Un largo y penoso ocaso
Por Enrique Calicó
La obediencia, norma suprema. –Actividad incesante. –Una pesada cruz para el Papa. –La última misa. –Plácida agonía y triunfo póstumo.
El padre Clemente presentó al Padre Pío, de parte del
cardenal Ottaviani, un escrito preparado por monseñor Parente, cardenal
secretario de la Suprema Congregación del Santo Oficio, que debía copiar de puño
y letra y firmar. En él declaraba públicamente que eran falsas las coacciones
y persecuciones sufridas, y que disfrutaba de completa libertad en su
ministerio. Y otras cosas más.
El texto fue manuscrito por duplicado y firmado «por el bien de la Orden y de
la Iglesia». Sus promotores creyeron que con esto se lavaba la cara a tan sucio
asunto. Se hizo público el 16 de diciembre de 1964, y sorprendió a propios y
extraños, pues era la primera vez que el Padre sentía la necesidad de
dirigirse a la prensa y sacar a la luz de la calle asuntos internos de la Orden
capuchina. Monseñor Angelo Dell’Acqua, sustituto de la Secretaría de Estado,
quiso asegurarse y mandó un emisario, Mario Cinnelli, redactor jefe de L’Osservatore
Romano:
–Padre Pío, me manda monseñor Angelo Dell’Acqua; desea que usted le diga
la verdad. ¿Ha escrito el manifiesto por voluntad propia? Dígame, Padre, ¿le
han obligado?
–Sí, hijo, sí, me han obligado.
La obediencia, norma suprema
Las cosas estaban claras. El Padre Pío había consentido en virtud de la santa
obediencia. L’Osservatore Romano no publicó la declaración. Como siempre, el
Padre prefirió obedecer a sus superiores a costa de su propia humillación.
A primeros de febrero de 1965 moría Brunatto, su más antiguo, perseverante y
ardiente defensor. Diez días antes, el 31 de enero, en una entrevista al periódico
Il Tempo, había declarado:
«El Padre Pío ha obedecido siempre y obedecerá más que nunca en la hora
actual en la que la indisciplina de los clérigos y de los fieles amenaza con
dividir la Iglesia».
Descubierta la intriga, el Papa tuvo que intervenir de nuevo, y por medio del
cardenal Ottaviani, el 12 de febrero de 1965, ordenó «que en adelante no se
forzara al Padre Pío con la obligación a la santa obediencia». Tal era la
confianza que le tenía S.S. Pablo VI.
También el Papa accedió a la petición del Padre de poder continuar con el
rito tridentino en sus celebraciones eucarísticas hasta su muerte. Fue el
cardenal Bacci quien con gran gozo comunicó esto personalmente al anciano
capuchino, que se sintió aliviado, pues las innovaciones del Concilio se le hacían
cuesta arriba. Después de agradecérselo, le dijo al cardenal:
–El Concilio, por piedad, terminadlo pronto.
Actividad incesante
El Padre Pío tenía setenta y ocho años. Era un anciano tullido por los
dolores y los sufrimientos morales que habían dejado sus secuelas. Comía unas
cucharadas de verdura o de pasta, un trozo de fruta y un vaso de vino, una sola
vez al día. Los estigmas continuaban sangrando –lo habían hecho durante casi
cincuenta años– y una dolorosa artrosis no le dejaba dormir. Los médicos le
atiborraban de pastillas y barbitúricos. El 19 de marzo tuvo que guardar cama
durante tres días, asistido día y noche por alguno de sus hermanos.
El padre Raffaele visitó a su viejo hermano y amigo. El Padre Pío «se puso a
llorar como un niño»; ya no podía seguir arrastrándose y ser una carga para
sus hermanos:
–Ya es hora de que el Señor me llame –dijo.
Corrió la voz y la inquietud se apoderó del ánimo de los fieles, y hasta el 3
de mayo no llegó una cierta tranquilidad al saberse que el Padre había
superado «el estado subsiguiente a una gripe», y volvía a sus actividades de
apostolado, confesiones, ángelus, misa... como un milagro, dando testimonio de
los misterios divinos. Continuaba leyendo las almas y repartiendo sabios
consejos:
–Si conseguís vencer la tentación, ésta produce el efecto de un lavado en
la ropa sucia.
–Padre, ¿qué es la misa para usted?
–Una unión completa entre Jesús y yo.
Y es que al celebrar, también él se ofrecía como hostia. Esto llenaba a los
fieles, igual que su constante comunión con ellos, y encontraban respuesta.
El 5 de mayo de 1966, muy débil, celebró el décimo aniversario de la Casa di
Sollievo asistiendo a la misa solemne oficiada por el cardenal Lercaro. Estaban
presentes miles de miembros pertenecientes a los Grupos de Oración.
El 25 de mayo de 1967 cumplía 80 años. Celebró, como de costumbre, misa a las
cinco de la mañana, con asistencia de los representantes de más de mil Grupos
de Oración, fruto de su intenso apostolado. Al terminar se leyó el telegrama
de felicitación de S.S. Pablo VI. Confesó durante toda la mañana y rezó el
ángelus. Por la tarde dirigió un saludo a los peregrinos reunidos en la
explanada colindante. Éstos veían, en esos últimos años, a un capuchino que
a pesar de irse apagando día a día, no sabían de dónde sacaba fuerzas para
tratar de recibirlos como antaño y ser todo para ellos. Las piernas ya no le
sustentaban y tenía que celebrar misa sentado.
El 14 de octubre de 1967 comunica a su sobrina Pía Forgione-Pennelli que morirá
antes de dos años. Ésta, muy afectada, deja constancia de ese mensaje en sobre
cerrado en poder de un notario. Sin embargo, él seguía al pie del confesonario
con un promedio diario de setenta personas que lavaban su ropa espiritual.
A partir de marzo de 1968 ya sólo le desplazaban en una silla de ruedas, lo
sentaban en una silla especial contra el altar y sólo movía las manos, lo
indispensable, para la consagración y la comunión... Nos cuenta Ennemond
Boniface, que se hallaba en San Giovanni Rotondo aquellos días que precedieron
a la muerte del Padre:
«...En realidad su muerte terminó con una agonía que duraba desde hacía años
y que se iba agravando cada día. Yo tuve la impresión de que era un moribundo
el que llevaban por en medio de los fieles en la silla de ruedas...»
Una pesada cruz para el Papa
S.S. Pablo VI sentía la necesidad de «confirmar en la fe a nuestros hermanos».
El 30 de junio de 1968, en plena rebelión de fe y de costumbres, que afectaba a
fieles y clero, reafirmó el Credo católico completo, manifestando
solemnemente:
«...Tenemos muy presente las confusiones con las que se ven agitados ciertos
medios modernos en lo que se refiere a la fe. No se han librado de ser
arrastrados por un mundo en el que tantas verdades son radicalmente criticadas o
discutidas...»
Tres semanas después publicaba la encíclica Humanæ Vitæ. En ella reafirmaba
la doctrina católica sobre la vida conyugal, y la total oposición a los métodos
artificiales de la contracepción y al aborto. Aplaudida por unos, fue públicamente
criticada por ciertos sectores, en ciertos países e incluso con una hostilidad
abierta de numerosos teólogos y obispos. Todo ello entristeció profundamente a
Su Santidad, que ya venía llevando una pesada cruz en silencio.
El Padre Pío, antes de morir, quería dejar constancia públicamente de su
fidelidad a la Iglesia y al Papa. El 12 de septiembre escribió a S.S. una larga
carta llena de amor y de obediencia:
«Sé que en estos días vuestro corazón sufre mucho por el destino de la
Iglesia, por la paz del mundo, por las necesidades tan numerosas de los pueblos,
pero sobre todo a causa de la falta de obediencia de algunos... Os ofrezco mi
oración y mi sufrimiento cotidiano (...) con el fin de que el Señor os
conforte con su gracia para seguir el recto y difícil camino de la verdad
eterna que no cambia nunca aunque los tiempos cambien.»
Esta carta fue su último acto público.
20 de septiembre de 1968, viernes, quincuagésimo aniversario de su
estigmatización y día señalado para el IV Congreso Internacional de los
Grupos de Oración. El Padre celebró misa a las cinco de la mañana y pasó el
resto de la mañana en el confesonario. ¡Admirable don! Por la noche, procesión
de antorchas en la explanada, pero el Padre no apareció en su ventana. El sábado
guardó cama a causa de una crisis bronquial con complicaciones. Por la noche
asiste al cierre del primer día del Congreso y bendice a sus hijos espirituales
desde la tribuna de la iglesia.
La última misa
El domingo, cincuenta ramos de rosas rojas envuelven el altar y recuerdan otros
tantos años de ininterrumpido sangrar, de crucificado sin cruz, de participación
en la Pasión de Cristo, traídos por los delegados de setecientos Grupos de
Oración llegados de todas partes. A éstos se sumaron un sinnúmero de
peregrinos.
–Padre, celebre usted una misa solemne y cantada –le pidió el padre guardián.
Como era de esperar, obediente, sin fuerzas, no se sabe cómo, pero lo hizo,
ayudado por sus hermanos Honorado, Valentona y Guglielmo. Su última misa.
Testigos cuentan que le vieron moribundo, intentó cantar, pero no pudo... al
terminar, se habría desplomado si el padre Guglielmo no lo hubiese sujetado, y
por primera y última vez tuvieron que recogerlo en el altar con la silla de
ruedas. Al alejarse, dirigió una impresionante mirada a los fieles, y tendiéndoles
los brazos como si quisiera abrazarlos, se despidió con un susurro:
–Hijos míos, queridos hijos míos.
El fiel Pagnossin, presente aquel día, bien situado arriba en la tribuna, hizo
unas cuantas fotografías. Cuál no sería su sorpresa al revelarlas:
–Mirad, el Padre Pío ya no tiene los estigmas.
Efectivamente, habían desaparecido. Los hermanos no se dieron cuenta hasta el
momento de su muerte y también tomaron fotografías:
–Hermano, mira, ya no tiene las llagas.
–Sí, hermano, fíjate, en su lugar qué piel más suave y lisa...
–Como la de un recién nacido.
Se supone que habían desaparecido el mismo día 20, cuando cumplían los
cincuenta años. Era el anuncio de que la misión del Padre había terminado.
Plácida agonía y triunfo póstumo
Aquel día 22 de septiembre, después de una breve aparición saludando con el
pañuelo y bendiciendo con la mano, se retiró a su celda. A las seis de la
tarde asistió a misa desde la tribuna y volvió a retirarse. El padre
Pellegrino le acompañaba, él lloraba en silencio. Pasada la medianoche, quiso
confesarse y dirigió un ruego al padre Pellegrino:
–Escucha, si el Señor me llama hoy, pide perdón por mí a mis hermanos por
todas las molestias que les he causado. Pídeles, y también a mis hijos, que
recen por mi alma.
Después quiso renovar su profesión religiosa y consagración de sí mismo y de
su vida al Señor.
A la una y cuarto, el padre Pellegrino decidió llamar a sus hermanos y al
doctor Sala. Se le administraron los últimos sacramentos, que recibió con
plena lucidez.
A las 2’30 de aquel día, 23 de septiembre de 1968, dulcemente, con el rostro
sereno lleno de paz y un rosario entre las manos, el Padre Pío de Pietrelcina
entregó su alma a quien ya se la había ofrecido junto con su vida entera.
Con el doctor Sala presente, los hermanos descubrieron la desaparición de los
estigmas; en su lugar, ni una cicatriz, ni una señal quedaba del calvario
padecido para gloria de Dios y salvación de los hombres. Durante toda su vida,
sólo había buscado una cosa, cumplir la Voluntad de Dios.
El 26 de septiembre de 1968, el padre Clemente de Wlissingen, ministro general
de los capuchinos, presidió los funerales. Se leyó el telegrama de S.S. Pablo
VI, y el administrador apostólico, padre Clemente de Santa Maria in Punta,
pronunció el elogio fúnebre. El cuerpo del Padre Pío fue bajado a la cripta
en cumplimiento de su deseo manifestado en 1923. Aún tenía que sorprender
gratamente a sus hijos espirituales con un último hecho extraordinario. Nos lo
cuenta un testigo, Henri Bourdeau:
«En sus funerales, cuando ya su cuerpo descansaba en la cripta, la multitud se
dirigió a la explanada. Luego de una oración, se entonaron los cánticos que
le gustaban al Padre. De pronto, se oyeron exclamaciones de alegría: el Padre Pío
aparecía, sonriente, en el cristal de su celda. Se veía con claridad su hábito
hasta la cintura y el cordón tal y como yo los había visto. A los gritos de
«¡Miracolo!» de la muchedumbre, el padre guardián envió un hermano al
lugar. Y éste volvió con la increíble información: el Padre aparecía en el
cristal. Entonces, para dar una lección de realismo a todos los que podían ser
considerados como exaltados, fanáticos, dio orden de abrir la ventana de la
celda y extender en ella una tela blanca. Pues bien, después de un
"Ah" de decepción, resonaron unos "¡Oh! ¡Oh!" jubilosos y
divertidos: la "foto viviente" del Padre aparecía al mismo tiempo en
todos los cristales de esa fachada del convento de Santa Maria delle Grazie».
S.S. Pablo VI pondrá al Padre Pío como ejemplo a los capuchinos:
«Seguid el ejemplo de vuestro santo hermano fallecido hace poco, el Padre Pío.
¡Mirad qué fama ha tenido! ¡Qué multitud de todo el mundo ha reunido a su
alrededor! ¿Y por qué? ¿Era filósofo, sabio? ¿Disponía de medios enormes?
No. Decía misa humildemente, confesaba desde la mañana a la noche y era –es
difícil decirlo –el representante de Nuestro Señor, marcado por las llagas
de nuestra Redención. Un hombre de oración y sufrimiento. Esa es la razón por
la que sentimos hacia él un agradecido afecto».