, la alianza con Noé, la elección de Israel. Con todo ello, según la comprensión cristiana, no se trata sencillamente de algo pasado, de los antecedentes históricos de la Iglesia, sino de realidades que siguen siendo permanentemente válidas, incluso cuando en la Iglesia de la Nueva Alianza hallan un cumplimiento que todavía no se encontraba en ellas mismas. Estas meditaciones son mucho más importantes por cuanto la Iglesia se halla aún in statu viae, en camino, y eso en medio de un mundo que a menudo se encuentra todavía muy alejado de ser un mundus reconciliatus, de haber encontrado su patria en la familia Dei.

El relato de la caída en el pecado y de sus consecuencias (Gén 3) podrá parecer a una mente científico-racionalista un simple cuento mítíco una "cosmovíiión primitiva». Y, sin embargo, cuanto más detenidamente meditemos sobre esas palabras y reflexionemos, al mismo tiempo, sobre el existir humano, se nos manifestará de manera tanto más estremecedora y aterradora «qué razón tan inquietante tiene esa revelación, aunque parezca estúpida, sobre todo a la ciencia» (R. Guardino, Den Anfang aher Dinge 90).

Se abordan aquí tres aspectos que, sin duda alguna, pertenecen de manera sumamente dominante a la vida humana: el mundo del trabajo según el juicio de Dios sobre el hombre; el mundo de las relaciones entre los sexos según el juicio de la mujer; la situación de lucha entre el bien y el mal según el juicio de la serpiente. En estos tres ámbitos se expresa un profundo trastorno de las relaciones humanas, pero también una promesa, un «primer evangelio». Como cristianos, y especialmente como pastores, se nos ha encomendado la tarea de contemplar los acontecimientos, la historia, el presente, la situación del hombre, a la luz de la revelación, de la cual R. Guardiní dice que es «la única sabia» (l.c. 17). Tan sólo una mirada sobria a lo que se nos dice en el tercer capítulo del Génesis acerca de la caída del hombre nos hará comprender por qué era y sigue siendo necesaria la cruz, por qué el mundo y cada ser humano necesita redención y, también, por qué el misterio de la gracia está actuando desde el principio en la historia de la humanidad caída.

 

1. «Por... haber comido del árbol prohibido, maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida. Ella te dará espinas y cardos... hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,17-19).

¡Qué diferente es el sonido de estas palabras y las del optimismo que cree en el progreso! El trabajo fatigoso es la suerte del hombre. Y el rendimiento de ese trabajo es escaso, «espinas y cardos». Y al final está la muerte. ¿Será pesimismo? ¿No será más bien, a fines del presente siglo, algo así como una liberación de todo delirio ideológico que sueñe con el progreso?

La pérdida de la amistad con Dios acarrea la pérdida de la familiaridad con la «tierra», con el mundo. La tierra se hace extraña e incluso hostil al hombre. Y el hombre lleva hasta el mundo su propio estado interno de irreconciliación, impone por la fuerza a la naturaleza su propia voluntad enfermiza y rebelde, y se convierte así en destructor de la tierra, la que él debía haber «cultivado y guardado» (Gén 2,15). Pero, al mismo tiempo, el hombre se convierte en el dominado: la naturaleza, a la que él cree dominar, se venga, se convierte en amenaza para el hombre. El hombre «llevará siempre la peor parte». Al final se halla inexorablemente la muerte.

¿No van las cosas mejor con la cultura? La humanidad ¿no ha obtenido logros maravillosos en el escaso tiempo de la historia que conocemos? ¿No alabamos con razón las conquistas de la ciencia, del arte, de la cultura de los últimos dos o tres milenios? Y, sin embargo, si contemplamos las cosas sobriamente, sin la ideología del progreso, aquí también hay horribles «espinas y cardos». ¡Cuántas miserias hay detrás de todos los logros culturales! Ninguna de las obras humanas está libre de sombras. ¿Quién podrá calcular la miseria y las desgracias de los esclavos que construyeron las pirámides? ¿Quién no recuerda los innumerables muertos que costó el Archipiélago Gulag, la gran «construcción del socialismo»? Pero incluso en tiempos de paz, ¿para cuántas personas es realmente el trabajo cotidiano «la realización de su condición humana», el desarrollo de su personalidad? Llena de espinas está la vida cotidiana, penosa es la lucha en el puesto de trabajo, amarga y dura la pérdida del empleo.

Y las mayores obras de la cultura ¿no están impregnadas de fatiga, sufrimiento y culpa? Y, a pesar de toda su grandeza, ¿no son también caducas? Por magnífica que sea la basílica de San Pedro, la herida de la Reforma, de la escisión religiosa, penetró en esa obra y enturbia el deleite de su magnificencia. ¡Cuántas cosas han quedado sin terminar, cuántas cosas hay fragmentarias, cuántas cosas han fracasado junto a otras que se han logrado y han llegado a terminarse! ¡Cuántas fatigas olvidadas se encierran en los libros que permanecen sin leerse en los anaqueles de las bibliotecas! ¡Cuántos esfuerzos jamás agradecidos hay en los innumerables trabajos de los obreros y funcionarios del montón, en la labor de las madres!

Y, sin embargo, el tener que trabajar es también una bendición de Dios, un «protoevangelio», que sigue siendo válido para todos los tiempos. El papa Pablo VI habló en Nazaret de «la ley severa y redentora del trabajo humano» (CIC 533). «No obstante, con toda esta fatiga —y quizás, en un cierto sentido, debido a ella—, el trabajo es un bien del hombre... El trabajo es un bien del hombre —es un bien de la humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre..., en un cierto sentido, “se hace más hombre”» (JUAN PABLO II, Laborem exercens 9,3). Por eso, la diligencia y la laboriosidad pueden ser virtudes que fomenten el bien en el hombre.

El trabajo agrupa a las personas, las reúne en obras comunes y contribuye así a edificar la sociedad. Claro que la doctrina del pecado original nos recuerda también que esa participación en la edificación de la sociedad no es un progreso continuado. Cada generación, cada individuo, debe inclinarse de nuevo bajo el yugo del trabajo, y tiene que luchar contra la pereza y la desgana. Nunca habrá un «Paraíso en la tierra» en el que se supere esa lucha consigo mismo, esa cruz del esfuerzo y del trabajo. Claro que el trabajo no es tampoco un absurdo tormento de Sísifo. «(El trabajo) puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo, en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora» (CIC 2427).

 

2. El juicio que Dios pronuncia sobre la mujer dice así: «Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor; desearás a tu marido, y él te dominará» (Gén 3,16).

Más profundamente aún que en el ámbito del trabajo y de las obras humanas se siente el trastorno ocasionado por el pecado original en las relaciones humanas entre el hombre y la mujer. Más que en ninguna parte es aquí necesaria la doctrina del pecado original para vislumbrar cuál es el verdadero origen del trastorno. La fisiología y la psicología, la sociología y la historia, han agudizado nuestra mirada para descubrir muchas causas de los trastornos en las relaciones entre los sexos. Pero la raíz llega más hondo. La «lucha entre los sexos» brota finalmente de la perpetuación del trauma del pecado original.

La primera infidelidad contra Dios seguirá dejándose sentir en las relaciones entre el hombre y la mujer. Las escasas líneas del Génesis poseen una insondable profundidad y expresan una gran verdad de la vida: el pecado original nos conduce a la solidaridad entre unos pecadores y otros. La infidelidad hacia Dios conduce a las traiciones reciprocas. En vez de ponerse el uno delante del otro para protegerle y resistir juntos a la tentación, se arrastran mutuamente al pecado. En vez de llevar el uno el peso del otro, de invitarse mutuamente al arrepentimiento y de confesar en común la culpa, se acusan recíprocamente. «Constantemente el hombre y la mujer se abandonan el uno al otro, y los que se hallan tan íntimamente unidos pueden llegar a sentir más soledad cuando están juntos que si fueran dos extraños» (R. GUARDINI, l.c. 107).

El desear y el dominar, el codiciarse mutuamente y el dominarse mutuamente son actitudes que se hallan indisolublemente entrelazadas. «Así surge la enigmática lucha entre los sexos, una lucha enconada como ninguna otra, porque en ella el odio se halla entretejido con lo más íntimo del deseo, y el rechazo, con la más próxima cercanía» (R. GUARDINI, l.c. 107).

El yugo de la mujer es especialmente abrumador, incluso cuando la medicina, la técnica y la vida moderna han logrado que mejore muchísimo —externamente— la situación de la mujer. Nuevas servidumbres, más sutiles, han desplazado a las antiguas. Sería un error fatal el creer que el continuado progreso irá rompiendo paulatinamente todos los yugos y conducirá así a la liberación plena.

La esperanza se encuentra en otra parte: en el yugo mismo que Dios ha impuesto al hombre y a la mujer no sólo para el castigo sino también para remedio y salvación.

San Agustín dice que el matrimonio es remedium concupiscentiae. En una interpretación un tanto libre, podremos entender así sus palabras:

La primera consecuencia del pecado original es la concupiscencia, la «inclinación al mal» (CIC 405). Se muestra principalmente como un «apasionado centrarse en sí mismo», que fácilmente convierte al otro en instrumento para lograr los propios fines. El yugo del matrimonio es remedio curativo contra ese centrarse en sí mismo: obliga a percibir al otro, a tomarlo en serio, a aceptarlo. Y, de esta manera, hace que el corazón cerrado en sí mismo se abra hacia el otro. Esto se aplica una vez más, de manera particular, a la maternidad, al regalo del hijo, que es capaz de hacer que los padres se eleven por encima de si mismos.

¡Qué verdad es precisamente para el matrimonio, a través de los siglos, a través de los milenios, lo que dice la Plegaria Eucarística IV: «Compadecido, tendiste la mano a todos para que te encuentre el que te busca»! En la antigua liturgia de la bendición nupcial (hoy bendición matrimonial IV) se dice del matrimonio: «Sobre esta comunidad de esposos descansa tu bendición, que tú no has revocado a pesar de la culpa y del pecado de los seres humanos». Sin embargo, se necesita la paciencia y el poder de la gracia para sanar las profundas heridas que el pecado original deja en las relaciones entre el hombre y la mujer.

 

3. Una dura lucha. Se da el nombre de protoevangelio a las promesas de Dios hechas al maldecir a la serpiente: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. El te herirá en la cabeza, pero tú sólo le herirás el talón» (Gén 3,15).

Se promete, sí, la lucha, pero también la victoria. La doctrina del pecado original nos hace conscientes de que la situación es dramática, de que «el mundo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5,19). El Concilio pronuncia aquí palabras claras y enérgicas:

«A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo» (GS 37,2; CIC 409).

Hoy día hemos olvidado demasiado que la vida del hombre es lucha y que eso se aplica también de manera nueva a la vida cristiana. San Agustin escribió una obra titulada De agone christiano («Sobre la lucha cristiana»). No en vano recogieron los Padres la doctrina griega sobre las virtudes cardinales, porque en la prudencia y la justicia, la fortaleza y la templanza veían un remedio contra la concupiscencia, una concupiscencia que sigue actuando incluso en los bautizados. Precisamente hoy día, en que son grandes los estragos que se causan en la vida de los hombres, especialmente en los antiguos países comunistas, pero también en el Occidente rico, hay que estimular las virtudes sencillas, que sean capaces de reedificar paulatinamente una vida humana. Nos encontramos hoy día en una situación parecida a la situación en que se encontraba Pablo, quien en un ambiente pagano tenía que inculcar a los nuevos cristianos las virtudes humanas elementales. Esas virtudes constituyen «lo humano», sobre lo cual puede desarrollarse la vida de las virtudes divinas («teologales»), la vida específicamente cristiana: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4,8; CIC 1803). El verdadero progreso humano consistirá siempre en fomentar ese humus de verdadera humanidad, preservándolo de la erosión y restaurándolo de nuevo e infundiendo alientos de esperanza allá donde se hubiera destruido (como sucede en las guerras, en las ideologías, en los regímenes de nuestro siglo que desprecian al hombre).

Esta lucha, que no terminará nunca mientras dure el tiempo del mundo, es praeparatio Ecclesiae, congregación de los hombres para el bien, para la comunión. Porque sólo el bien une; el mal divide y separa. Orígenes dice: «Donde hay pecados, allí hay desunión, cismas, herejías, discusiones. Pero donde hay virtud, allí hay unión, de donde resultaba que todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma» (Hom. in Ezech. 9,1, citado en CIC 817). Cristo es el oculto guía y maestro en esta lucha por ser el magister interior («maestro interior») de los corazones, la luz que ilumina a todos los hombres (Jn 1,9). Y, así, El congrega a su pueblo y prepara a la Iglesia.

 

¡Alabado sea Jesucristo!