LA IGLESIA ESTABA YA PREFIGURADA

DESDE EL ORIGEN DEL MUNDO

 

Las tres meditaciones siguientes se proponen contemplar, a la luz del misterio de la fe que es la Iglesia, la prefiguración de la Iglesia en el orden de la creación (véase, para lo siguiente, nuestras lecciones pronunciadas durante las Semanas de estudios superiores de Salzburgo, 1993, en P. GORDAN Led.], Lob der Erde liGraz-Viena-Colonia 19941, 3 1-62). La primera meditación se dedica a las relaciones entre el cielo y la tierra como prototipo que son de las dos dimensiones de la Iglesia, la cual es al mismo tiempo «la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de los bienes del cielo» (LG 8). Sigue una meditación especial sobre la Ecciesia de angelis, sobre el mundo de los ángeles como prefiguración de la Iglesia. La segunda meditación se dedicará a la «gramática» de la creación visible, cuyo lenguaje es hablado por la Iglesia. La tercera meditación, finalmente, estará dedicada a la divina Providencia, es decir, a la cuestión de cómo Dios conduce a término su plan previsto para la creación. El hilo conductor de las tres meditaciones es la catequesis acerca de la creación, tal como se contiene en el Catecismo de la Iglesia Católica.

 

PRIMERA MEDITACION
día primero
 

La Iglesia es el fin de todas las cosas

 

¡Santo Padre! ¡Venerables hermanos!

—La Iglesia es tan antigua como la creación. Más aún: en cierto sentido la Iglesia es anterior a la creación. «El mundo fue creado en orden a la Iglesia», decían los cristianos de los primeros tiempos. Los Padres de la Iglesia hablan de la preexistencia de la Iglesia. En el «Pastor de Hermas» (Visiones 2,4,1) la Iglesia aparece como una anciana: «Ella existía antes de que el mundo fuera, y el mundo fue creado para ella».

«Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, "comunión" que se realiza mediante la "convocación" de los hombres en Cristo, y esta "convocación" es la Iglesia» (CIC 760). Finis omnium Ecciesia, la Iglesia es la finalidad de todas las cosas. Una conocida frase de Clemente de Alejandría sintetiza así esta visión: «Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo, así su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia» (Paeciag. 1,6,27; citado en CIC 760).

La Iglesia es lo que Dios ha pretendido con la creación; es el verdadero fin de la creación, y llegará felizmente a su plenitud cuando, como dice el Concilio con los Padres de la Iglesia, «todos los justos, desde Adán, "desde el justo Abel basta el último elegido" se reunirán con el Padre de la Iglesia universal (Ecciesia universalis)» (LG 2).

«Desde toda la eternidad Dios contemplaba ya el totus Christus, la Iglesia. En ella se complacía; la Iglesia es la obra maestra de su misericordia. Desde el comienzo de la creación, Dios lo orientó todo hacia la realización de su Cristo» (MARIEEUGÉNE DE L’ENFANT JESUS, fe veux voir Dieu, Venasque 1988, 657). Si todo «fue creado en orden a Cristo» (cf. Col 1,16), entonces será cierto también que todo fue creado para la Iglesia, que es su cuerpo (cf. Col 1,18).

Esta grandiosa visión de la universalis Ecciesia apud Patrem como el fin verdadero de la creación y de todos los caminos que Dios quiso para ella, parece hallarse en contradicción con una visión mucho más modesta de la Iglesia, que se escucha también en la Lumen gentium. Ya dijo Pío XI: «Los hombres no fueron creados para la Iglesia, sino que la Iglesia fue creada para los hombres» (Alocución a los predicadores cuaresmales en Roma, el 28 de febrero de 1927; citada en H. DE LUBAC, Die Kirche. Eme Betrachtung [Einsiedeln 19681, 55).

Precisamente el Concilio Vaticano II presentó la imagen de una Iglesia que está al servicio, que no es capaz sino de reflejar la luz de Cristo: una Iglesia que —según una imagen favorita de los Padres de la Iglesia— se parece a la luna, cuya luz procede enteramente del sol: «Lumen gentium cum sit Christus. . .» (cf. H. RARNER, Mysterium Lunae, en ID. Symbole der Kirche, Salzburgo 1964).

La Iglesia es ambas cosas: es fin y medio; es intención suprema en el plano de la creación y, al mismo tiempo, es «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). En la Iglesia peregrinante comienza ya a hacerse realidad el plan de Dios para la creación; en la Iglesia consumada, este plan habrá alcanzado su meta. La creación consumada será la Iglesia consumada. Entonces se habrá desarrollado plenamente el sentido de la Iglesia: ser comunión con Dios—ser comunión de unas personas con otras en Dios. Si con el Concilio contemplamos a la Iglesia en esta perspectiva, entonces veremos que ella es ambas cosas: camino y meta; es, al mismo tiempo, signo y lo que ese signo significa, o, como decía la teología clásica de los sacramentos: La Iglesia es sacramentum (signo sagrado) y res sacramentí (realidad santa significada). Pero lo es de tal manera, que todo cuanto hay en ella es el signo hacia lo que se orienta o debe orientarse lo significado. En las meditaciones de estos días trataremos incesantemente de esta tensión viva que hay en el misterio de la Iglesia, que consiste en que ella es —al mismo tiempo— camino y meta, y que lo es precisamente en Cristo, de quien es cuerpo y esposa: Cristo que es, él mismo, «el camino y la verdad y la vida».

Finis omnium Ecclesia. La Iglesia tiene el mismo alcance que el plan de Dios para la creación; es la «razón interna» de la creación, como dijo Karl Barth refiriéndose a la Alianza (Kírchliche Dogmatik III, 1, 41, 3). Una primera conclusión de todo ello es el significado fundamental de la fe en la creación para comprender rectamente lo que es la Iglesia. La creación es el primer lenguaje de Dios. Sin ella, la palabra de Dios seguirá resultando extraña. Por eso, en el «Catecismo de la Iglesia Católica» se habla tan extensamente de la importancia que tiene la catequesis sobre la creación. En el tiempo de cambio que se produjo después del Concilio, se llegó en parte a un lamentable abandono de la doctrina sobre la creación. Pero entretanto ha comenzado a reflexionarse de nuevo sobre este tema. Se va viviendo cada vez con más claridad que sin el primer articulo de la fe, que es la fe «en el Creador del cielo y de la tierra», falta su fundamento a los demás artículos de la fe (CIC 199; 281).

La verdad de la creación y del Creador es la base de todas las demás verdades de la fe. Sin ella «se sustenta en el vacío» toda palabra que hable de la alianza, de la Torá, de la encarnación del Hijo de Dios, de la salvación y de la gracia, dela Iglesia y del sacramento, y de la nueva creacion. Por este motivo, semejante verdad, aunque no cronológicamente, si debe estar en realidad al principio mismo de la evangelización, de la proclamación de la fe. No en vano la catequesis bautismal de la Iglesia antigua comenzaba con la catequesis acerca de la creación. Y no sin una razón profunda comienza la celebración de la noche pascual con la lectura del relato de la creación. El primer paso para la conversión es la fe en un solo Dios, Creador del cielo y de la tierra.

Así se expresa ejemplarmente en un extraño relato que leemos en los Hechos de los Apóstoles. Pablo y Bernabé, en el curso de su primer viaje misionero, llegaron a la ciudad de Listra, en Asia Menor. Allí Pablo cura a un paralitico, que era cojo de nacimiento. La reacción espontánea del pueblo: «¡Son dioses que han tomado forma humana y han bajado hasta nosotros!» (Hech 14,11). A Bernabé le llaman Zeus, y a Pablo, el portavoz, le llaman Hermes. El sacerdote de Zeus trae toros adornados con guirnaldas y —acompañado por el gentío— quiere ofrecer un sacrificio.

Lo que Pablo dice en el Areópago acerca de la piedad de los atenienses, mitad en tono de censura, mitad en tono de alabanza (Hech 17,22), lo dice refiriéndose a esa piedad, no en términos de un debate académico, sino en la forma bien patente de una religiosidad popular pagana.

Los dos apóstoles desgarran sus vestidos y conjuran a la multitud para que se abstenga de tales acciones blasfemas: «¿Qué es lo que hacéis, oh hombres? Nosotros somos de la misma condición que vosotros. Somos hombres y os anunciamos la buena noticia para que, abandonando esos dioses vacíos, os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos. En las pasadas generaciones, El permitió que cada nación siguiese su propio camino; aunque no dejó de darse a conocer por sus beneficios, enviándoos desde el cielo lluvias y estaciones fructíferas, y llenando de alimento y alegría vuestros corazones» (14,8-18).

¡Una extraña predicación misionera del apóstol de Jesucristo! ¡No dice ni una palabra acerca de su evangelio! Es la única predicación misionera en la que no se menciona a Cristo. La razón de esto se hallaba en la situación de los destinatarios.

Allá donde falta la fe en un solo Dios verdadero, no se puede predicar tampoco a Cristo, no se puede «implantar» la Iglesia.

En esta escena, en la situación que se describe en ella, se trata de cuestiones que, al mismo tiempo, tienen un gran alcance metafísico y que son enteramente existenciales. Se trata de la cuestión fundamental acerca de la constitución de la realidad, del ser, y acerca de la orientación de la propia existencia, una orientación que lo determina todo en la propia vida.

«Somos (únicamente) hombres, de la misma condición que vosotros»: estas palabras suponen un enorme proceso que significa conversión y cambio en la manera de pensar. «No somos más que hombres»; no somos semidioses, pero tampoco productos del azar; somos criaturas.

La fe en la creación conduce a una separación radical, a un diástema, como dice Gregorio de Nisa: la separación entre el Ser increado y el ser creado, entre Dios, que es el único verdadero, eterno y perfecto, y la creación, que no tiene por sí misma su ser y su existencia. Esta separación es de importancia tan fundamental, que difícilmente podremos sobrestimar su alcance.

«También nosotros somos (únicamente) hombres, de la misma condición que vosotros»: esta convicción es, a un mismo tiempo, de índole religiosa, metafísica y ética. No puede llegarse a ella por un camino puramente teórico. Según San Pablo, es algo que exige una «conversion»:

«¡Convertios al Dios vivo!», que hizo el cielo y la tierra.

El reconocimiento de Dios como creador y la aceptación de la propia condición de criatura no se consigue si no es apartándose de los «dioses vacíos» y volviéndose hacia el «Dios vivo». La conversión significa un desligarse dolorosamente de las dependencias a que nos sujetan las pasiones; un desligarse de la fascinación de los ídolos, y un liberarse de todo ello para ir en pos de la verdad y, con ello, para comprender rectamente a Dios y al mundo.

Pablo señala también dos indicadores seguros que hay en el corazón humano y que hacen ver que ese arrepentimiento, esa conversión, no es una exigencia arbitraria, sino que responde al más profundo anhelo del corazón humano: la gratitud y el gozo.

Pablo hace notar el sencillo lenguaje de Dios en su creación: «El no dejó de darse a conocer». Dios concede la lluvia y las estaciones fructíferas; hace cosas buenas «desde el cielo». Y, además, se da a conocer al hombre por medio del lenguaje del corazón: Dios llena de alimento y alegría vuestros corazones.

Todo esto no son pruebas que demuestren que el mundo es creación; que somos criaturas. Pero sí son indicaciones que hablan a la razón y al corazón. «Dios se os dio a conocer por sus beneficios, enviándoos desde el cielo lluvias y estaciones fructíferas». Con las palabras «desde el cielo» Pablo hace ver lo gratuitos e inmerecidos que son los dones elementales de la creación, como la lluvia y la fertilidad de los campos. Son dones del cielo, «de lo alto». Eso lo sabia aun el pueblo pagano, pero nuestro mundo corre el peligro de olvidarlo, ¡y ha de aprenderlo de nuevo! Tan sólo cuando volvamos a aprender la sencilla gratitud hacia el Dador de todos los bienes, estará preparado el terreno para recibir fructíferamente los dones de la gracia.

La gratitud y el gozo van siempre de la mano. Pedro habla del «gozo inexpresable» (1 Pe 1,8) que se concede a los que aman a Cristo. La «escuela preparatoria» de ese gozo es el gozo —descrito por Pablo— que hay en el corazón de quienes aceptan con gratitud los dones creados del Hacedor. Ese gozo que nace de la gratitud en el corazón humano es el aliado más seguro de Dios en los caminos que El dispone para el hombre. San Ignacio mostrará que en ese gozo poseemos el indicador más fiable para discernir cuál es la voluntad de Dios, y basará en él sus Ejercicios.

Finis omnium Ecclesia. En la creación se halla prefigurada la Iglesia. Por eso la creación está al servicio de la Iglesia, le sirve de ayuda en su camino, y en ella alcanza su consumación. En el capítulo 12 del Apocalipsis se habla de que la tierra acudió en ayuda de la mujer en el desierto, absorbiendo el torrente de agua que el dragón había lanzado de sus fauces para aniquilar a la mujer (Ap 12,15-16): una imagen de que la creación entera se encuentra al servicio de la esposa amada, de la mujer, de la Iglesia.

Claro que esta imagen nos hace ver también que esta ayuda viene en socorro de una Iglesia oprimida, perseguida, martirizada. Pero es verdad, a su vez, que en el misterio de la Iglesia la creación encuentra aquella curación por la que está suspirando con impaciencia: «Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente» (Rom 8,22). La Iglesia es lo que toda la creación anhela: la creación que «condenada al fracaso, no por propia voluntad, sino por aquel que así lo dispuso, vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20-2 1).

En la liturgia de la Iglesia, en sus sacramentos, en la oración, en la santificación de la vida, en el amor activo hacia los pobres se hace ya realidad presente la «creación liberada». Sólo podemos aproximarnos para comprender la relación que existe entre la creación y la Iglesia, si dirigimos nuestra mirada hacia el misterio pascual, hacia el misterio de la caída en el pecado, hacia la encarnación y la redención. San Agustín dice que la Iglesia es mundus reconciliatus, un mundo reconciliado. De este camino de reconciliación, que es el camino y la meta de la Iglesia, hablaremos constantemente en las meditaciones que vamos a hacer.

Terminemos con unas palabras del Catecismo:

«La Iglesia es la finalidad de todas las cosas, e incluso las vicisitudes dolorosas como la caída de los ángeles y el pecado del hombre no fueron permitidas por Dios más que como ocasión y medio de desplegar toda la fuerza de su brazo, toda la medida del amor que querría dar al mundo» (CIC 760; cf. P. MARIE-EUGÉNE DE L’ENFANT JESÚS, fe veux voir Dieu REd. du Carmel, Venas-que 19881, 657).

¡Alabado sea Jesucristo!