Casi una revuelta popular
Por Enrique Calicó
–La voz del pueblo. – Un modesto hospital.
El 16 de mayo de 1923, casi un año después, en una nueva
reunión, la Congregación del Santo Oficio pronunció una condena firme y
oficial en forma de un decreto hecho público. Esta «declaración» apareció
en diversos periódicos, naturalmente en el L’Osservatore Romano en primer
lugar, negando rotundamente «después de una investigación» el carácter
sobrenatural de las gracias y los carismas del Padre Pío.
Las mentiras, las acusaciones del padre Gemelli y de Monseñor Gagliardi habían
prevalecido sobre la verdad. A las medidas adoptadas el año anterior se sumaron
otras más graves:
«Se ordena al Padre Pío no celebrar misa en público, sino en la capilla
interna y no se permite asistir a nadie».
El texto de esta condena fue conocido en el convento por la revista oficial de
la Orden, justo en el recreo de los monjes. Emmanuele Brunatto, que estaba
presente, viviendo temporalmente en el convento como laico, nos lo cuenta:
«El padre guardián leía el decreto a sus hermanos, que estaban atónitos. Al
acercarse el Padre Pío intentó disimular, pero éste lo tomó y lo abrió por
la página exacta. Leyó en silencio, sin delatar la menor emoción. Luego volvió
la página y habló de otro tema. A la hora de la siesta se retiró. Yo lo
acompañé. Ya en su celda, fue a cerrar las persianas y permaneció unos
momentos como mirando a lo lejos. Después se volvió y estalló en sollozos. Yo
me eché a sus pies y le abracé las rodillas:
–¡Padre –le dije– usted sabe cuánto le amamos! ¡Nuestro amor tiene que
confortarle!
–Pero, hijo, ¿no comprendes que no lloro por mí? Me costaría menos y tendría
más mérito. Lloro por las almas que se ven privadas de mi testimonio... ».
La voz del pueblo
El padre Ignazio, guardián del convento, por orden de su superior provincial,
con gran disgusto pidió al Padre Pío que en adelante celebrase misa a puerta
cerrada, él solo con un ayudante y nadie más. El Padre obedeció sin
rechistar.
Otra cosa fue la población de San Giovanni Rotondo, que en número de cinco mil
se presentaron en el convento a protestar, con la banda de música al frente.
Temían lo peor, que su «santo» hubiera ya sido trasladado. Tuvo que salir el
Padre Pío a dar su bendición a la multitud exaltada.
El Santo Oficio insistió en que debía ser trasladado, y si era preciso con
ayuda de la fuerza pública. La Sagrada Congregación escogió el convento de
Ancona. Una vez más, el Padre Pío, sumiso, escribió a su superior provincial:
«Como hijo devoto de la santa obediencia, y en lo que de mí depende, obedeceré
sin abrir la boca».
Pero el pueblo montó guardia día y noche, y bloqueó el único camino que
lleva al convento, dispuesto a todo. El general De Bono, director de la
seguridad pública, informó al padre general de la Orden:
–Tiene usted que saber, padre, que dicho traslado no es factible a menos que
mande un contingente numeroso de fuerzas y no podremos evitar un gran
derramamiento de sangre.
–Bien –decidió el padre general–, es mejor suspender esa orden hasta otra
oportunidad.
El 24 de julio de 1923 el Santo Oficio en una advertencia solemne exhortaba a
los fieles, con palabras muy graves, a que se abstuvieran de tener cualquier
relación, ni por escrito, con el citado padre. Estas declaraciones repetidas
desorientaron a los fieles, tanto laicos como religiosos, que no habían
conocido personalmente al Padre Pío.
En 1924, que transcurría con cierta tranquilidad, el procurador general de los
capuchinos mandó a todos los conventos una circular prohibiendo mencionar y
divulgar lo relativo al Padre Pío, añadiendo:
«Debemos comportarnos como si nunca hubiéramos oído hablar del Padre Pío».
Un modesto hospital
La vida en el convento seguía igual. El Padre Pío, sencillo y humilde, sabía
que los dones recibidos no eran para él, sino para dar un testimonio vivo de
los padecimientos de Cristo en la cruz. No eran en absoluto ni para él ni para
su vanidad, eran para ayuda de pecadores, para su conversión y encaminarlos a
Dios. Su atención extrema a las necesidades de los más pobres le hace concebir
y realizar lo que queda hoy como su gran obra terrenal: la Casa Sollievo della
Sofferenza (la Casa de alivio del sufrimiento), uno de los hospitales más
modernos de Italia. Tenía clarísimo que en el orden del amor es donde el bien
responde al mal. El pueblo de San Giovanni Rotondo no tenía hospital, el más
cercano estaba a 40 kilómetros. Necesitaba uno para sus enfermos de viruela, de
tuberculosis, de septicemia, para los heridos de guerra y demás. Las curaciones
se hacían muy lentas por falta de cuidados sanitarios. A esto se sumaban las
necesidades de los peregrinos que iban en aumento. Un hospital permitiría
atender a los enfermos y al mismo tiempo emplear con buen fin las ofrendas de
los fieles que se iban multiplicando. No le faltaron desde el principio
colaboradores y mecenas, así como doctores: el alcalde Morcaldi, Merla, su
primer médico, Leandro Giuva, el cirujano Bucci, todos ellos se ofrecieron
gratuitamente.
El primer intento había sido a principios de 1922, cuando se habilitó un
antiguo convento de clarisas dentro del pueblo y se le puso por nombre Hostal de
San Francisco. Fueron centenares las personas atendidas en este pequeño
hospital gracias al trabajo de unos, a las oraciones y las donaciones de otros.
En 1938 un fuerte terremoto destruyó parte del edificio y parte del material
que aún quedaba, puesto que el hospital había tenido que cerrar hacía ya
tiempo por dificultades económicas. Se planteaba, entonces, tener que empezar
de nuevo.