La reconciliación
Por Enrique Calicó

–Años de fecundo apostolado. –Consigna tajante de Pío X

 

–Padre –le dijo una de sus hijas espirituales–, ¡qué largos se me han hecho estos tres años sin poderme confesar con usted!.

–A usted.... ¡y a mí! Jesús me ha enviado para la salud de las almas. ¿Y qué he hecho durante esos tres años? He rezado. Pero la oración no es suficiente para la misión que me ha sido confiada. Ayúdeme, necesito su ayuda. Pidamos a Jesús que eso no se repita. Jesús necesita almas, Jesús necesita salvar las almas.

En otro momento, alguien le preguntó:

–Padre, ¿cuál es verdaderamente su misión, la misión que Cristo le ha encomendado?

–¿Yo? Yo soy confesor.

Y así era, Dios le había concedido la gracia de leer en las almas que acudían a él. Al que hacía muchísimo tiempo que no se confesaba, con su bondad acostumbrada le ayudaba a recordar sus pecados con asombrosa precisión. Se pasaba días enteros en el confesonario. Un día exclamó:

–¡Las almas! ¡Ay las almas! ¡Si se supiera el precio que valen!

Años de fecundo apostolado

Al recuperarse las misas del Padre Pío, una multitud de piadosos llenaba constantemente la iglesia. Querían sentir cómo vivía realmente en su carne y en su alma los misterios que celebraba en el altar. Todos quedaban admirados por la lentitud y el dolor que ponía en las palabras , en sus movimientos, en todo.

Cleonice Morcaldi, una de sus hijas espirituales, le preguntó en varias ocasiones:

–Padre, ¿qué es lo que usted vive y siente en cada una de sus misas?

–Todo lo que Jesús sufrió en su Pasión yo también lo sufro, en lo que es posible a una criatura humana. Y no por mis méritos, sino por pura gracia y por su sola bondad. Es una misericordia interna y externa. Todo un incendio, una fusión...

–Pero el ruido que hacen tantos fieles, ¿no le molesta?

–Hija mía, y en el Calvario, ¿no había gritos, blasfemias, estruendo, amenazas? Era un estrépito. Pero los fieles debéis asistir a la Misa con los mismos sentimientos de la Virgen María y de San Juan, sentimientos de compasión, de veneración y de amor.

Dos años después de su «liberación», en junio de 1935, el convento de San Giovanni Rotondo fue visitado por el mismísimo ministro general de la Orden, el padre Virgilio Da Valstagna. Todo el pueblo fue a recibirle y lo acompañó hasta el monasterio. El Padre Pío se arrodilló y emocionado besó su mano. El superior general lo ayudó a levantarse y después lo abrazó ante la emoción general. Quedó impresionado por la vida sencilla del Padre Pío, su apostolado, su comportamiento religioso, su humildad... Esta visita significaba la reconciliación de la Orden capuchina y la rehabilitación del Padre Pío. Dos meses después celebraba con inmensa alegría sus bodas de plata sacerdotales. Hasta Monseñor Cesarano, el nuevo arzobispo de Manfredonia, asistió a la ceremonia. Acabada la misa, por especial favor de S.S. Pío XI, el Padre Pío pudo dar la bendición papal a toda la multitud de fieles presentes. Fue un día memorable, después de haber pasado tantas pruebas.

Siguieron años de fecundo apostolado. Acuden a ese rincón del mundo laicos, sacerdotes, obispos, políticos, personalidades, gentes de toda clase, a buscar confortación, enseñanzas en sus misas y en sus confesiones, a vivir en un oasis de paz y de salvación. Sin embargo el Padre Pío, pletórico en su apostolado, es y seguirá siendo un hombre lleno de dolores, físicos y espirituales. Comía poco, dormía menos, pasaba muchas horas en el confesonario; los dolores, así en las manos taladradas como en los pies, lo agotaban; su tos, que aparecía periódicamente, no le dejaba descansar por las noches. Todo eso complicado con los sufrimientos morales, tinieblas espesas del alma, las noches oscuras... El padre Agostino, su confesor, exclamará:

–Se mantiene por milagro.

Consigna tajante de Pío XII

El 2 de marzo de 1939, Monseñor Eugenio Pacelli es elegido Papa con el nombre de Pío XII. Luego la guerra se adueña de Europa. Entonces Pío XII muestra una actitud constante de firmeza, de valor y de oración. Él, en Roma, y el Padre Pío en San Giovanni Rotondo, ofrecen en esos años, tan dolorosos para el mundo, una imagen constantemente paralela y misteriosamente unísona. El Padre Pío revivirá, allá en la distancia, todos los sufrimientos, ofrendas y oraciones de S.S. Pío XII, principalmente por causa de los desastres bélicos, y en el preciso momento de la invasión alemana de la Ciudad Eterna, en 1943, nuestro capuchino, sin conocer esa noticia, caerá enfermo con fiebre muy alta que le obligará a guardar cama. Pío XII no conocía personalmente al Padre Pío; sin embargo, fue un gran defensor suyo siempre que pudo, ya cuando era simplemente cardenal. No perdía ocasión para expresar lo que sentía desde muy adentro, muy seguro en ello como si hubiera recibido una revelación profunda. La primera consigna que dio a toda la Curia Romana una vez fue elegido, fue:

–Que se deje en paz al Padre Pío.

Y cuando alguien manifestaba deseos de visitar San Giovanni Rotondo, le hacía el siguiente ruego:

–El Padre Pío es un gran santo. Por favor, pídale que rece por mí para que Dios me dé fuerzas para llevar tan pesada carga.

Los Grupos de Oración

Sí, pesada carga para Pío XII, que sufría en silencio aquellos años de guerra y de persecuciones. Físicamente hacía lo que podía para salvar vidas, fuesen de la raza que fuesen y de la religión que practicasen. Rezaba y exhortaba a rezar, sabiendo, por experiencia, del poder de la oración. Los llamamientos a la oración se habían multiplicado por doquier durante la guerra, y el 17 de febrero de 1942 lanzó la idea de las «Grupos de Oración» que debían acogerse a ciertos compromisos espirituales. Estas repetidas peticiones del Papa fueron escuchadas por el Padre Pío. Se correspondían perfectamente con una práctica suya realizada justo al llegar a San Giovanni Rotondo, veinticinco años antes, la de reunir en un pequeño grupo de oración a sus fieles más asiduos. Ahora esto lo iba a lanzar al mundo entero, aprovechando a los peregrinos que le llegaban por grupos, por parroquias, guiados por un sacerdote:

–Escuchemos al Papa. Unámonos todos para rezar.

Y pronto se constituyeron grupos por toda Italia y por el mundo entero, siempre dependiendo directamente de la Iglesia.

El padre Derobert, iniciador de los grupos de oración en Francia, le preguntó:

–Padre, a propósito, ¿podemos organizar conferencias u otras actividades?

–¡De ninguna manera! Las palabrerías sólo pueden destruir el grupo. Recemos y hagamos rezar.

Un día, dirigiéndose a un profesor universitario:

–En los libros se busca a Dios. En la oración se le encuentra.

Hoy, después de treinta y tres años de su muerte, los Grupos de Oración no sólo existen, sino que se han multiplicado por todos los países del mundo.