San Policarpo
Obispo
de Esmirna, mártir
69-c.155
Padre
Apostólico
Importante vínculo entre el Apóstol San
Juan y San
Ireneo y otros padres de la Iglesia.
Vida de los Santos, Butler,
pgs. 172-175
Las obras
y fuentes sobre San Policarpo: (1) Las epístolas de San
Ignacio; (2) La epístola de Policarpo a los Filipenses; (3) algunos
pasajes de San Ireneo; (4) La carta a los de Smirna sobre el martirio
de San Policarpo.
San Policarpo fue uno de
los más famosos entre aquellos obispos de la
Iglesia primitiva a quienes se les da el nombre de "Padres
Apostólicos", por haber sido discípulos de los Apóstoles y
directamente instruidos por ellos. Policarpo fue discípulo de San
Juan Evangelista, y los fieles le profesaban una gran veneración.
Entre sus muchos discípulos y seguidores se encontraban San Ireneo
y Papías. Cuando Florino, que había visitado con frecuencia a
San Policarpo, empezó a profesar ciertas herejías, San Ireneo le
escribió: "Esto no era lo que enseñaban los obispos, nuestros
predecesores. Yo te puedo mostrar el sitio en el que el bienaventurado
Policarpo acostumbraba a sentarse a predicar. Todavía recuerdo la
gravedad de su porte, la santidad de su persona, la majestad de su
rostro y de sus movimientos, así como sus santas exhortaciones al
pueblo. Todavía me parece oírle contar cómo había conversado con
Juan y con muchos otros que vieron a Jesucristo, y repetir las
palabras que había oído de ellos. Pues bien, puedo jurar ante Dios
que si el santo obispo hubiese oído tus errores, se habría tapado
las orejas y habría exclamado, según su costumbre: ¡Dios mío!, ¿por
qué me has hecho vivir hasta hoy para oír semejantes cosas? Y al
punto habría huído del sitio en que se predicaba tal doctrina".
La tradición cuenta que,
habiéndose encontrado San Policarpo con Marción en las calles de
Roma, el hereje le increpó, al ver que no parecía advertirle: '¿Qué,
no me-conoces?" "Sí, -le respondió Policarpo-, se que eres
el primogénito de Satanás". El santo obispo había heredado
este aborrecimiento hacia las herejías de su maestro San Juan, quien
salió huyendo de los baños, al ver a Cerinto. Ellos comprendían el
gran daño que hace la herejía.
San Policarpo besó las
cadenas de San Ignacio, cuando éste pasó por Esmirna, camino del
martirio, e Ignacio a su vez, le recomendó que velara por su lejana
Iglesia de Antioquía y le pidió que escribiera en su nombre a las
Iglesias de Asia, a las que él no había podido escribir. San
Policarpo escribió poco después a los Filipenses una carta que
se conserva todavía y que alaban mucho San Ireneo, San Jerónimo,
Eusebio y otros. Dicha carta, que en tiempos de San Jerónimo se leía
públicamente en las iglesias, merece toda admiración por la
excelencia de sus consejos y la claridad de su estilo. Policarpo
emprendió un viaje a Roma para aclarar ciertos puntos con el Papa San
Aniceto, especialmente la cuestión de la fecha de la Pascua, porque
las Iglesias de Asia diferían de las otras en este particular. Como
Aniceto no pudiese convencer a Policarpo ni éste a aquél,
convinieron en que ambos conservarían sus propias costumbres y
permanecerían unidos por la caridad. Para mostrar su respeto por San
Policarpo, Aniceto le pidió que celebrara la Eucaristía en su
Iglesia. A esto se reduce todo lo que sabemos sobre San Policarpo,
antes de su martirio.
El año sexto de Marco Aurelio, según la narración de Eusebio,
estalló una grave persecución en Asia, en la que los cristianos
dieron pruebas de un valor heroico. Germánico, quien había sido
llevado a Esmirna con otros once o doce cristianos se señaló entre
todos, y animó a los pusilánimes a soportar el Martirio. En el
anfiteatro, el procónsul le exhortó a no entregarse a la muerte en
plena juventud, cuando la vida tenía tantas cosas que ofrecerle, pero
Germánico provocó a las fieras para que le arrebataran cuanto antes
la vida perecedera. Pero también hubo cobardes: un frigio, llamado
Quinto, consintió en hacer sacrificios a los dioses antes que morir.
La multitud no se saciaba
de la sangre derramada y gritaba: "¡Mueran los enemigos de los
dioses! ¡Muera Policarpo!" Los amigos del santo le habían
persuadido que se escondiera, durante la persecución, en un pueblo
vecino. Tres días antes de su martirio tuvo una visión en la que
aparecía su almohada envuelta en llamas; esto fue para él una señal
de que moriría quemado vivo como lo predijo a sus compañeros. Cuando
los perseguidores fueron a buscarle, cambió de refugio, pero un
esclavo, a quien habían amenazado si no le delataba, acabó por
entregarle.
Los autores de la carta de
la que tomamos estos datos, condenan justamente la presunción de los
que se ofrecían espontáneamente al martirio y explican que el
martirio de San Policarpo fue realmente evangélico, porque el santo
no se entregó, sino que esperó a que le arrestaran los
perseguidores, siguiendo el ejemplo de Cristo.
Herodes, el jefe de la
policía, mandó por la noche a un piquete de caballería a que
rodeara la casa en que estaba escondido Policarpo; éste se hallaba en
la cama, y rehusó escapar, diciendo: "Hágase la voluntad de
Dios". Descendió, pues, hasta la puerta, ofreció de cenar a los
soldados y les pidió únicamente que le dejasen orar unos momentos.
Habiéndosele concedido esta gracia, Policarpo oró de pie durante dos
horas, por sus propios cristianos y por toda la Iglesia. Hizo esto con
tal devoción, que algunos de los que habían venido a aprehenderle se
arrepintieron de haberlo hecho. Montado en un asno fue conducido a la
ciudad. En el camino se cruzó con Herodes y el padre de éste,
Nicetas, quienes le hicieron venir a su carruaje y trataron de persuadirle
de que no "exagerase" su cristianismo: "¿Qué mal
hay -le decían- en decir Señor al César, o en ofrecer un poco de
incienso para escapar a la muerte?" Hay que notar que la palabra
"Señor" implicaba en aquellas circunstancias el
reconocimiento de la divinidad del César. El obispo permaneció
callado al principio; pero, como sus interlocutores le instaran a
hablar, respondió firmemente: "Estoy decidido a no hacer lo
que me aconsejáis". Al oír esto, Herodes y Nicetas le
arrojaron del carruaje con tal violencia, que se fracturó una pierna.
El santo se arrastró
calladamente hasta el sitio en que se hallaba reunido el pueblo. A la
llegada de Policarpo, muchos oyeron una voz que decía: "Sé
fuerte, Policarpo, y muestra que eres hombre". El procónsul le
exhortó a tener compasión de su avanzada edad, a jurar por el César
y a gritar: "¡Mueran los enemigos de los dioses!" El santo,
volviéndose hacia la multitud de paganos reunida en el estadio, gritó:
"¡Mueran los enemigos de Dios!" El procónsul repitió:
"Jura por el César y te dejaré libre; reniega de Cristo".
"Durante ochenta y seis años he servido a Cristo, y nunca me ha
hecho ningún mal. ¿Cómo quieres que reniegue de mi Dios y Salvador?
Si lo que deseas es que jure por el César, he aquí mi respuesta:
Soy cristiano. Y si quieres saber lo que significa ser cristiano,
dame tiempo y escúchame". El procónsul dijo: "Convence al
pueblo". El mártir replicó: "Me estoy dirigiendo a ti,
porque mi religión enseña a respetar a las autoridades si ese
respeto no quebranta la ley de Dios. Pero esta muchedumbre no es capaz
de oír mi defensa". En efecto, la rabia que consumía a la
multitud le impedía prestar oídos al santo.
El procónsul le amenazó:
"Tengo fieras salvajes". "Hazlas venir -respondió
Policarpo-, porque estoy absolutamente resuelto a no convertirme del
bien al mal, pues sólo es justo convertirse del mal al bien". El
precónsul replicó: "Puesto desprecias a las fieras te mandaré
quemar vivo". Policarpo le dijo: "Me amenazas con fuego que
dura un momento y después se extingue; eso demuestra ignoras el
juicio que nos espera y qué clase de fuego inextinguible aguarda a
los malvados. ¿Qué esperas? Dicta la sentencia que quieras".
Durante estos discursos,
el rostro del santo reflejaba tal gozo y confianza y actitud tenía
tal gracia, que el mismo procónsul se sintió impresionado. Sin
embargo, ordenó que un heraldo gritara tres veces desde el centro del
estadio: Policarpo se ha confesado cristiano". Al oír
esto, la multitud exclamó: "¡Este es el maestro de Asia, el
padre de los cristianos, el enemigo de nuestros dioses que enseña al
pueblo a no sacrificarles ni adorarles!" Como la multitud pidiera
al procónsul que condenara a Policarpo a los leones, aquél respondió
que no podía hacerlo, porque los juegos habían sido ya clausurados.
Entonces gentiles y judíos pidieron que Policarpo fuera quemado vivo.
En cuanto el procónsul
accedió a su petición, todos se precipitaron a traer leña de los
hornos, de los baños y de los talleres. Al ver la hoguera prendida,
Policarpo se quitó los vestidos y las sandalias, cosa que no había
hecho antes porque los fieles se disputaban el privilegio de tocarle.
Los verdugos querían atarle, pero él les dijo: "Permitidme
morir así. Aquél que me da su gracia para soportar el fuego me la
dará también para soportarlo inmóvil". Los verdugos se
contentaron pues, con atarle las manos a la espalda. Alzando los ojos
al cielo, Policarpo hizo la siguiente oración: "¡Señor Dios
Todopoderoso, Padre de tu amado y bienaventurado Hijo, Jesucristo, por
quien hemos venido en conocimiento de Ti, Dios de los ángeles, de
todas las fuerzas de la creación y de toda la familia de los justos
que viven en tu presencia! ¡Yo te bendigo porque te has complacido en
hacerme vivir estos momentos en que voy a ocupar un sitio entre tus mártires
y a participar del cáliz de tu Cristo, antes de resucitar en alma y
cuerpo para siempre en la inmortalidad del Espíritu Santo! ¡Concédeme
que sea yo recibido hoy entre tus mártires, y que el sacrificio que
me has preparado Tú, Dios fiel y verdadero, te sea laudable! ¡Yo te
alabo y te bendigo y te glorifico por todo ello, por medio del
Sacerdote Eterno, Jesucristo, tu amado Hijo, con quien a Ti y al Espíritu
sea dada toda gloria ahora y siempre! ¡Amén!"
No bien había acabado de
decir la última palabra, cuando la hoguera fue encendida. "Pero
he aquí que entonces aconteció un milagro ante nosotros, que fuimos
preservados para dar testimonio de ello -escriben los autores de esta
carta-: las llamas, encorvándose como las velas de un navío
empujadas por el viento, rodearon suavemente el cuerpo del mártir,
que entre ellas parecía no tanto un cuerpo devorado por el fuego,
cuanto un pan o un metal precioso en el horno; y un olor como de
incienso perfumó el ambiente". Los verdugos, recibieron la orden
de atravesar a Policarpo con una lanza; al hacerlo, brotó de su
cuerpo una paloma y tal cantidad de sangre, que la hoguera se apagó.
Nicetas aconsejó al procónsul que no entregara el cuerpo a los
cristianos, no fuera que estos, abandonando al Crucificado, adorasen a
Policarpo. Los judíos habían sugerido esto a Nicetas, "sin
saber -dicen los autores de la carta- que nosotros no podemos
abandonar a Jesucristo ni adorar a nadie porque a El le adoramos como
Hijo de Dios, y a los mártires les arnamos simplemente como discípulos
e imitadores suyos, por el amor que muestran a su Rey y Maestro".
Viendo la discusión provocada por los judíos, el centurión redujo a
cenizas el cuerpo del mártir. "Más tarde -explican los autores
de la carta- recogimos nosotros los huesos, más preciosos que las más
ricas joyas de oro, y los depositamos en un sitio dónde Dios nos
concedió reunirnos, gozosarnente, para celebrar el nacimiento de este
mártir". Esto escribieron los discípulos y testigos. Policarpo
recibió el premio de sus trabajos, a las dos de la tarde del 23 de
febrero de 155, o 166, u otro año.
Existe una muy vasta
literatura, que no podemos citar aquí por entero, sobre San Policarpo
y todo lo relacionado con él. Los principales puntos de discusión
que pueden interesarnos son los siguientes: 1) la autenticidad de la
carta que describe su martirio, escrita en nombre de la Iglesia de
Esmirna: 2) la autenticidad de la carta de San Ignacio de Antioquía a
San Policarpo; 3) la autenticidad de la carta de San Policarpo a los
filipenses; 4) el valor de las informaciones que San Ireneo y otros
autores primitivos nos dan sobre las relaciones de San Policarpo con
el apóstol San Juan; 5) la fecha del martirio; 6) el valor de la Vida
de Policarpo atribuida a Pionio. Por lo que toca a los cuatro primeros
puntos, se puede decir que los especialistas sobre la Iglesia
primitiva, se declaran casi unánimemente en favor de la tradición
ortodoxa. Las conclusiones a las que llegaron tan laboriosamente,
Lightfoot y Funk han sido finalmente aceptadas casi por unanimidad.
Por consiguiente, dichos documentos pueden considerarse entre los más
preciosos recuerdos que han llegado hasta nosotros sobre los primeros
pasos en la vida de la Iglesia. Esos documentos que se encuentran
reunidos en la obra inapreciable de Lightfoot, The Apostolic Fathers,
Ignatius and Polycarp, 3 vols., y en la edición abreviada en un solo
volumen de J. R. Harmer. The Apostolic Fathers (1891). En cuanto a la
fecha del martirio, los escritores primitivos, basándose en la Crónica
de Eusebio, aceptaban sin discusión que San Policarpo había muerto
el año 166; pero los críticos actuales sitúan el martirio en los años
155 o 156. Ver, sin embargo, J. Chapman, quien en la Revue Bénédictine,
vol. xix, pp. 145 ss., expone los motivos por los que prefiere el año
166; H. Grégoire, en Analecta Bollandiana, Vol. LXIX (1951), pp.
1-38, arguye largamente en favor del año 177. Por lo que se refiere
al sexto punto, es decir la biografía de Pionio, según la cual
Policarpo había sido un esclavo rescatado por una piadosa dama, los
críticos están actualmente de acuerdo en afirmar que se trata de una
obra de imaginación, escrita tal vez en el último decenio del siglo
IV. P. Corssen y E. Schwartz han intentado demostrar que la Vida de
Policarpo es una obra auténtica del mártir San Pionio, quien murió
en los años 180 o 250; pero Delchaye refutó ampliamente esta teoría
en Les passions des martyrs et les genres littéraires (1921), pp.
11-59. Hay un excelente artículo sobre San Policarpo, escrito por H.
T. Andrews, en la Encyc1opaedia Britannica', undécima edición.
Kirsopp Lake, en Loeb Classical Library, The Apostolic Fathers, vol.
ir, presenta el texto y la traducción del martirio; en la serie
Ancient Christian Writers se encuentra sólo la traducción (vol. vi).
Sobre la fecha del martirio, ver H. 1. Marrou, en Analecta Bollandiana,
Vol. LXXI (1953), pp. 5-20.